Desexilio con antifaces: Sólo las chicas, en la sala 2 del Teatro Circular

La obra ocurre en un verano de los `80 en el que se cruzan las generaciones y todo vuelve a empezar.

No hay armario, hay percheros, dos hileras repletas, una a cada lado y en el medio una pantalla donde se proyectarán tramos de corte testimonial en blanco y negro. Son cinco actrices, pero parecen más, quizás porque siempre están ocupadas o porque hacen de muchas y de algunos. Son todas para una, Clelia (Carla Moscatelli), el punto de confluencia, el personaje de Cesare Pavese que Domenico Caperchione traslada de Turín a Montevideo. Es su adaptación libre de Entre mujeres solas, de 1949, una novela breve que catapultó al autor piamontés.

“Cuanto más me convenzo de que hablar sin necesidad no sirve de nada, más hablo. Especialmente entre mujeres”, le hace decir Pavese a esa mujer contenida, que vuelve a su tierra para rehacerse, y eso implica montar una tienda de moda. El relato es posterior a la guerra, el espectáculo, al regreso de un exilio económico en la década de 1980. La acción sucede siempre en Carnaval, en un clima de supuesta distensión en el cual el hedonismo es el caldo de cultivo del splín, la puerta a la nostalgia, al vacío ante lo que quedó.

Como en Devenir Felisberto, para el que trabajó sobre Por los tiempos de Clemente Colling, el dramaturgo y director se regodea en la construcción de un universo. Por ejemplo, la obra abre con Perfidia (la que va “Mujer / si puedes tú con Dios hablar”) aunque quizás llegue al pico de euforia cuando bailan Cara, un tema melódico que se impuso en el Río de la Plata como hit estival en la época en que el ítalo disco acaparaba ese tipo de espacios.

Hay un aire banal bien instalado, unos modos aprendidos y madurados, que no alcanzan a tapar la gravedad de los asuntos. El círculo es nuevo, las amigas inquietas, demandantes, los galanes algo inútiles pululan, la juventud contrasta, en su ir enhebrando antojos, con la obligación de empezar otra vez, de un cambio de hábito de orden social. Corre el espumante y la ropa de estreno, los chismes y los proyectos, pero a veces las malas noticias, como un suicidio, cortan en diagonal la escena.

Un encuentro casual de esta Clelia con una lectora curiosa dará pie para intercalar citas a Orlando, de Virginia Woolf, y Carol, de Patricia Highsmith, en una suerte de educación sentimental de la eventual amante y de índice para el espectador. Lo menos teatral, quizás, de estas Chicas, sean sin embargo los monólogos a cámara, como un diario personal subrayado. Hay una sentencia de Clarice Lispector apropiada para casos como este, en que es mejor no revelar tanto: “Pero ya que hay que escribir, que al menos no aplastemos con palabras las entrelíneas”. A>ML

Sólo las chicas, una producción de Los Cronopios Teatro, con dramaturgia y dirección de Domenico Caperchione, va en Teatro Circular (Rondeau 1388), Sala 2, los sábados a las 21:00 y los domingos a las 19:30. Localidades en venta por Tickantel y boletería de la sala a $550 (2×1 Comunidad la diaria). Elenco: Carla Moscatelli, Sofía Corso, Patricia Fry, Mariana Piven y Victoria F Astorucci. Diseño de vestuario: Mauricio Pera. Diseño de escenografía: Guillermo Ifrán. Realización audiovisual: Germán Nocella, Tatiana Datz.

Fuente: https://ladiaria.com.uy/cultura/articulo/2022/9/desexilio-con-antifaces-solo-las-chicas-en-la-sala-2-del-teatro-circular/

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La Educación Sentimental

Por: Juan José Silguero.

Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello.

     O. Wilde

   Cualquiera puede hacer lo que yo hago, siempre que trabaje lo que yo trabajo.

     J. S. Bach

   Los pelos de punta no son de fiar.

   Son caprichosos, volubles, carecen de toda lógica. Un éxito inesperado, un reconocimiento injusto, la ovación de una multitud, una melodía cualquiera, de escaso valor artístico, una cancioncita ñoña, un discurso emotivo, tu equipo favorito ganando la Champions… todo esto y mucho más provocará el extraño fenómeno, el cual, las más de las veces, no revela más que la exaltación enfervorizada del propio ego.

   No se me pusieron los pelos de punta la primera vez que escuché a Bach por cierto, ni cuando leí a Conrad, ni cuando conocí a mi mujer. Cualquier manifestación trascendente, del orden que sea, requiere siempre más o menos lo mismo: conocimiento, tiempo, perseverancia, y no simplemente la ilusa y engañosa rutilancia del oropel, por crepitante que sea.

   Existen acontecimientos profundos que nos provoca esta reacción, como situaciones estúpidas o frívolas que nos la provoca igual. Y, en la mayoría de los casos, su origen no es otro que el del sentimentalismo, el cual refleja la parte más emocional que habita en todos nosotros pero también la más superficial, la más frívola y la más vulgar. Sus lágrimas son las mismas de quien practica con regularidad el autocompadecimiento; su fruto es estéril, y tan vacío como el frasco de pintura gastado. Y cuanto más reclama esa parte tan ñoña a su portador, con más frecuencia se repite el incómodo fenómeno, y aquel que lo padece se tiene a sí mismo por muy sensible y no por muy superficial.

