Miedo a la libertad

Claudia Korol

Quiero agradecer a Diana la invitación, que entiendo como una oportunidad para intentar pensar sobre la diversidad de fobias que podemos reconocer en el  propio mundo de la diversidad, sobre las exclusiones entre los excluidos y excluidas, sobre las jerarquizaciones y estigmatizaciones que reproducimos en nuestro propio campo.
Hablo como feminista, desde la experiencia de educación popular, realizada con las compañeras y compañeros del equipo Pañuelos en Rebeldía, con quienes intentamos aportar junto a otros movimientos populares, a la batalla para suprimir todas las opresiones, todas las dominaciones, las distintas formas de explotar y alienar que se ejercen desde una hegemonía cultural burguesa, racista, homofóbica, lesbofóbica, travestofóbica, transfóbica, misógina, xenófoba, violenta.
Quisiera compartir algunas experiencias que surgen en los movimientos con los que venimos luchando contra las consecuencias de la exclusión social, contra la falta de trabajo, de educación, de salud; contra la alienación y el desamparo provocados por el capitalismo y el patriarcado.
Por ejemplo: compartimos una experiencia de formación política con un movimiento piquetero. Uno de sus dirigentes un día no fue más a la ruta, ni a los proyectos productivos. Días después supimos que murió de sida en un hospital. Agonizó y murió, sin animarse a decirle a sus compañeros y compañeras del movimiento, la enfermedad que tenía, por miedo a la estigmatización, al rechazo. Se fue solo al hospital y allí murió, quien había peleado valientemente en muchos cortes de ruta. Quien no tuvo miedo de enfrentarse a la policía en las barricadas, tuvo miedo de enfrentarse a la desvalorización de sus compañeros, de su mujer y de sus hijos, a la posible sospecha, a la discriminación. Eso es la homofobia, vivida no solo como experiencia ajena, sino en la propia concepción del compañero, que soñaba y quería cambiar el mundo. Nos preguntamos después de saber de su muerte, con sus compañeros y compañeras, qué tipo de organizaciones estamos creando. Qué tipo de vínculos existen en ellas. Qué emancipación imaginamos.
Cuando planteamos luchar contra la homofobia, contra la travestofobia, la lesbofobia, la misoginia, que se expresan no sólo en la sociedad en general, sino también en el día a día de estos movimientos, no lo situamos en mejorar las posibilidades de inclusión en los mismos de los compañeros y compañeras gays, lesbianas, travestis que los integran. No estamos peleando por una mejor inclusión entre los grupos de excluidos y excluidas.
Estamos diciendo que es necesario repensar la teoría con que se crean y construyen nuestros movimientos que se sienten y se quieren populares, revisitar críticamente nuestras prácticas, concepciones, intentando que al mismo tiempo que se corta la ruta, o se debate en asamblea, o se come en un comedor comunitario, se vayan modificando los vínculos y relaciones al interior de estos movimientos, basadas muchas veces en el autoritarismo, el machismo, la homofobia, la xenofobia, el racismo. Que se vayan creando espacios donde podamos intuir el mundo que deseamos, y sepamos multiplicar prácticas de libertad. De lo contrario, estos espacios también pueden volverse lugares en los que se condiciona y refuerza el prejuicio y la opresión.
