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Abrir los canales, volver a soñar

Por: Amador Fernández-Savater

 

Clavados en lo que se nos presenta como la única realidad posible, sólo parece haber opción entre el capitalismo desatado o el moderado. Esta alternativa nos aplasta porque al día de hoy la creatividad psíquica y colectiva está bloqueada.

“Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo” (Carlos Castaneda)

Un amigo psicoanalista me dice lo siguiente:

– Antes, en una situación de aburrimiento, uno podía fugarse activando la imaginación. En el metro, por ejemplo, recuerdo jugar a imaginar cómo sería la vida de la persona que tenía sentada enfrente a partir de algún detalle (gesto, vestimenta, rostro). Ahora, sacamos el móvil y empezamos a scrollear compulsivamente para matar el tiempo (muerto).

– Y bien, ¿cuál es el problema?

– Se tapona la imaginación. El scroll nos clava a la pantalla. Entre ella y nosotros, no pasa nada, no hay distancia, no pasa el aire. Por eso finalmente el cansancio, la sensación de vacío, el malestar. Ese taponamiento constante de la imaginación tiene que estar produciendo daños serios en la estructura profunda de lo humano: me refiero al inconsciente. Entre inconsciente y realidad, los canales se han cerrado.

¿Qué es la imaginación? El filósofo francés Cornelius Castoriadis, que era también psicoanalista, la define como un flujo permanente de imágenes, afectos e intenciones. En lo humano, ese flujo se independiza del hecho biológico, del instinto. La imaginación no es calco de la realidad, ni mera fantasía, sino la potencia que engendra nuevas formas de ver y de vivir.

Como analista, a la hora de explicar la enfermedad psíquica, Castoriadis dice: “Es justamente el bloqueo de la imaginación. Un constructo imaginario que está ahí y detiene todo lo demás: la mujer y el hombre, es eso y no otra cosa; lo que hay que hacer, es eso y no otra cosa”. Es decir, no enloquecemos por exceso de imaginación, sino por bloqueo y escasez. Coincide con el diagnóstico que hizo el escritor inglés G. K. Chesterton casi un siglo antes: “El loco lo ha perdido todo, menos la razón”. Cuando se secan las fuentes de la imaginación, sólo queda la razón instrumental, la razón clasificadora, la manía (locura) de ordenarlo todo según esquemas a priori.

¿Y si nos llevamos estas reflexiones al ámbito de la política? A partir de los trabajos de Mark Fisher, se habla hoy de “realismo capitalista”: el capitalismo –el mundo que construye– pasa como única realidad posible, sin distancia ni alteridad. ¿No es la imaginación precisamente la que abre esa distancia, produciendo nuevas premisas para la percepción, nuevos axiomas para el pensamiento, nuevos principios para la vida en común? Es el aire que hoy no pasa y echamos en falta.

El realismo capitalista se sostiene sobre nuestra “enfermedad”: el bloqueo de la imaginación instituyente, creadora. Somos incapaces de imaginar distinto, una sola realidad dicta lo que debe ser toda realidad posible, la creatividad psíquica y social está subordinada a un código único: producir para el mercado, consumir sus mercancías. Para transformar la realidad, hay que abrir los canales, liberar el flujo imaginativo de la codificación capitalista.

No se trata de moralizar nuestra relación con las pantallas. Se puede leer un libro en diagonal o se puede usar un móvil de modo activo. No sólo es cuestión de formas y formatos, sino también de usos y de prácticas. El desafío, en cualquier caso, es interrumpir los automatismos y espabilar la facultad de ensoñar. El sueño es la poesía de la imaginación, un estado de espontaneidad creadora, diurno o nocturno. La verdadera pesadilla no es el mal sueño, sino el no-sueño. El bloqueo de la imaginación.

El escritor William Burroughs fabula lo siguiente: “El lenguaje es un virus venido del espacio exterior, primero fue la escritura y luego la palabra hablada”. Es una fábula más fecunda que mil estudios científicos. Lo que señala Burroughs es que estamos programados a la hora de hablar: somos estaciones repetidoras de estereotipos, de memes y de memeces. Burroughs califica el lenguaje automatizado precisamente como no-sueño.

La “comunicación” es hoy el lenguaje dominante del no-sueño. No es tan inocente como aparenta: cuanto más transparente y sencilla, más tramposa. Sus palabras son órdenes, consignas, prejuicios, asociaciones que rebotan en nuestra cabeza: migrantes=problema, felicidad=consumo, etc. Los media, los políticos y el mercado hablan hoy en el lenguaje de la comunicación. No pretenden entablar ningún diálogo, sino seducirnos y convencernos: atraparnos. Nos quieren clavados a las pantallas, viralizando compulsivamente sus mensajes, estúpidos y obedientes.

Los libros de Burroughs están llenos de propuestas para interrumpir los automatismos. Una de las más sugerentes es esta: el lenguaje que necesitamos es más jeroglífico que silábico. Esto es, un lenguaje que sugiere en lugar de fijar, que admite el silencio y la duda, que dibuja cosas concretas y no sólo abstracciones. Un lenguaje en el que podemos escucharnos al hablar, escucharnos al pensar. Lenguaje del sueño y no del hechizo.

Clavados en lo que se nos presenta como la única realidad posible, sólo parece haber opción entre el mal mayor y el mal menor, el capitalismo desatado o el capitalismo moderado. Dos opciones dentro de un mismo marco que se presenta como indiscutible. Esta alternativa nos aplasta porque a día de hoy la creatividad psíquica y colectiva está bloqueada, subordinada a la repetición compulsiva. Hay que abrir los canales, en uno mismo y en lo social. Interrumpir lo que tapona y satura. Volver a ensoñar.

