Redacción: El País
El 19% de las niñas y niños filipinos ha sufrido violencia sexual, la mayoría en casa y lo peor es que muchos afirman que no pidieron ayuda porque no sabían que estaba mal. Las secuelas son salvajes, las condenas, escasas. Estas son las historias de algunos de los que escaparon de la brutalidad.
A Christian le han pegado con un palo, tirado por la ventana, introducido en una olla caliente, vendido como mano de obra y atropellado. Todo esto se lo hizo su padre. Acaba de cumplir 18 años. Intenta suicidarse regularmente. A Sarah (18 años) su padre la violaba cada vez que bebía o se drogaba, lo asimiló tanto que años después admite que no ve tan mal lo que le hacía por las noches en una casa sin paredes, y asegura que incluso querría tener un hijo con él. Su hermana pequeña Airen (15 años) no lo soportó y lo denunció. Él ahora está en la cárcel. Su madre las acusó durante el juicio de haber roto la familia.
Ante este panorama, 2.753 entidades trabajan en todo el país para prestar asistencia a los menores maltratados o abandonados. Kalipay es una de ellas, opera en Bacólod, una ciudad ubicada en la isla de Negros Occidental, al sur de Manila, y está fundada por una descendiente de españoles, Anna Balcells. Es la entidad que acogió a Christian, Sarah y Airen y a casi 400 niños desde 2007. En esta isla fue donde hace 60 años su padre, Alberto, descubrió su “paraíso” a miles de kilómetros de la España de postguerra. La organización recibe apoyo de numerosos donantes españoles, entre ellos la Fundación Mapfre, dentro de sus programas internacionales, que ha invitado a EL PAÍS a conocerla. «Nosotros les acogemos en nuestras dos casas, les proporcionamos educación y seguridad. El resultado ideal es la reunificación con las familias, pero en muchas ocasiones eso no es posible», explica esta enérgica mujer en el español que aprendió de su padre y fortaleció durante más de una década trabajando en el sector turístico en Barcelona y Madrid. En 2017 había en Filipinas alrededor de 4.000 niños con posibilidad de ser adoptados, según los últimos datos del Gobierno.
Balcells describe escenas horribles: «Lo primero que hacemos es llevarles al hospital, y a partir de ahí empezamos a completar su expediente personal con toda la información. A veces hay que reconstruir sus vaginas. A muchos tenemos que enseñarles a vivir en una casa. Llegan a nuestos hogares y van directos a comer tierra, porque para ellos es lo mejor que pueden tener. Luego por la noche ves los gusanos saliendo de la boca. Muchos de ellos quieren volver con la madre que les ha torturado, que normalmente es alcohólica o drogadicta, porque eso para ellos es amor».
Christian consiguió escapar de un padre que le daba tales palizas por la noche que le ha dejado insomnio crónico. Se llevó a sus hermanos, pero vio morir a dos de ellos en la huída por deshidratación y por comer una rana venenosa
A veces recogen a estos pequeños en la calle, o bien les avisa la propia policía o las familias cuando ya no pueden más. Las mafias usan a muchos de ellos para pedir limosna o para traficar con ellos. Otro de sus destinos es vivir en la calle, donde terminan siendo un objetivo fácil de los abusos. La población en Filipinas se organiza en barangays (barrios). Muchos de ellos surgieron de modo informal pero han acabado teniendo jerarquía organizativa y sus presidentes, los captains, también se votan en elecciones. Para entrar y pasear por un barangay es necesaria la guía del captain. El del número uno, de los mas pobres de Bacólod, se llama César Rellos. Él mismo reconoce que solo puede garantizar la seguridad en las calles que él gobierna y que todo aquel que quiera adentrarse en el que está justo al lado, lo hace a su suerte.
Su barangay tiene salida a una playa impracticable por toneladas de plásticos en la que dos niños tratan de volar una cometa que vivió tiempos mejores. Una sorprendente interpretación musical emana desde una construcción precaria a escasos metros. Es el karaoke del barrio, que cuenta con unos potentes altavoces que contrastan con el entorno. El intérprete se dispone a cantar Wake me up when September ends. Rellos se mueve por un entramado de callejuelas sin asfaltar, por donde pululan cientos de niños y abundan los pescados que se secan al sol, hasta el chamizo de Erlinda Barbasa. Unos pocos metros cuadrados encajonados en otras infraviviendas, con dos estancias entre las que no existe división y dos tablones que actúan como camas. Aquí vive con sus dos hijos mayores, a las pequeñas las dejó en Kalipay.
