Adriana Puiggrós
Las grandes corporaciones han tomado el mando de una “reforma” educativa, que acompañan con campañas de desprestigio de los docentes. Bill Gates encabeza la operación en Estados Unidos, en pos del apetecible mercado de la educación. Gates apoyó el documental “Waiting for Superman”, dirigido por David Guggenheim, que apunta al sentido común del sujeto parido por los medios corporativos. Fue duramente impugnado por los gremios docentes estadounidenses y tiene versiones para países latinoamericanos, como “De panzazo”
En Estados Unidos, como ha denunciado el periodista David Brooks, la educación alcanzó el segundo lugar en el mercado con cerca de dos billones de dólares en juego, siendo pioneras las empresas dedicadas a vender exámenes estandartizados para docentes, alumnos y establecimientos educativos; son las que más rédito sacan del negocio, alcanzando una tasa de crecimiento de dos dígitos.
Rápidos para los negocios, el magnate Rupert Murdoch y bancos como Goldman Sachs y JPMorgan Chase, han incrementado poderosos fondos de inversión en educación.
El mexicano Luis Hernández explica que la campaña de satanización en su país está motorizada por los monopolios informáticos, como Televisa y TV Azteca. Evaluar ahora resulta un negocio redondo: inscripto en el discurso pedagógico neoliberal, el término se torna medir para tasar, poner precio a cada trozo del proceso educativo.
De eso se trata. La “reforma” consiste en habilitar el sistema público para que la modernización tecnológica quede en manos de las empresas de informática, se establezcan aranceles para favorecer los préstamos usurarios de los bancos a las familias, se privatice la administración de contrataciones de docentes y personal administrativo.
Como corresponde a la lógica empresarial, hay que bajar costos. Dado que el rubro salarial docente es más del 80 por ciento del presupuesto educativo, hay que eliminar docentes. Pero la mayor parte de la sociedad todavía sabe que la educación requiere de la maestra/o, los alumnos se alegran cuando un humano los atiende en persona (y no solamente por Skype) y la educación sigue siendo un vínculo social, aunque algunos seres poderosos se escondan detrás de los robots y de los paquetes de contenidos que venden en el mercado.
Que el sistema escolar siempre necesita mejoras es una verdad de Perogrullo, por lo cual no es difícil deducir que denostar a los docentes es uno de los más fáciles programas publicitarios de la “reformas” que tienen como meta flexibilizar las formas de contratación. No obstante, se les interpone una de las más caras conquistas de los trabajadores de la educación: la convención colectiva de trabajo.
Nuestros trabajadores, entre ellos los docentes, tienen esa conciencia de clase que pudo palparse en la multitudinaria manifestación del pasado 29 de abril y en el encomiable esfuerzo que están realizando en pos de la unidad de las centrales gremiales. Hay la resistencia en varios países, como en México donde los docentes están en pie de lucha y en Chile donde no ceden las demandas masivas por la estatización y gratuidad de la enseñanza.
Frente a esos obstáculos, los técnicos de las corporaciones desarrollaron un discurso que justifica poner precio a los educadores y hacerlos competir en el mercado. La historiadora de la educación Diane Ravitch-quien ocupó importantes cargos en el área durante los gobiernos de George H.W.Bush y Bill Clinton- renunció en 2010 a sus lugares públicos, denunciando el carácter destructivo de la evaluación que se aplica.
En su best seller La muerte y la vida del gran sistema escolar estadounidense: como evaluar y socavar la educación, Ravitch criticó los usos punitivos del “accountability” para echar a educadores y cerrar escuelas. La autora relaciona fuertemente el sostenimiento de la educación pública con el derecho de los docentes a la negociación colectiva. En cambio el principal argumento (falaz) que usa la campaña es que los maestros y profesores no quieren que se los evalúe porque no saben nada; son burócratas que aprovechan los puestos estatales para trabajar lo menos posible.
Ninguno de los tres argumentos contiene verdad. Los gremios han expresado repetidamente que no rechazan la evaluación que integre el proceso de enseñar-aprender, sino su uso para justificar los despidos, la estratificación del sector, la baja de los salarios y la entrega de las contrataciones a las leyes del mercado. Los docentes reclaman que se mejore la organización de su trabajo, concentrar sus horas en una o dos escuelas, tener una cantidad razonable de alumnos para trabajar en profundidad con ellos.
Resienten la escasa capacitación que (en la Argentina como en la época de Menem) vuelve a ser un negocio. El instrumento para llevar a cabo la discriminación ha sido probado en Chile e instalado en numerosos países y consiste en un Instituto estatal con autonomía, dedicado a la evaluación de la “calidad”. Esa es la palabra que esconde el secreto: ¿quién y con qué objetivos se define la “calidad” de la educación? La acepción neoliberal sirve para legitimar las regulaciones de la educación de acuerdo a los requerimientos del mercado.
Es un negocio perfecto: una clientela infinita y regulable, más un Estado tonto que financie lo que no rinde dividendos.
Afortunadamente, organizaciones de la importancia de la Internacional de la Educación (que representa a los sindicatos del mundo), el Movimiento Pedagógico Latinoamericano, la Ctera y las demás organizaciones de trabajadores de la educación de nuestro país, trabajan intensamente para evitar el derrumbe cultural y luchan por una educación cuya “calidad” se defina desde concepciones democráticas de la cultura, de la historia y del futuro.
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