Opinión: El ritual escolar: de la incertidumbre a la verdad (¿o al revés?)

Por:


En esta cuarta entrega de la serie “El ritual educativo”, Andrés García Barrios nos invita a contestar la siguiente pregunta: ¿hoy, en la escuela, a qué llama el timbre?

Quiero empezar este ensayo expresando una vez más mi admiración a todos los miembros de la comunidad escolar pues gracias en buena parte a ellos, y a que han perseverado en mantener la escuela a toda costa durante la pandemia de COVID-19, se ha podido conservar la cohesión social durante el último año, a lo largo del planeta.

En cada época, la sociedad pide a la educación escolar que enseñe a sus miembros las habilidades técnicas necesarias del momento. Más allá de éstas, la escuela transmite también un espíritu de pertenencia y una fuerza de cohesión que es ancestral y que se realiza a través de lo que he llamado (en varios ensayos, en este mismo espacio) el ritual escolar.

Este ritual va más allá de toda intención consciente y empieza a cumplirse por el simple hecho de que un centro escolar convoque a la comunidad a sus aulas. No importa que esa comunidad sea un pequeño poblado o el mundo entero (la educación en línea ha favorecido esto último como nunca); ni importa si los miembros se reúnen de manera presencial y cotidiana o de vez en cuando y a distancia (El ritual educativo durante la pandemia). Sólo importa, en principio, esa convocatoria, es decir, la apertura de un espacio en donde la gente puede reunirse a…

¿A qué se reúne la gente en este lugar, a qué convoca exactamente la escuela? Esa es la pregunta crucial, y en la que estoy tratando de indagar en esta serie de breves ensayos.

Verdad

Encuentro que el ritual escolar tiene varios componentes: para empezar ― y esto surge de la etimología de la palabra escuela, que significa ocio―, nos presenta a la escuela como lugar de descanso y juego (El ritual escolar: el aprendizaje como juego). También nos permite desplegar intenciones conscientes e inconscientes ―de atracción, rechazo, cooperación y competencia, entre otras― hacia todas y todos los miembros que participan en él; es decir, nos permite ejercer y moldear esa mitología que según el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein está contenida en el lenguaje (El ritual escolar: mitología).

Sin embargo, el principal componente, el que todos de inmediato identificamos, es la necesidad de aprender, a la que simplificando un poco llamamos curiosidad o dramatizando denominamos ansia de conocimiento.

Todo empieza, como he dicho, con la convocatoria, y se activa aún más el primer día de clases cuando atravesamos el portón escolar y súbitamente ya estamos en completa relación unos con otros, aplicando la variada y oculta mitología que contiene nuestro lenguaje/pensamiento. Por todas partes brincan, corren, vuelan esa infinidad de niños y adultos, haciendo todo tipo de cosas, agitados, dispersos, dejando más claro que nunca que cada cabeza es un mundo. Oigamos el Génesis bíblico: “En el principio era el patio de escuela”. ¿No dice así? ¿No es ésta la mejor imagen del caos primigenio? Nada ahí tiene inicio, medio o fin, ni existe indicio de objetivo o función.

Y sin embargo Dios dijo: “¡Que suene el timbre escolar!”

Pocas veces tenemos la oportunidad de testificar el paso del desorden al orden como en ese patio. Cuando el timbre suena, al instante la comunidad se deja ver. Creo ―bromas aparte― que de alguna forma la esencia del ritual escolar está representada en ese timbre: la escuela es ante todo un llamado, un llamado a conocer la verdad.

No hay escuela sin verdad, sin llamado a la verdad. Más que en ninguna otra parte, en la escuela se dan esos momentos en que la certidumbre nos envuelve, tranquilizadora y deslumbrante. Aprendemos a hacer con un lápiz un garabato al que damos significado, y constatamos que los demás lo entienden. Lo mismo pasa si sumamos dos más dos o si aprendemos una nueva palabra: el resultado es algo que los demás comparten. Ya no sólo existen las suposiciones y la imaginación: ahí está la verdad, lo comprobamos. Como dice la española María Zambrano acerca de lo que ocurrió en la conciencia humana cuando llegó la filosofía de Platón: “Por primera vez se pensó claramente sobre lo que tan oscuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas”.

