Entrevista a Amador Fernández-Savater: «Hay una fuerza de los débiles»

A raíz de su nuevo libro, Habitar y gobernar. Inspiraciones para una nueva concepción política, Amador Fernández-Savater habló con Brecha sobre el legado del 15M, sobre Podemos, estrategia, eficacia y deseo.

—¿Tu libro reflexiona a partir del ciclo que en España va del movimiento del 15M a Podemos. ¿Cuál es el balance de estos años?

—Más que hacer un balance, el libro recoge los textos que fui escribiendo mientras el movimiento estaba vivo. Intenta proponer imágenes que potencien sus aspectos de más calado. Creo que ese movimiento tenía una gran potencia en los actos, pero esa potencia no se acompañaba de una nueva racionalidad o un nuevo imaginario que permitiera no sólo actuar de manera potente, sino también entender la potencia de lo que se estaba haciendo. El 15M siempre estuvo atrapado en una mirada un poco despotenciadora. Por ejemplo, siempre estaba esa idea de que era un movimiento que no tenía logros. Pienso que eso tiene que ver con la definición de logro. Si por logro sólo se entiende la conquista de una posición en el Estado o en el poder, pues el movimiento no tenía logros. Pero a otros niveles tenía muchos. Entonces, tenía una gran potencia, pero al mismo tiempo no era capaz de ver, valorar, nombrar y comunicar la potencia de lo que hacía. Y si juzgas la potencia de lo que haces desde un imaginario antiguo, ese imaginario, ese espejo, solamente te va a devolver impotencia. Ese me parece que fue un gran límite y uno de los motivos de la crisis del 15M y el paso a Podemos.

¿Qué fue eso que pasó, eso que hizo el 15M?

—El movimiento emergió de manera bastante imprevista para todos nosotros –incluso para la gente más militante de los movimientos sociales– al tercer año de aplicación de políticas de austeridad muy duras que respondían a la crisis de 2008. Estábamos en un momento –tres años después de que empezaran la crisis y su gestión neoliberal– bastante extraño, en el que veíamos aumentar el malestar social por los desahucios, las precarizaciones, los recortes, la intensificación de la explotación, el empobrecimiento, y, sin embargo, no veíamos una respuesta social. Por el lado menos pensado, una plataforma recién creada de gente joven sin trayectoria política previa logró desencadenar una emergencia realmente impresionante, que se expresó en la toma de las plazas de ciudades y pueblos de España. Por un lado, respondía al sistema político español: algunos de sus gritos más conocidos eran: «Lo llaman democracia y no lo es» y «No nos representan». Dos gritos que agujereaban el relato que dominó a España durante 40 años: que habíamos salido del franquismo y vivíamos en una democracia, que eso creaba un espacio de convivencia que nos permitía no volver a un régimen de guerra. El 15M deslegitimó ese discurso. Por otro lado, había una crítica del neoliberalismo en tanto que imposición de una lógica del beneficio por sobre cualquier consideración de las vidas concretas. Era un movimiento de politización que no emergía de ninguno de los lugares del espectro político conocido, ni de los partidos, ni de los movimientos sociales. A todos nos agarró a contrapié. Lo protagonizaba gente sin experiencia política previa y era un doble desafío: al sistema político y al sistema económico, que prácticamente forman uno solo. El movimiento creó en todas las plazas y pueblos de España lugares de convivencia, lugares de encuentro muy interesantes. No era solamente un movimiento de crítica: también creaba espacios de vida, encuentro, diálogo y acción común, realmente incluyentes y muy novedosos.

—¿Cómo se relaciona eso con Podemos?

