Por: Juan Carlos Yáñez
Con el inicio del ciclo escolar 2022-2023, México comienza otra etapa en la ola reformista. El siglo veintiuno es testigo de una epidemia de reformas en la educación básica y media superior (bachillerato) que, sin embargo, no produjeron los cambios prometidos, entre otras razones, porque no han tenido tiempo de ser implantadas, adecuadamente acompañadas y evaluadas para su mejora.
En la escuela primaria, por ejemplo, hubo un plan de estudios en 2011, otro en 2017 y ahora se realizará un pilotaje, con diseño metodológico no difundido todavía, así como dudas no aclaradas o desdeñadas por el ministerio nacional, la Secretaría de Educación Pública.
Transcurrida la parte más crítica de la pandemia, mal manejada en educación y peor en sanidad, las evidencias cuantitativas que arrojan distintas instituciones no gubernamentales reflejan un agravamiento de los problemas que ya atravesaba el sistema educativo.
Especialmente inquieta la impavidez gubernamental frente a las cifras del abandono escolar, estimadas en un millón 800 mil estudiantes, en un sistema educativo que antes de la crisis sanitaria global superaba una matrícula de 35 millones. La pérdida o pobreza de aprendizajes, calculada más por percepciones que por un diagnóstico fiable, varía entre uno y dos años. Los desafíos que configuran ambos polos son monumentales, a cambio, se ofrece resolverlos con discursos y actos de fe, no obstante su persistencia, endémica en el tercer sistema educativo más grande del continente.
A pesar del intento de desmarcarse de las reformas recientes, acusadas de neoliberales, privatizadoras y otros adjetivos emparentados, la modificación a los planes de estudio de preescolar, primaria y secundaria corre paralela a las propuestas diseñadas en el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, suscrito en mayo de 1992, regado con agua de la fuente donde nació el neoliberalismo mexicano. En aquel documento se postularon tres grandes ejes para la modernización educativa: reorganización del sistema, reformulación de contenidos y materiales y revaloración del magisterio, calcadas con similitud notable treinta años después.
Podrán esgrimirse razones distintas entre el Acuerdo firmado por el padre del neoliberalismo mexicano, Carlos Salinas de Gortari, y el antineoliberal confeso que gobierna el país, Andrés Manuel López Obrado. Pero eso no es lo central. Importa más la ausencia de un diagnóstico sobre los problemas y las fallas en la gestión pública en la materia, explicada quizá por el lugar que realmente ocupa la educación en la política nacional e ilustrado por el hecho de que en cuatro años hubo tres ministros de Educación, como ocurriera el sexenio anterior, y en ambos periodos, con perfiles más políticos y cercanos a la figura presidencial, que a la vida escolar del país y su compleja y enorme magnitud.
Como el sexenio pasado, esta vez también se aplicará un nuevo plan de estudios en el último año gubernamental. Como entonces, con deficiencias en la capacidad de comunicación con el gremio magisterial, lo que dio pie a confusiones y vacíos que parieron temores, desprestigio y rechazos anticipados.
Los planes de estudios 2022 tienen la impronta del gobierno federal: apresuramiento, inconclusión, incoherencias, vacíos y lagunas estructurales, pero que se presumen como grandes logros. Así ocurrió con un aeropuerto internacional escaso de vuelos, con deficiencias logísticas, poco concurrido y montado sobre la necedad, que se presume como el mejor de Latinoamérica, aunque no aparezca así en los catálogos internacionales. Fue el mismo caso con la refinería Dos Bocas; con los llamados “bancos del bienestar”; el discurso hueco de la Nueva Escuela Mexicana y la red de universidades Benito Juárez, un conjunto de instituciones educativas precarias asentadas en lugares donde no existía oferta de enseñanza superior, que ofrecen una carrera profesional pero no realizan las funciones sustantivas de lo que en el mundo se conoce como una universidad. Además, no evaluadas bajo ningún patrón externo y acusadas de mal trato laboral, ineficiencia y escasa calidad.
Con ese ADN nace el nuevo plan de estudios para preescolar, primaria y secundaria, con una perspectiva que pretende alejarse de los manuales tradicionales que condujeron estos procesos, aspecto que resulta en abstracto encomiable, pues las fórmulas ensayadas no ofrecieron resultados alentadores y se precisaban caminos alternativos.
Al plan de estudios se le acusa de “ideologizador” o sobrecargado de discursos que sostienen la visión del gobierno de la llamada “Cuarta Transformación”, en cuya crítica late la idea de que los profesores son de plastilina, como definió el experto Manuel Gil Antón, y se amoldarán a lo que dicte un documento sin más. No es la ecuanimidad lo abundante en este momento de polarización.
Sostengo que al plan le fallan tres grandes capacidades: las de diagnóstico, proyecto y comunicación; frente a las dos primeras falencias, la tercera agrava los efectos, pues suscitó en meses pasados una ola de desinformación inatajable para los documentos y declaraciones oficiales.
Del plan de estudios destaco cuatro virtudes, al mismo tiempo riesgosas: una forma de organización no centrada en materias, autonomía curricular y del magisterio, preeminencia del trabajo por proyectos y problemas, así como la oportunidad/exigencia de que los colectivos docentes sean responsables del codiseño del plan y convertirlo en un proyecto educativo específico para cada centro.
De esas virtudes a la construcción de las prácticas curriculares y del aula en cada escuela, hay un camino difícil, que puede resultar espinoso para muchos y clausurado para otros, sin acompañamiento pedagógico de las supervisiones, liderazgo académico de los directores y formación docente ligada a las escuelas y proyectos educativos.
Sin esos elementos, entre otros, como financiamiento adecuado, el nuevo plan de estudios será una tumba fresca en el “panteón de las reformas estériles” (G. Neave).
Fuente de la información e imagen: https://eldiariodelaeducacion.com