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Referencias:

Cornelius Castoriadis, La insignificancia y la imaginación, Trotta (2002)

Mark Fisher, Realismo capitalista, Caja Negra (2016)

William Burroughs, El trabajo, Enclave (2014)

G. K. Chesterton, Ortodoxia, Acantilado (2013)

Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán, FCE (2018)

Fuente de la información: ctxt.es

Imagen: Acacio Puig

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El 15M en el laberinto español

Por:  Amador Fernández-Savater

No veo sentido a recordar el 15M si no es para tratar de prolongar su energía, su potencia de escándalo y desorden. ¿Dónde radica a día de hoy? En un punto de vista. El 15M es un corte histórico intempestivo que nos ofrece una perspectiva para pensar la política española. Una perspectiva, un espacio para ver y oír, que se abre con el siguiente grito: “lo llaman democracia y no lo es”. Esa afirmación nos hace en primer lugar una pregunta: si no es democracia, ¿entonces qué es? ¿Y de dónde viene?

La democracia española, configurada en el proceso de transición, es un tablero político cerrado: la capacidad de acción y decisión sobre lo común se restringe a los partidos, los límites de lo posible cristalizan privilegios blindados de oligarquías políticas y económicas, y por encima de todo pesa una amenaza: “es esto o el caos”. Democracia restringida, limitada y disuasiva: el 15M no se queda enroscado en la denuncia o la crítica, ni tampoco imita en espejo aquello que desafía, sino que abre espacios para experimentar otros modos de organización y otras relaciones humanas. Espacios donde vivir una democracia real ya.

Contra la política restringida a los partidos, el 15M propone la activación de la gente común y cualquiera, sin títulos para gobernar. Mientras que la polarización del tablero nos tienta a ver el mundo desde los términos predeterminados del bando de nuestra elección -PP o PSOE, izquierda o derecha, gobierno u oposición-, el 15M inventa un lugar donde sentir, pensar y actuar con autonomía. Un espacio que no vende promesas o soluciones, ni tampoco pide adhesiones, sino que invita a cualquiera a elaborar preguntas y acciones sobre la vida común.

Contra el acaparamiento de la vida pública por oligarquías políticas y económicas, el 15M cuestiona la falta de demos de la democracia restringida. La alienación política sacraliza lo que sólo son momentos y herramientas: Constitución, instituciones, leyes. Niega y reprime la potencia instituyente -nuevos problemas, nuevos usos, nuevas libertades- en nombre de lo instituido. Convierte al pueblo en espectadores y votantes. En la democracia real ya, practicada por el 15M en plazas y mareas, las normas que regulan la vida en común deben poder ser revisadas y modificadas siempre por lo común, por el demos.

Contra la amenaza permanente del caos, el 15M presenta el conflicto como motor democrático. Son los conflictos, cuando están animados por una perspectiva igualitaria (movimientos de trabajadores, mujeres, minorías), los que han traído siempre más justicia al mundo. Pero nuestra democracia los teme como al diablo y asimila cualquier tumulto a la catástrofe. La derecha agita el miedo (separatismo, comunismo bolivariano) y la izquierda el miedo al miedo (fascismo, extrema derecha). Pero ambas conciben la democracia como algo acabado y que sólo cabe preservar. El 15M plantea una democracia en movimiento y siempre por hacer, capaz de responder creadoramente a los conflictos sociales.

“Democracia o fascismo” es una falsa alternativa. El consenso democrático se define desde la transición como la superación del “estado de guerra” entre españoles, pero todo el rato nos amenaza con volver a él si desafiamos lo establecido. Vox no es “lo otro” de la cultura consensual española, sino la radicalización de la amenaza. Un franquismo de retaguardia siempre listo para asegurar los límites cuestionados. Del terror a la disuasión (y vuelta): el miedo sigue en el centro de la vida colectiva. Es el bucle del laberinto español.

La fuerza del 15M -política de cualquiera, potencia instituyente, conflicto igualitario- se perdió en el pasaje posterior a la representación. Con la “traducción institucional” de 15M por parte de Podemos se vuelve al código de la política convencional: la jerarquía de los que saben, la producción de espectáculo y espectadores, el alejamiento de los territorios de la vida, la subordinación al tiempo mediático de la coyuntura, la retorización y verticalización de la política.

Un mal traductor es el que sólo escucha el signo (lo que se dice) y pierde de vista el ritmo (lo que se hace al decir). La traducción institucional retomó algunas de las demandas del 15M pero borró por completo su energía y vibración propias. El 15M se convirtió de ese modo en un objeto de referencia y ya no un modo de hacer y pensar. En un elemento retórico en la “producción de relato” en que consiste hoy la política a izquierda y derecha. ¿Será la salida de Pablo Iglesias una ocasión para repensar la acción política o simplemente para reajustar el relato?

El laberinto de la política española nos reclama alternativamente como “soldados” y como “víctimas”. Soldados: carne de cañón manipulable a voluntad en las disputas de poder entre partidos. Víctimas: masa temerosa que se resigna al estado de cosas o se moviliza desde el odio y el resentimiento. Ni soldados ni víctimas, sino personas capaces de sentir con su propio corazón y pensar con su propia cabeza sin delegar en ningún comité central (político o mediático), capaces de hacerse cargo en común de lo común y de una política afirmativa. Es la propuesta siempre actual del 15M: otro pueblo para otra democracia, no basada en el miedo de la gente ni en el miedo a la gente.

Fuente e imagen: lobosuelto.com

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¿Es la revolución aún deseable?

Por: Amador Fernández-Savater


Hay que empezar por la impotencia, seguramente una de las sensaciones más extendidas en relación a la experiencia política contemporánea. Impotencia para frenar la marcha de poderes desbocados y devastadores que nadie ha elegido en unas urnas, impotencia para transformar las cosas de manera sustantiva, impotencia de las palabras y los gestos que hemos heredado para nombrar y morder la realidad.