Otra experiencia. Fui invitada a participar en Chiapas de la inauguración de una escuela zapatista en el 2005. Había estado por primera vez en esas comunidades en 1995. 10 años después era maravilloso asistir a los cambios que se habían producido en los hombres y mujeres que ejercen cotidianamente el derecho a la autonomía y la dignidad. La fiesta se hacía en una comunidad, gobernada por los propios zapatistas, por una Junta de Buen Gobierno. Interesada en las dimensiones de transformación de la vida cotidiana, comencé a preguntarles a distintos compañeros y compañeras de la comunidad, por los aspectos de su día a día. Hablamos de cómo se forman las parejas, de las posibilidades de elegir de las mujeres, de cómo toman las familias el hecho de que las mujeres jóvenes se vayan de la comunidad por varios meses para formarse como maestras o como promotoras de salud, qué pasa con la violencia en las parejas. En este ir y venir de historias, le pregunto a un muchacho cómo eran las relaciones entre hombres que aman a hombres o mujeres que aman a mujeres. El me miró como quien ve aterrizar a un extraterrestre, y me dijo asombrado «¡acá eso no sucede! ¿en su país pasan esas cosas?».
Pensé entonces que hay un largo camino también entre el discurso de un movimiento que explícitamente se dirige hacia lesbianas, gays, travestis, bisexuales, y se identifica con nuestras demandas, y nos siente parte de la creación de un mundo nuevo, como figura en muchas de las declaraciones de la comandancia zapatista, y la transformación efectiva de la vida cotidiana de millares de personas.
¿Cómo crear una vida plena, en la que la práctica de la libertad signifique suprimir las opresiones? No tengo muchas respuestas. Más bien tengo preguntas para compartir.
Enseñamos a leer y a escribir palabras. Las palabras nombran el mundo que vamos construyendo. Las palabras que leemos y escribimos, van rehaciendo el mundo, siempre que sean palabras con densidad material, con prácticas que las sostengan.
Las palabras pueden también ayudarnos a soñar nuevos mundos, si somos capaces de vivenciar que «los sueños tienen lugar -como nos dijo una compañera en un taller- cuando no nos dormimos»; cuando nos atrevemos a jugar nuestra propia carta, un as que no será del triunfo, sino que nos habilitará para seguir jugando. Pero las palabras que aprendemos a
leer y escribir, pueden actuar como cárceles de nuestra imaginación y subjetividad, si al tiempo que nombramos estigmatizamos, discriminamos, invisibilizamos, negamos a otros y a otras, negando lo que de ellos y ellas hay en nosotras y nosotros.
Cuando enseñamos a leer y a escribir palabras, aprendemos a leer y a escribir historias. Cuando aprendemos palabras e historias, nos referimos a cuerpos. Pero al mismo tiempo, reinventamos con prácticas colectivas, sociales, y con las palabras que las enuncian, los cuerpos que nombramos. Y en ese devenir de los cuerpos re-conocidos, los y nos subjetivizamos, los y nos reencendemos de pasión y de deseo, o de lo contrario, los y nos castramos.
Muchas veces las prácticas de los movimientos populares concibieron a los cuerpos como instrumentos para la lucha, los únicos, nuestras armas contra el poder. Suelen ser -en ese caso- concebidos como cuerpos que resisten, pero que no desean. Cuerpos que suprimen toda necesidad ajena a lo que se considera la lucha misma. Cuerpos que van reprimiendo y olvidando el deseo. El poder de los cuerpos contra el cuerpo del poder, plantea una batalla desigual, que tiene entre sus recursos, la entrega del cuerpo y la supresión del cuerpo. En esa batalla, podemos perdemos antes de perder.
Recuperar los cuerpos, en su integridad deseante, es una posibilidad altamente subversiva. Pero… ¿Qué atenta contra esa posibilidad?
Entre muchas otras cosas, las «alambradas culturales» que separan nuestros cuerpos del deseo, las ideas de los sentimientos, las prácticas de las teorías. La creencia de que alcanza con nombrar, sin poner en juego la corporalidad, la materialidad de la palabra.
Atenta contra esta posibilidad, la fragmentación entre los que luchamos contra cada una de las exclusiones, disociando nuestro esfuerzo de otros esfuerzos que tienen una misma dirección: un mundo en el que quepan todos los mundos, terminar con el sistema de opresión.
