Por: Amador Fernández-Savater
Clavados en lo que se nos presenta como la única realidad posible, sólo parece haber opción entre el capitalismo desatado o el moderado. Esta alternativa nos aplasta porque al día de hoy la creatividad psíquica y colectiva está bloqueada.
“Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo” (Carlos Castaneda)
Un amigo psicoanalista me dice lo siguiente:
– Antes, en una situación de aburrimiento, uno podía fugarse activando la imaginación. En el metro, por ejemplo, recuerdo jugar a imaginar cómo sería la vida de la persona que tenía sentada enfrente a partir de algún detalle (gesto, vestimenta, rostro). Ahora, sacamos el móvil y empezamos a scrollear compulsivamente para matar el tiempo (muerto).
– Y bien, ¿cuál es el problema?
– Se tapona la imaginación. El scroll nos clava a la pantalla. Entre ella y nosotros, no pasa nada, no hay distancia, no pasa el aire. Por eso finalmente el cansancio, la sensación de vacío, el malestar. Ese taponamiento constante de la imaginación tiene que estar produciendo daños serios en la estructura profunda de lo humano: me refiero al inconsciente. Entre inconsciente y realidad, los canales se han cerrado.
¿Qué es la imaginación? El filósofo francés Cornelius Castoriadis, que era también psicoanalista, la define como un flujo permanente de imágenes, afectos e intenciones. En lo humano, ese flujo se independiza del hecho biológico, del instinto. La imaginación no es calco de la realidad, ni mera fantasía, sino la potencia que engendra nuevas formas de ver y de vivir.
Como analista, a la hora de explicar la enfermedad psíquica, Castoriadis dice: “Es justamente el bloqueo de la imaginación. Un constructo imaginario que está ahí y detiene todo lo demás: la mujer y el hombre, es eso y no otra cosa; lo que hay que hacer, es eso y no otra cosa”. Es decir, no enloquecemos por exceso de imaginación, sino por bloqueo y escasez. Coincide con el diagnóstico que hizo el escritor inglés G. K. Chesterton casi un siglo antes: “El loco lo ha perdido todo, menos la razón”. Cuando se secan las fuentes de la imaginación, sólo queda la razón instrumental, la razón clasificadora, la manía (locura) de ordenarlo todo según esquemas a priori.
¿Y si nos llevamos estas reflexiones al ámbito de la política? A partir de los trabajos de Mark Fisher, se habla hoy de “realismo capitalista”: el capitalismo –el mundo que construye– pasa como única realidad posible, sin distancia ni alteridad. ¿No es la imaginación precisamente la que abre esa distancia, produciendo nuevas premisas para la percepción, nuevos axiomas para el pensamiento, nuevos principios para la vida en común? Es el aire que hoy no pasa y echamos en falta.
El realismo capitalista se sostiene sobre nuestra “enfermedad”: el bloqueo de la imaginación instituyente, creadora. Somos incapaces de imaginar distinto, una sola realidad dicta lo que debe ser toda realidad posible, la creatividad psíquica y social está subordinada a un código único: producir para el mercado, consumir sus mercancías. Para transformar la realidad, hay que abrir los canales, liberar el flujo imaginativo de la codificación capitalista.
No se trata de moralizar nuestra relación con las pantallas. Se puede leer un libro en diagonal o se puede usar un móvil de modo activo. No sólo es cuestión de formas y formatos, sino también de usos y de prácticas. El desafío, en cualquier caso, es interrumpir los automatismos y espabilar la facultad de ensoñar. El sueño es la poesía de la imaginación, un estado de espontaneidad creadora, diurno o nocturno. La verdadera pesadilla no es el mal sueño, sino el no-sueño. El bloqueo de la imaginación.
El escritor William Burroughs fabula lo siguiente: “El lenguaje es un virus venido del espacio exterior, primero fue la escritura y luego la palabra hablada”. Es una fábula más fecunda que mil estudios científicos. Lo que señala Burroughs es que estamos programados a la hora de hablar: somos estaciones repetidoras de estereotipos, de memes y de memeces. Burroughs califica el lenguaje automatizado precisamente como no-sueño.
La “comunicación” es hoy el lenguaje dominante del no-sueño. No es tan inocente como aparenta: cuanto más transparente y sencilla, más tramposa. Sus palabras son órdenes, consignas, prejuicios, asociaciones que rebotan en nuestra cabeza: migrantes=problema, felicidad=consumo, etc. Los media, los políticos y el mercado hablan hoy en el lenguaje de la comunicación. No pretenden entablar ningún diálogo, sino seducirnos y convencernos: atraparnos. Nos quieren clavados a las pantallas, viralizando compulsivamente sus mensajes, estúpidos y obedientes.
Los libros de Burroughs están llenos de propuestas para interrumpir los automatismos. Una de las más sugerentes es esta: el lenguaje que necesitamos es más jeroglífico que silábico. Esto es, un lenguaje que sugiere en lugar de fijar, que admite el silencio y la duda, que dibuja cosas concretas y no sólo abstracciones. Un lenguaje en el que podemos escucharnos al hablar, escucharnos al pensar. Lenguaje del sueño y no del hechizo.
Clavados en lo que se nos presenta como la única realidad posible, sólo parece haber opción entre el mal mayor y el mal menor, el capitalismo desatado o el capitalismo moderado. Dos opciones dentro de un mismo marco que se presenta como indiscutible. Esta alternativa nos aplasta porque a día de hoy la creatividad psíquica y colectiva está bloqueada, subordinada a la repetición compulsiva. Hay que abrir los canales, en uno mismo y en lo social. Interrumpir lo que tapona y satura. Volver a ensoñar.
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Referencias:
Cornelius Castoriadis, La insignificancia y la imaginación, Trotta (2002)
Mark Fisher, Realismo capitalista, Caja Negra (2016)
William Burroughs, El trabajo, Enclave (2014)
G. K. Chesterton, Ortodoxia, Acantilado (2013)
Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán, FCE (2018)
Fuente de la información: ctxt.es
Imagen: Acacio Puig