Bienvenido al Estado Suicida

Por: Vladimir Safatle

Vos sos parte de un experimento. Tal vez sin darte cuenta, pero sos parte de un experimento. El destino de tu cuerpo y tu muerte son parte de un experimento de tecnología social, de una nueva forma de gestión. Nada de lo que está sucediendo en este país, que se confunde con nuestra historia, es fruto de la improvisación o del voluntarismo de los agentes de comando. Incluso porque nunca nadie intentó entender los procesos históricos buscando aclarar la intencionalidad de los agentes. Saber aquello que los agentes creen que están haciendo es realmente lo que menos importa. Como dije más de una vez, generalmente lo hacen sin saber.

Este experimento del que vos sos parte, al que te empujaron a la fuerza, tiene nombre. Se trata de la implementación de un “estado suicida”, como dijo alguna vez Paul Virilio. O sea, Brasil mostró definitivamente cómo es el escenario de implementación de un estado suicida. Una nueva etapa de los modelos de gestión inmanentes al neoliberalismo. Ahora, su rostro  es más cruel, su fase más terminal.

Se equivoca quien cree que esto es solo la ya tradicional figura del necroestado nacional. Caminamos en dirección a un más allá de la temática necropolítica del estado como gestor de la muerte y de la desaparición. Un estado como el nuestro no es apenas el gestor de la muerte. Es el actor contínuo de su propia catástrofe,  el cultivador de su propia explosión. Para ser más preciso, es la mezcla de la administración de la muerte de sectores de su propia población y del coqueteo continuo y arriesgado con su propia destrucción. El fin de la Nueva República terminará en un macabro ritual de emergencia de una nueva forma de violencia estatal y de rituales periódicos de destrucción de cuerpos.

Un estado de esta naturaleza sólo apareció una vez en la historia reciente. Este se materializó de forma ejemplar a través de un telegrama. Un telegrama que tenía número: Telegrama 71.  Con este telegrama, en 1945, Hitler proclamó el destino de una guerra ya perdida. En él escribía: “Si la guerra está perdida, que la nación perezca”. Con él, Hitler exigía al propio ejército alemán que destruyese lo que restaba de infraestructura, convalidando la derrota de la nación alemana. Como si ese fuese el verdadero objetivo final: que la nación perezca por sus propias manos, esas manos que antes habían desencadenado la guerra. Este era el modo nazi de dar respuesta a una rabia secular contra el propio estado y contra todo lo que en algún momento había representado. Celebrando su destrucción y la nuestra. Existen varias formas de destruir un estado y una de ellas, la forma contrarrevolucionaria, es acelerar en dirección a su propia catástrofe, aunque se lleve consigo nuestras vidas. Hannah Arendt nos habló del hecho espantoso de que aquellos que adherían al fascismo no vacilaban en transformarse en sus propias victimas, aun cuando el monstruo terminara devorando a sus propios hijos.

Sin embargo, el foco del espanto no debería estar puesto allí. Como decía Freud: la misma autodestrucción de la persona no puede ser completada sin alguna satisfacción libidinal. Ese es en verdad el verdadero experimento, un experimento de economía libidinal. El estado suicida logra hacer de la revuelta contra un estado injusto de cosas, contra las autoridades que nos excluyen, un ritual de destrucción de sí en nombre de la creencia en la voluntad soberana y en la preservación de un liderazgo que debe escenificar su omnipotencia en el mismo momento en que ya está clara como el sol su impotencia miserable. Si el fascismo fue siempre una contra-revolución preventiva, no olvidemos que ha sabido transformar la fiesta de la revolución en un ritual inexorable de auto-inmolación sacrificial. Hacer que el deseo de transformación y de diferencia se conjugue con una gramática de sacrificio y de autodestrucción: esa ha sido siempre la ecuación libidinal que funda el estado suicida.

