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Cuatro comentarios sobre el problema de la violencia

Por: Luis Armando González

Se recogen a continuacion cuatro comentarios del autor a propósito de algunos tópicos relativos al problema de la violencia. Fueron escritos en diferentes momentos –el primero en 2011 y el cuarto en 2017— y en situaciones coyunturales específicas. Están, pues, fechados y situados. Asimismo, aún en su brevedad y con sus limitaciones, ponen de relieve que la violencia criminal (ejercida por el crimen organizado y las maras o pandillas) no sólo no es un problema reciente (que comenzó en 2009) sino que viene de los años noventa y que desde entonces para acá se ha complejizado. El autor está convencido de que la envergadura del accionar criminal requiere de una intervención del Estado –y no sólo del Ejecutivo—fuertemente coercitiva, a sabiendas de que la prevención es la respuesta de largo plazo para un problema tan complejo.

 

La escuela como objeto de violencia

La escuela no escapa a la violencia que se ha desatado en la sociedad salvadoreña desde la postguerra. El enfoque tradicional de la violencia en la escuela se revela sumamente limitado para entender lo que está sucediendo en estos momentos. Y es que ese enfoque tradicional se centra en la escuela como foco de violencia, es decir, en sus dinámicas internas de carácter violento que se toman como punto de partida para comprender las prácticas violentas de los adultos.

Desde este enfoque, entonces, la tesis que se suele defender es que la violencia en la escuela está en la base de la violencia que se genera en la sociedad. Asimismo, en los intentos por explicar la violencia en la escuela se apela, además de a los factores que derivan de la misma dinámica escolar (por ejemplo, a la violencia represiva propia de una educación bancaria-autoritaria), a los entornos familiares y de amigos que serían los que permitirían explicar por qué los niños y adolescentes son proclives a la violencia en la escuela.

De modo casi circular, esta perspectiva de análisis propende a buscar la solución al problema de la violencia en la escuela en la atención preventiva de los entornos antes mencionados, con énfasis en la responsabilidad de la familia.

¿Cuál es la violencia en la escuela que preocupa a quienes se mueven en este marco de análisis? Su punto de mira son las agresiones entre los alumnos, las amenazas, burlas y abusos contra los más débiles, etc. A los más críticos no se les escapan las agresiones y maltratos de los maestros hacia los alumnos, ni la violencia propia de un sistema escolar bancario-autoritario.

Pero, como quiera que sea, la cuestión de fondo –en la perspectiva que reseñamos— es que la escuela es un foco de hábitos y prácticas violentas que, luego, repercuten en la sociedad, cuando quienes vivieron la violencia en la escuela se convierten en adultos.

La sociología de los años setenta fraguó esta forma de entender la violencia en la escuela. En una época en la cual la familia era una pieza sólida del engranaje social y los entornos inmediatos de amigos un fuerte condicionante de las conductas individuales, lo razonable era buscar en la familia y en esos entornos las claves de los hábitos de quienes se integraban en las escuelas –que eran el otro gran espacio de integración social. Familia, grupos de amigos, escuela y trabajo marcaban los hábitos y conductas de los individuos en esos años setenta en las sociedades occidentales industrializadas.

La serie de televisión “Los años maravillosos” refleja bien esas dinámicas tal como se dieron en la sociedad norteamericana de finales de los años sesenta y principios de los años setenta. La sociología y la psicología de esos años elaboraron sus teorías y enfoques a partir de la realidad de un capitalismo sólido, en el cual la familia, la escuela y el trabajo eran los principales ejes de integración social.

Esos enfoques y teorías tienen poca utilidad en estos momentos, a la hora de entender la violencia en las escuelas. El “capitalismo líquido”—analizado por autores como Z. Bauman y A, Guiddens— exige otras formas de abordaje del tema de la violencia. Y es que, entre otros cambios importantes (por ejemplo el peso del consumismo de marcas alentado unos medios de comunicación globalizados), la familia ha dejado de ser lo que antaño fue como matriz formadora de los hábitos básicos.

Más allá del peso de la familia actual –la familia ampliada casi ha desaparecido y en el caso de la familia nuclear hay fuertes condicionantes económicas para mantenerse como tal— en la formación de sus miembros más jóvenes, hay entornos violentos (con un componente de cultura de violencia) que son más decisivos en la creación de hábitos de los individuos que la familia y el círculo inmediato de amigos.

De hecho, el entorno violento en El Salvador está dominado por pandillas y crimen organizado. Y es a ese entorno al que hay que prestar atención si se quiere entender la violencia en las escuelas salvadoreñas. Porque las pandillas y el crimen organizado están convirtiendo a las escuelas en objetivo de sus prácticas violentas; las escuelas se están convirtiendo en víctimas propicias para sus fechorías, sobre todo porque sus jóvenes son vistos como candidatos para integrarse a las redes criminales.

En la actualidad, el grave problema de la violencia en las escuelas estriba en que pandillas y crimen organizado, en determinados lugares del país, tienen en su punto de mira a alumnos y profesores. Esa violencia externa a la escuela amenaza la vida y seguridad de sus integrantes. Es una violencia distinta a la agresividad y abusos que tradicionalmente se han generado dentro del recinto escolar; más aún, es una violencia que está dando a la violencia tradicional en la escuela otra dimensión, al introducir en ella la posibilidad de usar armas de fuego o de valerse de “ayudas” externas (de pandillas) para resolver tensiones suscitadas dentro de la escuela.

Urge, pues, tomarse en serio el nuevo carácter de la violencia contra la escuela. Este consiste en que la escuela se está convirtiendo en objeto de una violencia criminal que, de no ser contenida con firmeza, dejará mucho más dolor que el dejado hasta ahora en las familias que han perdido a sus hijos o en los profesores amenazados y chantajeados por criminales sin escrúpulos. Hay que hacerse cargo del entorno violento que rodea a las escuelas; hay que hacerse cargo de la cultura de la violencia que se propaga como hongo; y hay que hacerse cargo de lo trágico que es para una sociedad que las escuelas estén sometidas a la amenaza del crimen.

San Miguel, 30 de noviembre de 2011

 

II

La complejización de los problemas sociales

 

Hay quienes gustan de ver los fenómenos sociales del presente (sobre todo los más graves y complejos) como surgidos por generación espontánea. Ya se trate de la pobreza, el crimen organizado, las pandillas o las inundaciones causadas por las lluvias, su postura es de extrañeza ante algo que se les revela como nuevo, como surgido de repente. Y en sus opiniones al respecto insisten, con voz de alarma, en lo inusitado de los problemas abordados. Incluso utilizan terminología hace tiempo en boga –y que en  otro tiempo rechazaron y condenaron— como si fueran los descubridores de la misma o por lo menos sus más fervientes valedores.

En estos días, por ejemplo, se ha escuchado a un ex Director de la PNC hablando –alarmado claro está—, de la situación de violencia en el país y planteando la tesis de la “territorialización” del accionar de las pandillas y el crimen organizado.  Cualquier persona desprevenida podría ser convencida de la tesis –sostenida por este ex funcionario policial— de que el crimen en el país nunca ha sido como ahora, siendo la mejor expresión de esta gravedad la mencionada “territorialización” del crimen.

Sin embargo, si alguien se toma la molestia de dar una mirada a la Revista ECA de la UCA, del año 2006, encontrará un texto titulado “Violencia social y territorialización del crimen”. Si esta misma persona busca en 1997 encontrará un número monográfico de la misma revista dedicado a la violencia. Y si en lugar de ECA da una ojeada a la Revista Realidad de 1998, encontrará un artículo que lleva por título “El Salvador en la postguerra: de la violencia armada a la violencia social”.

O sea: no hay tales de apuntar alguna novedad cuando se habla de “violencia territorializada”. Y es que esa territorialización no es algo nuevo, al igual que tampoco es nueva la elevada violencia social que actualmente golpea a la sociedad salvadoreña. Lo que sí es cierto es que la violencia social/criminal se ha hecho más compleja desde el fin de la guerra civil (1992) hasta el día de hoy; lo que sí es cierto es que fenómenos que apenas se gestaban en aquellos años ahora han alcanzado un nivel de desarrollo que los hacen casi inmanejables e incluso irreversibles. Y esto no sólo sucede con la violencia, sino con otros muchos fenómenos sociales, culturales, económicos, medioambientales: hace 20 o 30 años eran fenómenos en gestación, cuyo tratamiento era en muchos sentidos más fácil, pues se trataba de fenómenos poco complejos. Ahora, dos o tres décadas después, su complejidad es mucho mayor, y por ende su tratamiento y solución.

