La gestión educativa fundamentada en evidencia científica

Por: Julio Leonardo Valeirón Ureña

La educación es un bien público y, como tal, no solo debe ser garantizado como derecho para todos, bajo la responsabilidad esencial del Estado y preservando los intereses colectivos de la sociedad, sino que, además, debe sustentarse en la evidencia científica.

Las ideas que a continuación expongo son el producto de nuestra particular experiencia y su reflexión, acompañado de la lectura de diversos autores sobre estos temas a lo largo de más de 30 años trabajando en el campo de la investigación educativa y psicosocial para tomar decisiones, tanto en el ámbito privado como público. Espero que puedan ser útiles.

Un principio y punto de partida el cual retomo de un artículo previo: una escuela, como un sistema educativo, que no se estudie profundamente tiene muy pocas probabilidades de cambiar para ser mejor.

Hay tres cuestiones importantes que quiero resaltar:

  1. Los seres humanos enfrentamos la realidad, sea esta social y/o natural, de manera permanente, situados en contextos particulares; y, en ese proceso, nos hacemos múltiples preguntas. Preguntas acerca de la realidad misma: sus causas y sus consecuencias; acerca de nosotros y nuestra relación con la realidad. Y como esas, muchas otras preguntas. Dichas cuestiones pueden ser y permanecer en el ámbito de lo concreto o, incluso, en la esfera de lo trascendente. Por supuesto, este proceso se enmarca en una realidad social y cultural, en la cual priman ideas, valores y actitudes muy variadas, en ocasiones incluso, contradictorias; pero como dice Parker Lichtenstein, “puede que sean implícitas, pero a veces, nos ponen a ver lo que queremos ver”.  De esa manera, participamos en un proceso de “construcción colectiva de dicha realidad”, tal y como nos plantearon hace ya mucho tiempo Peter Berger y Thomas Luckmann en su otrora controversial obra “La construcción social de la realidad”.
  2. En ese proceso histórico y permanente en que enfrentamos la realidad en su contexto y en su época, hemos construido diversas maneras de comprender la realidad. Así el sentido común o conocimiento ordinario, el conocimiento mítico – religioso, el conocimiento filosófico y el científico mismo se fueron desarrollando, permitiéndonos proporcionarle un marco a nuestra acción personal y colectiva, y a la búsqueda de explicaciones acerca de la realidad y los problemas enfrentados. Estas maneras de conocer nos sobreviven y, en ocasiones, se sobreponen una a la otra. Cuáles de estas perspectivas prima al momento de analizar una determinada realidad o tomar una decisión, es una cuestión importante. Se puede suponer que, dependiendo de la naturaleza de la realidad confrontada, haremos uso de una u otra forma de conocimientos de manera privilegiada.
  3. El conocimiento desarrollado deberá orientar, con más o menos posibilidad de éxito, nuestro accionar en la realidad.

Es decir: ENFRENTAMIENTO – DESARROLLO DEL CONOCIMIENTO – ACCIÓN son tres cuestiones dinámicas, que establecen entre sí una relación dialéctica en que una condiciona a la otra y viceversa.

Ejercicio profesional y conocimiento:

El estimado amigo Ramón Flores en su libro Formación de Directivos y Docentes: reflexiones y propuestas inicia el capítulo tercero que titula “El juego de la contracultura”, afirmando lo siguiente: “De todos los profesionales, ninguno es más influenciado por la cultura educativa en la que se educa que el docente. Pues este es el único profesional que desde niño ha visto a otros ejercer la profesión que eventualmente ejercerá. Por eso, al entrar en el aula el maestro lleva una visión del estudiante, del maestro, del centro educativo y de la educación. Y esa visión refleja parte de su formación profesional y parte de sus vivencias personales como estudiante”. De esta manera el docente, el director de centro, así como los técnicos y funcionarios del sistema educativo, señala Flores, laboran de “conformidad con lo que aprendieron” en su experiencia personal, “y ¿qué aprendieron?”: que la educación es una actividad marginal, que el currículo es material para impresionar a extranjeros, que el libro es un instrumento político y no un elemento fundamental para educación de calidad, que la educación pública es educación de pobres, que los pobres aprenden menos, que no existe  una correlación entre la promoción y el aprendizaje, que todos los niveles enseñan lo mismo, que el aprendizaje de los estudiantes no es la finalidad del sistema educativo, y que, finalmente, aprendieron que no hay que esforzarse demasiado”.