¿Cómo podemos entender esta impotencia? La pregunta, si la tomamos en serio, nos obliga a una revisión radical de nuestra concepción de la política. A día de hoy, esta ha devenido sencillamente en la gestión, en un territorio y entre una población concreta, de los imperativos económicos globales (finanzas, etc.). El Estado no desaparece, sino que pierde toda autonomía con respecto a los poderes que definen la realidad y se pone a su servicio. Pero gestionar nunca ha sido pensar a fondo o transformar, sino sólo modular lo que se nos presenta como necesario e inevitable, contra lo que nada debe intentarse. Una etimología de la palabra “necesidad” nos la presenta asociada a los siguientes significados: “argolla”, “estrechamiento”, “sofoco”… Es la asfixia de la situación sin salida. Las distintas opciones partidistas, que compiten en las elecciones con el fin de alcanzar el poder estatal, son distintas variantes de gestión de la misma argolla.

Esa gestión se rige hoy por un código simple: gobierno-oposición. Ese código es un segundo clavo en el ataúd de la impotencia política. El gobierno se convierte principalmente en la serie de maniobras que le permiten seguir siendo gobierno. La oposición maniobra a su vez para ocupar los puestos de gobierno. Todas las cuestiones vitales —la enseñanza, la salud, el trabajo, etc.— son constantemente instrumentalizadas en esas maniobras de poder: no importan nada en sí mismas y por sí mismas, sólo son pretextos para atacar al otro y reforzarse uno. Esto es una obviedad para cualquiera que vea simplemente un telediario sin ser un fanático de alguno de los bandos en competencia.

El código gobierno-oposición segrega un tercero excluido: la población, convertida en espectadora y consumidora, mantenida rigurosamente al margen de la decisión en los asuntos que le atañen, reducida a quejarse, votar u opinar en las redes sociales, lo que muchas veces es lo mismo. La mayor catástrofe de la sociedad contemporánea, la base de todas las demás, no es algún tipo de acontecimiento por venir, sino este tipo de relación con el mundo: nuestra posición de espectadores de lo que pasa, de consumidores ilusos e indiferentes, de opinadores sabihondos pero sin el cuerpo implicado en una experiencia de cambio. Ninguna transformación social de calado es posible sin una activación de la sociedad, sin salir de la condición espectadora y victimista de la realidad, sin convertirnos en agentes del propio cambio.

“No nos representan”, “lo llaman democracia y no lo es”, “la lucha es el único camino”: los gritos de los movimientos de los últimos años revelan una inteligencia lúcida de toda esta situación. De cómo la política reducida a gestión, administrada según el código gobierno-oposición y con la población como espectadora, amenaza la vida digna (y la vida a secas) sobre el planeta y supone un verdadero escollo para la transformación social, escollo entendido como dificultad, como obstáculo, como problema, como peligro.

“La lucha es el único camino”, sí. Pero, ¿qué es luchar? Podemos pensarlo así: es un acto de interrupción colectiva de las maneras establecidas de ver y vivir, una forma de parar el mundo como diría Carlos Castaneda. Y el planteamiento de un nuevo juego de preguntas y respuestas, preguntas sobre la vida en común y respuestas creadoras de nuevas posibilidades de existencia. No preguntas y respuestas abstractas o lanzadas al aire, sino muy concretas, vividas, situadas, efectuadas a través de espacios, experiencias, dispositivos, hechas con el cuerpo.

Una lucha es, como dice Isabelle Stengers, la reapropiación colectiva de la facultad de poner atención: esa inteligencia práctica y situada que se activa justamente cuando nos hacemos cargo de un trozo de mundo del que dependemos y en cuyo interior reside el mundo común entero.

Lo que hace falta por tanto no es más crítica, no son juicios morales o sabihondos lanzados sobre el mundo desde lejos, ni la opinión por muy mordaz que sea lanzada contra los temas que pasan ante nuestros ojos por las pantallas, sino activar la capacidad de plantear problemas propios (pensamiento) y de ensayar respuestas encarnadas (creación). El desafío sin duda más delicado y difícil, pero también más fecundo. Las preguntas perforan el guión que nos propone a diario la sociedad del espectáculo, porque construir un problema propio es muy distinto a opinar sobre un tema enlatado y prefabricado. Y las respuestas suponen un nuevo aprendizaje del mundo a través de la producción colectiva de situaciones y experiencias.

Nuestra capacidad de atención se libera entonces de su captura cotidiana, nuestra potencia de pensamiento se desbloquea, nos volvemos capaces de pensar y actuar a partir de realidades que nos afectan. Salimos de la condición espectadora y victimista, de la queja y la espera permanente, del juicio moral y las generalidades. Y de ese modo desafiamos el bucle catastrófico de la gestión.

¿Por qué bucle catastrófico? Porque secuestrando la capacidad colectiva de pensar y actuar en favor del monopolio de los que saben y pueden, evitando la aparición de nuevos juegos de preguntas y respuestas, limitándose en el mejor de los casos a la contención, a ofrecer “un mínimo de protección” con respecto a los efectos más devastadores de las lógicas de poder y beneficio desatadas, la política devenida gestión oculta y a la vez reproduce las condiciones de las crisis y los males contemporáneos, preparando así de alguna forma nuevos episodios de los mismos desastres: crisis económicas, crisis de refugiados y migrantes, crisis ecológicas, feminicidios, etc.

Los movimientos de las plazas, los nuevos feminismos o ecologismos, las caravanas de migrantes, son algunas de las “situaciones de lucha” que se han ido (re)abriendo estos últimos años, irrumpiendo e interrumpiendo los saberes establecidos, creando nuevos planteamientos, nuevos enfoques y formas de vida, capaces de sacar a buena parte de la población de su condición espectadora, de poner a las sociedades en movimiento. Hay muchas otras, menos conocidas, menos visibles, sin nombre siquiera… Cada vez que se ha abierto una de estas situaciones de lucha, se han desplegado inmediatamente todo tipo de dispositivos de gobierno (represivos, mediáticos, etc.) con el fin de instarnos a “volver a la normalidad”. Pero es justamente en esa normalidad donde se incuba la catástrofe, como el huevo de la serpiente. Sólo podemos rebelarnos contra ese destino desastroso averiando la máquina y abriendo bifurcaciones en la historia, nuevos caminos. Nos las tendremos que ver entonces con otros problemas, porque no hay final de la historia ni sociedad armónica o reconciliada de una vez por todas, pero no ya con una congelación indefinida de los mismos.