Lo hizo cuando estaban al borde de la desnutrición. Ella sola era incapaz de alimentar a la familia tras la muerte de su marido y sus padres, que la ayudaban económicamente tras el fallecimiento del esposo. Su hijo mayor no trabaja y el pequeño apenas puede porque sufre mareos y desmayos constantes. Un bulto de grandes dimensiones asoma en un lateral de su cuello, pero no saben qué es porque no han podido acudir al médico. «Mi mayor sueño es que mis hijas no acaben como yo, que estudien, trabajen y un día yo pueda ir a vivir con ellas», explica apoyando sus pies en un barreño con agua y un plato, una de sus escasas posesiones. Las pequeñas tienen la posibilidad de visitar a su familia pero rara vez quieren permanecer más de un día.
¿QUÉ PASA DESPUÉS?
Aquí tratan también de prepararles para el después. «No podemos evitar que un niño se sienta aislado cuando vuelven al mundo real, el miedo siempre esta ahí. Les preparamos de forma gradual, lo importante es la motivación, les decimos que no pueden estar aquí siempre, pero les aseguramos que siempre estaremos cuando nos necesiten», explica Lemay, la asistente social. Johanna Daroy dirige Recovered Treasures: «La salida es lo que más me preocupa. Soy consciente de que todo el cariño y educación que les hemos dado aquí puede desaparecer y pueden irse por el mal camino. Necesitamos tiempo para prepararles, la mayoría son muy inmaduros cuando llegan a las 18 años». Daroy pone enfásis en enseñarles valores pero también nociones básicas sobre cómo manejar su dinero o relacionarse con la gente. La psicóloga reconocer que no puede «curarles» que su trabajo consiste en «darles herramientas para lidiar con su trauma y tener cierto nivel de paz».
El barangay del que proceden Sarah y Airen, las pequeñas que se enfrentaron a su padre violador en un juicio, es todavía más pobre y más peligroso, se llama Banago. Es una muestra de las grandes desigualdades de un país como Filipinas que ocupa el puesto 116 de 188 en el Índice de Desarrollo humano. También tiene salida al mar, que en este lugar cumple la función de retrete, aunque también sirve a los lugareños para sofocar el intenso calor y la humedad filipina. Las casas se mezclan con pequeñas tiendas e incluso con una sala de ordenadores en la que una decena de pequeños apura frente a máquinas anticuadas los escasos minutos de videojuegos que les proporcionan los diez pesos (17 céntimos) que pagan por cabeza. Es prácticamente la única forma de ocio en este lugar. Es época electoral y el barrio está liletarlemente empapelado con carteles con las caras de decenas de candidatos. Henry García, uno de sus vecinos de 54 años los mira incrédulo: «Hacen muchas promesas pero luego se olvidan, si has nacido pobre, siempre serás pobre».
¿Cómo es posible que se den niveles tan altos de violencia en la familia? Muchas de las voces consultadas en este viaje a las raíces del abuso infantil apuntan a un maltrecho sistema de valores y a la influencia del alcohol y las drogas. «Toman drogas, beben licor cada día, llegan a una casa en la que las estancias no están separadas y pierden la cabeza, no saben lo que hacen», justifica Rellos, el captain del barangay 1. Los captains son muchas veces fundamentales para la investigación del caso que realizan los asistentes sociales y que luego presentan ante la policía para denunciar al abusador. «Nosotros no podemos tolerar estas situaciones así que somos muchas veces los que llamamos por teléfono para avisar de lo que sucede», apunta. Otro de los elementos preocupantes, señala Unicef, es que Filipinas tiene una de las edades de consentimiento sexual más bajas del mundo: 12 años.