Puede ser que adquiramos determinados conocimientos en nuestra formación profesional, pero al mismo tiempo vamos teniendo diversas experiencias que nos permiten construir “nuestras propias teorías de las cosas”. Se habla incluso de “teorías implícitas” que se van construyendo históricamente, y que muchas veces, se anteponen al conocimiento teórico formal adquirido en nuestros años de educación formal y profesional.  Se esperaría que esas teorías implícitas puedan ser “sustituidas” a lo largo de la formación profesional, o por lo menos, relativizadas. Esto no siempre es así. Para un exhaustivo análisis del tema recomiendo el texto de J.I. Pozo et al (2006, 2009). Nuevas formas de pensar la enseñanza y el aprendizaje. Las concepciones de profesores y alumnos.

Recordemos, como bien decía Ortega y Gasset: “Las creencias constituyen la base de nuestra vida”.

La gestión pública en nuestro país en el ámbito educativo, de manera general, se ha ido desarrollando de “espalda al conocimiento científico” y sustentándose en las ideas y experiencias personales. Los informes de investigación y evaluación de los procesos y resultados generalmente reposan en los anaqueles de las oficinas, sin ser estudiados y analizados a profundidad para la toma de decisiones. Desde los ámbitos que me ha tocado gestionar dichas acciones se han promovido encuentros, talleres, informes ejecutivos y otras estrategias, para acercar a quien toma decisiones políticas y/o técnicas, a la evidencia científica.

Podemos seguir ignorando lo que la realidad nos plantea, pero ¿hacia dónde esto nos conducirá?

A principios de los años 90, llevé a cabo otro estudio sobre el impacto del Programa radial “Aprendamos matemática por radio” que transmitía la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos, a través de Radio Educativa, a un grupo de centros educativos en las regionales de Santo Domingo (Regionales 10 y 15). Durante todo un año se hicieron observaciones de aula que proporcionaron valiosas informaciones cualitativas que permitieron, posteriormente, explicar las diferencias altamente significativas entre una muestra de escuelas que participaron en el programa en contraste con otro grupo de escuelas equivalentes, pero que no habían participado en el mismo. La enseñanza de la matemática a través de ese programa resultó altamente efectiva. Al año siguiente, “extrañamente”, no se siguió trasmitiendo dicho Programa.

Los estudios del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación e Investigación de la Calidad de la Educación (LLECE), Primero, Segundo y Tercer estudio regional comparativo en tercero y sexto de primaria, mostraron que una de las variables que mejor explicaba los resultados de nuestros estudiantes era la percepción positiva que estos tenían del aula y la escuela, así como el número de horas efectivos en que los y las estudiantes son expuestos en el aula. Es decir, a mayor número de horas de trabajo en el aula en un ambiente positivo, mayores logros de aprendizaje alcanzados. Del segundo de estos estudios, incluso, se desarrollaron propuestas interesantes como “aportes para la enseñanza de la lectura, la matemática y las ciencias naturales”. No tuve evidencia de que los mismos fueran utilizados para el desarrollo de la capacitación docente.

Los estudios internacionales PISA (Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes) y ICCS (Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadanía) muestran que nuestros estudiantes de 15 a 16.4 años, en el primero, y los del antiguo 8º de primaria en segundo caso, no logran alcanzar niveles significativos de aprendizaje en las áreas evaluadas. De igual manera sale a flote el incumplimiento del horario y el calendario escolar, entre otros factores.

Las tres evaluaciones diagnósticas llevadas a cabo por la Dirección de Evaluación y Control del Ministerio de Educación en 3º (2017) y 6º (2018) de primaria, y 3º (2019) de secundaria, han puesto de relieve el bajo porcentaje de estudiantes que alcanza el nivel satisfactorio en las áreas evaluadas. ¿Qué han significado estas recientes evaluaciones?