Vamos a plantear aquí y ahora una distinción entre política y politización: la política es del orden de la gestión dentro de un marco-argolla dado como necesario e inevitable, mientras que politizarse implica hacerse preguntas radicales (de raíz) sobre lo existente. La política remite a una esfera exclusiva de especialistas de la cosa común en los que delegamos, mientras que la politización ocurre cada vez que abrimos y sostenemos colectivamente preguntas sobre cómo queremos vivir juntos. La política se reproduce como lucha por el poder y sucesión o recambio de dirigentes, mientras que la politización sucede cuando se inventa aquí o allá -sin lugar predeterminado o actores designados, sino por cualquiera- una interrupción de los poderes-saberes establecidos y la aparición de un nuevo juego de preguntas y respuestas.

La politización implica la transformación social —y de nosotros mismos— a través del cuestionamiento radical de objetos y relaciones completamente “naturalizados” hasta el momento: por ejemplo, la relación con el trabajo como explotación, por el movimiento obrero; la relación entre sexos como desigualdad, por el movimiento feminista; la relación con la naturaleza como depredación, por el movimiento ecologista; la desnaturalización de las fronteras y sus regímenes de muerte por parte de migrantes y refugiados…

Sin situaciones de lucha no hay pensamiento, sin pensamiento no hay creación, sin creación no hay nuevos posibles ni transformación social.

¿Es la revolución aún deseable?

Durante dos siglos al menos, la transformación social se pensó bajo la imagen de la revolución, la toma del poder tras un acontecimiento mayor que corta la historia del mundo en dos. Pero ¿y hoy, después de la experiencia desastrosa del comunismo burocrático del siglo XX? ¿Sigue siendo deseable la revolución? Michel Foucault planteó esta pregunta en una entrevista de 1977, con los ecos aún frescos de mayo del 68 y en medio de una nueva oleada de testimonios disidentes sobre la realidad de la URSS.

Foucault introduce la pregunta por la posibilidad misma de la revolución, ya no sólo su necesidad o su urgencia en abstracto, sino la deseabilidad de un cambio social radical, sin cuya sombra toda política corre el riesgo de desaparecer, convirtiéndose en politiquería y simple gestión.

“El retorno de la revolución es nuestro problema… (Si la revolución ya no fuera deseable) habría que inventar otra política o algo que la sustituyera. Vivimos acaso el fin de la política. Porque si bien es verdad que la política es un campo abierto por la existencia de la revolución, y si la pregunta por la revolución no puede ya plantearse en semejantes términos, entonces la política corre el riesgo de desaparecer”.

Desde aquel 1977, la revolución se ha vuelto ya definitivamente indeseable, en el sentido de que su referencia ha perdido toda vitalidad. Sin revolución deseable, dice Foucault, la política se vuelve gestión. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Europa durante la restauración del orden en los años 80 y 90 tras las sacudidas de los años 60.

En esta situación de impasse lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. ¿Qué significa esto?

Las imágenes de cambio propias de la secuencia política del siglo XX siguen aquí, pero no se componen ya con las prácticas, los cuerpos y las experiencias en movimiento. Se vuelven vacías, estereotipadas. Judith Butler dice que el desacople entre cuerpos y palabras es propio de situaciones de dolor y de duelo: las palabras que se dicen ya no nos alcanzan o suenan huecas, pero no tenemos otras a mano. Así estaríamos nosotros: huérfanos de la idea de revolución, atrapados en imágenes de cambio que ya “no nos dicen nada”.

Las antiguas imágenes revolucionarias siguen funcionando, pero ya sólo como imágenes-zombi. No hacen pasar la potencia, no hacen vibrar el deseo, no acompañan positivamente las prácticas, devienen reactivas y nostálgicas.

Ese desacople entre cuerpos e imágenes sería otra razón de nuestra impotencia. Es decir, la impotencia no sólo tiene que ver con el hecho de que la política ya no tenga apenas margen de maniobra con respecto a las fuerzas del capitalismo global, sino que afecta también desde dentro a las prácticas y las iniciativas que pretenden cambiar las cosas aquí y ahora. Hay miles de estas prácticas e iniciativas, dice Alain Badiou, pero nos hace falta un nuevo pensamiento de la política, otro vocabulario, otro repertorio de figuras. Las antiguas imágenes como “lucha de clases”, “huelga”, “nacionalización”, “liberación nacional”, “dictadura del proletariado”, “partido” o “comunismo” han perdido su fuerza, pero ¿cuáles han venido a reemplazarlas? El impasse significa que las prácticas de emancipación no encuentran formas propias.

Hay tristeza o infelicidad política cuando no somos capaces de inventar nuestras propias palabras y herramientas, cuando actuamos y nos medimos según imágenes heredadas de otras luchas, con respecto a las cuales siempre estaremos en déficit, siempre por debajo, siempre en falta.

En medio esta tristeza emergen actualmente en la izquierda posiciones puramente defensivas o reactivas: el soberanismo, la nostalgia de Estado del bienestar y la apelación a la patria y la Nación se presentan como los únicos horizontes posibles. A falta de una nueva imaginación política, la izquierda se aboca a disputar con la derecha la gestión del miedo, la impotencia y el victimismo de las poblaciones contemporáneas: “nosotros os protegeremos mejor”. Es un estrechamiento suicida del ámbito de lo posible.