El fascismo brasilero y su nombre propio, Bolsonaro, han encontrado una catástrofe para llamar a la suya. Se presenta en la forma de una pandemia que exigiría de la voluntad soberana y de su paranoia social compulsivamente repetida, que fuese sometida a la acción colectiva y a la solidaridad genérica, teniendo en cuenta la emergencia de un cuerpo social que no debería dejar a nadie librado a su suerte en su camino directo al Hades. Ante la sumisión a una exigencia de autopreservación que toma de la paranoia su teatro, sus enemigos, sus persecuciones, sus delirios de grandeza, la elección resulta, no obstante, en el flirteo con la muerte generalizada. Si aún precisásemos alguna prueba de que lidiamos con una lógica fascista de gobierno, esta sería la definitiva. No se trata de un estado autoritario clásico que usa la violencia para destruir a sus enemigos. Se trata de un estado suicida de tipo fascista que sólo encuentra su fuerza cuando afronta la posibilidad de su propio final.

Es claro que dicho estado se funda en la mixtura tan nuestra de capitalismo y esclavitud, de publicitario de coworking, de rostro joven e indiferencia asesina para con la muerte, reducida a efecto colateral del necesario buen funcionamiento de la economía. Algunos comienzan a oír a empresarios, a dueños de restaurantes, a publicitarios –puercos trasvestidos en nuevos heraldos de la racionalidad económica- decir que peor que el miedo a la pandemia debería ser el miedo al desempleo. En verdad ellos están delante de los señores de esclavos que aprendieron ahora a hablar business english. La lógica es la misma, solo que extendida a toda la población. El ingenioso experimento ya no puede detenerse. Y nadie va a generar un drama nacional porque algunos esclavos mueran. Al final, ¿qué significan 5.000, 10.000 muertes si estamos hablando de “garantizar empleos”, más aún, de garantizar que todos continúen siendo expoliados y masacrados en acciones sin sentido y sin fin, en cuanto trabajan en las condiciones más miserables y precarias jamás imaginadas?

La historia de Brasil resulta de la instrumentalización contínua de esta lógica. La novedad es que ahora se aplica a toda la población. Poco tiempo atrás, el país dividía a los sujetos entre “personas” y “cosas”, o sea, entre aquellos que serían tratados como personas -cuya muerte provocaría luto, narrativa, conmoción, y aquellos que serían tratados como cosas, cuya muerte es apenas un número, una fatalidad, frente a la cual no habría razón alguna para llorar. Ahora llegamos al punto de consagración de esta lógica. La población es apenas un suplemento descartable frente a un proceso de acumulación y de concentración a todas vistas indetenible.

Es claro que siglos acumulados de necropolítica han permitido que el estado brasilero adquiera ciertas habilidades. Él sabe que uno de los secretos de este juego es hacer desaparecer los cuerpos. Retirar números de circulación, cuestionar datos, colocar los muertos por coronavirus en otra rubrica, abrir fosas en lugares invisibles. Bolsonaro y sus amigos, llegados desde los sótanos de la dictadura militar, saben cómo operar con esa lógica. El viejo arte de administrar y gestionar la desaparición, que el estado brasilero sabe hacer tan bien. De cualquier forma, there is no alternative. Ese era el precio a pagar para que la economía no detuviese su marcha, para que los empleos fuesen garantizados. Alguien tenía que hacer el sacrificio. La única cosa graciosa es que siempre son los mismos los que pagan. La verdadera cuestión es otra, a saber: ¿quién es aquel que nunca paga por los sacrificios y a la vez sermonea tras un evangelio bastardeado de azotes?

Pues vean qué cosa más interesante. En la República Suicida Brasilera no hay chance alguna de hacer que el sistema financiero vierta sus lucros obscenos en un fondo común para el pago de salarios de la población confinada, ni de implementar un impuesto constitucional sobre grandes fortunas para tener a disposición parte del dinero que la elite vampirizó del trabajo compulsivo de los más pobres. No, esas posibilidades no existen. There is no alternative: ¿será necesario repetirlo una vez más?

Esta violencia es la matriz del capitalismo brasilero. ¿Quién financió la dictadura y la creación de aparatos de crímenes contra la humanidad con los cuales se torturaba, violaba, asesinaba y se hacían desaparecer cadáveres? ¿No había ahí dinero del Banco Itaú, Bradesco, Camargo Correa, Andrade Gutiérrez, Fiesp, o sea, de todo el sistema financiero y empresarial que hoy tiene garantizadas sus ganancias por los mismos que ven nuestras muertes como un problema menor?