La evidencia aportada por el estudio sobre el dominio de la matemática que debe enseñar el maestro en el primer ciclo de básica (1º a 4º), realizado en el IDEICE (Instituto Dominicano de Evaluación e Investigación de la Calidad Educativa) en el año 2014, puso de relieve que el 63.3% de los docentes que participaron en el mismo, obtuvo calificaciones por debajo de 65 puntos, que es el “puntaje de corte” para que un estudiante de primaria pueda “pasar la asignatura o de curso”, y que sólo una maestra dio muestra de dominio del contenido de dicha prueba. ¿Es posible esperar que los estudiantes alcancen mayores logros de aprendizajes que los de sus propios maestros? ¿Cuáles orientaciones se tomaron al respecto?

La evaluación del desempeño docente realizada por el IDEICE con la asesoría técnica de la OEI (Organización de Estados Iberoamericanos para la educación, la ciencia y la cultura), mostró que el porcentaje de maestros de aula con resultados por encima de 90 puntos (categoría “destacado”) fue solo el 2.90%; categoría “competente”, 23.90% y el resto, el 73.20%, estuvo en las categorías “básico” e “insuficiente”. Cada docente de aula, como también cada Centro Educativo, pudo contar con un informe personalizado colgado en la web, donde se plasmaban las evidencias por indicadores de calidad. Tengo dudas de que dichos resultados generarán acciones importantes al respecto.

Los resultados en las Pruebas Nacionales, suspendidas desde el año pasado “por razones de la pandemia”, han mostrado año tras año, los bajos logros alcanzados por los estudiantes tanto en el nivel primario como secundario. Esa es una historia de muy larga data.

Todas esas informaciones reposan en informes técnicos, presentaciones, boletines que, de haber sido consideradas con detenimiento, es probable que los procesos de gestión escolar presentaran resultados distintos y nuestros estudiantes mostraran mejores logros de aprendizaje.

Por supuesto, el momento que vivimos generado por la pandemia por el coronavirus es algo excepcional, no esperado y al principio, incomprendido por todos. En ese entorno aún incierto, se hace más perentoria la necesidad de un liderazgo visionario al mismo tiempo que practicante, como bien señalaba Jaime Grinber (1999)[2]. Visionario por el ejercicio de una capacidad de visualización del futuro en medio de incertidumbres, pero practicante en el sentido de ejecutar las acciones necesarias que hagan posible la visión.

Resultan interesantes las cinco características que Grinber expone para el desarrollo de un liderazgo educativo efectivo:

  1. Ser un intelectual de visión crítica, con las habilidades y conocimientos necesarios para crear y facilitar espacios para la participación y el cambio.
  2. Contar con una serie de actitudes como base para el cambio y la transformación desde el aula y la escuela.
  3. Ser un indagador, cuestionador y problematizador de los diferentes actores educativos, respecto a las condiciones en que viven, al mismo tiempo que un buscador y formulador permanente de acciones alternativas, que procuren “desarrollar comunidades de aprendizaje”, donde se pueda experienciar la participación, la equidad, la diversidad y la justicia social.
  4. Un articulador, conceptualizador, creador y promotor de espacios y posibilidades para el cambio crítico y efectivo y, por último,
  5. Impulsor del trabajo en equipo y facilitador de las iniciativas de los diferentes actores educativos.

Estas cinco características planteadas por Grinber, deberán promover en los actores educativos la conciencia y la actitud, la necesidad y motivación hacia el cambio. Si no somos capaces de asumir ese liderazgo que traspase la frontera de lo particular, es muy poco lo que al final podamos conseguir.

La educación es un bien público y, como tal, no solo debe ser garantizado como derecho para todos, bajo la responsabilidad esencial del Estado y preservando los intereses colectivos de la sociedad, sino que, además debe sustentarse en la evidencia científica, dejando de lado las ideas personales, que por muy buenas que estas sean, no nos proporcionarán respuestas distintas a las que ya sabemos. Y es que esa es la función de la investigación científica, proporcionar respuestas distintas a las que son nuestras expectativas personales.