Si queremos salir de la posición reactiva y defensiva, si queremos pasar a algún tipo de ofensiva, en el sentido de volver a tomar la iniciativa con respecto al pensamiento y la acción, si queremos volver a hacer deseable el cambio social, hay que reimaginar la revolución. Esto es, reconcebir la transformación del mundo por fuera del modelo revolucionario heredado. Repensar y dar a la luz nuevamente el cambio social y todo aquello que lleva asociado: las figuras del nosotros, el enemigo, la organización, la estrategia, el conflicto, las tácticas, el tiempo, el compromiso, el pensamiento, el objetivo, etc.

(Fuente) infoLibre publica un extracto de Habitar y gobernar. Inspiraciones para una concepción política, el nuevo ensayo de Amador Fernández-Savater publicado por Ned Ediciones. El volumen reúne artículos y entrevistas escritos por el filósofo en los últimos años, que conforman una invitación a “transformar nuestros imaginarios colectivos y a pensar en la política más allá de la gestión del poder”. Habitar y gobernar se publicó el lunes 28 de septiembre, y se puede consultar más información en la web del autor.

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Cada acontecimiento nos obliga a recolocar la mirada y a redefinir lo que es “luchar”

Por: Amador Fernández Savater

 

Aquí algunas dificultades que he encontrado, en mí mismo o en mi entorno “de izquierdas”, para encontrar potencias en la situación que vivimos, para no verla o vivirla como una situación cerrada, de dominación total:

-pensar que el confinamiento es lo que más quería el Estado, cuando todos los Estados han tratado más bien de minimizar lo que estaba pasando para no tener que suspender la producción y el consumo (lo que más quieren evitar).

-pensar que aceptar la mascarilla o la distancia física es un signo de sumisión o de interiorizacion del control y la paranoia, cuando puede verse más bien como conciencia cuidadosa de una situación común de la que se forma parte.

-pensar que la crítica y la transformación pasa siempre por la acción, la palabra y la movilización, cuando puede haber crítica y transformación en el silencio, la pasividad, la interrupción…

-dificultad de pensar otros modos de estar juntos donde quepan la distancia y las soledades, otros modos de “poner el cuerpo” aunque no haya contacto físico. No dejo de querer a los míos porque no les pueda tocar.

-dificultad para pensar la política sin calle…

-dificultad de pensar que la libertad no es siempre “lo voluntario”, sino a veces también lo que nace o puede nacer a partir de la aceptación de una situación que no elegimos…

Fuente:  https://www.filosofiapirata.net/cada-acontecimiento-nos-obliga-a-recolocar-la-mirada-y-a-redefinir-lo-que-es-luchar/

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¿Qué es una idea? La prolongación de un cuerpo en el lenguaje

Por: Amador Fernandez Savater

 

La lectura, por tanto, lejos de ser una actividad puramente mental o racional, mero ejercicio de desciframiento de sentido, es la escucha -se escucha con todo el cuerpo- del afecto que las palabras transportan, de su acarreo de fuerza.

No lee el espíritu, sino la materia ensoñada que somos. La imaginación es un órgano de la sensibilidad: la amplifica, intensifica y prolonga.

Pero en el lenguaje siempre es la guerra. ¿Por qué? Porque lo que en su día fue movimiento de afecto cristaliza y se impone como consenso, autorizando sólo la repetición. Tal estilo, tal concepto, tal gesto. El consenso es la desaceleración de las energías, el olvido de su dimensión instituyente, la petrificación y la pacificación.

El signo es la ceniza de la intensidad. Las instituciones establecidas -en política o en la academia, en literatura o poesía- son las guardianas del signo, mantenedoras de un orden de ceniza. Ideología, estética, cultura, progresismo: distintos modos de nombrar el discontinuo organizado entre cuerpo e idea, palabra y experiencia, pensamiento y afecto. Modos de no escuchar.

Leer y escribir, pensar o poetizar se juegan siempre “contra” las tentaciones de la Cultura y la Forma: sus recompensas, reconocimientos, likes. Contra nosotros mismos y nuestro miedo. A fracasar, a decepcionar, a no tener nada que decir, a no encajar, a no ser interesantes, a abandonar los gestos que han devenido simples trucos de seducción pero que reportan éxito, a no ser nadie…

Sólo desestabilizándonos podemos desestabilizar los sentidos de la época. La verdad es solitaria. Menos crítica y más guerra, interior, exterior.

El argentino Pedro Yagüe llama “engendros” a algunos puntos de potencia en este mapa de la guerra del lenguaje.

Lee a los engendros Barret, Mansilla, Fogwill, Gombrowicz, Lamborghini, Albertina Carri, Asís, Viñas, Rozitchner.

Y los lee asimismo como engendro.

Fuente e imagen:  http://lobosuelto.com/que-es-una-idea-la-prolongacion-de-un-cuerpo-en-el-lenguaje-amador-fernandez-savater/

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Covid-ficciones (tres microrrelatos sobre los potenciales del presente)

Por: Amador Fernández-Savater

 

“Necesitamos ficciones para creer en la realidad de lo que vivimos”

  1. El muro

Finalmente decidieron separarse. La ciudad se dividió en dos: los jóvenes al Oeste y los mayores al Este. Un gigantesco Muro electrificado cortaba la ciudad como un limpio hachazo. Los jóvenes nunca asumieron que la pandemia tuviera que ver con ellos. Los mayores, más y más asustados por sí mismos, no supieron encontrar otra salida. Extrañas noticias jamás verificadas de un complot juvenil para contagiarse masivamente en Fiestas de Vida y de Muerte acabaron por decidirles. Al cumplir 14 años los jóvenes eran apartados de sus padres y enviados a la zona Oeste, llamada Ciudad Diamante. A partir de los 25 podían volver a la Zona Este, la Ciudad de Vidrio, como fuerza de trabajo simple o cualificada según los rendimientos tele-escolares. Algunas voces se levantaron al principio hablando de segregación y autoritarismo, pero apenas nadie protestó por aquella medida. Era el comienzo de los Nuevos Tiempos, todo era posible, todo estaba justificado. Los padres y los hijos se encontraban semanalmente en compuertas de cristal a lo largo del Muro. Los expertos estudiaron que la tristeza social por el distanciamiento fue muy intensa durante los tres primeros tres años, pero la vida retomó pronto su normalidad. Y así fue cómo se dividió la ciudad.