—El movimiento apareció el 15 de mayo de 2011, por eso la denominación 15M. Esa energía tan intensa, tan bonita, tan nueva, tan incluyente, tan creadora, tan desafiante tuvo una crisis dos años después, hacia 2013. Hubo una crisis de orientación, un «Bueno, ¿hacia dónde vamos?». No fuimos capaces de habitar esa crisis, en el sentido de convertirla en un momento de reflexión reposada, sino que enseguida se impuso la idea de que estaba muy bien todo ese movimiento callejero que cambiaba las vidas, que politizaba la sociedad, que hacía preguntas, que creaba grupos, que creaba comunidades, colectivos, etcétera. Pero había que dar un paso más, es decir, entrar en las instituciones y procurar una conquista del poder político a través de dispositivos electorales. Entonces, mientras el 15M sufría de esta mirada autodespotenciante, que no acompañaba la potencia de sus actos con un imaginario que lo validara y lo dignificara, la energía cambió, se reactivó. Se hizo muy fuerte con Podemos, pero cambió completamente de naturaleza. El 15M era un movimiento sin jerarquías, sin líderes cristalizados, un movimiento horizontal, que rechazaba la verticalización, que rechazaba constituirse en partido político. De ese primer momento se pasó a un segundo, que es Podemos, en el que progresivamente fueron primando todos estos valores de la política tradicional. Lo que hay de fondo es el fetichismo de cierta idea de eficacia. El 15M no creó su propia idea de eficacia, de una eficacia política. De qué se trata realmente producir efectos, de qué se trata cambiar las cosas. Finalmente abrazó la idea más convencional de eficacia, según la cual la eficacia política es constituir un partido, presentarte a elecciones e intentar cambiar las cosas desde arriba. Diría que, en el pasaje del 15M a Podemos, lo que estuvo en juego fue nuestra incapacidad de inventar otra idea de eficacia.

—Me llamó la atención que el libro tomara una serie de filosofías –por ejemplo, las de Jacques Rancière y Giorgio Agamben– que son pensamientos muy antiestratégicos, de la interrupción, de la incondicionalidad, e intentara poner ese tipo de pensamiento –junto con otros– en una clave estratégica, incluso bélica. ¿Cómo es el tránsito desde esas filosofías críticas tan antipragmáticas hasta una noción de estrategia?

—Por lecturas que ya venía haciendo entonces y que aparecen en el libro –como la de Lawrence de Arabia– y por lecturas que he ido haciendo después de la escritura del libro –como la del pensador argentino León Rozitchner–, estoy cada vez más interesado, como imaginario posible para la política, en lo que se llama pequeña guerraguerra defensiva o guerrilla. De alguna manera, las guerrillas siempre fueron también políticas: eran la política, pero en un contexto bélico. Mi pregunta sería acerca de lo que me gusta llamar la fuerza de los débiles. ¿Cómo quienes no tienen nada, quienes no tienen ninguna fuerza –es decir, quienes no tienen un ejército profesional, no tienen armas, no tienen tecnologías, no tienen dinero, no tienen disciplina, no tienen poder institucional–, son capaces de desafiar a quienes sí tienen algo, sí tienen fuerza, sí tienen poder, y así cambiar las cosas? Me interesa cada vez más la pregunta sobre la fuerza. En ese sentido, el pensamiento estratégico es una reflexión sobre la fuerza. Pero ¿qué es tener fuerza? En autores como Rozitchner y el propio Lawrence encuentro que hay al menos dos fuerzas. Está la de los fuertes, que pasa, sobre todo, por la capacidad de dar miedo, acumular medios de terror, aterrorizar al adversario, y por la capacidad técnica, la capacidad armada. Pero hay otra fuerza, la que ha habido en todas esas pequeñas guerras que los débiles les han declarado a los grandes, a los fuertes. Esa otra fuerza pasa por elementos que también están presentes en los movimientos políticos que a mí me interesan, por ejemplo el 15M: la activación de los afectos, la activación de una trama sensible, la autonomía a la hora de elegir los tiempos y los espacios que vamos a disputar, el valor de la igualdad, el valor de la pluralidad. Todos esos elementos que componen la fuerza de los débiles, tanto en un contexto bélico como en uno civil o pacífico, son los propios de la gente que, sin nada de lo que consideramos poder, puede producir efectos de transformación, efectos de emancipación. En ese sentido, mi pensamiento se ha ido hacia algo estratégico. Habría que pensar cómo filósofos que pueden ser muy antiestratégicos, como Rancière y Agamben, pueden ser leídos estratégicamente. Rancière viene a decir que la estrategia es un pensamiento de la desigualdad, que pasa por considerar que los seres humanos somos desiguales: hay unos que saben y otros que no. Pero podríamos hacerle la pregunta a Rancière de si no hay una eficacia propia de los procedimientos de igualdad que él describe. Seguramente, él respondería que esa es una eficacia distinta, que nunca garantiza que las cosas vayan a salir bien. La eficacia convencional, dominante, siempre quiere asegurar un resultado. Mientras, nosotros tendríamos que trabajar con una idea que no nos ofrece una garantía o un resultado seguro, pero que sí nos acerca a producir otros efectos.