Ansia

Pero ¿de dónde procede la necesidad de aprender? ¿Por qué valoramos tanto esa verdad?

La realidad en que vivimos es misteriosa. Su misterio, sin embargo, no es comparable con un espacio oscuro al que sentimos que podemos ir despejando. Hay algo más, una contradicción profunda, una suerte de duda acerca de si lo que vemos a nuestro alrededor existe realmente, e incluso de si nosotros mismos estamos aquí. Me explico.

Una de las primeras preguntas que recuerdo haberme hecho al inicio de la pubertad ―apenas puse un pie fuera del mundo infantil― fue: “Si el universo físico en el que vivo tiene un final, ¿qué hay más allá de él?” La respuesta me llevaba a imaginar la Nada, lo cual era imposible, y sin embargo al intentar entonces imaginar un universo que no acabara nunca, mi fantasía se detenía bruscamente sin poder alejarse más allá de cierto punto. También un universo infinito era inimaginable.

Intenté una y otra vez resolver el enigma, pero yo mismo caía siempre en contradicción: a la vez que sabía que no había solución para ello no perdía la esperanza de encontrar algún día la respuesta. Sólo en tiempos recientes vine a enterarme de que este y otros problemas semejantes sobre el universo (Kant les llama antinomias) son importantes cuestiones filosóficas que, estando en el meollo del entendimiento humano, no tienen solución; o más bien, tienen dos soluciones contradictorias, es decir permiten dos “verdades” opuestas y nos dejan en el huracán de la incertidumbre.

Las antinomias y la angustia que generan han estado presentes a todo lo largo de la historia humana. Por fortuna el lenguaje, la mitología y los rituales cohesionadores integran alrededor nuestro un mundo habitable, dotado de eso que llamamos verdad. Por él solemos pasearnos como por un paraíso en el que lo finito y lo infinito conviven y lo unido y lo separado son lo mismo. Sin embargo, y sin que sepamos bien por qué, eternamente vuelve a nosotros una sensación de pérdida, de incompletud. Los mitos, los rituales y todas nuestras formas de estar en ese mundo ideal no parecen ser suficiente.

Experimentación

Cada etapa histórica tiene su verdad y sus espacios “escolares” para hacerla común a todos: la edad mítica y sus narraciones alrededor del fuego; la razón platónica y la academia; la fe tomista y la universidad, todas son formas en que la escuela va cambiando, sin perder nunca el vínculo con aquella contradicción primigenia, con el consuelo que otorga la verdad y con los rituales de enseñanza originarios.

La historia de la escuela moderna empieza una mañana de 1581 en la catedral de Pisa, cuando el joven Galileo Galilei tuvo una especie de revelación, una epifanía que cambiaría la forma de pensar y de ver el mundo. No fue Dios quien le causó ese arrobo sino la presencia de otro Altísimo, uno bien material y sujeto a leyes naturales: me refiero (y perdóneseme la broma) al “altísimo candelabro” que colgaba de la cúpula y que un sacristán había hecho mecerse pendularmente.

En el vaivén, Galilei creyó observar que, aunque el objeto recorría una distancia cada vez más corta pues se iba deteniendo, tardaba exactamente el mismo tiempo en cada vuelta. ¡Era absurdo! Sin embargo, en vez de exclamar “¡milagro!” o salir corriendo, el muchacho llevó a cabo ahí mismo algo inusual para la época: se puso a hacer experimentos. Usando su propio pulso para medir el tiempo, descubrió que lo observado era cierto.

El método experimental galileano tuvo, como es obvio, muchos rivales (entre otros la Inquisición), y la escuela de todo ese periodo sufrió una crisis de incertidumbre. Finalmente, cuando la ciencia adquirió carta de legitimidad con las ideas publicadas en 1781 por el filósofo Immanuelle Kant, las cosas empezaron a estabilizarse (divierte ver que fueron exactamente doscientos años después).