Entonces, lo que no conviene perder de vista, primero, es que los problemas sociales no surgen por generación espontánea, abruptamente, sino que tienen una génesis. Segundo, que los problemas sociales no son de la misma complejidad a lo largo del tiempo: siendo menos complejos en sus primeras etapas, a medida que avanza el tiempo se tornan más complejos. Y, tercero, que el tratamiento de los problemas sociales es más fácil en sus primeras fases que en las de maduración o de concreción final.

San Salvador, 14 de octubre de 2013

III

El fenómeno de la violencia y el inmediatismo

En estos días, en El Salvador, se ha agudizado la sensación de que nunca, como en estos momentos, la violencia ha desbordado cualquier capacidad de contenerla. Es como si de pronto, abruptamente y como si fuera por generación espontánea, tuviéramos niveles indescriptibles de violencia; niveles de violencia inmanejables y que desconciertan a todos, incluidas las autoridades de gobierno.

La gente vive la inmediatez de esta situación con verdadera paranoia, atrapada por temores indecibles que acechan desde cada sombra, cada espacio oscuro, cada desconocido que se cruza por nuestra acera o se cruza en nuestro camino. Ninguna medida de seguridad es suficiente, siendo una de ellas la disposición a mostrarse agresivos de manera “preventiva”, por si acaso al desconocido que viene en dirección a nosotros se le pudiera ocurrir atacarnos (más aún: es “seguro” que ese desconocido tenía la intención de agredirnos, pero lo disuadimos con nuestra “acción preventiva”).

Esta sensación actual de que la “situación está yuca”, como nunca, es alimentada por las grandes empresas mediáticas que, quizás movidas por intereses bien particulares no ajenos a sus filiaciones políticas, la promueven sistemáticamente, a través de juegos de imágenes y elaboraciones discursivas que la “inflan” en su cantidad, en su gravedad y en su novedad. Hay quienes, comentaristas bien intencionados o ingenuos, terminan cayendo en la trampa de la inmediatez.

Y es que cualquier esfuerzo de conocimiento está encaminado a vencer las trampas de la inmediatez y de las apariencias. El abordaje de los fenómenos sociales exige cumplir con el requisito de vencer sus apariencias, de ir más allá de lo que se nos ofrece inmediatamente, sobre todo cuando eso que “vemos”, “sentimos” o “percibimos” de un fenómeno social está inflado por empeños mediáticos mal intencionados.

La violencia es un fenómeno social. Como tal, hay expresiones suyas que afectan directamente a las personas, y que es natural que para ellas eso sea lo único que importe. Más aún, no sólo es eso lo que cuenta, sino que –dadas las limitaciones espaciales y temporales de la percepción y dadas las consecuencias dañinas e inmediatas de la violencia en sus vidas— es natural que lo que las afecta ahora de la violencia sea visto y sentido como lo más grave, pues lo que sucedió antes o lo que está detrás de lo que les afecta no tiene ninguna relevancia práctica.

Sin embargo, el analista de lo social –el sociólogo, principalmente— no puede proceder de la misma manera, porque lo suyo es el conocimiento de la realidad social. Y para conocer hay que ir detrás de los fenómenos, para explicarlos y, en la medida de lo posible, sugerir mecanismos de intervención en ellos.

En el caso de la violencia, ir detrás de sus manifestaciones inmediatas, por más duras y dramáticas que se nos presenten, es una tarea de primera importancia para quienes estudian lo social. Este “ir detrás” supone indagar sus raíces históricas y su evolución, pues los fenómenos sociales –por más que la inmediatez nos los muestre como salidos de la nada— tienen una dinámica de gestación y evolución. Sin esta constatación, no se entiende que dejados por sí mismos seguirán evolucionando y haciéndose más complejos y difíciles de resolver. Y es que esa evolución de los fenómenos sociales avanza, por lo general, hacia una mayor complejidad o, cuando menos, complicación de los mismos.

Justamente, la violencia social en El Salvador, principalmente la que involucra a las maras y al crimen organizado, se ha venido complejizando y complicando desde 1994. No es el momento de analizar los hitos de esa complejización (y complicación) –ni para analizar el papel jugado por distintos gobiernos en ese proceso—, pero sí para señalar que desde ese momento hasta la fecha ha habido distintas etapas críticas en la dinámica de la violencia, siendo la actual una etapa de mayor complejidad y complicación, pero no una situación absolutamente distinta de otras anteriores en su gravedad o impacto social.

Y si no se realiza, ahora, una intervención decisiva en la dinámica de la violencia en el país, en 10 o 20 años el problema será más complejo y complicado, pero en continuidad (y relativa ruptura) con las dinámicas previas, fraguadas 30 o 40 años antes. Por supuesto que a esa generación de salvadoreños, si todavía tenemos empresas mediáticas como las que predominan en estos momentos, les parecerá que viven momentos apocalípticos, sin solución posible, con una violencia aparentemente surgida de la nada, que afecta sus vidas y que los amenaza por doquier, sin que haya nada que hacer para protegerse. No hay nada más delicado para la convivencia ciudadana que la sensación de indefensión de los individuos; esta sensación ha venido calando en la convivencia de los salvadoreños desde el fin de la guerra civil. Se la tiene que revertir, con una intervención de envergadura dirigida por el Estado y con la confluencia de las distintas voluntades (universitarias, empresariales, intelectuales, religiosas, políticas, profesionales y gremiales) que en el país están dispuestas a sumarse al esfuerzo por hacer de El Salvador un lugar de convivencia pacífica, tolerante y justa.

Eugene, Oregon, 29 de abril de 2014

IV

 

Violencia criminal y prevención de la violencia

Por distintas razones, algunas loables y otras no tanto, en los juicios acerca de la violencia criminal se fueron estableciendo criterios de carácter ético que lenta, pero casi inexorablemente condujeron a dejar de lado la realidad dura e hiriente de la violencia criminal, que a su vez fue justificada apelando a las condiciones de exclusión y pobreza de sus agentes, o a su ingenuidad e inocencia dada su minoría de edad.

Mientras esto sucedía en las discusiones y cátedras académicas (cuyos análisis y conclusiones irradiaban hacia las esferas públicas y privadas) los criminales reales (no los que reciben en los libros denominaciones más suaves como “personas en conflicto con la ley”) no dejaban –y aun no dejan– de causar dolor en la sociedad, siendo lo más doloroso de sus acciones los asesinatos de personas inocentes a lo largo y ancho del país. Desde los años noventa, la violencia criminal ha causado una verdadera sangría en El Salvador. Ahí están los datos para quien quiera verlos. Pero detrás de los datos, hay personas concretas  cuyas vidas llegaron a su fin violentamente por obra de criminales sin escrúpulos. Eso ya no puede ni debe seguirse tolerando.

El Estado salvadoreño tiene la obligación legal y moral de utilizar con eficacia y determinación todos los recursos a su disposición para contener y someter al imperio de la ley –haciendo uso de la fuerza necesaria y suficiente— a quienes son una amenaza para la vida y los bienes de cualquier ciudadano.

Ligado con lo anterior, está el asunto de cómo se relacionan, en el combate de la violencia criminal,  el uso de la fuerza coercitiva del Estado y la prevención. Aquí se tiene que decir que ante quienes delinquen efectivamente, el Estado tiene que hacer uso de sus capacidades coercitivas, según la naturaleza (la amenaza real) del acto criminal a contener. A mayor amenaza de los criminales, mayor uso de la fuerza del Estado, pues este último debe mostrar a quienes delinquen que el crimen no paga. Es equivocado creer que la prevención debe estar orientada a quienes se dedican a delinquir.

Es equivocado y peligroso para la sociedad que el Estado se doblegue ante el crimen, o también que se exija al Estado ceder en su determinación de combatir a grupos criminales, apelando a lo mal que se sienten quienes actúan fuera de la ley. La prevención está orientada a quienes no delinquen efectivamente, pero que, dadas sus condiciones de vida, pueden correr el riesgo de terminar integrados en grupos criminales, o en cualquier caso  pueden estar en riesgo de ser víctimas de la violencia criminal.

Es falto de realismo  abanderar programas de prevención para criminales en activo que lo que hacen es usar esos bien intencionados programas para ocultarse de sus fechorías o para impedir que el Estado les dé su castigo merecido. Eso es lo que los criminales hacen ahora con la bandera de los derechos humanos, lamentablemente. La lectura que hacen de la respuesta del Estado ante el crimen –con categorías de interpretación propias de esquemas teóricos fraguados en el marco de los regímenes autoritarios de los años 60 y 70 del siglo XX— no sólo escamotea importante evidencia acerca de las dinámicas de violencia y de la respuesta del Estado ante ellas, sino que es francamente descontextualizada. La falta de imaginación teórica, el éxito que esas categorías tuvieron en un época en la cual no había manera de leer las acciones del Estado más que cómo autoritarias y represivas y el amarillismo al que se prestan expresiones como “unidades o grupos de exterminio”, “violación de los derechos humanos” y “represión estatal”, entre otras, enturbian la posibilidad de elaborar marcos interpretativos adecuados para los fenómenos sociales y políticos del presente.