 

  1. El desafío

Apareció cuando ya estaba a la vista el tercer confinamiento, mientras la situación social se degradaba al tiempo que se iba aceptando como normal. Aquel mensaje-llamamiento convocaba a los que no tienen nada que perder, a los que lo han perdido ya todo a extender por todas partes el contagio si no se garantiza a todos un salario digno en la cuarentena. Hacer del cuerpo un arma, usar el virus como palanca, un desafío inaudito. La amenaza se ejecutaría la mañana del primer día de confinamiento, individualmente, por grupos, en masa (…) Ya estamos muertos, no tenemos miedo.

El mensaje corrió como la pólvora, entre la incredulidad de todos. ¿Iba en serio? ¿Quién se atrevía a tomar así a la sociedad entera como rehén? La derecha llamaba a encontrar y castigar rápidamente a los responsables. La izquierda decía comprender el fondo del mensaje, pero sin compartir las formas. Los anticapitalistas lo juzgaban “aventurerista” y “equivocado sobre la correlación de fuerzas”. Los teóricos de la renta básica lamentaban que empañaba su propuesta, “que es viable sin recurrir a la violencia”. Pero al otro lado no había nadie, sólo un silencio cada vez más inquietante y muchos rumores: “conozco a una persona que lo va a hacer”, “he visto a unos vecinos organizándose”, “de últimas tienen razón, no queda otra”.

El pánico y la expectación crecían en paralelo, en el clima de un capítulo de Black Mirror. Hasta que llegó la famosa alocución del gobierno, cuyo contenido no se esperaba nadie. Nunca pudo descubrirse quién redactó aquel mensaje-llamamiento, pero todo lo que vino después lo tuvo como origen.

 

  1. La fiesta

En aquel lugar las fiestas habían tenido siempre un componente popular muy fuerte. Así que cuando, en el año I d.C., las autoridades decidieron cancelarlas, el gesto casi automático fue convocar una asamblea para ver qué hacer. Allí se reunieron todas las tribus: las Madres del Puerto, los punkis del Barrio Antiguo, los vecinos del Alto, los fiesteros de la playa de los Ingleses.

Un punki jovencito tomó la palabra y formuló la cuestión: “no podemos hacer las fiestas como siempre, como si no pasara nada, pero tampoco queremos aceptar la cancelación sin más, por miedo. Nuestro deseo es celebrar juntos un año más a nuestra diosa de Agosto”. El desafío pasaba por organizar unas fiestas donde el cuidado fuese un asunto colectivo, teniendo en cuenta las exigencias que imponía la nueva situación. ¿Cómo hacer que la precaución no implicase alejamiento, sino un nuevo juego, un nuevo arte de las distancias?

Toda la gente sabía bien que no se inventa una fiesta desde la nada, por decreto, así que se pusieron a excavar en viejas tradiciones que pudieran servir. Las Madres rescataron aquella curiosa reverencia tan “japonesa” que se practicaba antiguamente en el Puerto como saludo. Los punkis recuperaron esa furiosa danza, cuyo recuerdo fue sepultado después por el pogo, donde cada uno bailaba solo y al mismo tiempo vibraba con los demás. Los vecinos del Alto recobraron aquel lento Ritual de Cortejo tan presente en su primera adolescencia, motivado a medias por la timidez y a medias por la vigilancia de los padres. Los fiesteros aportaron toda su sabiduría en la creación de ambientes.

Desde luego aquellas fiestas no serán recordadas por su eficacia, puntualidad ni armonía, pero todo eso fue compensado por la energía intensa de una implicación sin delegación. Lo que se celebró ese agostó fue la reapropiación de la existencia y la conquista de un nuevo sentido del vínculo social.

Lo que nadie podía prever es que toda esa energía se prolongase a la vuelta de verano y que tantos experimentos surgieran entonces para reinventar radicalmente la educación y la salud, el trabajo y el consumo, como se habían reinventado las fiestas, probando así que, como dicen los clásicos, una sola chispa puede incendiar toda la pradera.

Fuente e imagen: http://lobosuelto.com/covid-ficciones-tres-microrrelatos-sobre-los-potenciales-del-presente-amador-fernandez-savater/

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Estar raros, contra la vieja y la nueva normalidad

Por: Amador Fernández-Savater

Conversaciones con amigos en fase 2: “estoy muy raro” me dice uno, “me encuentro revuelta” me dice otra.

A mí me pasa lo mismo. Raro, descolocado, desorientado. “Me he quedado a vivir en la fase 0”, bromeo. Trabajo lo menos posible, paso mucho tiempo en casa, sólo me animo a los encuentros significativos.

¿Y si hubiese algo que atender en ese estar raros, algo a lo que deberíamos hacer un lugar? ¿Y si este estado de ánimo quisiera decirnos alguna cosa?

2. Pienso lo siguiente: estar raros significa que algo no encaja, que nosotros mismos no encajamos, que algo se ha roto, que hay un desajuste, un desacople.

No encajamos en el sucederse de las fases hacia la “nueva normalidad”. Estar raros es nuestra manera de rebelarnos contra el proceso de normalización en marcha. Hay una desincronización entre el ritmo objetivo de las fases y nuestro propio ritmo subjetivo.