En ese sentido resulta interesante lo señalado por Rita Locatelli[3], a propósito de las diversas facetas de este principio de la educación como bien público:

Como planteamiento/visión: reafirmar una visión humanista de la educación en contraste con un enfoque más utilitario.

Como enfoque político: preservar el interés público y el desarrollo social/colectivo en contraste con una perspectiva individualista.

Como principio de gobernanza: reafirmar el papel del Estado como garante/custodio/encargado principal de la educación a la luz de la mayor participación de agentes no estatales a todas las escalas de la actividad educativa.

Debemos dejar de seguir trillando el camino de las buenas intenciones. Definitivamente eso no ha bastado y, mucho menos, ha sido sufiente.

[1] Revista de Gestión Educativa. Número 1, año 2014. Ministerio de Educación de la República Dominicana. Santo Domingo.

[2] Grinber, J. Liderazgo educativo, desafíos y posibilidades para el futuro de la educación. El papel del docente líder. En Liderazgo educativo DESAFIOS Y POSIBILIDADES PARA EL FUTURO DE LA EDUCACION. EL PAPEL DEL DOCENTE LIDER * por Jaime Grinberg – PDF Descargar libre (docplayer.es)

[3] Locatelli, R. (2018). La educación como bien público y común. Reformular la gobernanza de la educación en un contexto cambiante. En La educación como bien público y común. Reformular la gobernanza de la educación en un contexto cambiante (scielo.org.mx)

Fuente: https://acento.com.do/opinion/la-gestion-educativa-fundamentada-en-evidencia-cientifica-9005861.html

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Hacia el aprendizaje colaborativo en el propio ejercicio profesional (sobre la formación y la carrera del profesorado)

Mariano Fernandez Enguita

La constatación reiterada de la amplia complejidad y la rápida evolución de la función docente conduce de modo inevitable al problema de la formación, en un camino que típicamente se bifurca entre la formación inicial, que es ya habitual juzgar insuficiente e inadecuada, y la formación continua, siempre cuestionada en su oferta y casi siempre decepcionante por sus resultados. No puede sorprendernos que sea difícil para la profesión docente, por su misma esencia, evitar la identificación y confusión de aprendizaje, educación y enseñanza, reduciendo cada uno de ellos al siguiente, pues en eso ha consistido históricamente la escolarización, en la institucionalización de la educación y del aprendizaje, y ese es, por tanto, el suelo en el que ha crecido y del que se alimenta el colectivo. Pero la sociedad de la información, y en particular el despliegue del ecosistema digital, ha venido ensanchando cada vez más la distancia entre aprendizaje, educación y enseñanza. Siempre ha habido aprendizaje (un sujeto que aprende) sin educación (sin otro que le guíe en ello), pero la novedad es que, con la ubicuidad, accesibilidad y casi gratuidad de la información y el conocimiento, ahora el hiato se expande de manera acelerada y no va a dejar de hacerlo. Por si fuera poco, la misma dinámica afecta a la distancia entre educación y enseñanza, pues el nuevo entorno informacional multiplica las oportunidades de acceso a los expertos (en línea, en comunidades de interés), a los iguales que actúan ocasional o parcialmente como tales (aprendices avanzados, mentores…) y a recursos pasivos (vídeos, demostraciones, tutoriales…) o interactivos (software), es decir, a la educación al margen de la enseñanza y de la escuela.
Una formación más colaborativa
 