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/193486

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Tendencias de las políticas educativas en Centroamérica

Centroamérica / 17 de diciembre de 2017 / Autor: Luis Armando González / Fuente: Radio La Primerisima

Imitando a las universidades privadas y a las escuelas de administración de las empresas estadounidenses en particular, los burócratas y los políticos de Gran Bretaña y de la Europa continental han adoptado una jerga empresarial que recuerda a la neolengua orwelliana para la gestión universitaria modelaba según el patrón de una corporación empresarial; y los más triste de todo, con ello respaldan la lógica de los resultados y logros rápidos”

Zygmunt Baumann y Leonidas Donskis, Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida.

No cabe duda que los conceptos científicos, particularmente los muy extensos, sí ayudan a cambiar las ideas extracientíficas”.

Thomas Kunh, La tensión esencial.

Introducción

Se ofrecen aquí algunas hipótesis y orientaciones metodológicas generales en torno a las tendencias de las políticas educativas en Centroamérica. La indagación acerca de las tendencias de las políticas educativas en la región exige el examen, como punto de partida, del contexto económico en el cual se gestaron las políticas educativas vigentes en la actualidad, lo mismo que el estudio del paradigma economicista del cual se nutrieron los gestores de aquéllas.

La hipotesis general que se propone en estas páginas es que lo específico de las reformas y políticas educativas de los años ochenta y noventa es su carácter fuertememente economicista, no sólo por su finalidad –hacer de la educación un soporte del modelo económico terciarizado que despuntaba en el marco de la globalización neoliberal—, sino por su filosofía educativa –una filosofía educativa inspirada en conceptos, hábitos y valores de cuño economicista neoliberal— y por sus consecuencias –dar pie a una privatización y mercantilización de la educación que debilitó extraordinariamente la educación pública.

Se trata, obviamente, de un planteamiento polémico. Pero en ningún ámbito como en el educativo es necesaria la polémica y el debate, especialmente cuando las fallas saltan a la vista. Hemos dado demasiadas cosas por supuestas en educación; por ejemplo, que hay conceptos, creencias y valores que deben aceptarse sin hacerse cuestión de ellos. Nada más contrario a la educación que la aceptación acrítica de lo dado. El acomodamiento a las modas educativas se ha convertido en cómplice de burocracias que, trabajando en función de un capitalismo rentista1, han convertido en dogmas educativos “respetables” lo que no son si no nociones tomadas de un economicismo, muy cuestionable desde criterios científicos y éticos, que se han integrado en un “constructivismo” igualmente débil en sus fundamentos filosóficos2.

Comenzamos, pues, con un planteamiento acerca de la necesidad de reflexionar sobre las tendencias de las políticas educativas en Centroamérica, para luego hacer una valoración sobre la relación entre reformas económicas neoliberales, economicismo neoclásico y educación. Cerramos en el documento con discusión acerca de las tendencias que se pueden identificar, en estos momentos, en las políticas educativas en la región.

  1. La necesidad de reflexionar sobre tendencias de las políticas educativas en Centroamérica

 

En el momento actual, el examen de las tendencias de las políticas educativas en Centroamérica se impone como una necesidad imperiosa. Los modelos educativos implementados después de la salida de las crisis y conflictos de los años ochenta han revelado, a estas alturas, severas deficiencias no tanto en cobertura, sino en la calidad de la educación3en todos sus niveles. Es evidente, en algunos países, la debilidad de la educación en los ámbitos científicos y técnicos, pero también en sus fundamentos filosóficos, éticos y humanistas. Lo mismo que es evidente el deterioro de la profesión docente, comenzando con una formación inicial docente poco sólida, hasta llegar a procesos de formación continua sumamente laxos y fuertememente orientados hacia un didactismo al que le es ajena la reflexión crítica sobre los dinámicas sustantivas de la realidad natural y social.

En algunos países, esas deficiencias han sido analizadas (o lo están siendo) de forma sistemática, y se han impulsado (o se están impulsando) cambios en orden a corregir sus fallas más significativas, por ejemplo en la formación docente4, en los contenidos y metodologías curriculares, y en el acceso a las tecnologías de la información y comunicación.

En otras naciones, reconociendo algunas falencias en los modelos educativos vigentes, los diagnósticos no son todo lo sistemáticos y realistas que debieran, y en consecuencia se introducen mejoras, según criterios de ensayo y error, que no tocan lo medular de aquéllos. En estas últimas naciones, hace falta una reflexión crítica sobre el conjunto de los procesos educativos y la lógica que los gobierna; hace falta una valoración –y no sólo un análisis— de los cambios educativos5, y las políticas a que los mismos dieron lugar, fraguados en los años ochenta y noventa, a la luz de su impacto no sólo en la calidad de la educación, sino también en la dinámica cultural y social.

Como quiera que sea, lo que no se puede negar es que las reformas educativas (y las políticas educativas) realizadas y ejecutadas en la era del postconflicto regional están siendo puestas en cuestión desde diferentes flancos y con distinta profundidad en cada una de las naciones centroamericanas.

Hay un importante debate educativo, ahogado muchas veces por otros debates –por ejemplo, el suscitado por la violencia y la inseguridad—, del cual se están generando diagnósticos, planteamientos críticos y propuestas de acción que, cabe esperar –no sin una gran dosis de optimismo—, den lugar a una reforma educativa (y las políticas educativas pertinentes) de nuevo calado, que permita superar lo que es para muchos una crisis educativa de enormes proporciones en países como El Salvador, Guatemala y Honduras.

2. Transformación económica y reforma educativa

Así las cosas, preguntarse por las tendencias de las políticas educativas en la región centroamericana supone, ante todo, reflexionar sobre las características de los modelos educativos que se diseñaron e implementaron al calor de la gran transformación económica inciada, con variantes nacionales, a finales de los años ochenta y principios de los noventa6, y que, consolidada como un modelo de acumulación centrado en la apertura comercial, la liberalización de los mercados financieros y el turismo –con una extraordinaria dependencia de las remesas y las maquilas en el caso salvadoreño7—, subordinó a sus necesidades el quehacer educativo, impregnándolo de una lógica privatizadora y mercantil.

La tesis de la mercantilización de la educación –que no sólo se escucha en Centroamérica8—es incomprensible sin hacerse cargo, por un lado, de la redefinición de los modelos económicos tradicionales –centrados en la agricultura y la industria— a partir de las exigencias de la terciarización de los aparatos económicos impulsada en el marco, y según los criterios y reglas, del neoliberalismo9. Y, por otro, de la ofensiva economicista de los años ochenta y noventa que permeó no sólo el quehacer económico y político, sino el conjunto de las prácticas, hábitos y creencias populares.

2.1. El economicismo de las reformas y las políticas educativas

El paradigma neoliberal10, con sus nociones del éxito fácil, consumismo, privatización, individualismo, acumulación, rendimiento, emprendedurismo, competencia…, y toda la gama de conceptos, palabras, creencias y estilos de comportamiento que son propias de ese paradigma se introdujeron con fuerza inusitada en la vida social y cultural (no sólo económica y política), impactando con particular eficacia el quehacer educativo en prácticamente todos sus componentes y niveles.

La tesis de la ofensiva de la economía neoclásica de los años ochenta sobre las ciencias sociales, planteada por Adam Przeworski11, se debe extender al pensamiento y a las prácticas educativas: la educación cayó en las redes de un economicismo de cuño neoliberal –del que por cierto aún no sale— no sólo por la lógica de rentabilidad que la terminó por caracterizar, sino por la “contaminación” de la filosofía de la educación (fines de la educación, contenidos curriculares, metodologías y didácticas de enseñanza, conceptos y valores educativos) de nociones, objetivos, propósitos y aspiraciones provenientes de la concepción económica que se erigió en dominante a lo largo de las décadas de los años ochenta y noventa.

Quizá el concepto de mayor influencia educativa desde los años noventa sea el de “competencia”, cuya carga economicista es indiscutible, como también es indiscutible el modo cómo intelectuales de las más diversa procedencia, incluidos figuras de izquierda, le han rendido un culto que ha resultado, en algunos contextos, verdaderamente vergonzoso. Una de las deudas pendientes del pensamiento crítico latinoamericano es el examen riguroso de la visión educativa sustentada en el “enfoque por competencias”, sus supuestos filosóficos y sus repercusiones en la educación.