   El sentimental hace gala de una doble debilidad moral: es voluble, y es miope, lo que le ubica en una posición de manifiesta vulnerabilidad. Sus lágrimas se relacionan con el sentimiento legítimo del mismo modo que la hipocresía se relaciona con la verdad. Se parecen, al menos en su aspecto externo, pero su esencia íntima, su influjo y hasta su razón de ser son, de hecho, contrarias, y reflejan como ninguna otra cosa la falsedad que alberga aquel a quien tanto conmueven.

   Un sentimental es un hipócrita que no desea dejar de serlo ni siquiera consigo mismo.

   La sensibilidad también se desarrolla, la sinceridad también depende del esfuerzo. No viene de fábrica, sino que su afinación se determina en función del número y la calidad de las lecturas, el contenido de las audiciones, la variedad de los sabores, la complejidad de las relaciones, la intensidad de las vivencias. Es preciso dedicarle tiempo, como a todo lo que realmente vale la pena, motivarlo mediante la curiosidad, y perseverar. Es necesariamente humilde, roza el complejo, y su mayor aspiración no es otra que la de ser más en la vida, dejar atrás esa penumbra que todos habitamos y elevarse por encima de la vulgar rutina.

   El sentimental, en cambio, se cree con derecho a las más altas cumbres solo porque se conmueve; sin mover el culo del sofá, sin tener ni siquiera en cuenta si aquello que tanto le afecta posee el más mínimo valor. Es la pereza disfrazada de trascendencia, lo insignificante sosteniendo un cetro… Se asemeja a las niñas, adornándose con bisutería y diamantes de plástico e ignorando la verdad deliberadamente. No aspira a la verdad; aspira a entretenerse. Pero esa ingenuidad, encantadora en los niños, lo único que revela en el adulto es conformismo, desidia e inmadurez, y es capaz de inmovilizar a su víctima durante un tiempo indeterminado.

   Son aquellos que no varían sus gustos con el paso de los años, que hacen gala de opiniones inamovibles, de principios de acero, y que establecen la indudable calidad de todo lo que consumen solo porque les gusta.

   Y es que el sentimentalismo, fundamentalmente, es ignorancia.

   Y cuanto más ignorante sea su portador, más terminante se mostrará en sus convicciones, más crédulo ante los estímulos de ínfima calidad y más escéptico ante todo lo nuevo y diferente, persuadido de que la sensibilidad con la que originalmente llegó al mundo es más que suficiente para decretar el valor de todas las cosas, convencido de la suprema infalibilidad de sus «pelos de punta».

   Pero el botín más preciado no comparece por sí solo, por muy seguro que se muestre su buscador, sino que exige el perfeccionamiento de todos los medios implicados. No basta solo con desearlo. Las montañas que mueve la fe son insignificantes comparadas con las que mueve el conocimiento. Es como si alguien aspirase a ser rico solo porque lo desea mucho. Y, a su vez, el mayor valor del individuo, el del crecimiento personal, escapa al mero contacto con el azar, precisamente porque el azar, que tantas otras cosas otorga, se muestra del todo inútil aplicado al crecimiento, el cual solo acontece a quien se decide a recorrer ese sendero sin atajos que cada día cuenta con menos adeptos: el del esfuerzo.

   Lo que se obtiene de forma casual no proporciona crecimiento alguno, salvo a la hora de ampliar el pozo sin fondo del ego.

   Y cuanto más somero es el pozo, más ego contiene.

   Pero sus perezosos adeptos no quieren saber nada de esto, y, a día de hoy, aún menos. Prefieren engañarse, como los que dedican su tiempo de ocio a ver programas basura y argumentan llegar tan cansados a casa que lo último que les apetece es pensar.

   El resultado final no puede ser otro que el embotamiento de la percepción, la insensibilidad y el estancamiento.

   Ahora bien, en el mundo del arte hay un misterio aún no resuelto y que desconcierta a todos, especialmente a los más voluntariosos: la maestría no garantiza la calidad. La obra más compleja puede carecer de contenido; la más intrincada elaboración puede dar lugar al bodrio. Y una obra sin contenido es una flor sin perfume, un partido amistoso, un cuerpo sin alma… por muy estiloso que sea el cuerpo. Hay elementos que escapan a nuestros sentidos de carne pero no a nuestra percepción humana, y así es como debe ser, pues precisamente esa capacidad es lo que hace del ser humano algo extraordinario, excepcional. Es posible ignorar las leyes de la retórica y saber igualmente si quien te mira a los ojos te está diciendo la verdad. Por ese motivo, durante el sueño, cuando las barreras de lo coherente se disuelven, tenemos vía libre a los lugares más insospechados, pero también a los más sublimes. Todo aquello que podemos ver, oler, palpar, se halla limitado por su misma concepción material, aprisionado por su propia condición física.

   En cambio, aquello que escapa de los sentidos posee el carácter onírico de lo ideal. Y a ese lugar, a diferencia de la máquina más compleja, todos nosotros tenemos acceso.

   Esa es la gran paradoja: que el humano es un ser originalmente libre, condenado a galeras por su propio albedrio.

   El subconsciente es el carcelero de esa condena.

   Quien ama el arte, al igual que quien ama a las personas, no puede conformarse solo con su apariencia externa, sino que aspira, sobre todo, a su contenido.

   Y ese contenido no se muestra a quien no lo merece.

   La verdad del arte representa la virtud a la que todos aspiramos… lo ideal, lo incorruptible, aquello que nos hace humildes de inmediato.

   Una verdad que nada tiene que ver con los pesados grilletes del entendimiento.

Fuente del artículo: https://www.codalario.com/opinion/apartado-para-rotacion-de-informaciones-en-la-cabecera/opinion-la-educacion-sentimental-por-juan-jose-silguero_8244_34_25471_0_1_in.html

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