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Achille Mbembe: «cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral»

Por: Amador Fernández-SavaterEl Diario.es. 21/07/2017

Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo de Achille Mbembe, publicado por  Ned Ediciones y Futuro Anterior, es un tratado de la envergadura de Orientalismo de Edward Said. En primer lugar, se trata de una arqueología del texto eurocéntrico que construyó una idea de África como continente caníbal y bárbaro, como aquel territorio que sólo podía proveer (aún lo hace) hombres-cosa-mercancía al capitalismo, su cara oscura.

En segundo lugar, el libro es un ejercicio (ético, estético, poético) que plantea, en la misma tradición de Said y los estudios culturales, pensarse, conocerse y des-conocerse “al margen” de esta mirada imperial europea. Es decir, re-construir una memoria “de abajo” sanadora y desvictimizadora -es lo mismo- capaz de proyectar un futuro común. Mbembe rescata aquí la literatura de la otra razón negra, poetas y novelistas, Fanon y Cesaire, en un trabajo serio y delicioso, potente y extremo, doloroso y esperanzador.

Finalmente, este libro analiza la vigencia de las prácticas coloniales/imperiales que “ensalvajan” hoy en día el globo. Lo que el autor llama y anima a pensar como “el devenir negro del mundo”. Ese momento histórico en que, como dice en esta misma entrevista, “la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres- pueda escapar de ello”. 

Achille Mbembe nació en Camerún en 1957. Es profesor de Historia y Política de la Universidad Witwaterstand de Johannesburgo (Sudáfrica). Su primer libro publicado en castellano fue Necropolítica, donde analiza las políticas de ajuste y expulsión que primero se ensayaron en el continente africano en los años 90 y hoy se extienden por todas partes.

1. Habla usted de “cambio epocal”, ¿cómo se justifica eso? ¿Qué factores lo indican?

En efecto, creo que vivimos un cambio de época. Por un lado, el mundo ha empequeñecido, se ha contraído espacialmente, hemos, de algún modo, tocado sus límites físicos, hasta el punto de que probablemente ningún rincón de la tierra sea desconocido, esté deshabitado o sin explotar. Al mismo tiempo, la historia humana atraviesa una fase caracterizada por lo que llamo la repoblación del planeta, que demográficamente se traduce en un envejecimiento de las sociedades del norte y un rejuvenecimiento del continente africano y asiático en particular.

En cuanto a la estructura de las poblaciones, estamos viendo el crecimiento de una gran segregación social, una suerte de gigantesco apartheid, junto a enormes olas migratorias a escala planetaria que recuerdan a los primeros tiempos de la colonización. Y con respecto a las transformaciones tecnológicas, una de sus principales consecuencias es la transformación de nuestras antiguas nociones de tiempo y de velocidad.

Políticamente, estamos entrando en un mundo nuevo, caracterizado desgraciadamente por la proliferación de fronteras y de zonas exclusivamente militares. Este mundo se afianza gracias al “fantasma del enemigo”, del que hablo en mi último libro, y la emergencia de un Estado global securitario que busca normalizar un estado de excepción a escala mundial, donde las nociones de Derecho y de libertad que eran inseparables del proyecto de la modernidad quedan suspendidas.

Hay, por lo tanto, muchos factores que indican que estamos entrando en un mundo diferente, altamente digitalizado y financiarizado, donde la violencia económica ya no se expresa en la explotación del trabajador, sino en hacer superflua una parte importante de la población mundial. Un mundo que cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración.

Necropolítica: políticas de muerte

2. ¿Cómo describiría la violencia del capital en este cambio epocal? En su último libro, usted ha definido al neoliberalismo como un “devenir negro del mundo”, ¿podría abundar en ello?

Digamos que en mis libros quiero hacer converger dos tradiciones del pensamiento crítico que desde hacía un tiempo parecían divergir: por un lado, la tradición del pensamiento crítico concerniente a la formación y lucha de clases; por otro lado, la tradición del pensamiento crítico que intenta comprender la formación de las razas. Estas dos tradiciones han sido a menudo contrapuestas, cuando esto, ya sólo en términos históricos, es insostenible.

Si estudiamos atentamente la historia del capitalismo, nos damos cuenta enseguida de que para funcionar tuvo, desde sus inicios, la necesidad de producir lo que llamo “subsidios raciales”. El capitalismo tiene como función genética la producción de razas, que son clases al mismo tiempo. La raza no es solamente un suplemento del capitalismo, sino algo inscrito en su desarrollo genético. En el periodo primitivo del capitalismo, que va desde el siglo XV hasta la Revolución Industrial, la esclavización de negros constituyó el mayor ejemplo de la trabazón entre la clase y la raza. Mis trabajos se han centrado particularmente sobre ese momento histórico y sus figuras.

El argumento que desarrollo en mi nuevo libro es que, en las condiciones contemporáneas, la forma en que los negros fueron tratados en ese primer periodo se ha extendido más allá de los negros mismos. El “devenir negro del mundo” es ese momento en que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres- pueda escapar a ello.