Es un enfoque que no sólo se ha naturalizado, sino que se ha convertido en criterio de validación del ejercicio docente en todos los niveles del sistema educativo. Asimismo, el “enfoque por compencias” se ha convertido en un mecanismo para excluir del sistema a quienes o no lo conocen o se resisten al mismo por considerarlo insuficiente para apuntalar un proceso educativo sólido en lo congnoscitivo y éticamemente comprometido con la solución de los problemas sociales, económicos y culturales más graves.

En virtud de las exigencias planteadas por la transformación de los aparatos económicos y por el predominio creciente del paradigma neoliberal en el pensamiento social, político y cultural, en los años ochenta y noventa, se impulsaron reformas educativas encaminadas a articular de mejor manera el quehacer educativo con el modelo económico emergente.

El estudio a fondo de cada experiencia nacional seguramente arrojará modulaciones a la afirmación anotada; pero cabe sospechar que, en términos generales, se la pueda seguir sosteniendo como criterio de interpretación de la lógica de fondo de las políticas educativas emanadas de las reformas realizadas –a veces de forma abierta, como en el caso de El Salvador en los años 1996-1997, y a veces sin anunciarlas como tales— en el contexto, por un lado, de la transformación económica de los años ochenta y noventa, y, por otro, de la hegemonía del paradigma económico neoliberal.

2.2. La lógica neoliberal en la educación: la experiencia salvadoreña

En general, en los años noventa, la lógica neoliberal se impuso no sólo en el ámbito de la economía, sino también en el conjunto de la vida social y cultural. ¿En qué consiste esa lógica?

a) En la sujeción de las prácticas sociales a las reglas del mercado, con la subsiguiente mercantilización de la vida social. O sea, en virtud de esa sujeción, todo queda convertido en una mercancía que puede ser comprada o vendida.

b) En la privatización de todo, es decir, la conversión de bienes y prácticas sociales en propiedades individual o corporativa. La consecuencia de ello es que, por un lado, todo debe tener dueño y, por otro, los bienes públicos tienden a desparecer, siendo sometidos a una proceso de privatización.

El caso de El Salvador es extremo en el predominio de este espíritu privatizador en la vida social: desde el fin de la guerra civil (1992) ha sido indetenible la práctica de convertir en espacios privados espacios públicos (como calles, avenidas, pasajes, parques y zonas verdes) que, de la noche a la mañana, aparecen con verjas y portones por decisión de grupos de vecinos que habitan en las inmediaciones de los mismos12.

c) El debilitamiento del Estado, al cual se le van restando no sólo capacidades económicas, sino responsabilidades sociales, que precisamente se descargan en cada individuo del cual depende su propio bienestar y su propia seguridad13. En virtud de la lógica neoliberal, cada individuo es dueño de su destino, mismo que depende de lo que le haya tocado en suerte en esa rueda de la fortuna que es el mercado. Es problema de cada cual resolver las dificultades y trampas que la vida le depare, aunque estas sean generadas por un ordenamiento económico excluyente y empobrecedor.

d) La desaparición del ciudadano y el surgimiento del consumidor. El primero tiene derechos y deberes; el segundo capacidad o incapacidad de comprar o de vender algo. Si no tiene capacidad de compra, queda fuera del mercado y de los bienes que el mercado ofrece. Si tiene capacidad de compra, tiene “derechos de consumidor”: puede consumir las mercancías que se le ofrezcan y puede reclamar si las mismas no tienen la calidad debida o fallan en algún aspecto.

e) Consumismo extremo: el neoliberalismo alienta una cultura de consumir para llevar una vida fácil, ligera, cómoda, light,  sin más límite que la capacidad de compra al crédito o al contado. Si se paga un precio por un bien o un servicio, la idea es que el “cliente” gane en disfrute y en comodidad. Es un consumismo que, alentado por una cultura de marcas, atenta contra la ciudadanía, tal como lo hizo notar Naomi Klein en su libro No logo. El poder de las marcas14.

¿Cómo operó esta lógica en El Salvador, en el plano educativo?

En el caso de El Salvador, en los años noventa se realizó una proceso de reforma educativa inserto en el esquema neoliberal. Los gestores de esta reforma buscaron poner al sistema educativo en función de un modelo económico terciarizado y maquilero, y lo hicieron imbuidos, consciente o inconscientemente, del paradigma económico neoclásico. Para realizarla, había que formular una filosofía educativa que marcara el horizonte de la reforma que se estaba impulsando.

Esta nueva filosofía educativa –que se empapó del economicisimo predominante—, se caracterizó  por lo siguiente:

  1. El cambio del docente formador (del profesor) al docente facilitador, lo cual se hizo a partir de una “crítica” aparentemente sólida a las debilidades del docente tradicional. Junto con un rechazo a la educación bancaria y memorística (no se dudó en recurrir a Paulo Freire para sostener esta crítica), se desvirtuó el rigor, esfuerzo y disciplina intrínsecos a cualquier proceso de conocimiento (científico, literario o filosófico), cayendo en un facilismo poco propicio para el cultivo de las destrezas intelectuales superiores. La arremetida contra la “memorización” lo fue en contra de uno de los fundamentos de la identidad individual y colectiva: la capacidad de recordar. También se puso en jaque esa conquista humana sin la cual no hay educación: la palabra dicha y la palabra escuchada, la palabra escrita y la palabra leída (en una pizarra o en un libro). El diálogo socrático, pilar esencial de cualquier proceso educativo, fue ahogado por el practicismo didáctico y el uso de recursos tecnológicos en los cuales al profesor sólo le correspondía ocupar el lugar de “facilitador”15.
  2. La potenciación de la didáctica en detrimento de los contenidos cognoscitivos y críticos, bajo el supuesto de que había que orientar la educación hacia la práctica, o como se dice en la jerga didactista prevaleciente hacia el “saber hacer”, el “saber aprender” y el “aprender a aprender”. Se cayó en un “didactismo” de graves consecuencias para la educación, pues en virtud del mismo se dejaron de lado contenidos científicos, literarios y filosóficos sustantivos, lo mismo que se ahogó la reflexión crítica sobre la realidad y el compromiso con un conocimiento orientado a su transformación.

 

  1. El énfasis en hacer de la educación un proceso “suave”, “amigable”, light, en el que todos pueden construir el conocimiento en igualdad, pues nadie sabe más –y el facilitador menos que nadie—. Esta visión de la educación se nutrió de (y a su vez reforzó) la cultura de la globalización16 que se impuso con contudencia a lo largo de los años noventa y primeros años del 2000. Este trasiego de conceptos, valores, creencias, aspiraciones y hábitos desde la cultura globalizada hacia la educación, y viceversa, es algo a lo que no se le ha dado la debida atención, pero que reclama un examen detallado.

 

 

  1. Los estudiantes y sus padres, madres o tutores vistos como clientes, como consumidores individuales de bienes educativos, que les servirían para su éxito individual. Obviamente, ello dependiendo de su capacidad de pago, pues cada cual recibe la educación que pueda comprar.

 

  1. La implantación, como creencia compartida socialmente, de la que la educación que se paga (privada) es mejor que la gratuita (pública), y que entre más costosa es la mensualidad de mayor calidad y prestigio es la educación recibida. No sólo se introdujo una tajante separación entre la educación pública y privada, sin igualdad posible entre ambas en prestigio y reconocimiento social, sino una jerarquía entre las instituciones privadas, de la más cara a la más barata, y una competencia entre ellas por asegurarse las clientelas estudiantiles que hicieran rentable el negocio educativo.

 

 

  1. El deterioro de la educación pública que, de ser el principal foco de la educación en el pasado, se convirtió en el espacio para quienes no podían tener un lugar en el mercado educativo, es decir, para quienes no podían comprar los servicios ofrecidos por las empresas educativas privadas. Se dio por descontado que quienes no pudieran acceder a estas últimas no podrían presumir jamás de la educación recibida en las instituciones públicas, pues haber estudiado en ellas no sólo revelaba su situación de precariedad socio-económica (o sea, su condición de “perdedores”), sino la imposibilidad de salir de ella por no haber accedido a los conocimientos y habilidades –y también las relaciones y prestigio que dan las instituciones caras— que se requieren para triunfar en el mercado.

 

El deterioro de la infraestructura escolar pública, el descuido de la formación profesional docente, el ahogo presupuestario y la presión gremial en torno a demandas económicas, reforzaron en el imaginario social la idea de la inferioridad de la educación pública respecto de la privada, reforzando las ansias de las familias por buscar a toda costa alejarse de la posibilidad de enviar a sus hijos e hijas a escuelas públicas. Son los sectores medios los que más eco han hecho de esta visión, creyendo con los ojos cerrados que el éxito en la vida de sus hijos e hijas está en función de la inversión realizada en las colegiaturas escolares.