En la época del fascismo histórico, el estado suicida se movilizó a través de una guerra que no podía detener. O sea, la guerra fascista no era una guerra de conquista. Era un fin en sí mismo. Como si fuese “un movimiento perpetuo, sin objeto ni objetivo”, cuyos impasses sólo llevan a una aceleración mayor. La idea nazi de dominación no está ligada al fortalecimiento del estado, sino a una dinámica en constante movimiento. Hannah Arendt diría esto: “La esencia de los movimientos totalitarios es que puedan permanecer en el poder mientras estén en movimiento y transmitan movimiento a todo aquello que los rodea”. Una guerra ilimitada que implica la movilización total de todo agente social, la militarización absoluta en dirección a un combate que se torna permanente. Guerra, sin embargo, cuya dirección no puede ser otra que la pura y simple destrucción.

Sólo que el estado brasilero nunca necesitó de una guerra porque siempre fue el gestor de una guerra civil no declarada. Su ejército no sirve para otra cosa que para atentar cada cierto tiempo contra su propia población. Esta es la tierra de la contrarrevolución preventiva, como decía Florestan Fernandes. La patria de la guerra civil sin fin, de los genocidios sin nombre, de las masacres sin documentos, de los procesos de acumulación de Capital hechos a través de balas y de miedo contra quien se movilice en otra dirección. Todo esto aplaudido por un tercio de la población, por tus abuelos, tus padres, por aquellos cuyos circuitos de afectos están sujetos a ese deseo inconfesable de sacrificio de los otros y de sí por generaciones. Pobres de aquellos que todavía creen que es posible dialogar con quien en este momento estaría aplaudiendo a los agentes de la SS.

Porque las alternativas existen, pero si fueran implementadas serían otros los afectos que se pondrían en circulación, fortaleciendo a aquellos que rechazan tal lógica fascista, permitiéndoles finalmente imaginar otro cuerpo social y político. Tales alternativas pasan por la consolidación de la solidaridad genérica que nos hace sentirnos parte de un sistema de mutua dependencia y de apoyo, en el cual mi vida también depende de la vida de aquellos que son parte de “mi grupo”, que están en “mi lugar”, que tienen “mis propiedades”. Esta solidaridad que se construye en los momentos dramáticos les recuerda a los sujetos que participan de un destino común que debe sustentarse colectivamente.

Algo muy diferente del “si yo me infecto es problema mío”. Mentira atroz, porque, en verdad, será un problema del sistema público de salud, que no podrá atender a otros porque necesita cuidar de la irresponsabilidad de uno de los miembros de la sociedad. Pero si la solidaridad apareciese como afecto central, es la farsa neoliberal la que caería, esta misma farsa que debe repetir, como decía Thatcher, que “no existe esa cosa llamada sociedad, apenas existen individuos y familias”. Sólo que el contagio, Margareth, es el fenómeno más democrático e igualitario que conocemos. Este nos recuerda, al contrario, que no existe esa cosa de individuo y familia, que existe la sociedad que lucha colectivamente contra la muerte de todos y siente colectivamente cuando uno de los suyos cree que vive solo.

Como dije antes, las alternativas existen. Pasan por suspender el pago de la deuda pública, por gravar finalmente a los ricos y proporcionarles a los más pobres la posibilidad de cuidar de sí y de los suyos, sin preocuparse por volver vivos de un ambiente de trabajo que será foco de diseminación, que será la ruleta rusa de la muerte. Si alguien supiera realmente cómo hacerlo en las huestes del fascismo, recordaría lo que sucede con uno de los únicos países del mundo que rechaza seguir las recomendaciones para combatir la pandemia: este sería objeto de un cordón sanitario global, de un aislamiento en tanto posible foco no controlado de la proliferación de una enfermedad de la cual los otros países no quisieran contagiarse. Ser objeto de un cordón sanitario global debería ser algo realmente muy bueno para la economía nacional.