3. Esto nos lleva a su concepto de “necropolítica” (o política de la muerte), ¿cómo lo explicaría?

Son dos cosas. La “necropolítica” está en conexión con el concepto de “necroeconomía”. Hablamos de necroeconomía en el sentido de que una de las funciones del capitalismo actual es producir a gran escala una población superflua. Una población que el capitalismo ya no tiene necesidad de explotar, pero hay que gestionar de algún modo. Una manera de disponer de estos excedentes de población es exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales. Otra técnica consistiría en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica de la “zonificación”.

Es significativo constatar que la población de las cárceles no ha cesado de crecer a lo largo de los 25 últimos años en EEUU, China, Francia, etc. En ciertos países del norte, la combinación de técnicas de encarcelamiento y la búsqueda del beneficio ha llegado a un enorme desarrollo. Hay toda una economía del encierro, una economía a escala mundial, que se nutre de la securización, ese orden que exige que haya una parte del mundo confinada. La necropolítica sería, pues, el trasunto político de esta forma de violencia del capitalismo contemporáneo.

4. Queríamos preguntarle, a propósito de esto, su opinión sobre la actual “crisis de refugiados”: ¿cuál ha sido a su juicio el papel de los gobiernos? ¿Qué opinión le merece la respuesta de la ciudadanía europea?

Es justamente a partir de la necropolítica y la necroeconomía que podemos comprender la “crisis de los refugiados”. Esta crisis es el resultado directo de dos formas de catástrofes: las guerras y las devastaciones ecológicas, que se afirman recíprocamente. Las guerras son factores de crisis ecológicas y una de las consecuencias de las crisis ecológicas es fomentar guerras.

La crisis de los refugiados tiene también que ver con lo que antes llamé la “repoblación del mundo”, en la medida en que las sociedades del norte envejecen, aumenta su necesidad de repoblarse, y la migración ilegal es una parte esencial de ese proceso, que seguramente se acentuará en el curso de los próximos años. A este respecto, la reacción de Europa está siendo esquizofrénica: levanta muros en torno al continente, pero necesita la inmigración para no envejecer.

5. Otro de los conceptos importantes que aparece en sus trabajos, asociado al de “necropolítica”, es el de “gobierno privado indirecto. ¿Qué puede decirnos al respecto?

Ese concepto fue elaborado en los años 90, en una época en la que el continente africano estaba enteramente bajo el poder del FMI y el Banco Mundial. Era un periodo de grandes ajustes estructurales que golpearon duramente la economía africana, de un modo similar al actual caso griego: endeudamiento fuera de cualquier norma, suspensión de la soberanía nacional, delegación de todo el poder soberano a instancias no-democráticas, privatización de todo, especialmente del sector público, etc. La idea de gobierno privado indirecto apunta a esa forma de gobierno de la deuda, que desarrolla por fuera de todo marco institucional unatecnología de la expropiación en países dependientes económicamente, privatizando lo común y descargando la responsabilidad de todo mal en los individuos (“ha sido vuestra culpa”).

6. Este concepto, elaborado en el contexto del continente africano en los años 90, ¿puede explicar tendencias globales actuales, aplicarse en otras partes del planeta? En México, por ejemplo, mucha gente sigue atentamente sus trabajos por las poderosos resonancias de sus análisis con lo que allí sucede.

Creo que es posible seguir pensando este concepto hoy en día a escala global. El gobierno privado indirecto a nivel mundial es un movimiento histórico de las élites que aspira, en última instancia, a abolir lo político. Destruir todo espacio y todo recurso -simbólico y material- donde sea posible pensar e imaginar qué hacer con el vínculo que nos une a los otros y a las generaciones que vienen después. Para ello, se procede a través de lógicas de aislamiento -separación entre países, clases, individuos entre sí- y de concentraciones de capital allí donde se puede escapar a todo control democrático –expatriación de riquezas y capitales a paraísos fiscales desregulados, etc. Este movimiento no puede prescindir del poder militar para asegurar su éxito: la protección de la propiedad privada y la militarización son correlativos hoy en día, hay que entenderlos como dos ámbitos de un mismo fenómeno.

La transformación del capitalismo desde los años 70 ha favorecido cada vez más la aparición de un Estado privado, donde el poder público en el sentido clásico, que no pertenece a nadie porque pertenece a todos, ha sido progresivamente secuestrado para el beneficio de poderes privados. Hoy resulta posible comprar un Estado sin que haya gran escándalo y EEUU es un buen ejemplo: las leyes se compran inyectando capitales en el mecanismo legislativo, los puestos en el congreso se venden, etc. Esa legitimación de la corrupción al interior de los Estados occidentales vacía el sentido del Estado de Derecho y legitima el crimen al interior mismo de las instituciones. Ya no hablamos de corrupción como una enfermedad del Estado: la corrupción es el Estado mismo y, en ese sentido, ya no hay un afuera de la ley. El deterioro del Estado de Derecho produce políticas exclusivamente depredadoras, que invalidan toda distinción entre el crimen y las instituciones.

Resistencia visceral

7. Desde la idea foucaultiana del poder como “relación”, echamos de menos en su ensayo sobre la necropolítica más referencias a las resistencias, a las prácticas de vida de la gente de abajo. ¿Podemos describir el poder sin describir las resistencias?