 

Se cayó en un círculo vicioso, del cual no sólo ha salido perdiendo la educación pública, sino la educación en general: el mito de que la educación privada es de calidad, y la pública no, ha impedido caer en la cuenta de que la primera, pese a las cuotas altas y a los lujos y comodidades en sus edificios, no ha escapado al empobrecimiento científico, filosófico y ético de la educación.

 

Antes bien, la educación privada ha sido una de sus generadoras, pues el facilismo, la falta de rigor académico y la implantación de valores consumistas, competitivos y poco críticos, han emanado de quienes la han auspiciado. Y lo que es peor, la visión educativa privada y privatizadora contagió el quehacer de la escuela pública, que no sólo fue vista y entendida como un instrumento que debe estar al servicio del mercado, sino que asumió, además de sus conceptos, palabras, creencias y hábitos, sus propósitos: en primer lugar, forjar consumidores y clientes de las empresas establecidas; y, en segundo lugar, crear una mano de obra lista para integrarse a las empresas que así lo demandaran en el marco de la transformación económica de los años noventa (maquilas, call center, comercio, servicios financieros).

2.3. Educación y economía: la particularidad del cambio educativo de los años ochenta y noventa

La subordinación de los sistemas educativos a las exigencias de los aparatos económicos no es un invento de los promotores de las reformas económicas neoliberales17. El modelo agroexportador dio pie a un quehacer educativo que le era funcional, y lo mismo sucedió con el modelo agroindustrial18. Desde las materias y las carrerras técnicas profesionales, pasando por los contenidos curriculares, hasta el calendario escolar y académico, no se entienden sin hacer referencia a los modelos económicos vigentes o emergentes en cada época histórica particular.

Sin embargo, lo singular de las reformas educativas y las políticas educativas de los años ochenta y noventa es su filosofía y orientación marcadamente economicista, lo cual las distingue de otros procesos de cambio educativo en los que los propósitos económicos coexistían e incluso se subordinaban a propósitos políticos e incluso culturales y religiosos.

Se trata, en las reformas y políticas educativas de los años ochenta y noventa, de un proceso de cambio educactivo no sólo orientado casi exclusivamente por objetivos económicos, sino embuido de un paradigma economicista que, como se dijo arriba, ha contaminado el quehacer educativo de una manera extraordinaria. Hablamos, pues, de reformas y políticas educativas de carácter economicista en sus objetivos, en su conceptualización y en su ejecución. Esa es la gran novedad del cambio educativo de los años noventa, respecto de otras reformas y transformaciones edicativas del pasado.

Es decir, en el pasado de la educación en Centroamérica, si bien es cierto que ella tenía un eje que la subordinaba a los aparatos económicos prevalecientes o emergentes, también tenía anclajes en exigencias políticas y culturales emanadas de los grupos de poder, especialmente en la línea asegurar la sumisión a la autoridad y el mantenimiento del orden establecido, que muy probablemente tenían la primacía respecto de las exigencias económicas.

Parte del éxito del economicismo y el mercantilismo predominantes es hacernos creer que han existido en todos los tiempos y lugares, con lo cual logran imponerse como algo “natural”.

El análisis histórico nos enseña que, si bien nuestro tiempo es fuertemente economicista y mercantilista, en otras épocas fueron otros los paradigmas (creencias, nociones, valores y aspiraciones) que prevalecieron. Se trató de paradigmas políticos y culturales en los que la nación, la patria, el orden, la autoridad y las jerarquías sociales eran lo esencial, y la educación bebió de ellos y se puso en función de sus objetivos.

Hasta las transformaciones economicas de los años ochenta y noventa, y la hegemonía creciente del economicismo y el mercantilismo en la cultura colectiva –incompresibles sin la globalización neoliberal y su cultura—, fueron otras las matrices conceptuales (no economicistas, no mercantilistas y no privatizadoras) y otros los objetivos (no principalmente o exclusivamente económicos) que sustentaron las reformas y las políticas educativas19.

De tal suerte que sin entender los fines (casi) exclusivamente económicos y el predominio del paradigma neoliberal en las reformas y políticas económicas de los años ochenta y noventa no se las pueda explicar a cabalidad en su singularidad y novedad. Tampoco se podrán entender los efectos negativos que ello ha tenido no sólo en la calidad de la educación, sino en la integración social y cultural. Al convertir a la educación en instrumento expreso de un modelo económico emergente, el economicismo y el mercantilismo vulneraron su anclaje social, cultural y político, erosionando sus capacidades como mecanismo de integración.

3. Reflexión final: el estudio de las tendencias de las políticas educativas

En síntesis, es ineludible el examen a fondo de la dinámica económica prevaleciente o emergente en una época determinada para entender las políticas educativas, lo mismo que los procesos de reforma educativa.

Y ello porque, en general, los sistemas educativos se han configurado históricamente a partir de un anclaje con los modelos económicos prevalecientes, lo cual es particularmente evidente en el contexto de la emergencia y consolidación de los modelos económicos de carácter neoliberal y globalizado.

Así, en el caso de las tendencias de las políticas educativas en Centroamérica es de rigor analizar, como punto de partida, el contexto económico de las reformas educativas de las que emanaron las políticas educativas vigentes en la actualidad. Y, a partir de este análisis, se debe hacer el esfuerzo por vislumbrar las dinámicas futuras de la educación en la región centroamericana.

También es ineludible el examen de los paradigmas predominantes (económicos, políticos, culturales) pues las matrices conceptuales –la filosofía educativa— de las reformas y las políticas educativas se nutren de ellos, lo mismo que sus fines y objetivos fundamentales. Así, es imposible entender a cabalidad las políticas educativas operantes en el presente sin hacerse cargo del predominio del paradigma neoliberal y del modo cómo este contaminó la filosofía de la educación que sostiene las políticas educativas vigentes.

¿Cuáles són, pues, las dinámicas de las políticas educativas de cara al futuro en Centroamérica? O sea, ¿cuáles son las tendencias de las políticas educativas en la región?

Para responder a esa pregunta se debe reconocer, ante todo, la existencia de un incipiente replanteamiento de los modelos económicos establecidos, los cuales han comenzado a revelar algunas de sus fisuras más profundas. Tanto del lado de determinados grupos empresariales como del lado de determinados actores políticos (de distinta filiación ideológica) se hace patente la preocupación por los límites de unos modelos económicos estancados productivamente, dado su anclaje en los servicios financieros, el comercio, el turismo, las maquilas y las remesas.

La crisis financiera de 2007-200820 sacó a relucir, de manera dramática, la inviabilidad de unas economías que descansan en la intensificación del consumo de servicios financieros, sin atender a la inversión productiva y a la innovación científica y tecnológica.

Hay grupos empresariales que han comenzado a presionar a los gobiernos para apuntalar un giro educativo que posicione, como algo central del quehacer educativo, a la ciencia y a la tecnología. Aquí, de nueva cuenta, lo que predomina es la visión economicista de la educación, tanto por los objetivos que se buscan con ella como por las matrices conceptuales que deben orientarla. En el caso de El Salvador, el modelo económico terciarizado está en crisis y las formas emergentes de actividad económica que vislumbran algunos de los grupos de poder exigen un replanteamiento de la educación, en función de una nueva agenda económica21.

Desde la derecha política vinculada a los grupos empresariales emergentes se suele respaldar esta demanda de una reforma educativa que se traduzca en una potenciación, desde la educación, del giro económico que aquéllos están promoviendo. En algunas instituciones educativas privadas, creadas expresamente para articularse con el aparato económico predominante, ya se realizan las adecuaciones pertinentes para dar respuesta a estas nuevas demandas empresariales.

Por su parte, la educación pública no sólo está sometida a la tensión que le provocan esa demandas, a las que de alguna manera intenta dar respuesta, sino que también está sometida a otras tensiones surgidas de objetivos que, desde una visión política de izquierda o de centro izquierda, se le imponen ahí donde las derechas políticas no gobiernan (o temporalmente dejaron de hacerlo).

Es decir, los gobiernos progresistas de la región, sin romper totalmente con el marco de políticas educativas fraguadas en los años ochenta y noventa –y sin renunciar a responder, desde los sistemas educativos, a las demandas de los grupos empresariales emergentes— han intentado generar enfoques, marcos conceptuales, objetivos y políticas educativas de un carácter distinto al de los vigentes, pero sin romper totalmente con ellos.