Además de ser un viejito puntual, a cuyo paso la gente ponía su reloj, Kant encontró una nueva verdad que permeó pronto a todo occidente. Demostró que los seres humanos tenemos la capacidad de reunir ―con y en nuestra razón― todos los hechos del universo. El éxito que tuvo esta idea hizo fraguar, por fin, el racionalismo de la edad moderna, con lo cual el conocimiento científico ocupó cada vez más el lugar de la verdad en el ritual escolar. Ahora los estudiantes acudirían no sólo a las aulas sino también a laboratorios y explorarían la naturaleza como única realidad. Poco a poco entenderían también que el único conocimiento es el que obtenemos al relacionar entre sí los conceptos de la realidad y ―lo que nos interesa más en este momento― experimentarían cómo con esa nueva forma de pensar, las antinomias perdían toda validez y la angustia desaparecía mágicamente. Kant lo había explicado: las antinomias son conceptos sobre un Todo (todo el universo) y dado que sólo existe un Todo, no encontraremos nunca nada fuera de él con lo cual relacionarlo.

Bastaba con esto para ver en todo lo existente una unidad con sentido. Gracias a la ciencia, la sensación de incompletud ―que procedía de un pasado oscuro― giraría su flecha para dirigirse a un luminoso futuro, convirtiéndose en un progreso constante. Las verdades irían llegando gracias a un trabajo paulatino de descubrimientos demostrados y los seres humanos iríamos avanzando de generación en generación hacia ese reino de realidades evidentes. Había llegado el momento de ―como dice la ya mencionada María Zambrano― “obligar a la vida, a la vida toda, a (seguir) el destino del conocimiento”.

En la escuela, los niños sólo debían confiar en verdades que podían observarse y comprobarse, pues sólo ese método garantizaba nuestra tranquilidad. Pocos han expresado con tanta claridad la nueva fe como lo hizo David Hilbert cuando George Cantor publicó la Teoría de Conjuntos que da base a la matemática moderna: “Ahora nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha abierto”.

Una verdad más profunda

“No es el fin, es el mar”

— L. Cardoza y Aragón

A principios del siglo XX, cuando apenas acababa de ser demostrada la Teoría de la relatividad, un grupo de científicos franceses y alemanes dieron a luz una nueva ciencia, tan válida y demostrada como cualquier otra pero que ponía en el centro del conocimiento a la incertidumbre. No es aquí el lugar para hablar de esa disciplina, a la que se dio el nombre de mecánica cuántica (y que es la base de tecnologías como los láseres, la fibra óptica, la resonancia magnética y el GPS); basta con decir que sus conclusiones sobre el comportamiento del mundo subatómico contradijeron todo lo comprobado hasta entonces por la física clásica (la de Einstein y Newton) acerca del funcionamiento del mundo macroscópico, es decir el de las moléculas, los seres vivos y el resto del universo.

Con la llegada de los nuevos descubrimientos quedaron expuestas ante los ojos del mundo dos verdades que no concordaban, dos mundos separados regidos por distintas leyes. Los científicos no estaban acostumbrados a tales rarezas. ¿Dos verdades opuestas? El físico teórico Sylvester J. Gates Jr. describió esta crisis perfectamente: “Se supone que las leyes de la naturaleza se cumplen en todas partes, así que si tanto las teorías de Einstein como las de la mecánica cuántica se cumplen siempre, resulta que tenemos dos siempres distintos”.

Volvían las antinomias. La ciencia no podía responder a todo con racional certidumbre. Años antes, Thomas H. Huxley, el insigne biólogo defensor de Darwin, también rechazaba el criterio de algunos de sus colegas según el cual la materia inerte del cerebro puede producir pensamientos. “¿Cómo puede ser que una cosa tan notable como un estado de conciencia surja de irritar el tejido nervioso? Es tan inexplicable como que aparezca un genio cuando Aladino frota la lámpara”.  En otro terreno, muchos niegan de forma rotunda la versión matemática actual de que la nada puede ser causa de todo lo existente. “Si usted cree que de la nada pudo surgir el universo, entonces usted tiene más fe que yo”, dijo algún creyente.