Mientras tanto nosotros luchamos con todas las fuerzas para encontrar algo que nos haga creer que la situación no es tan mala, que todo se trata de derrapes y sinsabores de un insano. No, no hay insanos en esta historia. Este gobierno es la realización necesaria de nuestra historia de sangre, de silencio, de olvido. Historia de cuerpos invisibles y de Capital sin límites. No hay insanos. Al contrario, la lógica es muy clara e implacable. Esto ocurre solamente porque cuando es necesario radicalizar siempre hay alguien en este país que dice que todavía no es el momento. Frente a la implementación de un estado suicida sólo nos restaría una huelga general por tiempo indeterminado, un rechazo absoluto a trabajar hasta que este gobierno caiga. Sólo nos restaría quemar las fábricas de los “empresarios” que cantan la indiferencia de nuestras muertes. Sólo nos restaría hacer que la economía pare de una vez utilizando todas las formas de contra violencia popular. Sólo nos restaría parar de sonreír, porque ahora sonreír es consentir. Pero ni siquiera un miserable pedido de impeachment es asumido por quien dice ser parte de la oposición. Sería difícil no acordarnos de estas palabras del evangelio: “Si la sal no sala, de qué sirve entonces”. Debe servir sólo para hacernos olvidar el gesto violento de rechazo que debería estar ahí cuando intentan empujar nuestra carne a su propio cadalso.

Fuentes:                 http://lobosuelto.com/bienvenido-al-estado-suicida-vladimir-safatle/

                                  Texto publicado originalmente en la sección Pandemia crítica de la editorial n-1 edições (n-1

                                  edições.org)

                                 ** Traducción libre: Florencia Carrizo y Franco Castignani para Los ejercicios posibles

                                 FOTO: Renata Molinari, Sin Cuerno, 2019

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Eliminar todo lo que vagabundea

Por: Amador Fernández Savater

“Anunciaron que preferían ser ilegales durante un año en el bosque de Sherwood que presidente de los Estados Unidos” (Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer).

“Quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie, eso es el Poder” (Gregory Corso)

¿Hay continuidades entre el fascismo clásico de los años veinte y treinta del siglo pasado y lo que hoy vemos emerger un poco por todas partes, aún sin un nombre preciso, sólo con algunos nombres propios: Trump, Bolsonaro, Le Pen, Salvini, Orban, etcétera? Nos parece que podemos sugerir al menos una: el odio hacia todo lo que vagabundea. Aunque lo que vagabundea sea el mismo vagabundo a lo largo del tiempo y cambie de forma. Proponemos nuestra intuición o conjetura —no llega a hipótesis— a partir de cinco escenas.

1. Racismo de Estado

En Los maestros pensadores (1977),1 André Glucksmann enuncia esta tesis: el antisemitismo de los siglos XIX y XX está vinculado estrechamente a la voluntad de Estado. Allí donde la prioridad es construir o fortalecer el Estado —homogeneizar los territorios, las lenguas y los hábitos, acabar con la fragmentación del poder (en órdenes, en principados), instaurar la ley única e indivisible, construir un poder centrado y visible, etcétera—, el judío aparece como lo que no encaja.
Cuanto más fuerte es la voluntad de Estado —entre los intelectuales, los dirigentes políticos y los pueblos— mayor es el antisemitismo. Y al revés. Glucksmann cita como ejemplo el caso del pueblo italiano, que rechaza el racismo y no se deja capturar por el odio a pesar de que la doctrina oficial del Estado fascista es antisemita durante veinte años.

Los italianos se dejan movilizar [en la guerra del 14] con gran dificultad. No son antisemitas y no tienen el culto del Estado. Esto explica aquello.

Pueblo errante, apego a la propia particularidad, animal sin patria… Desde la óptica del Estado, el judío es una zona de opacidad sospechosa, un resto inasimilable, una anomalía en el cuerpo orgánico de la sociedad, una alteridad a la que se acusa de privilegio, una forma de vida heterogénea a la que se le reprocha ser hostil a la vida del conjunto, un peligroso “Estado dentro del Estado”.
El antisemitismo no es religioso, ni puramente económico: lo que levanta todos los recelos es una forma de vida no estatal. No el anticristo, sino el antiestado. El judío acampa en la tierra de los faraones, pero no se integra en la vida política y tampoco abjura de su autonomía tribal.