No, por supuesto. No se puede hacer ese tipo de descripción sin pensar en las formas de resistencia que son correlativas a cualquier poder. Mis primeros trabajos, que desgraciadamente no han sido todavía traducidos, se habían centrado precisamente en las resistencias al poder y en sus límites también.

¿Qué decir de las formas contemporáneas de resistencia a la necropolítica y a la necroeconomía? Desde luego son muy variadas, dependen de las situaciones locales y los contextos. Tomaré el caso sudafricano como un ejemplo. Me interesa mucho la manera en la que en ese país las resistencias se organizan a partir de la ocupación de los espacios, en una búsqueda de la visibilidad ahí donde el poder quiere relegarnos y apartarnos. Las formas de resistencia que se están desarrollando en ese país tienen que ver con la lucha de los cuerpos por hacerse presentes (corporal, física, visiblemente) frente a la producción de ausencia y silencio del poder. Son formas ejemplares de resistencias porque el poder hoy funciona produciendo ausencia: invisibilidad, silencio, olvido.

Durante los últimos años hemos asistido en Sudáfrica a un gran movimiento llamado la descolonización, una descolonización simbólica que ha operado, por ejemplo, llamando a destruir las estatuas del colonialismo, pero también luchando por transformar el contenido del saber y de las formas de producción del saber; reactivando la memoria y resistiendo al olvido, etc. Las resistencias en Sudáfrica pasan por una rehabilitación de la voz, por la expresión artística y simbólica, desafían la tentativa del poder de reducir al silencio las voces que no quiere escuchar. En esa región del mundo estamos viviendo un ciclo de luchas de lo que yo llamo las políticas de la visceralidad.

8. ¿En qué consisten esas “luchas de la visceralidad”?

Hay un surgimiento de pequeñas insurrecciones. Esas micro-insurrecciones toman una forma visceral, en respuesta a la brutalización del sistema nervioso típica del capitalismo contemporáneo. Una de las formas de violencia del capitalismo contemporáneo consiste en brutalizar los nervios. Y como respuesta, emergen nuevas formas de resistencia ligadas a la rehabilitación de los afectos, las emociones, las pasiones y que convergen en todo eso que yo llamo la “política de la visceralidad”.

Es interesante ver cómo en muchos lugares, tanto en las luchas de la población negra en Sudáfrica como en EEUU, los nuevos imaginarios de lucha buscan principalmente la rehabilitación del cuerpo. En EEUU, el cuerpo negro está en el centro de los ataques del poder, desde lo simbólico -su deshonra, su animalidad- hasta la normalización del asesinato. El cuerpo negro es un cuerpo de bestia, no un cuerpo de ser humano. Allí la policía mata negros casi todas las semanas, sin que existan apenas estadísticas que den cuenta de esto. La generalización del asesinato está inscrita en las prácticas policiales. La administración de la pena de muerte se ha desligado del ámbito del Derecho para volverse una práctica puramente policial. Esos cuerpos negros son cuerpos sin jurisprudencia, algo más próximo a objetos que el poder tiene que gestionar.

9. Usted analiza cómo el trabajo de la memoria ha sido para muchos pueblos un ejercicio de cura y autocuidado para nombrarse autónomamente. Pero, ¿hasta qué punto estas memorias son elaboradas o escritas desde “los vencidos”?

La memoria popular nunca cuenta historias limpias, no hay memorias puras y diáfanas. No hay memoria propia. La memoria siempre es sucia, siempre es impura, siempre es un collage. En la memoria de los pueblos colonizados encontramos numerosos fragmentos de lo que en un determinado momento fue roto y que ya no puede ser reconstituido en su unidad originaria. Así pues, la clave de toda memoria al servicio de la emancipación está en saber cómo vivir lo perdido, con qué nivel de pérdida podemos vivir.

Hay pérdidas radicales de las que nada se puede recuperar y, sin embargo, la vida continua y debemos encontrar mecanismos para hacer presente de algún modo esa pérdida. Podemos recuperar algunos objetos de una casa incendiada, incluso reconstruir la casa, pero hay cosas que no podremos jamás remplazar porque son únicas, porque manteníamos con ellas una relación única. Y hay que vivir con esa pérdida, con esa deuda que ya no podemos pagar. La memoria colectiva de los pueblos colonizados busca maneras de señalar y vivir aquello que no sobrevivió al incendio.

10. ¿Cómo reconstruir la desgarradora historia de despojo y violencia en clave de potencia y evitar la autorepresentación como víctimas perpetuas?

Es una cuestión central. La conciencia victimista es una conciencia peligrosa, porque es una conciencia enmudecida por el resentimiento y el deseo de venganza, que busca siempre infligir al otro –un otro generalmente más débil, no necesariamente el culpable real- la cantidad de violencia que se ha sufrido. Creo que hay un peligro en esa forma victimista de conciencia. La cuestión es cómo la gente que ha sufrido un traumatismo histórico y real, como una guerra o un genocidio, puede recordar lo que le ha ocurrido y utilizar la reserva simbólica de la catástrofe histórica para proyectar un futuro que rompa con la repetición de las violencias sufridas. Es un camino, casi diríamos, de áscesis. Una búsqueda de “purificación”, de identificación de los elementos de la tragedia con el fin de no repetirla.