En 1910, el gran pensador y maestro mexicano Justo Sierra, en su discurso de inauguración de la Universidad Nacional de México, resumió el criterio que empezaría a regir en la escuela contemporánea: “Pedimos a la ciencia la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra”.

El siglo XX buscaría la última palabra pedagógica en múltiples experimentos. No es necesario enumerar la cantidad de tendencias que se abrieron desde Piaget hasta el New Age y el posmodernismo, mientras el ideal del conocimiento racional quería seguir imponiéndose. Finalmente, en 1999, como si pusiera un punto y aparte a la discusión, el filósofo y pedagogo francés Edgar Morin, creador de las teorías del pensamiento complejo, colocó entre los 7 saberes necesarios para la educación del futuro la idea de que conocer es navegar a través de archipiélagos de certezas en un océano de incertidumbres. Poco después, en su libro El camino a la realidad, el ahora Premio Nobel de Física, Roger Penrose, publicó unos párrafos también contundentes, admitiendo que tal vez más allá de la física, la matemática y la psicología, existe una “verdad más profunda, de la que tenemos muy poca idea en el momento presente”.

En los últimos años también la escuela ha empezado a colocarse en el vértice del aparente conflicto entre el entendimiento y el misterio. En última instancia la pregunta es: ¿hoy, en la escuela, a qué llama el timbre? Para responder no podemos dejar de tomar en cuenta lo aprendido durante la pandemia de COVID-19, que al obligarnos a priorizar de forma radical nuestros recursos también nos ha ayudado a vislumbrar con nitidez los componentes esenciales de ese ritual escolar al cual seguimos acudiendo tan ávidamente en busca de cohesión social.

Dejemos a un lado intereses particulares para concentrarnos en lo que ha sido vital en este año: reuniones con otras personas más allá del seno familiar, aprendizaje como juego y descanso a la rutina del dolor, y un tipo de convivencia en la que podemos ejercitar distintos roles de vida y seguirnos conociendo y moldeando…

¿Y en cuanto a la verdad?

En su poema en prosa El maestro de sabiduría, Oscar Wilde nos cuenta de un sabio que posee el perfecto conocimiento de Dios, el cual atesora en silencio. Un día se encuentra con un perverso y hermoso ladrón, y se siente embargado de compasión hacia él. Abusando de esa compasión, el joven lo amenaza con perderse en el pecado si no le revela el divino secreto. El sabio sucumbe y susurra al oído del joven el conocimiento de Dios, quedándose vacío al hacerlo. Deshecho en lágrimas, ve que alguien está de pie a su lado, un ángel: “Hasta ahora has tenido el perfecto conocimiento de Dios ―le dice éste―. Desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?”

La renuncia al perfecto conocimiento y su relevo por el amor, es retomado por el psicoanalista Erich Fromm en su libro El arte de amar, donde explica que el sentimiento de completud/incompletud asociado con la conciencia humana sólo encuentra solución en la unión amorosa con otros seres (o, desde un punto de vista religioso, con Dios), solución que no es de ninguna manera irracional sino que al contrario, es la consecuencia “más audaz y radical” del racionalismo: la razón, nos explica, es capaz de conocer sus limitaciones y saber que nunca “captaremos el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar”.

Cuáles son las formas de esa unión y cuáles las que se presentan en el ritual escolar, son temas para seguir reflexionando. Por ahora sólo quiero añadir, siguiendo a Fromm, que la misión de la escuela es la misma de siempre: llamar a la verdad. No a la verdad que encuentra sus límites en la ciencia sino a una verdad “más profunda” donde los saberes de la comunión ocupan un lugar preponderante. Firmemente posada en islas de certeza, la comunidad escolar empieza a ser capaz de lanzarse al océano de la incertidumbre con esa “audaz y radical” confianza en que el mar ―y el amor― son también parte de nuestra esencia.