Judía es toda forma de comunidad extraestatal, toda vida colectiva al margen del control de la administración central, toda posibilidad subversiva en la que el individuo escape a la alternativa entre vida privada y servicio público.

Cuando se apunta a los judíos, se apunta a todo lo que se fuga, lo que desafía las fronteras y las disciplinas, lo que obstaculiza la unificación abstracta de los territorios, las lenguas y las formas de vida. A los grupos sin vocación estatal. “Lo judío” no son sólo los judíos, sino todo lo que vagabundea, esos mundos que se acabarán encerrando finalmente en los campos de concentración: gitanos, homosexuales, locos…
Esta “forma de comunidad”, esta “vida colectiva”, esta “posibilidad de subversión” hay que segregarla del cuerpo sano de la sociedad para evitar el riesgo de contagio e infección: depurar, filtrar, separar cuidadosamente al judío del resto de la comunidad, separar al judío de lo humano mismo. Para ello se aplica sobre él la “imagen de enemigo”:2 se disparata sobre su voluntad y capacidad de hacer daño, su figura se vacía completamente de humanidad, hasta que no es más que el “piojo” que podemos borrar de un plumazo deportándolo a un campo.
Lo que escapa, lo que se desvía, lo que vagabundea, lo que resiste, lo que acampa sin permiso, recibe en el libro de Glucksmann el nombre de “plebe”. Lo judío es un nombre de la plebe.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

2. Hay plebe en todas las clases

Al mismo tiempo que Glucksmann y en sintonía con él, Michel Foucault propone también la figura de “la plebe”3 para dar cuenta de “lo otro” del poder y la política, en discusión con el marxismo, la lógica dialéctica y la noción del proletariado como “sujeto histórico”.
Mientras que en la lógica formal dialéctica los elementos en juego aparecen totalizados en la unidad abstracta de la “contradicción”, que asigna a cada agente-sujeto posición e identidad en una conflictualidad determinada de antemano (clase-lucha de clases, proletariado-negatividad), la noción de plebe nos permite pensar de forma radicalmente distinta tanto la lucha como lo que lucha.4
En primer lugar, la plebe no es una realidad sociológica: ni un grupo, ni una colección de individuos determinada, ni un sector objetivable, sino más bien una falla que atraviesa las identidades dadas en zigzag.

Hay plebe en los cuerpos, en las almas, en los individuos, en el proletariado, también en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías y unas irreductibilidades diversas.

Si el proletariado es uno de los polos de la contradicción, la plebe perfora la propia contradicción y divide en dos al mismo proletario: está el que defiende el trabajo asalariado y el que se fuga de él, ¡a veces el mismo! Otro tanto ocurre con la burguesía, ella también está dividida por todos los comportamientos que la “traicionan” desde dentro: los jóvenes que escapan de su destino como burgueses, se desclasan y buscan otros modos de vida, etcétera.
El poder y la resistencia no se deducen simplemente desde el marcaje de un cuerpo por una posición social o una identidad, sino que pasan por un tipo de actitud, disposición o actividad. Es decir: no sólo existe “lo que uno es”, burgués o proletario, blanco o negro, hombre o mujer, sino “cómo se es lo que se es”. En ese cómo reside la posibilidad plebeya.
En segundo lugar, la plebe no existe como esencia o sustancia, como fondo o naturaleza humana, como sujeto o agente histórico a priori, sino sólo como acción, manifestación, acontecimiento. No existe “la” plebe, pero “hay plebe”, como cuando decimos “no hay amistad pero hay pruebas de amistad”. Hay pruebas de existencia de la plebe: ciertos actos, ciertas palabras, ciertos comportamientos. La plebe es algo que pasa, y si no pasa no existe. La subversión no es una identidad, sino una práctica.
¿Qué tipo de práctica? Un gesto de escapada, un movimiento de desobediencia, una energía centrífuga. La plebe es “segunda” con respecto al poder, una reacción o una respuesta, pero no un simple eco o un reflejo, sino una réplica creadora que distribuye nuevamente las cosas. La resistencia de la plebe no opone al poder una trinchera, una fuerza de contención, un peso inerte, sino una dinámica, una acción, un contra-movimiento.
Por último, la plebe es un “punto de vista”: una perspectiva a través de la cual mirar el mundo y analizar los dispositivos de poder. Mirar desde los agujeros, las fallas y las fisuras nos permite no ver las relaciones de poder como omnipotentes y eternas, y producir un conocimiento estratégico y no moral: la descripción, más que el juicio, del funcionamiento de los dispositivos que nos tienen atrapados.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