Entre los aspectos novedosos de estos enfoques, marcos conceptuales, objetivos y políticas destacan la apuesta por la inclusividad educativa; la visión de que la educación debe estar en función de la humanización y dignificación de niños, niñas, jóvenes, hombres y mujeres, y no en función de un modelo económico o de la reproducción de relaciones sociales y políticas de desigualdad; la idea de que el conocimiento científico (y sus implicaciones tecnológica) es esencial en el proceso educativo, pero que este es incompleto sin los saberes humanísticos y sin una ética de compromiso por parte de alumnos, profesores y padres de familia; la exigencia de apuntalar, desde la educación, los derechos humanos, la democracia y la participación ciudadana; la preocupación por articular al sistema educativo con las dinámicas de integración social y cultural22; y por último, el cultivo de un saber comprometido con la solución de los graves problemas de la realidad nacional. Como se ve, se trata de una visión de la educación no sólo distinta, sino contraria a la fraguada al calor de las reformas económicas neoliberales y del predominio del paradigma economicista.

Lo que sucede es que se trata de una visión de la educación que no ha sido traducida en un conjunto de reformas que las conviertan en un cuerpo de políticas educativas que le cambien el rostro a los sistemas educativos establecidos. Éstos, en lo fundamental, siguen operando según el marco de políticas fraguadas en las reformas educativas de los años ochenta y noventa.

De lo anterior, se pueden identificar tres grandes tendencias en las políticas educativas en Centroamérica: a) la primera es la de la continuidad de las políticas diseñadas en los años ochenta y noventa; b) la segunda, la del diseño e implementación de nuevas políticas educativas, coherentes con la filosofía y objetivos de las vigentes, pero orientadas a potenciar las áreas científico-técnicas, a tono con la emergencia de dinámicas empresariales vinculadas a la producción y no a los servicios; y c) una tercera, que apunta a un conjunto de acciones animadas por una nueva visión de la educación –no economicista, sino humanista, crítica y con sólidos fundamentos científicos, filosóficos y éticos— que pueden dar lugar una reforma educativa de envergadura, con el subsiguiente cuerpo de políticas educativas que le de viabilidad. Esta última tendencia está fuertemente condicionada por la contituidad de las gestiones de gobiernos progresistas que son las que han promovido cambios educativos desde una nueva visión de la educación.

Estas tres tendencias, al estar presentes en los sistemas educativos en estos momentos, tesionan a los ministerios de educación de la región. Por supuesto que el carácter de cada una de ellas es distinto en cada nación, lo cual depende de, al menos, estos factores: a) la manera como se concretó la reforma económica neoliberal y se instauró el modelo económico nacido de ella en cada país; b) la irradiación del paradigma economicista en el quehacer educativo; c) la forma cómo desde las reformas y las políticas educativas se encararon las dos dinámicas anteriores; d) las tradiciones institucionales y educativas propias de cada nación; e) la naturaleza de los gobiernos que administraron las reformas económicas y las reformas educativas de los años ochenta y noventa (y las políticas educativas surgidas de estas últimas); f) los movimientos docentes y su resistencia –o su no resistencia— a las reformas educativas de carácter neoliberal; y g) la naturaleza de los gobiernos que en el presente tienen que hacer frente, por un lado, al deterioro de los aparatos económicos terciarizados, por otro, a las deficiencias educativas (calidad de la educación, debilidades en la formación docente inicial y en servicio, deterioro de la infraestructura) y, por últlimo, a la erosión de la convivencia social no sólo por razones de inseguridad y violencia, sino por desigualdades socio-económicas de larga data.

Sin duda alguna, el estudio de cada uno de los casos nacionales enriquecerá, con evidencia firme, lo que aquí se ha esbozado de forma sumamente genérica. Como resultado de ello, seguramente contaremos con elementos de juicio más fundamentados para defender y proponer una reforma educativa de envergura (de la cual emanen las políticas educativas correspondientes), en la cual los sistemas educativos de la región –anclados en el cultivo de un conocimiento científico y filosófico, crítico y emancipador—, se pongan en función de la dignidad, bienestar y felicidad de sus ciudadanos.

San Salvador, 13 de octubre de 2017

Texto de la ponencia para el “Primer Congreso latinoamericano y del Caribe sobre metodologías para el análisis de reformas y políticas educativas”, realizado en Xalapa, Veracruz (México), del miércoles 29 de noviembre al sábado 2 de Diciembre del 2017.

1 L. A. González, “Capitalismo rentista”. En https://www.alainet.org/es/articulo/186841

2 L. A. González, “Educador: ¿facilitador o problemarizador?” En Educación, conocimiento y emancipación. San Salvador, EDIPRO, 2014.

3 L. A. González, “Una reflexión sobre la calidad de la educación”. http://www.contrapunto.com.sv/archivo2016/columnistas/una-reflexion-sobre-la-calidad-de-la-educacion

4 Por ejemplo, en El Salvador desde 2009, con el gobierno de Mauricio Funes, se inició un trabajo de largo aliento en la potenciación de la formación docente, efuerzo que ha continuado a partir de 2014, con el triunfo electoral de Salvador Sánchez Cerén. No se ha resuelto en este país el gran desafío de contar con una institución formadora de docentes de carácter público, pese que el tema ha estado presente desde 2011, cuando se ensayó la creación de la Escuela Superior de Maestros, proyecto que por diversas razones no prosperó. Una nueva iniciativa, en la misma dirección, es la creación del Instituto Nacional de Formación Docente (INFOD) que, cabe esperar, prospere en la dirección deseada.

5 Fueran calificados esos cambios o no como “reformas educativas”.

6 Cfr., E. Ganuza, R. Paes de Barrios, L. Taylor, R. Vos (Eds.), Liberalización, desigualdad y pobreza: América Latina y el Caribe en los 90. Buenos Aires, Eudeba, PNUD, CEPAL, 2001; L. A. González, “Exclusión versus inclusión: democratizaciòn y reforma económica cen Centroamérica”. En Sociedad y política. Reflexiones desde El Salvador.San Salvador, UDB, 2015, pp. 210-227.

7 Cfr., L. A. González, “El círculo vicioso de las remesas”. ECA, No. 684, 2005, pp. 997-999.

8 Cfr., Cfr., L. A. González, “El problema del mercantilismo de la educaciób superior”. http://www.contrapunto.com.sv/archivo2016/opinion/tribuna/el-problema-del-mercantilismo-en-la-educacion-superior

9 Cfr., N. Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Buenos Aires, Paidós, 2007.

10 Cfr., L.A. González, “Globalización y neoliberalismo”. ECA, 1999,pp. 53-67.

11 Cfr., Adam Przeworski, “Marxismo y elección racional”. https://es.scribd.com/document/206479827/Marxismo-y-eleccio-n-racional-Przeworski-docx

12 Cfr., L. A. González, “Defensa de los espacios públicos”. https://www.alainet.org/es/articulo/185223

13 Cfr., L. A. González “Responsabilidades del Estado ante la sociedad”. http://www.contrapunto.com.sv/archivo2016/opinion/columnistas/responsabilidades-del-estado-ante-la-sociedad

14 Barcelona, Paidós, 2001.

15 Cfr., L. A. González, “Educador ¿faciltador o problematizador?”.http://abacoenred.mayfirst.org/wp-content/uploads/2015/10/educador_-_facilitador_o_problematizador.pdf

16 Cfr., L. A. González, “Implicaciones culturales de la globalización”. ECA, No. 703-704, 2007, pp. 377-396.

17 L. A. González, “Educación y modelo económico”. http://www.contrapunto.com.sv/archivo2016/columnistas/educacion-y-modelo-economico

19 Incluso en als reformas impulsadas al calor de los proceso de industrialización por sustitución de importaciones, de los años 50 y 60, del siglo XX, los objetivos económicos, con todo y ser esenciales, no fueron los únicos, pues estuvieron acompañados de propósitos políticos y culturales (por ejemplo, a los objetivos de la modernización autoriraria de los gobiernos militares salvadoreños de la época).

20 L. A. González, “Crisis financiera muncial: su impacto social y político en Centroamérica”. En Sociedad y política…, pp. 228-257.

21 L. A. González, “Educación y modelo económico”. http://www.contrapunto.com.sv/archivo2016/columnistas/educacion-y-modelo-economico

22 L.A. González, “Cultura, educación e integración social en El Salvador”. San Salvador, CENICSH, Cuaderno de Trabajo, No. 1, junio de 2009.