—El libro habla mucho de la escucha, del tacto. Hay en él una idea de diplomacia y de formas de relacionarse que puede producir potencia y eficacia. Estoy acostumbrado a ver, en los ambientes de izquierda y de izquierda radical, una forma de vincularse áspera, conspiratoria y prejuiciosa. Y resulta refrescante pensar este tipo de cuestiones como un tema estratégico.

—La escucha y el tacto son un poco las facultades que esta otra estrategia nos exigiría. Es decir, mientras que la vieja idea de estrategia apunta a un sujeto capaz de forzar la realidad para llevarla adonde tiene que ir –al programa, al plan, al modelo, a la idea–, la segunda idea de eficacia se vehiculiza mucho más a través de una idea de escucha, de tacto, de retaguardia o de ponerte en una posición secundaria, en el sentido de que tú no eres el motor, el centro, el autor, el actor que empuja las cosas, sino un acompañante de las cosas, un asistente de la potencia, no el productor de la potencia. Todas esas cualidades me interesan vitalmente: son inclinaciones espontáneas mías también. No me gusta tanto la posición activa, la que tiene la iniciativa, la que abre caminos, sino esta posición secundaria, receptiva, que va detrás, que acompaña, que favorece. Entonces, algo personal mío se cruza con algo que puede tener un interés político: la segunda idea de eficacia de la que estamos hablando, la que tiene más que ver con los procesos, nos exige no tanto tener la razón –polemizar con el otro, machacarle, convencerle–, sino, más bien, ser capaces de detectar por dónde están creciendo las plantas que nos interesa regar. En ese sentido, me parece que esta es una facultad estratégica de una nueva militancia.

—Intentás establecer un vínculo, una relación virtuosa, entre la tradición radical y esta forma más sensible, que a menudo los militantes «serios» ven con algo de desdén. Es interesante cómo intentás darle un estatuto político inscrito en la tradición revolucionaria anticapitalista. ¿En qué tipo de cosas esta sensibilidad, esta eficacia, le disputa o desplaza al capital?

—Son facultades que habilitan otra experiencia del mundo, una experiencia de no dominación. Yo diría que el capital –y no sólo el capital, porque este tiene su propia historia, bebe de otras cosas, se encabalga con otras formas de opresión– es una experiencia de dominación del mundo, una manera de estar en el mundo: dominarlo, controlarlo, someterlo, convertirlo en cosa, conocerlo para violentarlo. La escucha y el tacto habilitan otra experiencia de estar en el mundo: dejar de pensar en dominar, dejar de ejercer dominación, dejar a las cosas ser, y no dominarlas en vistas de un fin que yo tengo planeado de antemano, sea beneficio, sea eficacia política, sea rédito político. Son facultades en las que ya hay otros valores. No sé muy bien adónde pueden conducir ni si pueden producir un descarrilamiento del capitalismo, pero en sí mismas son cualidades que habilitan otra experiencia del mundo. Y hay algo decisivo que se juega en qué experiencia hacemos de la vida y el mundo: si hacemos una experiencia de la vida y el mundo como algo que hay que dominar o si nuestra experiencia es algo que requiere cierta escucha, cierto cuidado, un acompañamiento, la labor de intensificar esas cualidades, nombrarlas, hacerlas crecer. Por ejemplo, esto lo veo en el feminismo y el ecologismo. En sí mismas son facultades no neoliberales, no capitalistas, incluso anticapitalistas o antineoliberales.