3. El orgullo de una vida soberana

Si Jack Kerouac es un autor muy político, no lo es tanto por sus posiciones o declaraciones públicas como por la práctica misma de su escritura. Los mundos que convoca en ella y transcribe, la transfiguración de ellos que consigue. La crítica es en primer lugar un punto de vista. Kerouac es por eso justamente un escritor “plebeyo”: mira el mundo desde “lo otro” del poder.
En “La extinción del vagabundo americano”,5 un texto bellísimo montado a partir de esbozos, de pinturas, Kerouac toma partido —es decir, el punto de vista, el punto de vida— de la plebe vagabunda de Estados Unidos frente a los patrulleros policiales y la criminalización de los medios.
Kerouac no describe a los vagabundos desde la carencia o la falta, desde el crimen o la amenaza. No mira desde el Estado. Sin idealizarlos tampoco, pone su foco en la potencia y la belleza del vagabundeo: como pulsión, como forma de vida, como aventura, como fuerza que empuja las piernas a ponerse en marcha, a moverse y desplazarse.
El vagabundo, como hoy el migrante, no se define entonces por no tener algo, techo o dinero. Tiene experiencias, habla muchas lenguas, ha atravesado países o estados, conoce mil estrategias para adaptarse a lugares desconocidos, sabe mil historias, posee todo un potencial de plasticidad en su cuerpo.
Kerouac mira con nostalgia otras épocas donde la sociedad no era tan dura con los vagabundos. Hubo ciertos momentos en la historia donde el vagabundo tenía un cierto papel social desde el que hacía su propia aportación. En su pobreza se podía descubrir una gran riqueza.

En la época de Brueghel, los niños bailaban alrededor del vagabundo, que usaba ropas grandes y harapientas y miraba siempre hacia adelante, indiferente; a las familias no les importaba que los hijos jugaran con el vagabundo, era algo natural. – Pero hoy las madres agarran fuerte del brazo a sus hijos cuando el vagabundo anda cerca, porque los diarios convirtieron al vagabundo en el violador, el estrangulador, el devorador de niños. -No aceptes nunca caramelos de un extraño. El vagabundo de Brueghel y el vagabundo actual son iguales, pero los niños son diferentes.

A lo largo del texto, el concepto de vagabundo de Kerouac se amplía e incluye a algunos sin-hogar muy especiales: Beethoven, “un vagabundo que escuchaba la luz arrodillado”; Einstein, “el vagabundo con tricota de lana”; Li Po, “también un vagabundo poderoso”; Jesús, “un raro vagabundo que logró caminar sobre las aguas”; o Buda, “un vagabundo que no prestaba atención a los otros vagabundos”. Vagabundo es todo aquel que se fuga de los campos ya establecidos y abre nuevos caminos posibles, en la calle, en la música, en la ciencia, en la poesía, en la espiritualidad…
“El vagabundo nace del orgullo”. Ese orgullo es la afirmación de una vida soberana que no acepta el sacrificio del trabajo, que no intercambia el tiempo de existencia por dinero, que no es medio o herramienta de un fin ajeno, que no queda localizado estrictamente en un espacio y unos gestos determinados, que no depende de ninguna comunidad establecida, sino que en todo caso puede asociarse puntualmente con otros vagabundos amigos por el camino…
Pero la policía acecha. Persiguen todo lo que se mueve en sus grandes patrulleros. “No saben qué hacer consigo mismos en sus coches de policía de cinco mil dólares con radios de dos vías al estilo Dick Tracy, salvo perseguir cualquier cosa que se mueva de noche y de día”. Los policías que persiguen vagabundos no saben qué hacer con su tiempo, no aguantan el silencio ni tampoco a sí mismos. Son pobres en experiencia, el reverso completo del vagabundo.
La televisión diaboliza a los vagabundos, a todo aquel que escapa a las leyes del trabajo y la normalidad, como monstruos, como criminales, como el mal. La policía se encarga de vigilarlos y detenerlos. Hay que impedir el contagio con la gente “honesta”, “buena” y “trabajadora”, segregar al vagabundo del resto de la sociedad.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