Hoy y aquí no voy a ocuparme de los alumnos sino de sus profesores; no de los trabajadores en general sino de la profesión docente en particular, para lo cual es igualmente cierto lo ya dicho. No sólo igual, sino más, dado que buena parte del saber y el saber hacer de los docentes son del tipo que se ha llamado conocimiento tácito (M. Polanyi), conocimiento que no se vierte ni formaliza en instrucciones, manuales, guías o ensayos, quedando ahí y así al alcance de otros, sino que se difunde, si es que lo hace, esencialmente a través de procesos informales y sólo en parte intencionales, como son la imitación, la conversación, la colaboración o la mentorización. Paradójicamente, ese aprendizaje se asemeja mucho menos al del alumno en la escuela que al del aprendiz en la práctica del oficio, pues no discurre como la transmisión de una información a través de la lección y el estudio sino como práctica formativa, más o menos estructurada, compartida en una comunidad profesional, como participación en una comunidad de práctica.
Esto tiene varias consecuencias sobre la formación docente, sea esta inicial o ulterior, propedéutica o en el trabajo, en el aula o fuera de ella. En la inicial cabe distinguir la formación universitaria previa, de la no me voy a ocupar aquí aunque sí diré una palabra al final, y la iniciación en el proceso de trabajo, llámese prácticas, prácticum, introducción, inducción, MIR docente o de cualquier otro modo. Lo esencial a señalar es que debe diseñarse como un proceso más prolongado, en el que el profesor novel esté siempre acompañado en el aula por otro(s) experto(s), apoyado con mecanismos específicos para la reflexión sobre su progreso práctico (videograbación, microenseñanza, estudio de clase…) y que sea además la etapa final de la selección inicial, es decir, que haya que demostrar a lo largo del mismo, y no solo en un ejercicio alejado del aula como es el concurso oposición, la idoneidad para la función docente.
También a la hora de la formación continua habrá que tener en cuenta que el aprendizaje del profesor se desenvuelve, en muchos aspectos y ámbitos, mejor sobre el terreno y en la acción que con el libro o en el pupitre de alumno. Es razonable que el uso de una hoja de cálculo para recopilar y analizar datos del alumnado pueda aprenderse a través de un tutorial o en línea, o que una introducción al estado del arte en psicología cognitiva pueda organizarse como un curso académico en el estilo magistral más clásico, pero la configuración de un aula flexible, la gestión de un proyecto STEAM, la puesta en marcha de una clase invertida o el apoyo al trabajo de los equipos de alumnos en que se divide un grupo se aprenden mejor –y tal vez únicamente– sobre el terreno y con un educador ya experto al costado, sea para observarlo, imitarlo o ser aconsejado o corregido por él.
Aprender en el ejercicio profesional
 
Pero lo esencial no es ya esto sino, sobre todo, el trabajo cotidiano en el aula. Lo que distingue a un profesional (siempre que entendamos el término profesión en sentido fuerte, como una ocupación en la que el trabajador necesita un alto nivel de cualificación y dispone de un amplio grado de autonomía, como es el caso del profesorado), de un operario (es decir, de quien manipula o procesa algo, sea material o inmaterial, como es la información, siguiendo unas reglas claramente predefinidas) o de un peón o auxiliar (o sea, de quien realiza un trabajo lo bastante impreciso para que no pueda ser encomendado a un automatismo pero lo bastante simple como para ser realizado con la capacidad general, no cualificada, que la persona típica siempre tiene), es que la impredecibilidad y la complicación o la complejidad (que no son lo mismo) del trabajo cotidiano obligan constantemente a discernir, decidir y, con ello, a aprender; pero a un aprendizaje que requiere ya por sí mismo una base de conocimiento avanzada, pues no se trata de aprender a no tropezar con la misma piedra, cosa que ya sabemos que puede hacer un burro, sino de interpretar situaciones no conocidas para extraer datos, patrones y reglas aplicables a situaciones nuevas, etc.; no se trata de aprender rutinas preexistentes ni de probar respuestas intuitivas, sino de elaborar soluciones más o menos complejas a tareas o problemas que antes, al menos desde la perspectiva del implicado, no las tenían. Es el sentido que cabe dar al concepto algo bizarro propuesto por Castells: trabajadores autoprogramables.
Necesitamos ir todavía un paso más allá para comprender lo que significa el aprendizaje en el ejercicio profesional del docente. Un piloto aéreo y un docente son ambos profesionales, pero son bastante distintos. Un piloto necesita más tiempo y en todo caso más recursos para formarse, gana más, debe tomar decisiones de efectos más inmediatos y tal vez irreversibles, etc. Pero la realidad es que, en comparación con un maestro en un día de clase, un piloto tiene que tomar muchas menos decisiones (por eso existe el piloto pero no el maestro automático), afronta menos imprevistos y va a aprender bastante menos en una jornada de vuelo. La diferencia consiste en que el trabajo del piloto está ya muy normalizado y la recogida y el procesamiento de la información pertinente, así como su análisis y buena parte de las decisiones consiguientes, están ya incorporados a los mecanismos