Fuente del Artículo:

http://www.radiolaprimerisima.com/articulos/7406

Fuente de la Imagen:

https://es.slideshare.net/icefi/segunda-sesin-gasto-pblico

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Reflexión sobre la honradez

Por: Luis Armando González

Una expresión que se escuchaba con frecuencia en épocas pasadas era “pobre, pero honrado”. Bien se podía decir de forma individual –“Yo soy una persona pobre, pero honrada”— o de forma grupal –“Somos pobres, pero honrados”. Algo profundo se apuntaba con la frase en cuestión: la honradez era algo sumamente importante, tanto que se remarcaba su presencia en esa condición límite que es la pobreza. Se trataba en ese entonces de la vigencia de un valor –el de la honradez— que servía de norte moral en la vida de las personas. Era parte de un conjunto de valores y preceptos que nutrieron el clima moral de la sociedad salvadoreña a lo largo del siglo XX, hasta esa década de cambio cultural y económico que fue la de los noventa de ese mismo siglo.

La honradez convivía extraordinariamente bien con el honor, la cortesía, la hospitalidad y la cordialidad, con las cuales formaba un amasijo de prácticas, usos, costumbres y estilos de comportamiento que daban solidez al tejido social en barrios, colonias, pueblos y ciudades. No es que en esas décadas no hubiera personas poco honradas o para nada honradas (o sin honor, descorteses, no hospitalarias o poco cordiales); por supuesto que sí. Pero en el clima cultural prevaleciente, la honradez (y el conjunto de valores del que ella formaba parte) era reconocida como norma de conducta y criterio de valoración de comportamientos y actitudes.

De tal suerte que alguien que hiciera algo deshonroso (o algo falto de honor, etc.) era consciente, ante sí mismo y ante los demás, de su falla. Es decir, su conciencia moral y el juicio moral de los otros asumían que era reprochable haber violado la exigencia socialmente compartida de la honradez y de ello se seguían las actitudes y comportamientos correspondientes: de vergüenza por parte de la persona que había cometido el acto bochornoso y de regaño, rechazo e incluso ostracismo por parte de familiares, amigos y comunidad.

En el marco de un cambio económico y cultural que se comenzó a fraguar en los años ochenta, pero con más contundencia en los años noventa, la honradez (y los valores que le estaban asociados) comenzó a desfallecer como valor moral importante (como criterio normativo y valorativo de la conducta de la gente). Desfalleció hasta prácticamente desaparecer del horizonte moral de la sociedad salvadoreña.

Otro clima moral comenzó a ganar predominancia (hasta imponerse casi absolutamente), a la par de la gestación de una mercantilización económica que, al ponerle precio a todo y medir todo a partir de criterios de pérdidas o ganancias económicas, hizo de la honradez algo poco redituable en términos económicos. Ese nuevo clima cultural y el mercantilismo, que se impuso desaforadamente a partir de los años noventa, soterraron (anularon, desacreditaron, ridiculizaron) el valor de la honradez. En este marco, la satisfacción moral que se deriva de la honradez dejó de ser importante.

El éxito fácil (económico, principalmente), la ostentación (carros, casas, joyas, viajes), la acumulación de bienes, el ascenso socio-económico, el consumismo exacerbado, las expectativas infladas acerca de lo que se merece en términos económicos (pero no sólo económicos), la insatisfacción permanente con lo que se ha logrado en bienes materiales y la búsqueda permanente de más cosas (más lujosas, más caras, más ostentosas), el desprecio hacia los débiles y hacia los poco ambiciosos (considerados “fracasados”), la adulación hacia los “triunfadores”, sobre todo si su triunfo había sido fácil, la contraposición entre los “vivos” y los tontos, esos y otros valores de igual calado se fueron imponiendo lenta pero inexorablemente en amplios sectores de la sociedad, especialmente en la clase media.

En una palabra, la vida de los ricos más ricos se convirtió en el modelo a seguir, en aspiraciones, búsqueda de dinero, consumo y ostentación. Ser como los ricos (pertenecer a la clase de los nuevos ricos) se impuso como el supremo ideal una clase media huérfana de otros referentes, hastiada de renuncias y compromisos, y ansiosa, ahora sí, de ascender hacia el sitial de privilegios del que históricamente había sido marginada. Los ricos parecían dispuestos de darle el dinero que hiciera falta (con préstamos y tarjetas de crédito) y las oportunidades para disfrutar de la felicidad que sólo el dinero puede dar. Alguien dijo, por aquellos años noventa: “el dinero no es toda la felicidad, pero casi”, con lo cual expresaba el espíritu de los nuevos tiempos para la clase media.

Ciertamente, a nuestra clase media, desde su constitución firme (o bastante firme) a mediados de los años cincuenta del siglo XX, nunca le fueron ajenos algunos de esos valores o valores parecidos. El afán de progresar, la búsqueda del ascenso social, el poseer bienes y recursos generados en el marco de la urbanización y la industrialización…, pero esos valores no anularon valores importantes como la honradez (o la solidaridad, el compromiso con los sectores populares, la hospitalidad, el compartir, etc.), pues antes de la década de los noventa la clase media salvadoreña no tenía como aspiración exclusiva suya vivir en la riqueza a la manera de los ricos del país ni tampoco el mercantilismo la había atrapado en sus redes como lo hizo desde que finalizó la guerra civil.

La clase media abrazó el nuevo clima cultural sin reserva alguna. Y se plegó al mercantilismo sin rechistar e incluso con satisfacción. Renunció a derechos –como la educación pública, por ejemplo— que la habían beneficiado a ella principalmente, pero también a los sectores populares. Aceptó la lógica de que la educación privada es mejor (según el lema que dice “cuanto más caro es algo es de mayor calidad”), porque vio en ello un signo de distinción y ascenso socio-económico.

De la misma manera se hizo cargo de la mercantilización de la salud, las pensiones y las telecomunicaciones. Asumió sin rechistar que no había nada más importante y mejor en la vida que ser una persona rica y que para lograr tal propósito cualquier medio era bueno. Lo importante era triunfar, tener éxito. Sobresalir. Cualquier cosa que se interpusiera en el camino debía ser desechada como una jugarreta de quienes estaban en el mismo empeño aunque dijeran lo contrario.

Fue así como la honradez fue expulsada de la vida cultural y social. Y es que para quienes estaban atrapados en las redes del éxito fácil, la acumulación de dinero y el mercantilismo, la honradez o era abanderada por los tramposos (que aspiraban a lo mismo) o por los “perdedores”, los “dinosáuricos”, los que no entendían que quien no tiene dinero no vale nada.

        Las consecuencias de haber desterrado la honradez de la vida cultural y social (lo mismo que haber desterrado los valores que le son próximos) han sido graves consecuencias para la convivencia social. Ninguna sociedad puede apostarle a un proyecto de convivencia decente (igualitario, de bienestar compartido, de solidaridad) si amplios sectores suyos están dispuestos a lo que sea con tal de convertirse en ricos de la noche a la mañana. Un valor como la honradez es un correctivo a ese tipo de conductas, un correctivo individual pero también un correctivo social.

Por eso, en esta reflexión se hace una defensa de la honradez. Pero junto a ella se defienden otros valores que la cultura neoliberal ha anulado y que es necesario revitalizar, tal como han hecho otras naciones en el mundo.

A propósito de lo anterior, en un reciente documental de Michael Moore, titulado “¿Qué invadimos ahora?”, el cineasta viaja por Europa en busca de bienes de conquista para llevar a su país. Se hace referencia aquí a tres países, como ilustración: en Italia, en una empresa de ropa los dueños le dicen que para ellos sus trabajadores deben gozar de una buena vida, y que eso no pone en riesgo sus ganancias; en Portugal, los policías le dicen que lo más importante en su país es la dignidad de las personas; y en Finlandia, donde los niños reciben pocas horas de clase y gozan de tiempo para jugar, los maestros le hacen ver que lo más importante es que los niños no dejen de serlo. Dignidad, felicidad, amistad, tolerancia, fraternidad y respeto a quienes nos rodean versus consumismo, afán de triunfar, sobresalir opacando a otros, poseer cosas (dinero, carros, casas) y ostentar. Definitivamente, los finlandeses, los italianos o los portugueses viven mejor (son más felices, más dignos) que los estadounidenses. Esa es la conclusión de Michael Moore. Definitivamente, para nosotros, apropiarnos del “estilo americano” fue una pésima elección.

*Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/183730

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Educación y religión

Por Luis Arando González.

Entre educación y religión siempre ha habido una relación estrecha. Y es que la religión (y el mito) no sólo fue el marco en el que se generaron las primeras “explicaciones” sobre el orden cósmico y el lugar de los seres humanos –y sus mutuas relaciones— en el mismo, sino que fue –y sigue siendo— forjadora de normas básicas de convivencia social que, en cuanto se acepta que derivan de un mandato divino, tienen la fuerza de imperativos morales ineludibles.