Fuente e imagen: observatorio.tec

Comparte este contenido:

Teoría y conocimiento en la rebelión de los saberes

Venezuela / 24 de septiembre de 2017 / Autor: Enrique Contreras Ramírez / Fuente: Aporrea

Si algo hay que concientizar en nuestras realidades de América Latina, es que hemos carecido de un pensamiento propio, producto de los procesos colonizadores que hemos vivido, pensamiento que ha infundado en nuestra mente que el ser humano vive para hacer y no para ser y en ese afán de hacer y tener hemos olvidado SER. Perdiendo de esta manera nuestra condición humana.

En las construcciones teóricas modernas, en muchas oportunidades nos toca ese envite que nos lleva a estudiar, indagar y explorar las verdades dentro de nosotros mismos, a conocernos y verbalizar ese conocimiento ante otros. Esta destreza de desciframiento, descodificación de querer zambullirse en las propias ideologías y sentimientos para someterlos a una definición ilimitada, es lo que Foucault llamó «hermenéutica de sí».

Es querer insertarse de manera crítica en nuestras realidades, en el marco de una categoría de totalidad para apropiarnos críticamente de la posición que uno ocupa, en relación con los demás en ese caleidoscopio de la gnoseología y que la misma sirva para asumir el verdadero papel que tenemos como seres humanos en esa dialéctica de la cotidianidad, en términos más concretos son reflexiones ontológicas que permanentemente debe uno hacerse en esa búsqueda de lo real, de lo profundo y que se oculta como el sol en el horizonte, para darle paso a la oscuridad y evitar dar luz que pueda alumbrar el camino de un renacer histórico que dé al traste con la dominación de unos pocos sobre la inmensa mayoría de seres humanos.

En algunas oportunidades en la vida de los seres humanos, llegan tiempos de reflexiones, de análisis, que nada tienen que ver con situaciones de carácter existencial. Son tiempos, en donde el ser humano se reexamina, en aras de reencontrarse consigo mismo, con sus creencias, con su entorno, con su pensamiento, con su cosmovisión acerca del mundo y comienza a interrogarse así mismo, sobre sus posiciones ante la vida, ante el país, ante la humanidad y es aquí donde se manifiesta lo esencial en su conducta en el campo sobre todo intelectual, que termina dirigiendo su vida, ante problemas de orden axiológico, deontológico, epistemológico en sus variadas corrientes y del propio conocimiento dentro de una realidad histórica, para revisar sus equivocaciones y aciertos. En esta línea, revisando teoría y práctica, filosofando a ratos, teorizando en los distintos escenarios políticos-ideológicos del proceso de producción del conocimiento y las condiciones en que se produce ese conocimiento, es donde uno puede llegar a reencontrarse con su pensamiento y poder salirse del de ese panóptico intelectual para seguir o tratar de continuar equivocándose haciendo, hasta llegar en esa cotidianidad del claro-oscuro que presenta el mundo sensorial, a encontrar caminos, que sean capaces de aportar luces para la emancipación de nuestros pueblos. El conocimiento que se rebela es eso, constituye un instrumento para transformar y mejorar el mundo, no permite condicionamiento, se desliga de la dominación-alienación, es ontocreador y se materializa en programas donde la utopía es posible, creo que es su fin último. Va más allá del mundo sensorial, de la percepción, es entender y comprender la realidad histórica. Pero cuando ese «conocimiento», se encuentra impregnado y contaminado de la ideología dominante, independientemente de cuál sea esa ideología, ese proceso de producción de «conocimiento», por las condiciones en que se produce, se nos presenta enredado, confundido y castrado de creatividad para inventar y ese «conocimiento» producido de esta manera y en estas condiciones, termina como ideología expresando en el fondo de manera subliminal, los intereses del que domina, que no es otra cosa que la ideología como falsa conciencia, reproduciendo de esta manera los intereses del opresor.