Atenta contra la posibilidad subversiva de recuperar los cuerpos, la dificultad que tenemos para reconocernos en el cuerpo de otro cuerpo lastimado, oprimido por el capitalismo y por el patriarcado, sea el cuerpo de la compañera travesti que soporta las noches en la comisaría, o la represión y el acoso policial multiplicados en nuestra ciudad a partir de la aprobación del nuevo código contravencional, o el esfuerzo de simulación de la compañera lesbiana o del compañero gay que creen que tienen que vivir aparentando lo que no son para poder ser, o el dolor de quienes fueron sometidos a operaciones normalizadoras por un cuerpo médico que dicta la orden y la norma, o de los mapuches que están agonizando en un hospital de Temuco, o de las mujeres violadas y encarceladas en Atenco, o de los presos en Las Heras por demandar trabajo, que sufren cotidianamente la negación que significan los espacios de reclusión, y la nueva negación que expresa la indiferencia  de muchos y muchas de nosotros, los excluidos y excluidas de siempre.
Atenta contra la posibilidad subversiva de recuperación del cuerpo deseante, la institucionalización de las políticas asistenciales que promueven, tanto en el campo social como en las políticas hacia la diversidad sexual, la inclusión subordinada en un orden ajeno, en un poder que nos integra para desintegrarnos; la ilusión de que alcanza con buscar un lugar más cálido dentro de los territorios subordinados, y por subordinados, mutilantes.
Atenta también la dificultad de diálogo, la superposición de monólogos y de sorderas de quienes en el campo de los excluidos y excluidas multiplicamos los protagonismos personales por sobre los esfuerzos colectivos de gestación de una cultura emancipatoria contrahegemónica, basada en valores opuestos a los que refuerzan la dominación.
En los movimientos populares, en nuestras prácticas, hay homofobia, hay lesbofobia, hay travestofobia. Hay sobre todo un gran prejuicio que nos impide reconocernos amorosamente en nuestros cuerpos, y otorgarles a los mismos un lugar en la construcción política, que vaya más allá de ser instrumento o arma.
¿Cómo modificarlo? No tenemos muchas propuestas más que la de una labor sistemática de reconocimiento de nosotros y de nosotras, de quienes somos, de nuestras historias, que nos permitan identificarnos y comunicarnos.
Proponemos un aporte desde la educación popular feminista, que vincule íntimamente las dimensiones de la vida cotidiana, con los diversos aspectos de la lucha social y política.
Proponemos una pedagogía del diálogo. De un diálogo que pueda realizarse en encuentros como éste, o en la calle, en una marcha, en un ejercicio de solidaridad, no de asistencialismo, que nos invite a repensarnos como sujetos deseantes.
Proponemos un diálogo que nos alfabetice. Que nos permita leer en nuestros cuerpos las marcas de la rebeldía. Que nos permita identificar las cicatrices de la domesticación, y sabiendo de ellas, predisponernos otra vez al intento de aparecer lo desaparecido, lo silenciado, lo disciplinado.
Que nos permita vivir las pulsiones del deseo, sin colocarles inmediatamente el chaleco de fuerza de la racionalidad objetivante. Que nos permita amigarnos con el miedo, para que éste no nos paralice sino que nos interrogue.
Vencer el terror introyectado por la dominación en nuestras vidas, requiere de un gigantesco esfuerzo colectivo y solidario. Proponemos para ello reconocer nuestra debilidad, mirarnos a los ojos, a la boca, a la piel, a los sueños, y pedirnos ayuda mutuamente.
Proponemos jugar a que cambiamos el mundo, y jugarnos, y cambiarlo, y en el cambio cambiarnos, y cuando cambiemos no dejar de jugar.
Proponemos finalmente dirigirnos a la Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), solicitando ahora que se incluyan en la lista de las enfermedades sociales, la homofobia, la lesbofobia, la travestofobia, la transfobia, y tal vez en la lista de las enfermedades mentales, el miedo a la libertad.