En este sentido, la religión, desde un punto de vista histórico, fue una de las primeras educadoras de los grupos humanos, entendiendo por educación la asimilación subjetiva –o mejor aún, intersubjetiva— de marcos explicativos acerca de por qué la realidad es como es y acerca de cuál es el lugar de los individuos y la colectividad en esa realidad. También la religión nutrió las prácticas sociales de referentes normativos que indicaban –e indican aún— con contundencia el carácter bueno o malo, justo o injusto, de las acciones humanas.

Las sociedades humanas fueron educadas durante milenios por cosmovisiones religiosas y por quienes ejercían la autoridad, por lo que se entendía como delegación divina directa, en la materia. Primero fue en el contexto de los diferentes politeísmos de los que se tiene noticia; después de los monoteísmos que se alzaron vencedores en la disputa por lo religioso –el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo— y que, sobreviviendo hasta el presente, impregnan, con sus valores y sus prácticas, al mundo contemporáneo.

La filosofía primero y luego la ciencia abrieron grietas importantes en esta dominio educativo ejercido desde la religión, que era más fuerte ahí  donde se institucionalizó como un poder terrenal en coexistencia –y competencia—con otros poderes.

Ciertamente, la filosofía (desde los presocráticos, Sócrates, Platón y Aristóteles hasta el día de hoy) y la ciencia (desde el Renacimiento en adelante) no excluyen a la religión en la labor educativa, pero le ponen serios reparos a una educación puramente (y exclusivamente) religiosa.

Y es que la filosofía y la ciencia dan lugar a una nueva visión de la educación, que ya no es entendida como repetición de verdades –dichas por un profeta o recogidas en un texto— de origen divino, sino un proceso de búsqueda de la verdad esencialmente humano, una búsqueda basada en argumentos y en pruebas empíricas refutables y reemplazables por otros argumentos y pruebas mejores. Educar es, en este sentido, preparar a los alumnos y alumnas para esa búsqueda, la cual no es ajena ni a la vida buena y justa ni a la salud mental y física: ese es el sentido primigenio de la pedagogía tal como la entendieron los griegos del siglo V antes de Cristo.

Una vez que la filosofía y la ciencia se hacen presentes en el proceso educativo –no sin resistencias, hay que decirlo— la crítica aparece como un aspecto sustantivo en la educación: criticar es someter al escrutinio de la razón y de la experiencia cualquier realidad o verdad, bajo el supuesto de que no hay realidades ni verdades definitivas. Así, los educandos deben prepararse para la crítica; deben aprender, desde muy temprano y a lo largo de su formación educativa, que no hay nada que no esté sujeto a discusión, que no hay nada que deba aceptarse con los ojos cerrados por ningún motivo, ya sea religioso, político o económico.

Llevado al límite, este enfoque no puede menos que chocar con la religión y con la educación religiosa. Porque, en efecto, en la religión hay verdades indiscutibles e inapelables, verdades que deben ser aceptadas sólo por fe, sin discusión alguna. Las sociedades occidentales, en general y después intensas batallas no sólo ideológicas, salvaron la situación con una solución de compromiso: se le dio al proceso educativo laico el peso decisivo en la formación de los alumnos y alumnas, dejándose a lo religioso el ámbito privado de la moral, a ser aceptado libremente –en el marco de otras opciones morales— por los ciudadanos y ciudadanas.

En América Latina se transitó el mismo camino con variantes importantes: para el caso, las obras educativas de carácter religioso –primero católicas y luego evangélicas— intentaron (e intentan) hacer coexistir los contenidos religiosos –materias de fe y religión, por ejemplo— con los contenidos laicos, regulados por las autoridades educativas nacionales.

Se trata, en este último caso, de soluciones que dieron un resguardo al poder religioso y que no socavaron la necesaria formación educativa en materias esenciales para el desarrollo y la modernización capitalista, tal y como el capitalismo se implantó en las sociedades latinoamericanas en el siglo XX.

Del lado de quienes promovían una educación exclusivamente laica, sin ningún influjo religioso, había argumentos suficientes para sostener que, además de conocimientos, la ciencia y la filosofía ofrecían a los ciudadanos y ciudadanas el horizonte normativo suficiente para llevar una vida buena. La matriz intelectual y cultural de esta visión es el pensamiento griego clásico, según el cual el conocimiento es inseparable de la virtud personal. La Ilustración se inscribió en la misma matriz y actualizó el optimismo clásico griego en el alcance moral del conocimiento filosófico y científico.

Pero lo religioso –ni como soporte suyo: lo mítico-religioso— salió de la escena cultural y educativa. Tanto por su peso y su poder institucional como por su arraigo en las prácticas, costumbres y tradiciones populares –en lo que algunos sociólogos llaman el “mundo de la vida”— lo religioso en sus diversas expresiones siguió presente en disputa, muchas veces franca, con las visiones educativas laicas.

La filosofía, la ciencia y tecnología –tampoco la democracia y el mercado— lograron colmar las ansias de ultimidad, de sentido y de trascendencia que parecieran estar inscritas en la naturaleza humana desde los más remotos tiempos. Tampoco lo hizo el arte, en sus distintas manifestaciones: música, poesía, pintura, escultura, novela, cuento, etc. En la época moderna, cada crisis social, política o económica fue vista como una oportunidad para que los abanderados de lo religioso –y de las religiones— arremetieran contra el laicismo y propusieran la vuelta a la fe en materia educativa. Nunca faltaron los que leyeron esas crisis como  crisis originadas por el abandono de la fe por parte de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.

El conservadurismo y neoconsevadurismo europeo y norteamericano hicieron suya la causa de la defensa de la fe en todas las esferas de la vida social, especialmente en el ámbito de la educación. Conservadores y neoconservadores leyeron (y leen) las crisis de nuestro tiempo como crisis morales-espirituales. Y no sólo eso: luchan por convertir a la religión (la judeo cristiana) en fuente exclusiva y única de moralidad y espiritualidad, obviando no sólo el sólido contenido moral-espiritual de otras religiones, sino también de tradiciones culturales no religiosas –ateas y escépticas— que tienen mucho que decir en materia moral al hombre y la mujer de hoy.

Conservadores y neoconservadores se equivocan por partida doble: ni las raíces de las crisis que padecen las sociedades de ahora son esencialmente de naturaleza moral-espiritual ni la religión judeo-cristiana (y su texto fundamental: la Biblia) es la única, exclusiva, privilegiada y absoluta fuente de moral en la actualidad.

Es una fuente moral importante; no reconocerlo es absurdo. Pero hay otras fuentes de enorme importancia, cuyo desconocimiento –y más aún, la no puesta en práctica de sus enseñanzas— empobrece a los seres humanos. Pero esas fuentes religiosas –en toda su diversidad— deben ser leídas e interpretadas a la luz de la razón, con las exigencias textuales y contextuales que la misma exige, como condición para no caer en simplismos, dogmatismos y manipulaciones. Asimismo, se tiene evitar caer en la tentación de buscar soluciones morales-espirituales a problemas de naturaleza económica, social o política.

Aterrizando en El Salvador, erigir el texto bíblico como fuente exclusiva de moralización es, más allá de los intereses que se busca asegurar, una muestra de la cortedad de miras de quienes proponen semejante solución a problemas que se originan en ámbitos distintos a lo moral espiritual,  pero que repercuten en él.  La Biblia es una fuente moral, entre otras muchas, religiosas y no religiosas. Pretender convertirla en la fuente moral por excelencia es absurdo, por ir en contra de conquistas irreprimibles en el terreno de otras religiones y de las morales laicas.

El proceso educativo no puede renunciar, a estas alturas, a lo que con tanta dificultad ha llegado a definirlo: como un proceso de formación intersubjetiva que lleva a la búsqueda de la verdad, de manera crítica y fundada en argumentos y pruebas empíricas. Incrustar en la escuela una lectura literal, acrítica, descontextualizada y exclusiva de la Biblia puede significar un retroceso en lo que se ha logrado en la educación laica. Se estaría imponiendo en la conciencia de las nuevas generaciones unas enseñanzas religiosas particulares –no mejores ni superiores que otras—, violentado su libertad de elegir la mejor opción moral para su vida. Porque en el terreno moral nada puede ser impuesto, pues en el momento que ello sucede lo moral se desdibuja y el comportamiento se convierte en algo heterónomo, es decir, en algo ajeno (externo) a la propia voluntad y autonomía del individuo.

Tomado de L. A. González, Sociedad, cultura y educación. San Miguel, UGB Editores, 2013, pp. 177-182

Fuente:http://www.alainet.org/es/articulo/178296

Imagen: http://images.eldiario.es/sociedad/Conferencia-Episcopal-intransigencia-sociedad-religion_EDIIMA20150306_0247_14.jpg

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