La asistente social jefe de Kalipay, Adelle Lemay, sabe bien cómo funcionan los procesos judiciales. «Es un proceso duro. Reunimos pruebas forenses, es importante tener evidencias concretas, también hablamos y preparamos al fiscal porque tiene que saber cómo hablar con niños traumatizados y que ellos tengan confianza con él. Contamos con abogados que nos asesoran», detalla. Casi todo el peso probatorio de este tipo de procesos sigue recayendo en el testimonio de un menor aterrorizado que debe encontrarse en una sala con su maltratador y con una madre que normalmente apoya al marido. La impunidad sigue siendo la norma general.
Los que trabajan con estos niños y conocen a estas familias también apuntan a una creencia instaurada en esta sociedad por la que un hijo es propiedad de sus progenitores y pueden hacer lo que quiera con él. Lemay, lo explica así: «Creo que perseguir a los abusadores puede ayudarles a entender que no esta bien lo que hacen, pero sigue habiendo muchos casos y no tenemos el control. No importa si son ricos o pobres, porque pasa siempre. Creo que hay que fijarse en el sistema de valores». En una encuesta realizada por el Gobierno, el 34% de los niños que no denunciaron, no lo hicieron porque no vieron nada anormal en sufrir violencia por parte de su familia.
Las heridas que dejan años de abusos son difíciles de curar, a veces es imposible. Chabeli Coscolluela es psicóloga y trata a estos niños: «Los efectos que encontramos son baja autoestima, se culpan a si mismos por haber sido abusados, algunos quedan afectados cognitivamente, los casos mas extremos desarrollan desórdenes como estrés postraumático, depresión, ansiedad… Algunos sufren retraso mental como consecuencia de los golpes y siempre tiene problemas de confianza con la gente». Algunos hablan, otros se niegan, con otros la terapia consiste en jugar o pintar.
En centros como Kalipay encuentran su pequeña burbuja de protección. El complejo principal se llama Recovered Treasures. Un enorme terreno en el que caben los dormitorios, un colegio con todos los niveles hasta la universidad, la casa de las cuidadoras y un comedor. Se ubica en medio de enormes campos de arrozales, algunos de ellos propiedad también de la organización. En la aldea cercana un grupo de chavales juega al baloncesto, «la obsesión nacional», describe Anna Balcells. Una construcción semiderruida actúa como iglesia y al lado un vecino narra el partido con un micrófono y unos potentes altavoces. En general el pueblo se compone de chozas poco resistentes y caminos de tierra. Es importante que este tipo de entidades tengan una estrecha relación con los lugareños para tener su apoyo en su labor. Los chavales que viven en Recovered Treasures tienen incluso un equipo de baloncesto que compite con el de los vecinos.
La organización ha creado su propio sistema de enseñanza adaptado a las circunstancias de estos alumnos y ha firmado un convenio de enseñanza con la Universidad de Santo Tomás, la más antigua de Asia. El 96% de los niños filipinos empiezan primaria pero solo el 37% acaba secundaria. El gobierno da una paga a las familias que llevan a sus hijos a la escuela.
Micaela, de 20 años, también se crió en esta organización y ahora va a estudiar trabajo social en la universidad. Su madre está en prisión y los servicios sociales se hicieron cargo de ella y sus hermanas cuando era muy pequeña. «Quiero tener un trabajo y ayudar a otros niños que han pasado por lo mismo que yo», afirma entre lágrimas. El mayor logro del sistema, uno que no siempre es posible, lo encarnan a la perfección Gino y Bubbles, de 23 y 24 años. Ambos proceden de familias desestructuradas y crecieron bajo la tutela de esta organización. Los dos se licenciaron: ella trabaja como profesora de niños con necesidades especiales en Kalipay.
Tuvo la oportunidad de marcharse a trabajar a un colegio en otra ciudad, pero quiso ayudar a otros niños en los que se vio reflejada. Él es delineante, su jefe está encantado con su tarea. «Desde el momento en el que la vi, me llamó la atención, y luego me enamoré de ella», cuenta Gino con timidez. Hace un año se casaron y esperan su primer hijo. «Le contaré a nuestro hijo o hija de dónde vienen sus padres, le daremos todo el cariño, y sé que va a sentir orgullo de nosotros».
Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/05/24/planeta_futuro/1558722462_445360.html