—En el pensamiento revolucionario tradicional hay una ética implícita que es sacrificial y tiene un costado autodestructivo y muy antihedonista, en la que se vincula el hedonismo con el liberalismo y la sociedad de consumo. Algo muy provocador del libro es que plantea una especie de hedonismo revolucionario: la idea de que las cosas que nos hacen bien están, de algún modo, vinculadas a lo que nos va a llevar a los lugares que queremos políticamente. Esa es una idea muy antiintuitiva para la izquierda.

—A estas alturas me preguntaría, incluso, si lo liberal o lo neoliberal es tan hedonista. Porque todos sabemos que el consumo es lo más insatisfactorio que hay. A todos nos ha pasado de vernos en momentos bajos de ánimo y permitirnos algún tipo de consumo como para compensar algo. Esa es la experiencia del consumo y nunca te termina de satisfacer del todo, por eso el consumo es infinito: echa cosas a un pozo sin fondo. Dentro de lo neoliberal, dentro de lo liberal, tanto el consumo como las formas de trabajo están atravesados de muchísimo malestar. No veo ya tan clara –como pudo estar en otros momentos, en los ochenta– la relación entre disfrute y capitalismo. Las formas de disfrute que propone el capitalismo son bastante insatisfactorias; son modos de compensar vacíos, de rellenar faltas; son imposiciones de maneras de felicidad que nos llevan a la infelicidad. El «siempre más» capitalista conlleva, de fondo, una insatisfacción, un vacío, una incapacidad de vivir el presente, de valorar el presente, de habitar el mundo. Yo reivindicaría cierto disfrute del habitar, del estar aquí ahora, de intentar seguir el propio deseo, que me parece lo más revolucionario que hay: intentar escuchar y seguir el propio deseo, la propia energía que hace que vivir tenga un sentido fuerte, que no hay que confundir con el capricho, el goce y la satisfacción inmediatos, que finalmente producen tanta insatisfacción. Una vez que somos capaces de vivir según nuestro deseo, tenemos vidas plenas, vidas que vibran, vidas en las que las cosas tienen sentido, en las que hay creación, en las que hay potencia, en las que vivir tiene intensidad. Una intensidad que puede estar atravesada también de sufrimientos, porque ciertas cosas que nos producen un gran deseo también son muy jodidas: la política, escribir, dar clases… Todo eso no es una alegría permanente, una fiesta permanente. Hay momentos duros, momentos de crisis, momentos en los que las cosas no salen, momentos de preocupación por lo que pasa, momentos duros. No es la satisfacción permanente, la felicidad permanente, pero es una plenitud. Hay que pasar por ello. Y el sufrimiento también está asociado a cosas que queremos. Hay trabajos que queremos hacer, relaciones que queremos mantener y acciones que queremos emprender que conllevan el sufrimiento, la pérdida, que las cosas no salgan, la frustración, pero que merecen la pena. Entonces, que todo eso lo acoja el deseo.

Fuente e imagen: https://brecha.com.uy/hay-una-fuerza-de-los-debiles/

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Diego Sztulwark: «El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir»

Por: Melisa Molina

El poder, la política, el consumo y los afectos

En esta entrevista con PáginaI12, el autor del libro La ofensiva sensible reflexiona sobre las subjetividades que construye el neoliberalismo y destaca el rol de los movimientos feministas, las comunidades indígenas y las organizaciones de trabajadores precarizados como formas de resistencia al poder hegemónico.

«Hay que preguntarse qué experiencias de consumo hay habilitadas, y producir formas nuevas», dice el politólogo Diego Sztulwark.

