Recién aterrizado de un viaje (físico, cognitivo y emocional) a Paraguay, en el que hemos desarrollado el Seminario para la Promoción de la Educación Inclusiva en las Américas OEA-Oritel. Yo llegaba unos meses después de que se hubiese llevado a cabo la primera parte de esta propuesta, que resultó un gran éxito. El equipo que lo ha organizado es extraordinario, y tiene claro que su papel es propiciar cambios y acompañarlos, pero que los cambios los hace la ciudadanía. Es fantástico encontrar a profesionales así, y con esta talla humana. Yo agradezco que en ese equipo tan bien armado me hayan dejado entrar, con una calurosa bienvenida y haciéndome sentir como parte del grupo. Ha sido una maravilla trabajar con ellos y ellas.
Vengo con la mochila cargada de artesanías (eso tan precioso que se hace con las manos y a lo que no se le da la categoría de arte por ser popular), de recuerdos y de aprendizajes. Aprendizajes también preciosos y desvalorados por las instituciones –como las artesanías–, que no encuentran lugar en las revistas científicas indexadas en el Journal Citation Report. Pero son preciosos, suponen una transformación interior, modifican esquemas fundamentales de la comprensión de las realidades humanas e iluminan el corazón.
De este encuentro tan intenso y participativo, en el que la gente hablaba a borbotones, voy a subrayar cuatro momentos por su significado para mí, por haberme sobrecogido y por ayudarme a avanzar. El primero lo protagonizó una madre y maestra, que expuso su experiencia. Contaba, con la cabeza agachada, como pidiendo perdón por hablar y con una humildad casi dolorosa, que vivió una honda depresión al ver el panorama que se le presentaba a su hijo, pero que se levantó y con su palabra tan humilde fue tejiendo una red de familias y manteniendo conversaciones con representantes políticos que la había llenado de esperanza. Quienes la escuchábamos, aunque no la conocíamos, además nos llenaba de orgullo. Eso, solo eso, enderezaba el cuerpo pequeño y erguía la cabeza agachada de esta mujer tan poderosa. Sus últimas palabras fueron una sentencia: “No lo hubiera conseguido si solo hubiera pensado en mi hijo”. Esa frase es tan impresionante como el Universo.
El segundo fue un encuentro con jóvenes que tuve la oportunidad de disfrutar. Les invité a pensar que yo era un extraterrestre, y a que me contaran cómo eran sus escuelas. Me dijeron cosas transgresoras sin que resultaran impertinentes: “Nos aburrimos en la escuela”, dijeron varios. Qué crimen global, pensé. Una chica iluminada, al ser preguntada por la escuela que deseaba exclamó: “¡Que se parezca menos a una cárcel!” Me encantó su acierto, pero lloré por dentro. Me contaron que se aprenden muchas cosas que no sirven para la vida. Para sus vidas, claro, que son concretas y singulares, y no una abstracción teórica. “Queremos que las escuelas sean seguras. ¿Cómo vamos a estudiar si se nos puede caer el techo encima?”, dijo otro chico. Pensé entonces en esa pirámide de Maslow sobre la prioridad de cubrir unas necesidades sobre otras. Me detuve en una idea: frente a eso teórico y memorístico que señalaron como inútil, está lo práctico y útil para la vida. En el pizarrón, al frente, tenían lo teórico. Y encima de sus cabezas estaba lo práctico, lo útil, lo concreto. Mirar hacia el frente o hacia arriba era la cuestión. Eso lo podría problematizar la escuela. Me lo enseñó en un rato un grupo de jóvenes del Planeta Tierra.
Momentos del Taller con jóvenes «Realidad y sueños en educación»
El tercero lo viví en un panel en el que participó Álvaro. Él, con su hablar pausado, creó una atmósfera sobrecogedora y profunda en la sala. En sus silencios, en su misterio, estábamos los demás. Un hablar que nos hacía entrar adentro de nosotros y escudriñar ese interior oculto. Una pregunta lo desbordó todo: “¿Cuántos normicidios has hecho en las últimas veinticuatro horas?” Solo pudimos callar, y entonces agachamos la cabeza, como aquella maestra-madre colosal.
El último momento que subrayo es bien diferente a los anteriores. Quizás no. No. Paseando por Asunción con mi amiga Sofía, junto al Congreso Nacional y un hermoso museo en el Cabildo, me atropelló un campamento de gente muy humilde de entornos rurales que estaba asentada en la plaza, al costado del lugar que habitan los representantes políticos de la república. Allí, con sus hijos e hijas desescolarizados, en tiendas de campaña hechas con lonas, palos y plásticos, en la tierra y bajo un sol de justicia, tomaban tereré (una fresca infusión) mientras conversaban sentados en el suelo los adultos; jugaban con alegría un grupo de niños y niñas, y pedían a quienes paseábamos algo de sustento. Cuando estas familias se fueran, llegarían otras. Y después otras. Y otras. La imagen era un martillo en mi cabeza. Una anciana barría la tierra rojiza con unas ramas, mientras yo me preguntaba: ¿cómo puede un mismo espacio y tiempo soportar esto? Y pensaba que habían armado colectivamente una resistencia, que podría hacerse consistente, y me preguntaba el papel que los profesionales podríamos jugar en realidades como esta: cuando las poblaciones dañadas, oprimidas y devaluadas arman resistencias –unas más organizadas y conscientes, otras más informales e inconsistentes– ante los poderes que los someten. Aunque no estaban todos. Porque en aquel espacio se simbolizaba a la política, a la cultura y a los subalternos, pero no estaba allí representado el mercado. Tampoco el resto de la ciudadanía. Y entonces pensé que quizá nuestro papel está en contribuir a que las resistencias sean construidas con formas más efectivas, ayudando a la ciudadanía a dirigir sus propias producciones sociales y culturales para que puedan poner en cuestión los sistemas (el económico, el político, el escolar, el social…) y hacerles frente para provocar en ellos la necesidad de transformarse.
Solo una cosa más. Podemos dar color a esa realidad pintada en blanco y negro, como se hace con las artesanías, hermosas, históricas y únicas. Rescatar la belleza de lo humano, que está especialmente en aquellas realidades que nos recuerdan nuestra precariedad y nuestra debilidad. Lo entendí después, en Iguazú, al ver la belleza inmensa de un río completamente roto. Me emociona decirlo.