CONOCIMIENTO Y MANIPULACIÓN

Esta práctica de las construcciones teóricas modernas, las percibo de acuerdo a nuestras propias realidades, son la expresión de todo un proceso ontocreador que nos permite descifrar, explicar y entender la lógica de la dominación, es percibir los elementos teóricos-prácticos sobre las cuales se sustenta la injusticia, el poder y el colonialismo eurocentrista para poder cambiarlo y transformarlo, en aras de provocar la concientización colectiva que nos permita convivir en la disidencia, en un mundo donde todos tengamos cabida, pero entendiendo que ese mundo hay que compartirlo en igualdad de condiciones y para tales fines y parafraseando a Paulo Freire la tolerancia es indispensable como virtud del acuerdo humano, de cultivarse para aprender a vivir con el diferente, con el diferente, no con el inferior.

Es por eso que el propio Freire, señala que el intolerante tiene como característica «… la incapacidad de convivir con el diferente. Segundo, es la incapacidad de descubrir que el diferente es tan valioso como nosotros o a veces mejor, en ciertos aspectos es más competente. Lo que significa que el diferente no necesariamente es inferior, no existe eso. Pero la tendencia de uno al rechazar al diferente es la intolerancia…» (FREIRE, Paulo. Pedagogía de la tolerancia. Edit. Fondo de Cultura Económica (2000). Pag. 71)

Esa injusticia que mantiene el poder que conocemos y quienes lo ejercen, se encuentra sustentado sobre técnicas que permiten la manipulación de los seres humanos y que cambian el concepto de vida, el modo de vida, el concepto de hombre y mujer en su dimensión humana convirtiendo al ser humano en una cosa para desaparecerlo como sujeto histórico, como un ser abierto que ha de construirse mediante sus actos o como argumentan los cristianos, como un ser semejante a Dios o lo planteado por Platón y Aristóteles, un ser humano que se edifica, se construye a base de virtudes. O como la concepción que tenía nuestro maestro Simón Rodríguez, quizás la más sublime, la más humana, la más inteligente, la más hermosa, la más ontocreadora acerca de lo que debe cultivarse en los seres humanos y que de manera magistral lo definiera el mismo Libertador Simón Bolívar: «Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido por el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto…»

Esa concepción del ser humano -la del maestro Simón- la han aplastado los modelos de dominación que hemos tenido, llámese socialismo o capitalismo, convirtiendo la vida en una gran tragedia, tragedia que la define perfectamente Paulo Freire como: «Una de las grandes -si no la mayor- tragedia del hombre moderno es que hoy, dominado por la fuerza de los mitos y dirigido por la publicidad organizada, ideológica o no, renuncia cada vez más, sin saberlo, a su capacidad de decidir. Está siendo expulsado de la órbita de las decisiones. El hombre simple no capta las tareas propias de su época, le son presentadas por una élite que se las interpreta y se las entrega en forma de receta, de prescripción a ser seguida. Y cuando juzga que se salva siguiendo estas prescripciones, se ahoga en el anonimato, índice de la masificación, sin esperanza y sin fe, domesticado y acomodado: ya no es sujeto. Se rebaja a ser puro objeto. Se «cosifica». «Se liberó –dice Fromm- de los vínculos exteriores que le impiden trabajar y pensar de acuerdo con lo que había considerado adecuado. Ahora- continua- sería libre de actuar según su propia voluntad, si supiese lo que quiere, piensa y siente. Pero no sabe. Se ajusta al mandato de las autoridades anónimas y adopta un yo que no le pertenece. Cuanto más procede de éste modo, tanto más se siente forzado a conformar su conducta a la expectativa ajena. A pesar de su disfraz de iniciativa y optimismo, el hombre moderno está oprimido por un profundo sentimiento de impotencia que lo mantiene como paralizado, frente a las catástrofes que se le avecinan.» (Freire, Paulo: ¿Extensión o comunicación?/ Freire Cita a Erich Fromm, «El Miedo a la Libertad». Pág.275,6).

FILOSOFAR PARA ENCONTRAR UN CAMINO

Si algo hay que concientizar en nuestras realidades de América Latina, es que hemos carecido de un pensamiento propio, producto de los procesos colonizadores que hemos vivido, pensamiento que ha infundado en nuestra mente que el ser humano vive para hacer y no para ser y en ese afán de hacer y tener hemos olvidado SER. Perdiendo de esta manera nuestra condición humana.