4. El deseo vagabundo

Economía libidinal (1974)6 es un libro de Jean-François Lyotard dedicado a pensar el deseo. Pero buscaremos en vano una definición de deseo a lo largo de sus páginas. Hay que buscarla de otra forma, por ejemplo observando los verbos que Lyotard asocia al deseo. No lo que es, sino lo que hace: carga y descarga, inviste y desaloja, se desplaza y nos desplaza.
El deseo pasa. Su modo de ser es el pase, el pasar, el pasaje. Pasa y nos pasa, nosotros pasamos con él, somos pasados por él, atravesados, arrastrados casi involuntariamente, hacia nuevos paisajes, sentidos, focos de actividad, etc. El deseo no simplemente se representa en un teatro íntimo o social, sino que da lugar, hace hacer, nos pone en movimiento.
Ese pasar no es exactamente un movimiento. Un deseo puede atravesarnos en la inmovilidad. Es una fuerza de metamorfosis y no sólo de circulación. Lo que circula puede moverse idéntico a sí mismo. Lo que pasa son intensidades que transforman y nos transforman. Beethoven, Buda, Li Po, Cristo, vagabundos del deseo
El deseo “acampa”, como los judíos en la tierra de los faraones, pero no pertenece a ningún sitio. Se posa por un tiempo indefinido (¿un día? ¿una vida?), pero luego sigue su camino. Podríamos decir incluso: el deseo engendra, su propio pasar engendra la superficie por la que pasa. El calor del viaje de deseo crea nueva tierra. Y ese viaje tiene su propia ley, una ley interna, inmanente.
Desplazamiento de las energías, deriva de los continentes, el deseo se desvía de los límites que lo quieren fijar a tal objetivo, a tal institución, a tal registro. Fuga por tierras desconocidas, pero no como el conquistador que busca dominar los nuevos territorios, sino como el vagabundo que multiplica los recorridos posibles a través de un espacio a la vez descubierto e inventado.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