11. Hay quien habla de un “uso estratégico del esencialismo”, de un uso táctico de la identidad como palanca en la construcción de un sujeto político. ¿Cómo se sitúa usted en esos debates sobre la identidad?

Digamos que, si repasamos la historia de las luchas contra la discriminación racial, suele darse un momento en que la resistencia se construye a través de una cierta esencialización de la raza. Lo hemos visto, por ejemplo, en los EEUU con Marcus Garvey o en el “movimiento de la negritud” en Francia, donde se trataba precisamente de revalorizar la condición negra. Son movimientos que buscan emanciparse de la condición de objeto, retraduciendo positivamente esos atributos que nos condenaban a ser objetos -la negritud- en un signo humano. Esta es la función estratégica de la función esencialista.

El problema es cuando el esencialismo nos impide continuar el camino que gente como Fanon consideraba el horizonte de nuestras luchas. ¿Cuál es ese horizonte? El que abre el camino a una nueva condición, donde la raza ya no importa, donde la diferencia ya no cuenta, porque todos nos hemos vuelto simplemente seres humanos: el pasaje de la indiferencia a la diferencia. En este sentido, me considero “fanonista”, aunque comprendo que, en circunstancias determinadas, haya movimientos que utilicen estratégicamente el esencialismo como manera de fortalecer una identidad colectiva.

12. Por último, el capitalismo se ha renovado, actualizando y sofisticando las violencias necropolíticas del colonialismo. ¿Lo han hecho quienes se le resisten? ¿Hemos renovado nuestra imaginación política para responder con formas de acción efectivas la necropolítica del capitalismo contemporáneo?

Si reflexionamos sobre el ejemplo africano, el siglo XX podría estar dividido en dos ciclos de lucha. Desde el comienzo del siglo XX hasta los años 30, hemos vivido una forma de lucha que llamaré acéfala, ligada a lo local, a las condiciones de reproducción de la vida cotidiana. Tras la segunda guerra mundial entramos en un ciclo de lucha vertical, representada por sindicatos y partidos políticos. Ahora parece que hemos regresado a las formas acéfalas de lucha, luchas locales, luchas más o menos horizontales, que insisten sobre la recuperación de la capacidad de interrupción de la normalidad, del relato que ordena la normalidad, que nos hace pensar que lo pasa es normal cuando no lo es.

En el caso del sur de África, la pregunta ahora es cómo transformar esa ruptura de la normalidad, esa des-normalización, en una nueva forma de institucionalización. Tengo la impresión de que las nuevas luchas acéfalas no acaban de aportar respuestas plausibles y eficaces a esa pregunta: cómo dar forma a una nueva institucionalidad, abierta y democrática, que haya aprendido de los problemas que acarrea el verticalismo. No creo que pueda haber democracia sin institucionalización ni representación. Sabemos que hay una crisis de representación en todas partes, pero no creo que la respuesta sea disolverla en cuanto tal, disolver toda idea de representación.

En definitiva, nuestras viejas recetas (los partidos políticos, por ejemplo) están mostrando dificultades estructurales para preservar y defender lo común dentro de las actuales instituciones y seguirá siendo así mientras no haya comunidades fuertes que puedan democratizar la política desde abajo. Los movimientos de los últimos años van en ese sentido, aunque todavía estén frágilmente vinculados entre sí. Creo que de estas distintas resistencias acéfalas surgirán nuevas propuestas de instituciones, quizás no para derribar el Estado, sino para forzarlo a mutar nuevamente en un órgano de defensa del bien común.

Entrevista pensada y realizada por Amarela Varela, Pablo Lapuente Tiana y Amador Fernández-Savater, con la ayuda de Ned Ediciones. Pablo Lapuente transcribió y tradujo del francés. 

*Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/Achille-Mbembe-brutaliza-resistencia-visceral_6_527807255.html

*Fotografía: El Diario.es

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El malestar como energía de transformación social

Por: Amador Fernández- Savater 

Entramos en un «período oscuro» en el cual el malestar social es canalizado por la derecha populista (Trump, Brexit, etc.). ¿Podemos reconvertir el malestar en una energía de transformación social?

Hay historias que parecen resumir épocas o momentos históricos. Willy Pelletier cuenta una de ellas en el último número de Le Monde Diplomatique que lleva por título: «Mi vecino vota al Frente Nacional».

Pelletier es un militante de largo recorrido en organizaciones antirracistas de extrema izquierda y narra en el artículo distintas acciones desarrolladas contra el Frente Nacional. Pero todo su relato está punteado por la duda y la autocrítica: al fin y al cabo, esas movilizaciones no han logrado frenar el ascenso del FN. Entre líneas nos ofrece una explicación: sucede que ninguna de esas acciones tocaba jamás a un simpatizante del FN, porque se desarrollaban siempre en circuitos muy cerrados (entre militantes políticos que habitan determinados barrios, hablan de determinada forma, tienen determinados valores, etc.).

Pelletier conoce (¿por primera vez?) a un simpatizante del FN cuando, medio «jubilado» del activismo, se va a vivir con su pareja al campo en la zona de Aisne (Picardía). Se trata de Éric, un obrero especializado en embalaje industrial. Se hacen muy amigos y un día, algo borrachos, Éric le confiesa que vota por Marine Le Pen: «Se me eriza el vello cuando la escucho, la manera en que habla de los franceses te hace sentir orgulloso. Además, en esta zona el FN ha ayudado a mucha gente».