«El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir», dijo en diálogo con PáginaI12 el politólogo Diego Sztulwark. En su libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Sztulwark indaga las diferencias entre vidas ligadas a los automatismos del mercado y vidas que no encajan porque asumen su existencia como una pregunta: «Ya sea porque se enferman, porque son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse respecto de la norma», explica. Sztulwark reflexiona sobre quienes para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización: ahí destaca el rol de los movimientos feministas, las comunidades indígenas y los movimientos de trabajadores precarizados que, sostiene, forman el «reverso de lo político» y sin los cuales sería difícil entender fenómenos claves en la crisis del neoliberalismo que vive gran parte de Latinoamérica. En ese sentido, advierte que los gobiernos populistas no han sabido o logrado propiciar un modo de vida diferente al que propone el mercado.

– ¿A qué se refiere cuando dice en su libro que “el modo de vida de derecha es tan triste como irrefutable”?

– Tomo este concepto de una tesis que elaboró Silvia Schwarzböck: dice que luego de los ‘70 y de la posdictadura solamente hay vidas de derecha. Es irrefutable ya que es una descripción correcta y permite comprender mucho del presente, pero es triste porque no permite ver la existencia de momentos donde hay una tensión distinta, donde los cuerpos aparecen articulados con el lenguaje de otra manera, donde hay una investigación sobre la propia vida y una no adaptación con lo que es el mundo neoliberal. Me resulta triste todo pensamiento que se limita a hacer una descripción del enemigo sobre nosotros y que sanciona una realidad derrotista. Es triste y también no es verdadera, ya que oculta toda una dimensión que llamaría “la verdad por desplazamiento”, que se crea desplazando lo que se impone, creando resistencias, y que no acepta el mundo tal como es.

-En su libro contrapone «modo de vida» a «forma de vida»: ¿cuál es la diferencia entre ambos conceptos?

– Llamo «modo de vida» a toda manera de vivir articulada en relación automática con el mercado, a todo lo que viene dado. El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir. Necesité distinguirlo de la «forma de vida», que sería la de aquellos que asumen su vida como una pregunta y no cuajan directamente en ese automatismo, ya sea porque se enferman, son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse de la norma. Mi interrogante es qué hacemos con los que para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización. Las izquierdas no lo piensan porque tienen la idea de que lo único posible contra el neoliberalismo es un partido revolucionario que “algún día podremos crear”. Pero el partido de los revolucionarios no será nada sin el partido de los sintomáticos y de aquello que no cabe en los “modos de vida” y que ocurre en el reverso de lo político. Sin eso, es difícil entender una serie de fenómenos que se van dando en las distintas crisis del neoliberalismo.

– ¿Qué importancia tienen los movimientos indígenas, feministas y de trabajadores precarizados en la construcción de otras “formas de vida”?

Lo indígena es importante porque tiene elementos comunitaristas, de resistencia, de marcas de una guerra perdida. De forma colectiva hacen ejercicios existenciales que los alejan de las premisas de obediencia que el neoliberalismo impone a la vida. Las tierras sobre las que están no dan lo mismo, el capital las quiere para hacer negocios y sus formas de vida necesitan poner un límite a ese modo de valorización. Por eso no se puede evitar la politización. Otro eje fundamental es lo que sucede con el trabajo precario. En Argentina hay una larga historia del movimiento de precarizados. En la crisis del 2001, el movimiento piquetero fue la irrupción autónoma de una resistencia desde la precariedad ante las formas de dominación neoliberal. Una parte grande de personas que trabajan en la ultra-informalidad hicieron ya experiencias de organización gremial, social, política y de lucha. El sujeto llamado “trabajador precario” va a estar en el centro de las dinámicas de conflicto. Y el tercer movimiento a observar son los feminismos populares. Ellos son capaces de radiografiar la economía desde abajo y percibir todas las formas de explotación informalizadas que recorren el campo social y que implican desde denunciar la deuda como mecanismo financiero de sometimiento hasta comprender cómo la construcción de masculinidades violentas es parte misma de la dinámica de valorización.

