Por: Amador Fernández Savater
¿Es la lectura algún tipo de experiencia subversiva hoy día? ¿Habilita modos de estar en el mundo heterogéneos, a contracorriente o en ruptura con los hegemónicos?
Sabemos que fue así en el pasado. Lo demuestra por ejemplo Germán Labrador en Culpables por la literatura, un formidable trabajo histórico-ensayístico sobre la contracultura española a lo largo de tres generaciones: los progres del 68, los libertarios del 77 y los modernos del 84.
Labrador parte de la idea de que el franquismo no fue solo un régimen político o una ideología autoritaria, sino también la producción y reproducción de un tipo de cuerpo: unos afectos y unos hábitos, una percepción y una sensibilidad, unas capacidades y unas intolerancias. A través de las instituciones disciplinarias del momento, mediante la represión y la violencia, el franquismo fabrica en serie un tipo de cuerpo a partir del mismo patrón: el cuerpo del líder –y de su consorte, modelo femenino– como imagen a imitar, replicar, encarnar.
Si el poder tiene una dimensión somática, la revuelta también: la contracultura consistió en deshacerse de ese cuerpo impuesto y darse otro, capaz de sentir, pensar y hacer distinto. Una transformación a la vez feliz y dolorosa, festiva y a la vez violenta, como testimonia la figura de Leopoldo Panero que dijo: “Yo me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”.
Se trataba de desaprender físicamente la dictadura: en los movimientos estudiantiles, los espacios homosexuales, a través de la música, las drogas… o la literatura. Esta funcionó entonces como tecnología de liberación, como territorio y materia de las transformaciones. La lectura movilizaba el deseo de vivir otra vida, de convertirse en otro, de ser otro. Un lobo estepario, el volcán de Lowry, Rimbaud, Artaud o el Capitán Trueno para la imaginación infantil: ser en todo caso un cuerpo capaz de vivir aventuras, más allá de la vida encogida bajo el franquismo.
La literatura concedía “un traje de Superman”, dice Labrador, a través del cual vivir dos vidas, muchas vidas, con la imaginación espoleando al deseo para funcionar de otro modo y querer otras cosas. Es el “lector arrebatado” dispuesto a vivir según el lenguaje, a creerse lo que lee, a encarnar las lecturas. La emancipación no solo ocurría en los espacios propiamente políticos, sino también en los cuartos, en las actividades aparentemente privadas, en los sueños.
El franquismo se hunde cuando ya no es capaz de inscribirse en los cuerpos. Ese es el fondo oscuro e inadvertido de la batalla por el cambio sobre el cual sucede la transición española. Y es lo que nos permite ver y valorar mejor el libro de Germán Labrador.
¿Y hoy, implica la lectura algún tipo de revuelta? Se me ocurren al menos dos respuestas positivas posibles.
La primera dice más o menos así: vivimos actualmente en la sociedad del espectáculo donde el mundo se nos presenta a diario como un conjunto de fogonazos mediáticos sin vínculos ni memoria. Nada lleva a nada y todo se evapora de inmediato. Lo que esta sociedad fabrica en serie es el “espectador” o el “opinador” de las redes sociales: un sujeto gregario y morboso, manipulado y desinformado, volátil y amnésico. En el fondo un no-sujeto.
En sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Guy Debord opone justamente el lector al espectador. El cuerpo del lector al cuerpo del espectador. Frente a la imagen donde “se puede yuxtaponer de todo”, que “no deja tiempo a la reflexión” y nos reclama pura “adhesión a lo existente”, la lectura es subversiva porque nos “exige un verdadero juicio a cada línea y solo ella puede darnos acceso a la vasta experiencia pre-espectacular”.
La lectura para Debord es el ejercicio crítico por excelencia. A través de un esfuerzo lineal y progresivo, se sigue un razonamiento, se comprueba si se sostiene, si una cosa se deduce de la otra. La lectura es una práctica de descodificación de sentido donde se discrimina lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo. El sujeto crítico es un lector y sobre todo un lector del mundo, capaz de atravesar la opacidad estratégica del espectáculo y leer la realidad como se lee un texto. En ese libro Debord se presenta a sí mismo como el último gran lector, calificado para relacionar los hechos y pensar históricamente lo que se presenta como fenómenos aislados y sin pasado.
La dimensión subversiva de la lectura ya no habría que buscarla entonces en su capacidad utópica de plantear otros mundos posibles, sino en los superpoderes de la razón, la lógica y el conocimiento histórico dentro de un mundo que nos quiere fundamentalmente estúpidos.
Una segunda respuesta positiva sería la lectura como ejercicio de transformación de uno mismo. La lectura como “ejercicio espiritual”, podríamos decir siguiendo a Pierre Hadot, que nombra así las prácticas de auto-transformación entre los filósofos (estoicos, epicúreos, cínicos) de la Grecia antigua. ¿En qué sentido sería subversiva hoy la lectura como ejercicio espiritual?
El neoliberalismo también es un poder que produce y reproduce un tipo de cuerpo: en este caso el de un sujeto siempre movilizado, disponible y conectado, en constante superación de sí mismo y competencia con los demás, azuzado por la obsesión de “siempre más” (más rendimiento, más productividad, más consumo, etc.). El cuerpo-modelo a imitar hoy sería el del deportista, el youtuber, la celebridad…
La lectura, entendida como ejercicio espiritual, crea una forma de vida bien distinta: como disciplina de la atención, del estar-ahí y no en mil sitios y ninguno a la vez; como interrupción a través del silencio y del recogimiento de la carrera enloquecida del hámster en su rueda; como actividad que lleva incorporada la recompensa en sí misma y no es solo medio o instrumento de una finalidad exterior…
La lectura es un ejercicio de “pasividad activa”: por un lado, supone entrar en el mundo que otro te propone, salir de uno mismo y dejarse afectar; por otro lado, exige responder a lo que se lee y ser capaz de crear sentidos propios. El cuerpo que lee es muy distinto por tanto al sujeto incapaz de vérselas con la alteridad y al sujeto que se limita a consumir lo que se le presenta empaquetado.
El lector no se desconecta del mundo, sino que lo habita de otro modo, experimentando con los sentidos, poniendo en relación lo que lee y lo que ha leído, lo que lee y lo que ha vivido. Altísima intensidad de una inmovilización tan solo aparente, el cuerpo del lector corta en seco la fuga hacia adelante del sujeto de rendimiento neoliberal y hace una experiencia plena del presente.
Del lector arrebatado al lector disciplinado: los superpoderes que nos otorga la lectura hoy son distintos a los del pasado. No tanto imaginarnos seres distintos, como estar más presentes. No tanto vivir dos vidas, como intensificar la vida que hay. No tanto fugar hacia un mundo alternativo, como estar aquí y ahora.
Lectura como ejercicio utópico, lectura como ejercicio crítico, lectura como ejercicio espiritual: el mundo y las formas de dominio cambian, pero la lectura encuentra siempre el modo de ser una revuelta.