automáticos de la aeronave, aun cuando el piloto pueda optar entre delegarlas o recuperarlas. No faltan los imprevistos, ni por consiguiente los nuevos aprendizajes, pero el proceso está ya tan normalizado y es tan normalizable que, de hecho, estos nuevos elementos, si tienen cierta relevancia y una vez que se consideran adecuadamente identificados y formulados, se incorporan de inmediato al diseño técnico de las nuevas aeronaves (o incluso de las viejas) o a las normas universales que se aplican a su operación. La versión extrema de esto, que no tardará en llegar al transporte aéreo, puede verse ya en los automóviles autodirigidos, en los que la presencia del conductor es solo un recurso de última instancia (quizá más útil a la hora de legitimar las pruebas ante la opinión pública que a la de mejorar la conducción o su seguridad) y los resultados del aprendizaje (no sólo los derivados de accidentes sino otros muchos, de todos los días, que no llegan a los medios) son inmediatamente incorporados al software y, así, generalizados a todos los vehículos (o al menos a los de una marca). Compárense estas actividades con la docencia, donde todo el énfasis del mundo sobre las buenas prácticas, las prácticas de éxito, la evidencia científica disponible, etc., conduce una y otra vez a la decepción, pues la bondad o el éxito en un contexto no garantizan en modo alguno su reproducibilidad en otro. No es que no se aprenda nada, sino que lo aprendido nunca es suficiente por sí mismo porque ni los contextos son lo bastante parecidos ni los procesos, sobre todo, son lo bastante normalizables; en otras palabras, porque es un conocimiento difícilmente transferible entre personas y entre contextos.

Sin embargo, el modelo escolar dominante, que es el del profesor permanentemente aislado en su aula y con su grupo, opera justo en sentido contrario, reduciendo al docente a una soledad de ejercicio que solo lleva a no aprender, o hacerlo de manera muy limitada, y a perpetuarse en los mismos errores, o incluso a profundizarlos. Es la cara oscura de que cada maestrillo tenga su librillo. Incluso en el marco de este modelo, o con mayor razón dentro del mismo, el aprendizaje profesional requiere tiempos y espacios compartidos con otros miembros de la profesión: como poco, salas de profesores o seminarios que se utilicen para algo más que el desayuno de media mañana y la reunión ocasional del claustro y tiempos de permanencia, fuera de los lectivos, más allá de los necesarios para guardias y sustituciones, atención a servicios auxiliares y reuniones obligadas. En suma, espacios y tiempos informales en los que los profesores puedan intercambiar información, comunicarse experiencias, compartir problemas y soluciones, aprender juntos o simplemente conversar. Por desgracia, la presión constante por la reducción de los horarios y el calendario lectivo y de permanencia, la ofensiva interminable por una jornada matinal y la interesada confusión de los horarios docente y discente han tendido a hacer de los centros, y en particular de los funcionarizados centros públicos, una especie de oficinas por horas en las que el profesorado sólo se encuentra lo imprescindible, inviabilizando el aprendizaje en colaboración o reduciéndolo, como suele decirse, a voluntarismo.
La pesada herencia del aula
A esto debe añadirse que la mejora y la innovación educativas se juegan hoy, ante todo, en el nivel meso, no tanto en las políticas generales ni en la práctica individual, aunque nadie cuestiona su importancia, sino en los proyectos de centro, los equipos docentes y las redes trans-centros, que para existir siquiera y para alcanzar alguna vigencia necesitan esos espacios (físicos, pero también virtuales) y tiempos (sincronizados, pero también asíncronos) compartidos. En otras palabras, hay que devolver el tiempo de trabajo del profesor al centro. El patrón por el que el profesor viene al centro, da sus clases, arregla cuatro papeles y se va a su casa, cuanto antes mejor, a estudiar y hasta la próxima, pudo tener sentido como parte del modelo del docente transmisor, el aula-huevera y la enseñanza de talla única, pero lo ha perdido por completo en el contexto de la sociedad de la información y el conocimiento, el ecosistema digital y una prolongada escolarización universal que se quiere igualitaria, en los que el educador debe convertirse en diseñador de entornos, situaciones, experiencias, proyectos y trayectos de aprendizaje. El profesorado, aun con toda la libertad necesaria para desplegar su actividad no docente donde y cuando convenga, debe volver por defecto al espacio y el horario escolares, si bien es cierto que esto requeriría cambios radicales en las condiciones de trabajo e incentivos adecuados.
En el ecosistema digital de aprendizaje, la parafernalia pasiva y en serie formada por el libro, el cuaderno, la pizarra, etc. es sustituida por dispositivos y programas altamente interactivos y personalizables; la colaboración entre iguales, que había sido desdeñada o prohibida, resurge con fuerza porque ya no depende de la copresencialidad ni de la sincronía; la comunidad, que había sido contenida fuera de los muros del aula y la escuela, está de nuevo al alcance sin restricciones distales, temporales ni económicas; en consecuencia el aprendizaje recupera el terreno perdido frente a la enseñanza, así como lo hace la actividad discente frente a la transmisión docente, y el modelo broadcast, o lectio, en el que un solo profesor enseñaba a un grupo de alumnos en un aula, diseñada físicamente como auditorio y organizativamente como audiencia, pierde ya todo sentido. La generalización de recursos materiales que son activamente educativos y la recuperación de los iguales como co-educandos y co-educadores revaloriza el trabajo individual y el pequeño grupo, mientras que las economías de escala en las actividades de pura transmisión, como la clase magistral, en la distribución del espacio o en el equipamiento digital empujan hacia la formación de grupos más grandes: es el modelo de la hiperaula que se va asumiendo en buena parte de la innovación educativa más reciente (aunque venga de lejos), visible en la Escola da Ponte, el CFP Padre Piquer, el proyecto Horitzó 2020, la red Teach for One, los centros diseñados por el estudio Fielding & Nair, etc., etc. En este modelo, al grupo discente más amplio se asocia un microequipo de docencia compartida (tres o más educadores) que, además de ser más flexible y eficaz y permitir mejores combinaciones de especialidades, facilita asimismo, entre los docentes, la transmisión y compartición de técnicas, experiencias, habilidades…, y en particular la iniciación de profesores los noveles; en suma el aprendizaje colaborativo en el ejercicio mismo de la profesión.
Y una coda sobre redes y universidades
 
