Por: Homar Garcés
Desde hace mucho tiempo se ha cuestionado la falta de moralidad del sistema capitalista, incluso entre aquellos que -sin ser furibundos apóstoles de una revolución comunista a escala mundial- reconocen que su vigencia representa una seria amenaza para la estabilidad económica, social y política, a la misma vez que para toda forma de vida existente sobre la Tierra. Hoy muchos aceptan que la lógica capitalista ha impuesto una realidad común en las naciones donde impera con una secuela de desempleo, crisis alimentaria y ecológica, corrupción en todos los niveles y migración masiva; sin obviar el gran impacto causado por el desarrollo de la ciencia, la biotecnología y la inteligencia artificial en gran parte de la humanidad, todo lo cual está reconfigurando una nueva forma de existencia humana que afecta, principalmente, los valores morales y éticos sobre los que ésta se rigiera hasta el presente. Aplicados al extremo, los postulados del neoliberalismo capitalista, abarcando al planeta entero con su fundamentalismo de mercado, han creado brechas sociales y asimetrías económicas aparentemente insalvables, las que se evidencian con una minoría con ingresos superlativos, capaz de costearse viajes espaciales por su propia cuenta, y una mayoría carente de suficientes recursos para disfrutar de un mejor y seguro nivel de vida; por lo que, según algunos estudiosos de tal situación, tendría que establecerse algún tipo de regulación moral para evitarlas.
Citando al filósofo coreano-alemán Byung Chul-Han, «el neoliberalismo convierte al trabajador oprimido en un contratista libre, un empresario de sí mismo. Hoy, todos son trabajadores autoexplotadores en su propia empresa. Cada individuo es maestro y esclavo en uno. Esto también significa que la lucha de clases se ha convertido en una lucha interna con uno mismo. Hoy, cualquiera que no tenga éxito se culpa a sí mismo y se siente avergonzado. La gente se ve a sí misma, no a la sociedad, como el problema». A estos trabajadores autoexplotadores se les ha denominado, generalmente, emprendedores, lo que ha supuesto una nueva modalidad de generación de plusvalía que no requiere de coacción alguna y, menos, de regulaciones que frenen su auge. Su accionar se ve reflejado en la generación de nuevos negocios y de empleos que inciden, de un modo u otro, en los esquemas económicos tradicionales, obligando a los gobiernos a tomar algunas iniciativas de apoyo, con la finalidad de que esto contribuya al crecimiento de la economía nacional. Sin embargo, para algunos estudiosos de este tema, la nueva realidad que se abre paso (algunos la llaman postpandémica), haría más egoístas e individualistas a los seres humanos, incluyendo a quienes todavía denominaríamos proletarios, convertidos en ávidos consumidores y en esclavos atados a salarios de hambre, incapaces de protagonizar una protesta mínima para obtener algún derecho o beneficio colectivo.
«Bajo el credo del crecimiento y el imperativo de sacrificarlo todo para conseguirlo, -nos expresa Yayo Herrera en su artículo “Ausencia de miedo y extravío del valor”- se asume que la única fuente de protección y la seguridad es la bonanza de los mercados y la fortaleza de las fuerzas de seguridad que lo mantienen en pie». Esto ha causado que muchos trabajadores hayan optado por sacrificar sus derechos laborales, ganados a fuerza de luchas, persecuciones y muerte durante los dos últimos siglos, en aras de asegurar un mínimo de condiciones materiales con que sobrevivir. No obstante, a pesar de las altas cifras que puedan respaldar la conveniencia de darle prerrogativas al mercado capitalista, sus efectos negativos en el ámbito social han impulsado a algunos destacados economistas a sugerir se apruebe y aplique un impuesto único sobre la riqueza, a fin de reducirlos y lograr cierto equilibrio y redistribución a nivel económico; sin atacar del todo las estructuras que sostienen el sistema capitalista.
El hecho que se proponga darle un cariz ético y moral al capitalismo cuestiona lo que éste ha sido, sobre todo en su etapa neoliberal, lo que podría prorrogar su vigencia, de una misma manera a la lograda tras cada crisis sufrida. Esto podría motivar, a su vez, entre quienes no conforman la minoría privilegiada que goza de las grandes ganancias del capitalismo, la puesta en práctica de propuestas que, si bien no apuntan a su reemplazo como sistema económico hegemónico, lograrían elevar su calidad de vida y así establecer un mayor grado de democracia participativa y de influencia decisiva en los destinos nacionales. Sería, en términos pragmáticos, más un reacomodo que una revolución pero con la salvedad que ésto haría posible, si no se distorsionan sus objetivos, las condiciones que la propicien en el futuro, tal como ocurriera con el surgimiento histórico del capitalismo.
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