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Si bien Adam Smith (1723-1790) es considerado como el fundador de la economía liberal clásica, los liberales, neoliberales y libertarios contemporáneos nunca han sido consecuentes con la teoría del valor-trabajo de Smith, sino que la rechazan. Es decir, desechan precisamente el lado científico del fundador, para dedicarse a las simples consideraciones del mercado y los precios. Y lo extienden a lo que han bautizado como “mercado laboral” o “mercado del trabajo”, con lo cual borran toda consideración sobre los derechos laborales, que solo aparecen como estorbos u obstáculos al mercado libre y a los empresarios.
Pero Smith vivió la época de inicios del capitalismo, mientras que los liberales contemporáneos, entre los que hay que contar a los más alabados, como Friedrich von Hayek (1889-1992), Milton Friedman (1912-2006), Ludwig von Mises (1881-1973), Murray Rothbard (1926-1995) y otros tantos entre la Escuela Austríaca y el Anarcocapitalismo, han vivido la época que va del imperialismo a la crisis civilizatoria del presente. Smith apenas pudo observar el problema social creado por el capitalismo, aunque tuvo la perspicacia de comprender que del trabajo de los obreros provienen las ganancias de los capitalistas, una realidad que consideró algo propio a las “leyes naturales” del sistema. Por eso, fueron los críticos del liberalismo clásico, que experimentaron directamente las enormes consecuencias sociales de la miseria obrera y la opulencia de las burguesías, quienes desarrollaron teorías anticapitalistas al compás del avance del siglo XIX. Prácticamente en la segunda mitad de ese siglo, Karl Marx (1818-1883) desnudó las leyes del capitalismo y descubrió, superando a Smith, que la burguesía se apropia de la plusvalía, es decir del valor creado por los proletarios, por sobre el valor de su fuerza de trabajo.
Durante el siglo XIX fueron crecientes las reivindicaciones obreras; y sus acciones, siempre reprimidas incluso en forma sangrienta, inevitablemente condujeron a que los Estados comenzaran a proclamar derechos laborales, para evitar no solo la agudización de lo que Marx llamó lucha de clases, sino por el temor de una revolución social que condujera al socialismo. Todos esos procesos han sido ampliamente estudiados por una gigantesca cantidad de obras y artículos, que han afirmado el desarrollo de las ciencias sociales.
Pero, sin duda, América Latina siguió procesos diferentes. El coloniaje europeo fue el que marcó las bases estructurales del subdesarrollo, la dependencia y la extrema polarización social que heredaron los Estados nacionales, una vez concluidas las guerras de independencia anticolonial en la región. Durante el siglo XIX fueron aisladas y pocas las conquistas sociales, como la abolición de la esclavitud, del tributo de indios o de las formas más oprobiosas del trabajo servil. De modo que es con el siglo XX y el despegue del capitalismo en América Latina, aunque en forma diferenciada entre países, cuando el desarrollo de las clases obreras y el auge de las luchas indígenas y campesinas provocaron el surgimiento de la legislación laboral. A consecuencia de la Revolución Mexicana, se expidió en este país la Constitución de 1917, que fue la primera en reconocer el principio pro-operario, jornadas máximas, salario mínimo, descansos, protección de menores y mujeres, sindicalización, indemnizaciones por despido y otros derechos de los trabajadores, así como de los campesinos sobre las tierras. Esa Constitución inspiró el desarrollo de la legislación social en otros países latinoamericanos. Desde luego, las conquistas llegaron con el ascenso de masas, de las clases trabajadoras y la acción de intelectuales y políticos sensibles a las demandas sociales.
Ese ascenso fue parcialmente detenido por la Guerra Fría, que en América Latina tomó raíces a partir de la Revolución Cubana (1959). Los derechos laborales fueron afectados y los empresarios acusaban de “comunista” a cualquier reivindicación laboral, especialmente si era sindical. Las terribles dictaduras militares de los 60 y 70 ante todo arremetieron contra demandas laborales y persiguieron a dirigentes. El inicio de las democracias estables al comenzar la década de 1980 permitió retomar la defensa de los derechos laborales. Fue por poco tiempo. Enseguida, los acuerdos con el FMI, la penetración de la ideología neoliberal y la globalización transnacional que resultó del derrumbe del socialismo de tipo soviético, crearon las condiciones favorables para que las elites empresariales definieran un conjunto de consignas orientadas a flexibilizar y precarizar las relaciones laborales, lo cual significó el golpe histórico a los derechos conquistados desde inicios del siglo XX.
En definitiva, los derechos laborales se desarrollaron ante la necesidad de proteger a los trabajadores de las arbitrariedades de los capitalistas, que en la época de Smith sobreexplotaban a obreros que trabajaban sobre las 12 horas diarias, recibían salarios miserables, no tenían descansos y peor seguridad. Su condición humana era morir trabajando para los capitalistas. Y similar historia es la que siguió América Latina, de lo cual existen estudios e investigaciones en todos los campos de sus ciencias sociales.
Liberales, neoliberales y libertarios contemporáneos no solo desconocen esa historia. Imaginan que el mercado libre podría operar como suponen que ocurría en la época de Smith. Y desde las dos últimas décadas finales del siglo XX han promovido la flexibilización de las relaciones laborales, que implica la anulación de los derechos históricamente ya avanzados. En América Latina, todos los países con gobiernos condicionados por los intereses empresariales han alimentado ese proceso. El resultado es que han provocado la agudización de la lucha de clases, no han solucionado el problema del empleo, han aprovechado de la precarización, del desempleo, el subempleo y la informalidad para presionar contra los marcos legales que han protegido a los trabajadores formales. En la región no hay disposición empresarial para crear, por lo menos, economías sociales de bienestar.
Es en ese marco que se inscribe la consulta popular y referéndum convocados por el presidente Daniel Noboa en Ecuador y que se realizará el 21 de abril (2024). Bajo un clima de inseguridad generalizada, desarticulación del Estado y penetración de mafias, que son herencias dejadas desde 2017 por los gobiernos de Lenín Moreno y del banquero Guillermo Lasso, se preguntará a la población si quiere que se modifique la Constitución para poder imponer el trabajo por horas y los contratos a plazo fijo, actualmente prohibidos por esta Carta. Es una nueva estrategia de legitimación de políticas flexibilizadoras contra los trabajadores, que aprovecha precisamente la incapacidad de atender al empleo y que, de tener éxito, la experiencia del país seguramente será replicada en otros países de la región. Pero tampoco está lejos la experiencia que ha comenzado a vivir Argentina, donde toma vuelo el sui géneris libertarianismo, que igualmente se propone arrasar con derechos laborales. En Ecuador opera en forma gradual y en Argentina mediante el shock. Da igual: de la mano de gobiernos empresariales y de empresarios presidentes, el libertarianismo ofrece un futuro de mayor inestabilidad, explotación e inseguridad. Solo pueden detenerlo los mismos trabajadores.
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