Resta añadir que, aunque pueda tener en el espacio de la hiperaula y la docencia compartida del microequipo su principal escenario, el aprendizaje colaborativo del docente no ha de verse restringido ni a ese espacio ni a ese grupo. En la profesión docente hay ya una larga tradición de redes colaborativas y de aprendizaje que, como los viejos movimientos de renovación pedagógica o las nuevas comunidades virtuales (y múltiples otras formas mixtas o simplemente distintas), han servido al trabajo conjunto de profesores que, sin estar en un mismo centro, compartían proyectos de mejora o innovación, focos de interés definidos por el contenido o el método, etc., atravesando distancias físicas, divisorias administrativas y, a menudo, demarcaciones disciplinares. Hoy esto resulta más practicable gracias a la superación de los límites espaciales y temporales que permite el nuevo entorno digital.
Permítaseme cerrar con unas pocas palabras sobre lo que dije que no trataría en este texto, la formación universitaria, pero solo para señalar la triste paradoja de que sea esta, en particular las Facultades de Educación, la que más se resiste a la transformación de la estructura profunda del aprendizaje y la enseñanza y, por tanto, el mayor o, al menos, el primer obstáculo para ésta. Dados el elevado nivel tecnológico de las universidades, la dimensión investigadora de sus profesores y su invariable apuesta por la innovación, ahí tenemos justamente el mejor indicio de que no se trata sólo de cambiar las mentalidades (que también), sino las estructuras en las que nos movemos y que nosotros mismos reproducimos.
Fuente: http://blog.enguita.info/
Fuente de la imagen: https://gesvin.files.wordpress.com/2018/01/aprendizajecolaborativo5ventajasinspirarc3a1n-artc3adculo-bloggesvin-e1515498622880.jpg?w=596&h=392
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