¿Qué tipo de zona es Aisne? Un escenario típico de la crisis, según lo pinta Pelletier. Muy degradado, apenas sin equipamientos (salud o transportes), ni lugares de encuentro (los bares, las parroquias y las asociaciones deportivas cierran). No hay trabajo, todo el mundo está endeudado, los jóvenes se marchan, la violencia contra las mujeres aumenta y también la «sensación» general de inseguridad (aunque los robos no sean frecuentes). Por contra, hay guetos de ricos por todo el territorio: son ejecutivos o profesionales liberales que vienen de París y compran buenas casas de piedra o granjas abandonadas a precio de saldo.

Tras el encuentro con Éric, Pelletier se hace nuevas preguntas. La superioridad moral con la que antes juzgaba a los votantes del FN (abstractos, desconocidos) ya no le parece de recibo. Ahora tiene a uno enfrente suyo de carne y hueso, con su historia y sus razones. Y es su amigo. Pelletier concluye el artículo así: «En el trabajo, Éric considera que ‘los jóvenes’ no le escuchan ni le respetan… Al vivir allí, inmovilizado en un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de un mundo que ya no resiste, viendo que su territorio se llena de ‘parisinos’, ¿cómo podría Éric sentirse ‘orgulloso’?».

Crisis de la presencia

Abandono y falta de recursos, paro y endeudamiento, ruptura del hilo generacional y destrucción de los lugares de encuentro… La crisis no es sólo «crisis económica», sino también de referencias y fidelidades, de creencias y valores. Una crisis cultural, en el sentido antropológico de «formas de vida», muy profunda.

El colectivo Tiqqun nos propone pensarla como «crisis de la presencia». ¿Qué significa esto? Que nuestra presencia, es decir nuestro estar en el mundo, ya no es firme, no está asegurado, ni garantizado. Golpeados en el plano de lo económico (el paro), de lo social (los contextos degradados) o de los valores (la ausencia de comunidad o hilo generacional), lo que entra en crisis «por debajo» es precisamente nuestra misma facultad de mantenernos «erguidos» ante el mundo. Lo que parecía sólido comienza a desintegrarse: el sentido de la vida y de la realidad, la consistencia subjetiva y la fijeza misma de las cosas.

Pero la crisis de la presencia no es sólo pérdida o peligro, sino también ocasión y oportunidad. ¿En qué sentido? La presencia que se tambalea es la «presencia soberana»: un tipo de relación con el mundo en términos verticales de dominio y control. Una experiencia de vida basada en la distinción nítida entre un sujeto (que gobierna) y un objeto (el mundo a gobernar). Una concepción de la libertad como «dominio» (sobre la naturaleza, sobre los demás, sobre el tiempo, sobre la realidad). Como autosuficiencia e independencia.

Crisis de la presencia significa que una zozobra muy íntima nos atraviesa (tanto más fuerte cuanto más hemos sido educados en el molde de la presencia soberana: como hombres blancos, adultos y propietarios, trabajadores en un mundo sin trabajo, etc.). Lo que nace de esa zozobra, de ese tambaleo, es la inquietud, el malestar. La sensación de no encajar, de que ya nada lo hace. El malestar es la manifestación sensible de la crisis de la presencia.

Por tanto, con la crisis de la presencia se abre la posibilidad de una bifurcación, de un desplazamiento, de la invención de otras formas de estar y relacionarnos con el mundo, tanto personales como colectivas. El malestar social puede ser el motor y el centro de energía de una transformación profunda, a un tiempo política, económica, cultural, existencial, etc.

Un período oscuro

¿Estamos entrando en un «período oscuro»? Vamos a llamar «período oscuro» a aquel en el cual el malestar –esa inquietud, ese no encajar, esa energía potencial de cambio– es canalizado por derecha.

Una derecha que no es simplemente establishment, sino una suerte de paradoja andante: establishment anti-establishment, élite anti-elitista, neoliberalismo antiliberal, etc. Es el Frente Nacional, es Trump, es el Brexit y las demás variantes de derecha populista apoyadas por todos los Éric del mundo. Proscritas por la «cultura consensual» que ha definido el marco de lo posible durante las últimas décadas y que hoy se cae en pedazos (aquí la Cultura de la Transición). Rechazadas porque no guardan las formas de lo «políticamente correcto» (lo liberal-democrático): polarizan, exageran y mienten sin ningún pudor, son agresivas y fomentan el odio machista, xenófobo, etc.

La derecha populista parece satisfacer a su modo las dos pulsiones que Freud hallaba en nuestro inconsciente: el eros y la pulsión de muerte, es decir, la pulsión de orden y la pulsión de desorden.

— Orden: me refiero a la promesa de restauración de la subjetividad en crisis. La fuerza cautivadora de la promesa de un trabajo, de un lugar en el mundo, de una continuidad con la tradición, de la pertenencia a una comunidad, etc.

«Make America great again«, exclama Trump. «Let’s take back control«, proponen los partidarios del Brexit. Recuperemos el control que una vez tuvimos. Y con él la normalidad, la grandeza incluso. ¿Y cómo? A través de la exclusión, mediante altos muros y todo tipo de barreras, de aquello que nos amenaza. De lo que ha traído la decadencia a nuestro mundo y a nuestras coordenadas de sentido. El chivo expiatorio pueden ser los «parisinos» de Éric, o los «refugiados», o los «mexicanos», o la «igualdad de género» (preguntado por su voto, un taxista de procedencia africana le dijo a un amigo en la ciudad estadounidense de Baltimore: «No puedo votar, pero si pudiera lo haría por Trump. Porque si gana Hillary las mujeres tendrán mucho poder en este país. Los hombres ya no importan aquí. Se necesita un hombre fuerte»).

En cualquiera de los casos, el malestar se concibe como un «daño» que nos inflige un «otro» al que debemos dejar «fuera» del «nosotros» para recuperar la normalidad. Y de ese modo, cerraremos la herida, calmaremos tanta inquietud, detendremos la zozobra y recuperaremos el equilibrio, revirtiendo nuestra «decadencia».

Deseo de orden y normalidad, deseo de protección y soberanía. Eso por un lado, pero no sólo. También deseo de que todo salte por los aires.

Desorden: me refiero al gozo de «dar una patada al consenso» que, con buenos modales y bonitos discursos, nos ha traído la ruina. A una izquierda que extiende por todas partes la desigualdad, la guerra y la deportación de personas, pero «guardando las formas». A la élite progresista del Partido Demócrata que vive ajena e insensible a las preocupaciones de las clases populares y se burla además de sus modos de vida, sus gustos y sus referentes. A los «parisinos» que votan socialista, compran a precio de saldo las casas y las granjas que los habitantes de Aisne ya no pueden sostener y despotrican contra los pobres que votan a la derecha. Etc.

En un mundo en el que todo parece atado y bien atado, en el que ningún gesto (por arriba o por abajo) parece capaz de cortocircuitar el estado de cosas y abrir lo posible, Trump, el Brexit, el FN canalizan las ganas de que «pase algo», de ver ocurrir «lo imposible», eso justamente que todas las voces políticamente correctas consideran «que no puede ni debe pasar», lo demoníaco… ¿Quién da más? ¡Y sólo con un voto! Es decir, sin perder en ningún momento la posición del espectador en la película de catátrofes.

Debates en el campo progresista

Más allá de la «superioridad moral», que renuncia a preguntarse por lo que no entiende, etiquetándolo simplemente como el resurgir de la ignorancia y la brutalidad, hay otras dos lecturas de la situación actual en el campo «progresista» que merecen atención y discusión: la «marxista» y la «populista».

La lectura «marxista» encuentra el origen-causa de lo que pasa en la desconfiguración de la izquierda (y, en general, del paradigma de la lucha de clases). Es decir: el malestar social, que antes tenía estructuras organizativas y cognitivas para enfocarse por izquierda, hoy ha quedado huérfano.

Y es la derecha populista la que adopta al huérfano, elevando el tono de voz e interpelando al descontento, ofreciendo al malestar (el miedo, la rabia, la incertidumbre) esquemas explicativos, vías para canalizarlo y enemigos contra los que dirigirse. A través de las «guerras culturales» (en torno al aborto, las creencias religiosas, los estilos de vida, etc.), la derecha populista capta el «resentimiento de clase» redirigiéndolo contra «los enemigos de los valores tradicionales». Es decir, traduce los conflictos político-económicos como conflictos morales e identitarios. «La guerra cultural es una guerra de clases, pero deformada», dice Zizek.

¿De qué se trata entonces? De re-crear las estructuras cognitivas y organizativas de la lucha de clases, politizando la economía, hablando de intereses materiales, reconstruyendo la izquierda. Pero, ¿podemos reducir el malestar contemporáneo a una cuestión económica-de clase? En la propia historia de Éric hemos visto que convergen muchas situaciones, procesos y factores; cómo se mezcla lo económico, lo social, lo cultural, lo existencial, etc. ¿Podemos pensar las cuestiones culturales como meros «engaños», «distracciones» o «cortinas de humo» que nos impiden ver lo «esencial»? ¿Podemos suponer que el racismo o el machismo de los votantes de Trump son «fenómenos ideológicos» (secundarios) que se esfumarán una vez que el malestar se enfoque en las cuestiones económicas y de clase?

Me parece que la derecha populista tiene éxito, no porque hable de cuestiones culturales disimulando lo económico-de clase, sino porque tiene algo que decir al respecto. Porque sitúa la pelea política en el terreno ético, antropológico y de las formas de vida. Es decir, de las maneras de verse uno mismo, de relacionarse con los demás, de hacer las cosas y de estar en el mundo. ¿Qué tiene la izquierda que proponer sobre ello? Me temo que muy poco: apenas el «ideal militante», con tan poco alcance y tan poco atractivo como ya sabemos.

La lectura «populista» (hablo ahora del populismo progresista) vendría a decir que no se trata tanto de encontrar las «verdaderas causas» del malestar como de «construir su sentido» e imprimirle una dirección. La política es, por tanto, una pelea por «definir los acontecimientos». Por ejemplo, ¿cuál es el significado que vamos a dar a la crisis? ¿Es responsabilidad de «la gente que ha vivido por encima de sus posibilidades» o más bien de «la casta» oligárquica que ha saqueado el país? Lo decidirá una «batalla cultural» entre discursos y relatos cuyo desenlace no depende de la verdad de la que son portadores, sino de la eficacia comunicativa de las metáforas en juego.

La construcción de sentido, desde estos planteamientos, obedece una lógica formal. Es decir, no se trata del sentido que deriva de la «experiencia misma», sino del sentido que recibe de un discurso (en sentido amplio) que la articula en cierto código. A estas alturas en España, con la presencia constante de los líderes de Podemos en los medios de comunicación, todos hemos aprendido ya cuál es el «código» populista: la articulación, a través de «significantes vacíos» y del antagonismo con un Otro, de las demandas insatisfechas de la sociedad en un nuevo bloque histórico (identidades nacional-populares capaces de representar al todo, no sólo a una parte).

Sin lugar a dudas Íñigo Errejón es el maestro del código, el Señor de los signos. Me recuerda a veces a aquel niño prodigio que en clase era siempre capaz de resolver el maldito cubo de Rubik a increíble velocidad. A partir de lo que sea que pase, a partir de cualquier colección de datos que ofrezca la realidad, Errejón es capaz de armar una y otra vez el rompecabezas: lo cuadra todo en el código de las demandas, los significantes vacíos, la frontera antagónica y las identidades nacional-populares. De ahí también la sensación recurrente de que siempre dice lo mismo, aunque los contenidos sean distintos. Porque el código está siempre ahí, antes de cada situación, antes de cada proceso, antes de cada palabra y antes de cada gesto, lo que requiere es una inteligencia combinatoria capaz de hacer encajar las piezas y los colores de la realidad.

El problema aquí es todo lo que perdemos pensando el mundo (y la política) como el juego de Rubik, con sus ejes y sus modos de girar pre-establecidos. Se pierde la materialidad de lo real (porque lo que se interpretan son signos-mensajes, el resto no interesa y se abstrae). Se pierde la singularidad irreductible de los acontecimientos y sus relaciones (que nos requiere una inteligencia sensible más que combinatoria). Se pierde la autonomía de los procesos (que pueden ser pensados-dirigidos-codificados desde el exterior, sin mantener ninguna relación de interioridad o intimidad con ellos). Y se pierde, finalmente, la posibilidad de creación de nuevos sentidos para la vida social (porque una y otra vez se reintroduce lo «otro», lo nuevo o desconocido, en una lógica de lo mismo).

El malestar como energía de transformación

Volvamos un momento a Éric, «inmovilizado en un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de un mundo que ya no resiste». Esa inmovilización, esa impotencia hacen de él una víctima. El malestar se asume como daño, pérdida. La culpa de todo la tienen «otros». Y lo que se desea es «devolver el golpe» (ver rodar la cabeza de los culpables) para reequilibrar de nuevo las cosas y el mundo (la presencia), regresar a la normalidad.

¿Cuánto tiempo más podremos sostener esta condición de víctimas? ¿No nos cansamos de ella? No cambiamos mucho sustituyendo un enemigo por otro: «los inmigrantes» por «la casta». Mantenemos intacta la subjetividad victimista que critica pero no emprende ningún cambio, que piensa que el mal viene de otro (tal grupo o persona) y que si lo eliminamos todo estará bien, que delega siempre en el salvador de turno la tarea de «restaurar el equilibrio» (muchas veces nostalgia de algo que nunca existió).

No necesitamos crítica victimista y resentida, sino fuerza afirmativa y de transformación. Otra relación, pues, con nuestro malestar. Es lo más difícil porque apenas nada en nuestra cultura occidental nos educa para ello. El ideal normativo de la «presencia soberana» (el control, el dominio, la autosuficiencia) nos hace ver las crisis como algo «que no debería pasar» o, en todo caso, como algo de lo que tenemos que salir enseguida, algo que debemos «reparar» cuanto antes para volver a la normalidad. Otra relación con el malestar supone no verlo sólo como daño o pérdida, sino también como ocasión y oportunidad, motor de cambio.

¿Podemos salir de la inmovilización e impotencia usando el malestar mismo como palanca? Es un planteamiento «energético» del malestar: las energías que se desatan en él son «conmutables», es decir, transformables en otras cosas (en acciones, en palabras, en «obras», en otros modos de vida, en nuevas sensibilidades y referencias, etc.). Las lágrimas que no se tragan, sino que comparten y se elaboran pueden metamorfosearse en acciones colectivas, en procesos de ayuda mutua, en la creatividad de nuevas imágenes y palabras, en gestos de rechazo y desafío. La sanación no pasa entonces por la reparación, sino por la (auto)transformación.

Un ejemplo. Suele decirse que en España la derecha populista no tiene apenas vigor (aún) porque el 15M nos hizo «entender» que el enemigo es el 1% (políticos y banqueros) y no el 99% (los inmigrantes, los refugiados, los pobres). Pero así permanecemos en el planteamiento «semiótico» y de lucha de interpretaciones. Sería mejor ver las plazas del 15M como lugares de un proceso casi «alquímico» por el cual un tipo de energía (el malestar vivido en soledad e impotencia) se convirtió en otra (la alegría de la potencia colectiva). A través del estar-juntos, de la presencia compartida, del acompañamiento mutuo, de la «complicidad afectuosa entre los cuerpos», como dice Franco Berardi (Bifo).