Fuente del articulo: http://www.panuelosenrebeldia.com.ar/content/view/341/62/

Fuente de la imagen: http://1.bp.blogspot.com/_c5qMl3yzEAM/TAyRVyAHpyI/AAAAAAAACM4/SPO3XpWewVw/s1600/libertad02.jpg

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Zimbabwe: Jóvenes descontentos plantan cara a los jerarcas africanos

Zimbabwe/19 de Diciembre de 2016/La vanguadia

La ola de descontento social que empezó a gestarse hace unos años ha ganado fuerza durante 2016 en distintas regiones del África Subsahariana, donde los jóvenes se sienten estafados por regímenes autoritarios de líderes que una vez lucharon por liberar a sus países.

Las calles de Sudáfrica han sido tomadas este año por estudiantes enfadados con un Gobierno que no garantiza la educación a todas las clases sociales, por ciudadanos hartos de la corrupción que acosa a la administración de su presidente, Jacob Zuma, actual líder del partido que terminó, precisamente, con el apartheid.

«La desafección popular con el Congreso Nacional Africano (en el poder en Sudáfrica desde el final del sistema supremacista) está vinculada a un sentimiento de sectores hartos de los regímenes corruptos», sostiene el Instituto para Estudios de Seguridad (ISS, en inglés).

La frustración con el autoritarismo, la falta de transparencia y de ambición para mejorar la vida del pueblo obró el cambio en 2014 en Burkina Faso, que todavía hoy sigue inspirando a los movimientos populares que cruzan el continente, con éxito irregular y diferentes motivaciones.

En el sur, algunos de quienes un día fueron héroes contra la opresión colonial se han convertido en ancianos presidentes que se niegan a ceder el puesto y violan a diario los derechos de sus ciudadanos.

Robert Mugabe, el nonagenario presidente de Zimbabue, se convirtió en un héroe africano tras favorecer la reconciliación al final de la guerra civil de su país.

Tres décadas después, no solo ostenta el honor de ser el mandatario más anciano del mundo, sino el de haber sumido al antiguo granero de África en un abismo económico e institucional que ha desatado una violenta respuesta social sin precedentes.

En los vecinos Angola y Mozambique, las fuerzas que en su día encabezaron movimientos de liberación (el Movimiento Popular de Liberación de Angola y el Frente de Liberación de Mozambique) se han convertido en aparatos represores de oposición y ciudadanos.

«Los jóvenes están acusando a aquellos que han estado en el poder desde la independencia de amasar riqueza a través de la corrupción y de no hacer nada para aliviar la pobreza», enfatiza el ISS.

El origen de este sentimiento tiene una explicación simple para el director para África del observatorio británico Chatham House, Alex Vines: los votantes jóvenes han crecido ajenos a los días del colonialismo, pero sufren a diario el desempleo y la desigualdad.

«Han sido incapaces de crean empleo y oportunidades y expandir la riqueza, con lo que las desigualdades han aumentado y los jerarcas del partido se han hecho muy ricos», dijo Vines en Pretoria.

Más al norte, la falta de elecciones libres y justas están alimentando las protestas: Uganda, Burundi, la República Democrática del Congo y Etiopía han vivido este año violentos movimientos de contestación a sus líderes, que se resisten a dejar el cargo en contra de la ley.

Este verano, el atleta Feyisa Lelisa cruzó los brazos en el aire al terminar la carrera que le valió la plata en la maratón de los Juegos de Río: un gesto que denunciaba la represión del Gobierno etíope contra los oromo durante la mayor ola de protestas que se recuerda en el país.

Los oromo, como el resto de jóvenes que se han jugado la vida en otros países africanos, no reclaman solo más democracia, debilitada por la falta de arraigo de la tradición electoral y el neopatrimonialismo, sino sobre toda una «vida mejor».

«Estamos determinados a impulsar una solidaridad y unidad de los pueblos de África para construir el futuro que queremos: el derecho a la paz, la inclusión social y la prosperidad compartida», advierte la denominada «Declaración del Kilimanjaro», adoptada en una cumbre extraordinaria el pasado agosto en Arusha.

En aquella reunión, grupos de la sociedad civil, religiosos, sindicatos, mujeres, jóvenes y parlamentarios tomaron la decisión de «construir un movimiento panafricano que reconozca los derechos y libertades de nuestro pueblo».

Un movimiento que, de nuevo, vuelva a cruzar el continente para liberarlos ya no del yugo colonial, sino de sus nuevos opresores: dirigentes que, en la mayoría de los casos, ni siquiera han podido elegir.

Fuente: http://www.lavanguardia.com/politica/20161215/412641490282/jovenes-descontentos-plantan-cara-a-los-jerarcas-africanos.html

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