-Álvaro García Linera dijo, en 2015, que uno de los errores de los gobiernos populares de América Latina fue que lograron una ampliación del consumo pero sin politización de los sujetos. ¿Cómo analiza ese fenómeno a la luz de lo que sucede hoy en Bolivia y en toda la región?

Tomo a García Linera como el intelectual que mejor procesa discursivamente la versión que los gobiernos populistas dan de sí mismos. El balance que él hacía es que se daba una paradoja por la cual los gobiernos populistas incluyeron a los sectores históricamente excluidos en el consumo y, después, esos sectores populares votaron gobiernos neoliberales. Linera dice que faltó, en esa inclusión, clarificación política. Esa lectura es inocente porque si te das cuenta que la forma de consumo produce modo de vida no podés reducir el problema a una relación de consciencia que se resuelva vía pedagogía o propaganda. Los procesos prácticos de subjetivación no van a ser corregidos porque vengan a darte una clase de sociología. Una de las críticas fuertes a estos procesos es que privilegian ocupar el Estado por sobre ocupar la sociedad y transformarla. Hay que preguntarse qué experiencias de consumo hay habilitadas, y producir formas nuevas.

-Frente a las movilizaciones en Chile, ¿ve un rol importante de la juventud que, cansada del modo de vida neoliberal, sale a la calle, y que como respuesta el Estado les muestra su cara más represiva sacándoles los ojos?

Estuve en Chile y participé en manifestaciones, asambleas, y di un curso en la universidad. Es una barbaridad lo que están haciendo los carabineros. Mientras estuve allá había 217 chicos sin ojos. Cuando los equilibrios del neoliberalismo se agotan, aparece un odio inmenso a todo lo que se mueve, goza diferente, a lo que no se adecua. Un odio fascista que se estaba incubando y que lo vemos geopolíticamente en la figura de Bolsonaro. Se ve en el odio que tienen las fuerzas de seguridad; en el desprecio de las burocracias; en el racismo y sexismo de los medios de comunicación. En Chile apareció algo formidable que son miles de personas durante días en la calle, decididas a que el régimen post-pinochetista caiga. El descontento es amplio porque es en contra de cómo se reproduce la vida neoliberal. Frente a la estafa, hay un reverso de lo político que estalla, que no tiene representación en el régimen convencional y que pide discutir de cero la constitución del Estado.

– ¿Qué importancia tiene el diálogo entre las nuevas y las viejas generaciones para dar la batalla desde el campo de lo sensible y construir subjetividades distintas a las que propone el mercado?

-Cuando empecé a militar en los ‘90, Eduardo Luis Duhalde nos dio un curso de formación a los que estábamos en el secundario y me regaló dos libros: Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, e Historia y consciencia de clase, de Georgy Lukács, y me dijo: “Los militantes nos deprimimos cada vez que hay una derrota histórica pero leemos estos libros y seguimos. Por eso somos militantes”, después me aclaró que “solamente hay militante entre ciclo y ciclo de lucha», y que «el militante sirve para comunicarle al nuevo ciclo los saberes conquistados en el anterior”. Militante no es quien dirige, o la tiene clara, porque sus saberes son anacrónicos. Sin embargo, toda generación busca, como dice Walter Benjamin, una cita perdida con las generaciones anteriores. Y si bien es una cita que no se concretará, no podemos dejar de buscarla. Toda generación tiene el poder de apropiarse del pasado para sus fines, redimirlo, pero se trata de saberes que sólo sabrán cómo usarlos las generaciones que actualmente necesitan dar sus luchas y hacerse sus preguntas.

Entrevista: Melisa Molina.

Fuente e imagen:  https://www.pagina12.com.ar/248046-diego-sztulwark-el-neoliberalismo-es-un-gran-aparato-que-ope

 

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