Me parece que estar raros es ahora la mejor manera de estar, un signo de salud y de vitalidad contra la adaptación y la anestesia. El desafío es más dejarnos estar raros que dejarlo de estar.

3. ¿Por qué no encajamos? Hay restos en nosotros de lo que hemos vivido estos meses. Huellas de un acontecimiento. Efectos de la interrupción.

La experiencia vivida ha dejado sus marcas en nosotros. Esas marcas nos desvían del camino automático hacia la nueva normalidad, demasiado parecida a la vieja aunque lleve mascarilla.

Las cosas no cierran. Quizá duele, pero es mejor así. El cierre es la normalización. No hay normalidad, ni vieja ni nueva, lo que hay es un proceso de normalización que consiste en neutralizar todo lo que no encaja, en presentar la norma como el único camino posible.

4. ¿Qué nos pasó? Por un momento se interrumpió la definición convencional de la realidad.

En primer lugar, la idea según la cual cada uno tiene su vida. La existencia dejó de ser un asunto privado. El vínculo de interdependencia se impuso como una evidencia material y concreta. No hay burbuja que proteja absolutamente del contagio, nadie puede salvarse solo. El otro, en la distancia social, se hizo paradójicamente más presente: mi destino está ligado al suyo. Los otros cuentan, importan.

En segundo lugar, la idea según la cual el trabajo y el consumo configuran el sentido de la vida. Para miles de personas los automatismos de la vida cotidiana quedaron suspendidos. Incluso continuar como si nada requería todo un esfuerzo de invención: ¿seguir trabajando cómo y para qué? ¿Seguir consumiendo cómo y para qué?

5. En la interrupción han aparecido preguntas, malestares y ganas de otra cosa.

Preguntas: ¿qué está pasando, qué me va a pasar, qué nos va a pasar?

¿Qué es lo importante, qué es lo esencial, qué y quién nos cuida?

¿Qué es lo significativo, qué relaciones me sostienen, qué hace que mi vida merezca la pena ser vivida?

Malestares, porque hemos sentido violentamente la evidencia de que las lógicas estatales y mercantiles no cuidan.

El Estado, porque a pesar de sus mejores intenciones cuando las tiene, es ciego a las desigualdades y las singularidades de las formas de vida. Se legisla como si la sociedad entera fuese una clase media más o menos acomodada. Confinarse, muy bien, pero ¿y los que no tienen casa? ¿Y los que viven al día? ¿Y los que viven en un lugar pequeño y son muchos? ¿Y los que tienen peculiaridades físicas o psíquicas que convierten el confinamiento en un encierro insoportable? Todas las desigualdades por género, edad, raza, clase. El Estado, basado en la lógica de la ley y el deber ser, no ve las diferencias que atraviesan lo que hay.

El Mercado, porque su lógica de maximización de la ganancia y beneficio le sitúa siempre por encima del cuidado de la vida. Es una lógica literalmente extra-terrestre: por encima de lo terrestre, de los terrestres y de la tierra. No se producen valores de uso, sino valores de cambio. No se producen riquezas, sino beneficio. Los inventos técnicos no liberan tiempo, sino que intensifican la producción. La guerra es la ocasión ideal para convertir ciertas mercancías (las armas) en dinero. El paro y los despidos son la mejor solución de las empresas para no arruinarse. La obsolescencia programada resulta una gran idea.

Los problemas para los habitantes de la tierra (humanos y no humanos) son soluciones para la economía. De ahí que el pensador italiano Antonio Gramsci apelase a nuestra “terrestritud común” contra la lógica capitalista de beneficio.

Ganas: en el silencio, en el tiempo reapropiado, en ciertos encuentros y reencuentros con la naturaleza, en los primeros paseos por ciudades libres de ruido, coches y estrés, en el cuidado de los más cercanos, en la atención amorosa a los desconocidos, en las prácticas creativas caseras, en la intensificación de los vínculos… en mil experiencias distintas se han despertado las ganas de vivir de otras maneras.

6. La vida viene sin manual de instrucciones. “Vivir no es otra cosa que arder en preguntas” decía el poeta Antonin Artaud. No hay normalidad, ni vieja ni nueva, sino un proceso de normalización permanente: apagar constantemente el fuego siempre reavivado de las preguntas sobre cómo vivir.

Estar raros es seguir vivos. Insistir en nuestras preguntas, malestares y deseos contra la normalización. Tratar de convertir todo ello en materia a elaborar para inventar un deseo nuevo, una nueva forma de vivir.

Estar raros es defender nuestras preguntas, conservar las marcas que nos ha dejado la interrupción como algo precioso, disponernos a otra atención sobre nosotros mismos y sobre la realidad.

Atención a todo lo que no encaja, porque bajo la apariencia de normalización hay mil heridas. Personas que ya no están y cuya ausencia nos interroga: ¿es normal que esta persona ya no esté, su muerte es natural o se trata de una muerte política, que depende de un modo de organización social? Lugares y cosas que ya no están: ¿es normal que este sitio haya cerrado, que esa persona ya no trabaje aquí?

Estamos raros porque no queremos volver a lo mismo y porque además lo mismo ya no existe.

7. Ahí fuera sigue el virus. Es un actor nuevo en el tablero de juego que obliga a todos los demás a redefinirse: nuevos hábitos, distancia social y medidas de protección en escuelas, universidades, comercios, transportes. Estamos raros también porque somos sensibles a todo esto.

Una amiga, madre de dos niñas, me dice: “ya no sé qué significa ser madre, para qué mundo se educa ahora a los hijos”. El suelo se abre bajo nuestros pies.

La misma pregunta se puede hacer un maestro, una maestra, un terapeuta, un trabajador social, un agente cultural, un trabajador sanitario…

No hay normalidad, ni vieja ni nueva, sólo proceso de normalización: permanente desactivación de las preguntas que podrían abrir la situación, para reapropiárnosla, dejar simplemente de obedecer e inventar reglas comunes de cuidado colectivo.