Al tipo de fuerza que se genera en esta presencia compartida la llamaremos «fuerza vulnerable». Es decir: una fuerza que nace –paradójicamente– de la debilidad. Del hecho de haber sido tocados, afectados, «golpeados» por el mundo. No es la fuerza de voluntad de la presencia soberana, que se pone a distancia del mundo para empujarlo en la «buena dirección», sino una fuerza afectada por el mundo y que precisamente por eso puede afectarlo a su vez. Es la fuerza de los afectados: los del atentado del 11M de 2004, los de la PAH o de cualquiera capaz de convertir el sufrimiento en energía de transformación

El malestar, como energía (no como objeto a movilizar ni como signo a interpretar), es entonces la materia prima del cambio social. Pero su «politización» hace estallar sin embargo las formas tradicionales de lo político.

Supone mantener un vínculo vivo entre lo existencial y lo político tan ajeno al grupo militante (donde no caben los problemas personales) como al grupo de autoayuda (donde no entran los problemas del mundo). Nos requiere un «saber hacer con el no saber», porque no pueden conocerse de antemano las elaboraciones de sentido a las que puede dar lugar el contacto con el malestar (no hay código-maestro que tenga de antemano las respuestas). Necesita espacios capaces de acoger el malestar sin juzgarlo (¿qué espacio «anticapitalista» sería capaz de acoger a Éric, por ejemplo?). Nos exige formas de acompañamiento horizontal: no se trata de «organizar» o «interpretar» lo que les pasa a otros, sino de hacer un viaje juntos. Y mucho más.

Abrir una bifurcación

En el «derrumbe de un mundo que ya no resiste», la derecha populista nos promete la vuelta al orden y la normalidad. Una salida falsa. Canaliza el malestar señalando chivos expiatorios, pero no da ninguna respuesta a los problemas de fondo (crisis de representación, crisis económica, crisis ecológica, etc.). Todo lo contrario: ocultando y reproduciendo sus condiciones, convirtiéndonos en víctimas y bloqueando toda posibilidad de transformación, prepara los nuevos desastres.

El populismo progresista también nos promete volver al orden y la normalidad (del Estado del bienestar, la soberanía nacional, etc.), desalojando a «la casta» del poder y planteando «un horizonte alternativo de certezas y seguridades». Los contenidos son diferentes (qué tipo de orden, qué tipo de enemigo), pero se trata de un mismo planteamiento que interpela principalmente a la subjetividad victimista necesitada de compensar la sensación de pérdida y reforzar las referencias en crisis (un poco de «orgullo»). Esta opción puede ofrecernos un «mínimo de protección» si llega al poder. Nada que despreciar, pero muy insuficiente si pretendemos un cambio en profundidad.

Entre la «vuelta atrás» (imposible) o la «fuga hacia adelante» (suicida), ¿hay una tercera opción? Más difícil todavía: no pensar en «salir de la crisis», sino abrir en ella una bifurcación. Convertir la «crisis civilizatoria» en «mutación civilizatoria». No agarrarse desesperadamente a algo, sino emprender un viaje. No contener el derrumbe, ni soñar con revertirlo para volver donde estábamos, sino abrir y sostener otros mundos aquí y ahora: otros modos de relación con el trabajo, el cuerpo, el lenguaje, la tierra, la ciudad, el nosotros, etc. Aprovechar la crisis, hacer palanca en la fuerza vulnerable.

Históricamente, las mujeres han sido muy capaces de convertir situaciones y lugares de dependencia en focos de potencia: desplegar fuerza vulnerable. En ese sentido, la mejor noticia sobre la victoria de Trump han sido las masivas marchas de mujeres que tuvieron lugar en Estados Unidos el día de la proclamación. Convocadas anónimamente por tres mujeres «cualquiera» apoyadas en la capacidad de contagio de las redes sociales (así se propagan los movimientos por afectación, a través del anonimato y la horizontalidad), permiten imaginar una oposición a Trump que va más allá de la mera reacción anti-Trump. Una oposición que no es sólo ideológica o partidista, que no es sólo defensiva o resistencialista (aunque por supuesto haya muchísimas cosas que defender), sino sobre todo afirmativa y de paradigma, con planteamientos (teóricos y prácticos) de mutación civilizatoria en torno al trabajo, los cuidados, la familia, las relaciones, etc.

«Un mundo sólo se para con otro mundo». No se trata sólo de oponernos a Trump, sino al mundo del que Trump es la figura insignia. El mundo de la presencia soberana hoy tocada, que sólo sabe revolverse ante ello con violencia y que amenaza con hundirnos a todos y a todas consigo.

** Este texto es una versión de la ponencia presentada en el encuentro «Politizaciones del malestar» al que fui invitado por Laia Manonelles, Daniel Gasol y Nora Ancarola.

** Más sobre Tiqqun, la «crisis de la presencia» y la «fuerza vulnerable».

** El planteamiento «energético» sobre el malestar está ampliamente inspirado en Economía libidinal, el libro de Jean-François Lyotard.

Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/malestar-energia-transformacion_social_6_606199392.html

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