5. Racismo de mercado

Alana Moraes, activista brasileña, recoge el siguiente dato significativo para entender la victoria de Bolsonaro en los comicios de 2018: la campaña electoral que le aupó el poder estuvo focalizada contra los vagabundos.7 Bolsonaro asumía la demanda de algunos sectores de la policía brasileña de poder disparar impunemente contra los sin-techo. La “seguridad” por encima del derecho a la vida.
Pero la definición de “vagabundo” pronto desbordó la identificación con los sin-hogar para incluir todo aquello que resulta una “amenaza” contra “el gran y productivo Brasil”: el Brasil del evangelismo, el agrobusiness, el orden policial, etc. Feministas, negros y negras de las periferias, indígenas, izquierdistas, gays… Los vagabundos son todos los que se desvían de las normas de orden y productividad. Todo lo que atenta contra la patria y la empresa, la patria-empresa, la patria como empresa.
Un cierto salto, un cierto desplazamiento. El fascismo clásico fue el ideal de plegar el mundo al poder del Estado. Había que eliminar para ello todo lo que “no encajaba” en la ley estatal: judíos, homosexuales, locos… El fascismo posmoderno es la tentativa de plegar el mundo a la lógica de mercado. Hay que eliminar para ello lo que no encaja en la norma de productividad total.
Glucksmann habla de un “racismo de Estado” en el caso de los judíos. Hoy podríamos hablar de un “racismo de mercado”, siempre que tengamos en cuenta que el Estado en el neoliberalismo sigue bien operativo pero subordinado a las lógicas de empresa. Si lo que se atacaba en “lo judío” era una cierta autonomía de la existencia con respecto al Estado, lo que se ataca hoy es la autonomía de la vida con respecto al mercado.
Como explica Alana Moraes, los “vagabundos” que Bolsonaro promete eliminar son personas y colectivos que disfrutan de tiempo libre, organizan fiestas y encuentros, mantienen una relación afirmativa con el cuerpo y el placer, hacen un uso no propietario de la riqueza. No sacrifican la vida a la lógica de beneficio. La figura por excelencia del “vagabundo” sería Marielle Franco, asesinada justamente por ser “una mujer feminista, negra e hija de la favela” como ella misma se definía con orgullo. El orgullo de la vida soberana.
El fascismo posmoderno, según Diego Sztulwark en su ensayo La ofensiva sensible8, sería una exasperación de lo neoliberal. ¿En qué sentido “exasperación”?
El neoliberalismo trabaja cotidianamente la “fijación” de la naturaleza vagabunda del deseo: su subordinación a la realización y el consumo de mercancías. Ese deseo vagabundo, que nos atraviesa y nos mueve, que nos desplaza y se desvía, debe ser “localizado” y “atado”. El deseo queda así en “arresto domiciliario”, pero no porque se lo encadene a un solo lugar (el capital circula), sino porque es canalizado a través de un único circuito. Sólo “vale” lo que encaja en la ley del Valor.
El neoliberalismo no es un vagabundo, sino un conquistador. Lo suyo no es la fuga, el viaje de deseo, sino el movimiento expansivo de apropiación de más y más pedazos de realidad. La conquista, el deseo-de-conquista, es deseo de imperio, deseo imperial. Anhelo y pasión de un cuerpo pleno y total, siempre frustrado en su afán, en permanente caza y captura de nuevas tierras y capas del ser que incorporar.
El fascismo neoliberal, según Sztulwark, sería la cara intolerante y militarizada de esta política sobre el deseo: el “odio” contra todo lo que se sustrae a los mandatos de valorización capitalista, la “agresividad” contra todo lo que no encaja en el modelo antropológico neoliberal. La plebe del mercado.
La línea del frente pasa por nuestro interior. En la tentativa neoliberal de identificar el mundo y la vida con los imperativos de máximo rendimiento y productividad, los cuerpos se agrietan: agobio, cansancio, depresión. Algo se rompe, algo se quiebra, algo grita “no puedo más”. El malestar atraviesa hoy todas las capas sociales, agujereando los modos de vida neoliberales.
Ese malestar puede 1) ser apagado y gobernado mediante terapias, pastillas, mindfulness, perdiendo así toda su capacidad de inquietarnos y hacernos preguntas sobre el sentido de la vida que llevamos; 2) ser redirigido por el Bolsonaro de turno contra los “culpables” de lo que pasa, los vagabundos demasiado orgullosos de sus formas de vida no-productivas, convirtiéndose en resentimiento y rabia reactiva; o 3) ser escuchado y acogido, transformándose así en la energía que necesitamos para la creación de nuevas formas de vida. La crítica pasa hoy por ponerse en el punto de vista del malestar.

  1. André Glucksmann, Los maestros pensadores, Anagrama, Barcelona, 1978.
  2. Juan Gutiérrez sobre “imagen de enemigo”
  3. Michel Foucault, entrevista con Jacques Rancière, “Poderes y estrategias”, en Microfísica del poder, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.
  4. Esta definición sintética de dialéctica la tomo de Jean-Franklin Narodetzki, “Mayo del 68 explicado a los niños”, publicado en los números 80 y 81 de la revista Archipiélago (2008).
  5. Jack Kerouac, “La extinción del vagabundo americano”, en Viajero solitario, Caja Negra, Buenos Aires, 2013.
  6. Jean-François Lyotard, Economía libidinal, FCE, Buenos Aires, 1990.
  7. Diego Sztulwark, La ofensiva sensible, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.

Fuente: http://lobosuelto.com/eliminar-todo-lo-que-vagabundea-amador-fernandez-savater/

Imagen de portada:  Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

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