8. Malas noticias: el virus se reproduce a través de nuestras formas de vida (turismo, aglomeraciones). Hay una especie de radioactividad en el aire. Podemos decir que los modos de vida convencionales están infectados y envenenados.

No hay vuelta a lo mismo. Incluso la persona que agarre este verano un vuelo con un destino paradisíaco lo hará con un cosquilleo de intranquilidad en la nuca.

Estiremos más aún las malas noticias: podemos afirmar que la “nueva normalidad” sólo es un paréntesis entre dos estados de alarma, aquel del que venimos y aquel hacia el que vamos. Incluso si no vuelve a declararse nunca, en adelante viviremos bajo su amenaza. Hasta que se encuentre la vacuna, sí. ¿Y si no se encuentra? ¿Y si aparecen nuevos virus u otros riesgos mayores derivados del cambio climático?

El miedo ha llegado para quedarse. La norma es, de aquí en adelante, el propio estado de alarma. Y lo que llamamos “nueva normalidad” es sólo una fase particular en ese marco: siempre provisional, precaria, inestable.

9. Podemos distinguir dos versiones de este proceso de normalización, dos formas de adaptación, dos formas de gobierno que son al mismo tiempo dos formas de subjetivación (es decir, de vivir las cosas).

La neoliberal / neoliberal lleva el nombre de Trump, Bolsonaro, Johnson. ¿La economía por encima de la vida? No: la economía es la vida.

Recuperar la normalidad lo antes posible, caiga quien caiga. Como rezaba la pancarta de un manifestante pro-Trump en Estados Unidos, “sacrificad a los débiles“. La vida es productividad, la vida es empresa, cada uno es el empresario de sí mismo, dejad caer a los que no puedan seguir el ritmo.

Necro-política y necro-lógica: producción de poblaciones desechables, superfluas, sobrantes. Precisamente el rasgo que Hannah Arendt señaló en su día como condición necesaria de la política nazi en Los orígenes del totalitarismo.

Pero no nos escandalicemos tan deprisa. Es demasiado fácil y no lleva a ningún sitio. Esa pancarta sólo hace explícito lo implícito, hay que agradecérselo. La necro-lógica ya rige nuestras instituciones. Pensemos en las residencias donde han muerto tantos de nuestros mayores. La percepción normalizadora que apaga las preguntas sobre esa muerte masiva (“eran viejos, tenían que morir”) ya nos atraviesa y constituye.

La versión neoliberal / socialdemócrata lleva el nombre de Pedro Sánchez (o de Alberto Fernández en Argentina).

Obviamente, es muy preferible (y defendible) frente al horror necro-político de la derecha radical por mil razones. Pero tampoco nos quedemos ahí. Es también un cálculo coste-beneficio sobre las poblaciones consideradas como fuerza de trabajo, otra consideración utilitaria.

En este cálculo se combinan los derechos sociales y las medidas sanitarias con un marco que no se toca, un límite absoluto. El querido Fernando Simón lo resumió con su franqueza habitual: “este país vive del turismo, tenemos que prepararnos” (en otras geografías se trata de otros extractivismos depredadores). A esa combinación se llama “nueva normalidad”. No se toca el marco, ni se emprende ningún cambio sustantivo.

Pero tampoco le pidamos peras al olmo: lo que ha cambiado siempre las cosas es una nueva definición de la realidad, la emergencia de otro sentido de la vida. Un gobierno gestiona, mejor o peor, pero no puede producir otro sentido de la vida.

10. Una cantidad de preguntas, una cantidad de malestares, una cantidad de ganas de otra cosa. Todo ello junto y revuelto, en un magma. Es un potencial enorme.

¿Cuál es el desafío? Engarzar lo existencial con lo político, las preguntas y el impulso de cambio. Sólo hay energía política cuando ambas dimensiones tejen un vínculo, como ocurrió el 11M de 2004, el 15M de 2011, los 8M de la huelga feminista.

La transformación social no consiste sólo en una serie de problemas objetivos (pobreza, etc.) que se articulan en demandas dirigidas al Estado, sino que es también la expresión (no la representación) de unas preguntas radicales sobre la vida que de pronto se vuelven colectivas, comunes y compartidas. Formas de expresión (organizativa, estratégica, táctica) que hay inventar cada vez, no despreciando las experiencias pasadas, sino recreándolas.

Cuando lo existencial se separa de lo político sólo hay debilidad: lo político se convierte en partido, identidad e ideología; lo existencial se lleva a terapia

Las tentativas de transformación social han fracasado una y otra vez cuando encomiendan el cambio a una renovación puramente objetiva, estructural, sociológica. Es la “izquierda sin sujeto” que desmontó el pensador argentino León Rozitchner hace más de 50 años, pero que persiste en su fracaso.

La izquierda sin sujeto se hace cargo de lo político sin dimensión existencial, la terapia se hace cargo de lo existencial sin dimensión política.

El sujeto de cambio no es mero soporte de determinaciones económicas o sociológicas, sino el espacio de elaboración de preguntas, malestares y deseos. Un espacio a la vez e indisociablemente individual y colectivo.

La fuerza de transformación hoy pasa por la capacidad de dar expresión común al magma de preguntas, malestares y deseos que nos atraviesa, a nuestras subjetividades heridas y en crisis, en definitiva, a nuestro “estar raros”.

Gracias por las conversaciones “raras” que alimentan este artículo: Marta Badiola, Natasa Lekkou, Raquel Mezquita, Marga Padilla, Juan Gutiérrez, Natalia Garay, Diego Sztulwark, Agustina Beltrán, Javier Olmos, Arantza Santesteban, Sergio Larriera, Eugenia Mongil, Amarela Varela.

Fuente e imagen:  https://www.eldiario.es/interferencias/raros_6_1039806037.html

 

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