Si concientizamos esta realidad, nos vemos obligados –los que creemos que es posible la emancipación del ser humano y de nuestros pueblos- generar nuestros propias teorías de acuerdo con nuestras realidades, reencontrar nuestros conocimientos ocultos por el colonialismo, es insertarnos críticamente en nuestra realidad, que nos permita apropiarnos del verdadero papel que tenemos que jugar como latinoamericanos.

Ese proceso concientizador, nos permitirá reflexionar, comprender nuestro medio a pesar que la ciencia y la tecnología nos arropa y nos transforme el entorno socio-cultural de nuestro continente, el ser humano seguirá requiriendo filosofar; mucho más cuando tenemos a una sociedad en crisis, cubierta de trivialidades y de apatía y donde se corre el riesgo de perder de vista la propia identidad y el sentido y la orientación de la coexistencia. En otros términos, en mi humilde opinión es que el ser humano de hoy necesita filosofar para no olvidar que es eso: un ser humano.

Los valores dominantes en nuestro mundo, impuestos por el modelo de dominación, llámese socialismo o capitalismo están íntimamente ligados a la ambición perturbada por el poder, el tener y el poseer placer. El ser humano no tiene conocimiento de sí mismo y de su valor como individuo, como sujeto histórico, pues se encuentra atrapado por su práctica mercantilista, materialista y la rapidez de un mundo en permanente cambio, no piensa, su alienación no le permite razonar ni reflexionar sobre su identidad, vive el día a día, el momento, la inmediatez, y lo peor, es una víctima de un sistema que lo convierte en objeto, en una cosa, en algo que respira, camina, trabaja, se reproduce y muere , pero que jamás se dio cuenta, que ante todo era y es un ser humano.

De allí que el filosofar, teorizar, investigar, estudiar, reflexionar y producir conocimiento, hoy más que nunca se hace necesario para nosotros los latinoamericanos. Es una tarea que se encuentra perfectamente acoplada a la rebelión de los saberes, frente a ese colonialismo eurocentrista que ha invadido nuestra historia.

A manera de conclusión podemos afirmar que la crisis que vivimos nos coloca en la posición de ser el único país latinoamericano, que a pesar de su superioridad en cuanto a potencial de desarrollo e industrialización, está siendo empujado por una indolencia sin matiz de orden y estratagemas de corrección.

La esencia: total perversión de la gestión pública actual; gestión pública retrógradamente concentrada y centralizada, primitivamente autócrata; militarizada y desnacionalizada; cuya orientación es la homogenización del autoritarismo en el Poder.

Creo firmemente que los procesos de cambio, de transformación, de revoluciones auténticas y verdaderas en las utopías de los pueblos, representan necesariamente un proceso de construcción que hacen las patrias en colectivo y no los partidos, ni las vanguardias, ni los gobiernos, es hacer caminos, es reconocernos en términos de igualdad entre los seres humanos, es cooperación y al mismo tiempo, compartir sacrificios y muchos esfuerzos, es perseguir y recorrer caminos hasta encontrar objetivos comunes donde se aspire a un mañana mejor, para que el sol salga para todos.

Es buscar en colectivo un TERCER CAMINO, un lugar para la convivencialidad donde el hombre viva en armonía con la naturaleza, es un espacio para la práctica de la libertad que conlleve a valorarnos como seres humanos, a elaborar una deontología y una axiología con convicciones críticas y comprometidas que rechace toda actitud, comportamiento y acción que intente agredir y violentar la dignidad humana. Es unir la solidaridad, la reciprocidad y el amor por la humanidad y la tierra para construir un nuevo modelo civilizatorio que nos lleve a elaborar una nueva sociedad, un proyecto sin relaciones de poder y por lo tanto, sin oprimidos y sin opresores. Es inventar nuestro propio camino, tal y como lo añoraba nuestro Simón Rodriguez.

Fuente del Artículo:

https://www.aporrea.org/ideologia/a252518.html

Fuente de la Imagen:

http://liceohypatia.edu.co/portfolio-tag/package/

Comparte este contenido: