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Víctor M. Toledo: “La ecología política llegó para quedarse”

Una entrevista a Víctor M. Toledo

Entrevistadora: Sofia Avila Calero

Víctor Manuel Toledo es un reconocido investigador e intelectual mexicano que desde 1970 desarrolla su trabajo académico en la Universidad Nacional Autónoma de México. Con una sólida formación en los campos de la biología y la ecología, Toledo ha tenido como principal preocupación el explorar la relación entre las culturas tradicionales y la naturaleza, convirtiéndose en pionero y líder de la etnoecología a nivel mundial.

En el primer número de Ecología Política (septiembre de 1991), Víctor Toledo publicó un artículo titulado “La resistencia ecológica del campesinado mexicano (en memoria de Ángel Palerm)”. Más de dos décadas después, le hacemos esta entrevista para recorrer algunas de sus aportaciones teóricas más importantes y los vínculos de su pensamiento con la ecología política en México y América Latina.

Víctor, cuéntanos acerca de tu proceso formativo en el campo de la biología, la ecología y la política, así como el surgimiento de tu interés por explorar los vínculos entre naturaleza, producción y cultura.

Efectivamente, yo estudié biología y ecología. Mis tesis de licenciatura y maestría son investigaciones en esos campos. Sin embargo, mi salto hacia los temas sociales, culturales y políticos fue producto de un accidente que surgió cuando estaba haciendo una de mis investigaciones sobre los árboles tropicales en Veracruz, particularmente en la selva de Los Tuxtlas. Ahí tenía parcelas de árboles para hacer mediciones, hasta que un día las parcelas habían desaparecido, se habían convertido en un potrero para ganado. Fue entonces cuando me di cuenta de que el objeto de estudio biológico estaba siendo destruido y que era fundamental entender por qué sucedía esto. Un fenómeno que, además, se presentaría cada vez con mayor fuerza.

El salto hacia los asuntos sociales fue también producto de mi interés por el tema campesino. Lo primero que hice cuando comencé a impartir un curso sobre biología de campo, fue ir a las comunidades campesinas que estaban alrededor de la Estación de Biología Tropical de Los Tuxtlas, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), para poder entonces explorar lo extrabiológico. En ese entonces, yo hacía estudios sofisticados sobre polinización por colibrís y otras aves, pero el tema campesino me atrajo. Había muchos ejidos alrededor de esta estación, una de las primeras fundadas por la UNAM y de la cual fui jefe a los veinticuatro años. Curiosamente, he tenido sólo tres puestos de trabajo en toda mi vida y éste fue el primero.

Así comenzó todo. Con estas experiencias me di cuenta de que había que entender no sólo el mundo natural, sino también la interacción del mismo con los núcleos rurales. Además, este es un tema particularmente importante en México, pues es uno de los poquísimos países en el mundo donde ha habido una reforma agraria efectiva y donde la mayor parte de los recursos naturales y la naturaleza están en manos de ejidos y comunidades, es decir, del sector campesino o social. El único país parecido podría ser India, pero en ese caso el Estado juega un papel muy importante… Quizás China también, pero realmente México es un país único en este sentido.

Todo esto me llevó, pues, a preguntarme sobre la relación existente entre los procesos naturales y los sociales (sobre todo con relación a la cultura). Lo cual me obligó a tener una mirada integradora que, a su vez, me permitió ir descubriendo que tales relaciones se dan fundamentalmente a través de la producción. Con todo eso, uno de los primeros libros que escribí fue titulado Naturaleza, producción, cultura[1]. Esto devela la sutil importancia de los accidentes o hechos sorpresivos e inusitados.

En 1992 fundas la revista Etnoecológica[2] y calificas la etnoecología de disciplina subversiva. ¿Podrías hablarnos un poco sobre esto?

Para 1992, habían pasado más de quince años de lo que platiqué primero. Para ese entonces, ya había escrito un artículo titulado La ecología del ejido (Toledo, 1971), que fue publicado en un libro alrededor del año 1976. Desde entonces, continué interesado en estos temas. Pero el año de 1992 es muy importante por varias razones. En ese año, se realizó en México el Segundo Congreso Internacional de Etnobiología, al que asistió mucha gente de distintas partes del mundo. Este evento se convirtió en un espacio ideal para lanzar la revista con la idea de la etnoecología como una disciplina subversiva. Y es importante decir que esta afirmación la hice desde el punto de vista epistemológico, porque en ese entonces había prácticamente un total desdén por los conocimientos no científicos. El tema campesino, indígena, tradicional, estaba totalmente relegado del interés de la ciencia y, por lo tanto, me parecía que era necesario revalorar y posicionar estos conocimientos y saberes tradicionales frente a la ciencia moderna.

El año de 1992 y los dos subsecuentes también representan un momento crucial para la historia de México. Por un lado, surge la propuesta de contrarreforma agraria del presidente Salinas de Gortari, ante la cual yo participé activamente en contra. Y es que, a pesar de que finalmente esta ley se aprobó, su éxito fue relativo. Hoy en día sabemos que lo que se pretendía finalmente no se logró, y eso nos dio muchísimo gusto porque la resistencia campesina aguantó el tremendo embate que representó el principio del neoliberalismo en México. Todo ese proceso está documentado: se publicaron artículos, yo publiqué algunos folletos, participé en debates televisivos, etc. Por otro lado, en 1994 aparece también el levantamiento zapatista. Y este evento histórico se volvió crucial para afirmar la importancia de estudiar las comunidades campesinas, el movimiento campesino y la historia cultural de los núcleos rurales en su relación con la naturaleza: es decir, su importancia civilizatoria y cultural. Sin saberlo, al explorar y defender estos temas, yo comenzaba a hacer ecología política…

Esa es la historia y el contexto del origen de la revista, que además fue pionera en el campo. La revista duró diez años, luego desapareció bastante tiempo y ahora resurgió con muchos de los seguidores de estas ideas. Estamos muy contentos porque ahora hemos hecho una red sobre el tema y hay decenas de investigadores, con congresos de cientos de jóvenes involucrados en el área. Muy recientemente, apareció también el Journal de Etnoécologie en París, y otra publicación en Brasil, y vienen otras nuevas en Colombia.

Volviendo atrás, tus estudios universitarios sobre el mundo rural han tenido un importante componente analítico que nos parece que se nutre de tres fuentes: la ecología y el marxismo a la vez que los estudios campesinos y la antropología económica (al estilo de Ángel Palerm, Eric Wolf, Marshall Sahlins…). En este sentido, ¿qué es lo que define el modo de producción campesino y cómo éste lleva a un entendimiento distinto de la sustentabilidad?

En efecto, a inicios de la década de los años 1970 me interesó mucho el tema de lo que entonces llamábamos ecología humana, pero que en realidad era etnoecología, y era también ecología política. No hay que olvidar que yo soy de la generación del Sesenta y ocho, y esto es algo muy importante. El movimiento del Sesenta y ocho en México fue encabezado por estudiantes de ciencias (físicos, matemáticos, biólogos), no por políticos. Yo, como estudiante de biología, había participado en política. En ese entonces, estaba haciendo mi tesis, pero todos mis compañeros eran los principales dirigentes del movimiento. Entonces, una vez que había descubierto el mundo campesino como tesista de biología, pero que había generado un interés por lo social, rural, cultural, me interesó mucho conectar con el tema del marxismo.

En 1973, en una estancia en la Universidad de Harvard descubrí un libro que marcó mi visión teórica: El concepto de naturaleza en Marx, de Alfred Schmidt. Este libro lo encontré en una edición inglesa en una librería de Cambridge, Massachusetts en Estados Unidos. Se trataba de una traducción al inglés de su tesis de doctorado, que originalmente estaba escrita en alemán. Tres años después, aparecería el libro en español. El texto de Schmidt me entusiasmó tanto que me hizo entrar en los temas del marxismo. Y justamente en 1976 me fui a hacer un sabático a París para estudiar con Maurice Godelier, Ignacy Sachs y otros estudiosos franceses de esta línea. Me puse a leer muchísimo sobre el tema. Aunque tomé cursos, podría decir que, a diferencia de la formación biológica, mi formación social fue más espontánea, es decir autodidacta. Estando también en París, yo soñaba con hacer una revista que conectara el marxismo con la ecología. Conocí a algunos colegas jóvenes allá, y fue un adelanto de lo que después vendría. Y, en efecto, leí a todos los antropólogos económicos, me involucré aún más con el tema del campesinado en los textos de Ángel Palerm, Eric Wolf, Marshall Sahlins, Clifford Geertz, Rodolfo Stavenhagen y otros.

Posteriormente, hacia 1980 publiqué un artículo titulado “El modo de producción campesino”, en una revista efímera llamada Antropología y Marxismo, hecha por jóvenes antropólogos de México. Ahora, con el paso del tiempo me doy cuenta de que el título de este artículo es un oxímoron, pues, en el encuentro entre ecología y marxismo, lo que hemos descubierto es que, más que hablar de “modo de producción”, el concepto clave es “metabolismo” o “metabolismo social”. Aunque Marx se basa en el concepto de metabolismo y aborda las relaciones entre sociedad y naturaleza, esto se fue soslayando con las visiones economicistas de tal propuesta. Así, el concepto de “modo de producción” se convirtió en una idea mucho más fuerte y difundida, y en donde la lectura sobre las relaciones entre producción y naturaleza quedó muy limitada. Ahora volvemos a hablar, en nuestro libro con Manuel González de Molina The Social Metabolism, de una fase metabólica en la historia humana, que sería el metabolismo agrario, rural, campesino u orgánico. De cualquier forma, el concepto de “modo de producción” me ayudó en ese entones a delinear y decantar una forma de producir. Otro dato importante es que en 1981 publiqué un artículo llamado “Intercambio ecológico, intercambio económico”, en un libro editado por Enrique Leff (Biosociología y articulación de las ciencias), que es un ensayo que se adelanta a lo que después se entendería como economía ecológica. Entonces, en efecto, mi interés por conectar lo natural con lo social surge del análisis de lo campesino: ese es el objeto central y concreto del enfoque, y lleva como ejes a la teoría ecológica y al marxismo de Marx, no otro.

A lo largo de tu trayectoria has publicado diversos textos que transitan desde la defensa de una modernidad alternativa hasta una crítica rotunda de la modernidad dominante y su contradicción entre naturaleza y sociedad (tanto en el capitalismo como en el socialismo real). ¿En qué se parece y se diferencia tu posición de la de los postdesarrollistas como Arturo Escobar y Gustavo Esteva?

La idea de “modernidad alternativa” surge muy en relación con la lectura de Ulrich Beck, autor de La sociedad del riesgo. Al final, yo creo que no hay diferencias mayores con las tesis de Escobar y Esteva. En todo caso, son diferencias de matiz. Lo más importante es que la modernidad alternativa surge como una opción a la crisis de civilización. Esto lo empecé a definir hace muchos años con un artículo publicado en 1992 llamado “Modernidad y ecología”, que salió en México, en España en la revista Ecología Política[3], y posteriormente fue publicado en varios idiomas. A partir de este texto comencé a plantear la idea de que vivimos una crisis de civilización. En esa época casi no se hablaba de esto. Posteriormente comencé a leer los libros de Enrique Dussel, que habla de la “transmodernidad” como opción civilizatoria. Más adelante vendrían otros autores como Boaventura de Sousa Santos, y otros muchos que también reconocen la existencia de una crisis de la civilización moderna.

Las ideas con relación a esta tesis, que me parece central para el pensamiento alternativo, se han ido afinando, y, conforme la realidad ha confirmado su existencia, se ha ido creando una convergencia entre los diversos pensadores críticos. Creo que estamos caminando cada vez más cercanos. Con Gustavo Esteva, con quien estuve en un evento hace dos años en la Universidad Iberoamericana en Ciudad de México y muy recientemente en el Primer Congreso Internacional de la Comunalidad en Puebla, hemos sentido esta confluencia, aunque antes sí que diferíamos en muchas cosas. Lo mismo me sucedió con Arturo Escobar, a quien acabo de conocer y escuchar en un congreso latinoamericano en Colombia. Sin lugar a dudas, creo que estamos caminando hacia un punto convergente.

¿Cuál sería el rol de las culturas rurales en la construcción de una modernidad alternativa? ¿Consideras ahora que habría que ir más allá de una modernidad alternativa? ¿Te inscribes en la escuela de la descolonialidad de Aníbal Quijano, Walter Mignolo?

En el proceso de ir descubriendo nuevas dimensiones de la visión crítica del mundo, claro que comparto la idea de la descolonialidad, pero voy más allá de eso. Cada vez estoy más convencido de que un principio fundamental de la modernidad alternativa no se va a construir con ideas, valores y visiones del Norte. Al contrario, creo que no solo las opciones vienen del Sur, sino que las raíces alternativas están en las mismas culturas rurales tradicionales. En otras palabras, la crisis civilizatoria de la modernidad tiene como sus principales focos de inspiración y enclaves de regeneración civilizatoria a esas culturas tradicionales.

Este planteamiento está claramente expresado en nuestro libro La memoria biocultural, escrito con Narciso Barrera-Bassols, en el cual argumentamos que la crisis del mundo moderno no es un problema económico o tecnológico, sino de concepción del mundo. Y, en este sentido, las culturas tradicionales, que son en realidad culturas premodernas (digamos islas de premodernidad en el mundo de hoy que, aunque conectadas con lo moderno, lo resisten y lo remontan), contienen muchas de las claves para remontar la crisis del mundo moderno. En el contexto rural, que en América Latina se caracteriza por las comunidades indígenas, implica hablar de comunidades de un largo aliento que llevan no sólo cientos sino miles de años reproduciéndose a través de su cultura y sus particulares relaciones con el entorno natural.

La construcción de una modernidad alternativa va mucho más allá de un debate sobre la descolonización, puesto que plantea la posibilidad de proponer un mundo alternativo frente al mundo posmoderno. Esto tiene que ver con principios y los valores que conforman cosmovisiones (lo que Arturo Escobar llama la “ontología”), que lentamente van develando claves para la reconstrucción; al menos desde el punto de vista teórico.

Por ejemplo, todo el tema del Buen Vivir, que ha adquirido mucha notoriedad durante los últimos años, representa un reposicionamiento de la cosmovisión y la filosofía indígena andina. En el caso de países como Bolivia y Ecuador, esta idea incluso tomó la forma de leyes constitucionales. Para muchos, el Buen Vivir sustituye el concepto del “desarrollo”, y es una prueba de que la discusión teórica se está dirigiendo hacia el rescate de los valores tradicionales. En México, se acaba de realizar también un Congreso sobre Comunalidad. Este concepto, que ha sido postulado por varios intelectuales indígenas de Oaxaca desde hace al menos dos décadas, representa una suerte de complemento a la idea del Buen Vivir de la zona andina, o bien una aproximación diferente al mismo tema desde lo mesoamericano. Estamos avanzando hacia allá.

Entonces, ¿cómo entenderíamos las alternativas de otros grupos sociales, tanto rurales como urbanos, tanto en contextos del Norte como del Sur? Particularmente ¿encuentras convergencias entre los principios campesino-indígenas y aquellos que se enmarcan en las ideas del decrecimiento?

Todas las culturas y conceptos nuevos que he mencionado tienen su raíz histórica y emergente en el Sur. Estas ideas se diferencian del decrecimiento, que es básicamente una idea de origen europeo y de los países industriales. Va incluso también más allá del socialismo ecológico que se ha postulado en Francia por algunos autores. Pero, si bien es cierto que la salida a la crisis del mundo moderno tiene que ver con el rescate de los valores y las cosmovisiones de las culturas tradicionales (indígenas, rurales), esto no quiere decir que estemos postulando un retorno al pasado en un sentido romántico e idealista, sino más bien conjugar lo que se llama “el diálogo de saberes”. Hay que buscar puentes entre las partes constructivas del mundo moderno (que son muchísimas) con los valores, principios y prácticas que provienen del mundo premoderno. La clave está en mirar el futuro ya no como un proceso donde lo innovador se erige destruyendo lo existente, sino partiendo de ello. El pecado capital de la modernidad industrial, tecnocrática, capitalista, consumista, etc. es que se ha querido erigir a partir de las cenizas de la tradición. Es decir, se trata de una imposición en la que se acepta un solo modelo, y por lo contrario lo que se necesita es “un mundo donde quepan muchos mundos”.

¿Cómo consideras que ha ido evolucionando la relación entre el movimiento campesino y el movimiento ecologista en general en América Latina? ¿En qué sentido la ecología política se convierte en un campo de pensamiento que sustenta o podría sustentar tales vínculos?

Este tema lo acabamos de discutir ampliamente en un Congreso que se desarrolló en el año 2014 en Buenos Aires, Argentina. Próximamente se publicará un libro con las principales presentaciones. Este Congreso fue un espacio en el que nos reunimos una docena de los principales autores que hemos estado involucrados en estos temas durante los últimos veinte o treinta años. Mi posición es que en América Latina la preocupación ambiental y el movimiento ambientalista se ha ido moviendo lentamente de expresiones únicamente urbanas y de clase media (que son totalmente válidas), hacia la emergencia, la expansión y una proliferación impresionante de los movimientos rurales. Esos movimientos que Joan Martínez Alier ha llamado “ecologismo de los pobres”.

Actualmente, toda la región latinoamericana está inundada de procesos de resistencia socioambiental frente a proyectos depredadores. Estamos frente a un movimiento enorme que se expresa en distintas escalas y regiones geográficas. Se trata de un proceso masivo que tiene que ver con resistencias y también con la aparición de proyectos alternativos muy concretos y exitosos: a nivel regional, a escala municipal o a escala de las comunidades. En este contexto, los actores y los movimientos ambientalistas urbanos están combinándose e integrándose a estos nuevos movimientos. Asimismo, el papel de los practicantes de las nuevas disciplinas (agroecología, historia ambiental, economía ecológica y ecología política) y la aparición de sociedades científicas a nivel regional han sido muy importantes. En algunos casos, como el de Brasil, se observa que incluso los ministerios del sector público han coadyuvado a generar una revolución agroecológica (y en el fondo ecopolítica) en América Latina.

Sin lugar a dudas, algunos gobiernos han contribuido en este sentido. Pero ¿qué podríamos decir sobre las muchas contradicciones que se expresan dentro de los gobiernos progresistas latinoamericanos?

Desgraciadamente, los gobiernos progresistas están ideológicamente atrasados con respecto a las ideas de la ecología política. En el caso de Venezuela, por ejemplo, en donde el petróleo sigue siendo un elemento vital, los gobiernos no han alcanzado a visualizar la importancia de estos procesos. En otros casos podemos ver cómo los gobiernos manejan una doble política, como lo es el caso de Brasil. En ese país, el Ministerio de Agricultura está siendo dirigido por los empresarios agrícolas de los enormes latifundios que desde el Gobierno de Lula han favorecido el modelo agroindustrial de producción de alimentos y la entrada de transgénicos. Sin embargo, por otro lado, el Ministerio de Desarrollo Rural se ha convertido en un espacio en el que tienen cabida todas las propuestas agroecológicas. Casos como este demuestran un avance, pero también reflejan una suerte de esquizofrenia, porque no hay una claridad teórica respecto a lo que debe ser un gobierno enfocado hacia las tendencias de la ecología política, la agroecología y la economía ecológica. Quizá un poco la excepción sería Bolivia, pues, si bien tiene sus contradicciones, uno de sus postulados centrales del gobierno de Evo Morales ha sido la agricultura ecológica.

A lo largo de tu trabajo has enfatizado el papel de la autogestión y la autosuficiencia como elementos clave de las luchas políticas indígenas y campesinas. ¿Podrías hablarnos del caso de los pueblos indígenas de Chiapas? ¿Cómo se relaciona el neozapatismo con las muchísimas experiencias autogestionarias que existen hoy en día en diversas latitudes?

El caso de Chiapas es muy interesante porque alberga el principal proceso de rebelión indígena en toda la región latinoamericana, ocurrido hace ya varias décadas. Pero que paradójicamente con el neozapatismo conviven numerosas experiencias alternativas, especialmente de comunidades y cooperativas de inspiración ecológica. Actualmente, en Chiapas hay unas ciento veinte experiencias de organizaciones productivas rurales, sobre todo cooperativas de café orgánico, todas indígenas y muy exitosas.

En este contexto, han ocurrido dos procesos independientes. Por un lado, los zapatistas no han querido abrir sus fronteras para compartir su experiencia con aquello que yo llamo “el otro zapatismo”. Este “otro zapatismo” está más impregnado de los fundamentos ecológicos y de los principios de la ecología política. Afortunadamente, durante los últimos años han surgido procesos similares (cooperativas de café, ecoturismo, etc.) dentro de los territorios zapatistas, que representan por lo menos la mitad del territorio del estado de Chiapas. Creo que al final de cuentas el zapatismo es todavía una expresión de una visión basada en el guevarismo y el foquismo, es decir, favoreciendo la alternativa armada. Esto me parece un acto de debilidad, porque las experiencias exitosas en México, incluyendo las de Chiapas, son las que han sido capaces de negociar y de recibir apoyo por parte de los gobiernos, en todas las escalas, o de empresas, fundaciones, iglesias y organismos internacionales, sin que esto implique una pérdida de su capacidad autogestionaria y autonómica.

El “otro zapatismo” engloba iniciativas de autogestión y autonomía no armada, que rescatan las cosmovisiones indígenas sobre la naturaleza. Estas iniciativas toman cuerpo en el mundo actual, se insertan en los mercados al tiempo que no pierden su capacidad de autogestión, haciendo avances muy notables. Por ejemplo, en el estado de Puebla (México) destaca la cooperativa de café orgánico Tosepan Titataniske (que significa “Unidos Venceremos” en náhuatl). Esta cooperativa indígena ha involucrado a más de sesenta municipios que producen café orgánico, pimienta, miel, bambú, cosméticos, etc. La Tosepan ha permitido que las mujeres se organicen en otras cooperativas; se han desarrollado proyectos ecoturísticos, culturales y educativos. Las comunidades tienen ya alrededor de diez mil casas construidas bajo los cánones del hogar ecológico, y también poseen un banco del pueblo (“tosepantomi”), con más treinta mil socios. Es decir, prácticamente el Estado no existe ahí, pues ha sido sustituido por la sociedad organizada, y para ello no han tenido que tomar las armas, sino recuperar la idea de cooperación y de colectividad. Es simplemente la organización campesina a través de las cooperativas lo que ha creado una región única, un territorio liberado, que nos da muchísima esperanza para que se reproduzca en otras latitudes. Aún más, me parece que, ante el desgaste de la democracia representativa y partidaria, es esa la vía que va a seguirse para la transformación social e incluso civilizatoria.

Tu más reciente libro Ecocidio en México. La batalla final es por la vida (2015), propone un recorrido sobre diversos proyectos que actualmente existen en México y que representan rutas alternativas para la reproducción socioecológica. ¿Cuáles serían los elementos que comparten estos proyectos y que ayudan a enriquecer la reflexión sobre las alternativas?

En este último libro, dedico todo un capítulo al tema del “poder social”. Como en otros escritos muy recientes, lo hago sinónimo de “sustentabilidad”, pues desgraciadamente este último concepto ha sido pervertido y mal usado en los discursos oficiales de organismos internacionales, ONGs, gobiernos y sobre todo corporaciones que han integrado la idea de la ecología y la sustentabilidad en sus objetivos, de manera muy superficial y tramposa, es decir cosmética. Por lo tanto, yo he buscado rescatar el concepto de sustentabilidad desde la idea del poder social y ciudadano. Esto quiere decir recuperar las experiencias basadas en los cuatro “autos”: autogestión, autogobierno, autosuficiencia y autodefensa. En México tenemos cientos de ejemplos de experiencias que están siguiendo esta línea.

En este libro, también hablo del “reloj de la sustentabilidad” como un eje de doce principios que tienen que ver con muchas cosas: economía solidaria, prácticas ecológicamente correctas, democracia participativa, el papel de las asambleas, una educación que rescate los valores y las culturas originarias, entrada a comercios alternativos (ecológicos, justos, orgánicos), etc. Incluye, también, aspectos financieros como la creación de bancos populares y cooperativas de ahorro, en donde normalmente las inversiones tienen un mayor interés y los préstamos están a un menor precio que en los gigantescos bancos comerciales, que son los grandes usureros de la modernidad. Finalmente, estos ejes también incluyen aspectos de comunicación: fundamentalmente a través de periódicos, sitios web y radios comunitarias, pero también a partir del uso de otras tecnologías que se vuelven cada vez más baratas y que permiten generar proyectos alternativos en pequeñas y remotas regiones. Por ejemplo, en el caso de Cherán (Michoacán, México) ya abrieron un canal de televisión y utilizan la robótica para sus invernaderos y la regeneración de los bosques. Hay también pequeñas tecnologías a nivel del hogar para captar agua de lluvia o humedad del ambiente, o energía solar y eólica que se convierten en energía eléctrica, o formas para producir alimentos sanos en la casa, el edificio, el baldío o los parques urbanos.

El conjunto de estas experiencias nos enseña la emergencia de una revolución silenciosa, o como diría Edgar Morin, de una “metamorfosis” que nos pone frente a novedosos procesos ecopolíticos. Estos procesos avanzan inexorable y exitosamente en un contexto en el que las reformas neoliberales se imponen en el país de manera cada vez más forzada, casi dictatorial. Estamos, pues, ante un cambio de paradigma muy importante: ante la emergencia de procesos subterráneos, rizomáticos y silenciosos que siguen avanzando y que, como han dicho varios autores (entre ellos André Gorz o Boaventura de Sousa Santos), están generando espacios no capitalistas, enclaves “no modernos”, “posmodernos” o “transmodernos”, el término es lo de menos. En este contexto, en el que la ecología política constituye una nueva filosofía que respalda tales procesos, las concepciones clásicas de izquierda quedan limitadas o anacrónicas. Es entonces la suma de esos territorios alternativos o liberados, bajo control social, lo que va construyendo una vía real para enfrentar a los poderes fácticos y hegemónicos, tanto políticos (partidos y gobiernos) como económicos (empresas, corporaciones, mercados, monopolios). Estamos entonces ante el advenimiento de nuevos procesos políticos que nacen desde abajo (o desde las periferias) fundados en la organización del poder social o ciudadano, es decir en la cooperación y la comunalidad, y en los servicios de la naturaleza, una fórmula que es tan antigua como nuestra especie misma. Quizás solo estamos descubriendo lo que se nos ha olvidado. Quizás lo único que estamos haciendo es recordar, recuperar la memoria de la especie, en un mundo de olvidadizos o de amnésicos. Como vemos, la ecología política llegó para quedarse…

Referencias

TOLEDO, V. M. (1971). La ecología del ejido. Investigación colectiva.

TOLEDO, V. M. (1981). “Naturaleza, producción, cultura”. Universidad Veracruzana. Revista Etnoecológica: http://www.etnoecologica.com.mx/.

TOLEDO, V. M. (1992). “Modernidad y ecología”, Ecología Política, 3: 9-22.

TOLEDO, V. M. (2015). Ecocidio en México. La batalla final es por la vida. Grijalbo.

Otras obras destacadas

BOADA, M.; TOLEDO, V. M. (2003). El Planeta es nuestro cuerpo. La ecología, el ambientalismo y la crisis de la modernidad. Fondo de Cultura Económica.

TOLEDO, V. M.; CARABIAS, J.; MAPES, C.; TOLEDO, C. (1985). Ecología y autosuficiencia alimentaria. Siglo XXI Editores.

TOLEDO, V. M.; CARABIAS, J.; TOLEDO, C.; GONZÁLEZ PACHECO, C. (1989). La producción rural en México: Alternativas ecológicas. Editorial Fundación Universo Veintiuno.

TOLEDO, V. M. (1995). México: diversidad de culturas. CEMEX / Agrupación Sierra Madre.

TOLEDO, V. M. (2000). La paz en Chiapas: Ecología, luchas indígenas y modernidad alternativa. Ediciones Quinto Sol.

TOLEDO, V. M.; ALARCÓN-CHAIRES, P.; BARÓN, L. (2002). La modernización rural de México: Un análisis socioecológico. Instituto Nacional de Ecología, Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Universidad Nacional Autónoma de México.

TOLEDO, V. M. (2003). Ecología, espiritualidad y conocimiento: De la sociedad del riesgo a la sociedad sustentable. Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y Universidad Iberoamericana.

[1]. Víctor M. Toledo (1981). Naturaleza, producción, cultura. Universidad Veracruzana.

[2]. http://www.etnoecologica.com.mx/.

[3]. Víctor M. Toledo (1992). “Modernidad y ecología”, Ecología Política, 3: 9-22.

Fuente de la entrevista: http://www.ecologiapolitica.info/?p=3626

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