Novela: Orquídeas en el jardín de las guacamayas (I, II, III y IV entregas)

La novela

Luis Bonilla-Molina

I Asesinato sin encargo

Era la primera vez que Marcos, vestido de civil, visitaba el sector El Valle, en Caracas.  Había patrullado estas calles en varias oportunidades, cuando formaba parte de los escuadrones anti motines y cumplía misiones de contra insurgencia. Designado por los gobiernos de Luis Herrera y Carlos Andrés Pérez, como contacto sectorial con la agencia anti drogas yanki, en dos oportunidades había hecho el periplo por el lugar, acompañado de un representante militar de la embajada norteamericana, que a todas luces era agente de la inteligencia política gringa.  Había hecho una gran amistad con el oficial norteamericano, a tal punto, que todos los meses de agosto viajaban juntos a Miami. Ahora volvía a este barrio intrigado por un asunto laboral.

Eran las 10 de la mañana y aunque la temperatura alcanzaba los veintiocho grados centígrados, comenzaba a caer una fuerte lluvia. En Caracas suele llover por un corto tiempo, eso sí, muy recio y siempre el agua se muestra coqueteándole a la brisa, como si el rocío y el viento protagonizaran un pasional encuentro.

El olor a tierra mojada despierta sensaciones, recuerdos, es como si algún gen campesino danzara en el ADN de cada habitante, invitándonos a salir a mojarnos, a chapotear el agua y reír. Hace mucho tiempo que no reímos colectivamente a carcajadas, despreocupados por el mañana y, esta mañana lluviosa pareciera recordarnos que la tristeza no puede ser eterna, mucho menos convertirse en resignación.

Hay sectores de la ciudad donde la modernidad llegó tarde y en muchos rincones la carencia de los servicios públicos ha sido sustituido por el despertar de lo común. El 23 de enero es pachanga, alegría, caminar zumbado, equipos de sonido a alto volumen, pero también solidaridades que desafían los cánones del sistema. Con razón se ha ganado la fama de lugar contestatario.

En el trayecto Marcos solo ve hombres y mujeres morenos, como si el urbanismo nos restregara su identidad, mostrando poco a poco el espíritu cimarrón, al que tanto le temen quienes viven del poder.

El viento movía de manera epiléptica la puerta metálica, hasta hacernos pensar en un personaje invisible quien estaba dudando entre entrar o marcharse. El metal trepidante   era la antesala al jardín del complejo habitacional, así que había que detenerla o sería víctima de un golpe en las piernas. Marcos, después de sujetar los postigos, corrió los veinte metros que había entre la verja y la entrada al edificio, tratando por reflejo de protegerse con sus brazos de las gruesas gotas que comenzaban a caer.

Por instinto volteó a mirar, para verificar si el carro había quedado estacionado en un buen lugar. Sonrió, como burlándose de sí mismo por el arranque de paranoia, mientras se detenía frente al edificio. Sacudida por el viento, una lámpara fluorescente titilaba, debido al óxido contenido en el mecanismo de soporte, haciendo que perdiera el contacto eléctrico cuando se mecía.

Se acercó al intercomunicador, mientras hacía memoria sobre el número del apartamento que le habían indicado. Desde que llegaron los celulares la memoria humana pareciera tener menos capacidad de almacenamiento, todo está guardado en el equipo, pero si olvidamos anotar digitalmente la información, estamos en serios problemas y precisamente era lo que ocurría.

-Ah 2B recordó

Su mano buscó automáticamente donde marcar, pero ninguno de los botones estaba identificado. Asumió que era la segunda fila y las columnas eran letras. Oprimió con fuerza, pero fue hasta la segunda vez que timbró cuando le respondieron. Una voz femenina pidió confirmación de identidad, para luego en broma solicitar santo y seña. El sonido de un pasador metálico liberado indicó que el acceso al edificio había sido destrancado.

El ascensor no servía, pero como era en el segundo piso decidió tomar las escaleras sin ninguna protesta.  Recordando sus días de oficial activo saltó los escalones de a tres en tres, hasta colocarse frente a la puerta del apartamento. Antes de accionar el timbre, producto de un reflejo subconsciente, los dedos de su mano derecha se dispusieron a rascar la cabellera, como quien está ante algo incierto y no sabe cómo actuar. Permaneció inmóvil, frente a la puerta, durante un par de minutos, hasta que suspirando accionó. La quinta vez que lo tocó, la puerta se abrió.

Marcos, ahora en el gobierno de Hugo Chávez, era un alto gerente de la más importante empresa nacionalizada de suministros vinculada a la industria eléctrica, con amplios vínculos comerciales con todas las esferas del gobierno. Un par de días antes, había despedido del empleo a Josefina, su asistente de relaciones públicas, porque había descubierto que en todos los eventos ella pagaba una habitación adicional para su amante, un destacado médico cirujano caraqueño, a quien el ex oficial identificaba como responsable en el país, de las operaciones encubiertas de un servicio secreto del medio oriente.

Al día siguiente de echarla del trabajo, apenas el gerente llegó a la oficina, la exempleada le llamó por teléfono y mencionó que contaba con información delicada que comprometía su permanencia en el cargo y, quería entregarle las pruebas a cambio de que dejara sin efecto la medida de despido. Acordaron verse a la mayor brevedad posible.

La misma Josefina abrió la puerta e invitó a Marcos a entrar. Lucía una falda ajustada, color vino tinto y una blusa semi trasparente blanca. Sus zapatos negros, de grandes tacones, la hacían ver más alta de lo que era en realidad. Tenía facciones refinadas, propias de ascendencia italiana y estaba cuidadosamente maquillada.

– Hola Marcos, pensé que no vendrías por la mañana, de hecho, acabo de llegar de la calle. Pero siéntate mientras conversamos.

El hombre le respondió:

  • Mejor vamos al grano de una vez por todas. ¿Cuáles son las pruebas de las cuales me hablaste?

Ella replicó:

  • Con calma, vamos a conversar primero.

El silencio sepulcral que sobrevino, evidenciaba la tensión existente en la atmosfera. Josefina rompió el hielo señalando:

  • Hace meses que a usted le están vigilando sus enemigos políticos, con la  intención de reunir elementos probatorios para sacarle del cargo. No se preocupe, puntualizó, una persona amiga ha logrado acceder al sitio donde guardaban las pruebas contra usted y me ha pedido que se las entregue.
  • ¿A cambio de qué?, preguntó el hombre.
  • De nada, mi estimado Marcos, señaló Josefina.

A lo cual añadió:

  • No sé si usted ordenó a sus perros guardianes que nos vigilaran desde otros de

los edificios y, como ve, este apartamento tiene ventanas sin cortinas que dan al norte y el oeste, así que le pido que vayamos a mi habitación donde tengo copia de las pruebas.

  • Marcos replico: ¿Copias? Creí que me entregarías las originales.

Ella respondió:

  • Por supuesto que te las entregaré luego. Las tengo guardadas en otro sitio, pero prefiero que veas previamente las copias y llegar a un acuerdo sobre mi situación laboral.

Sin intención de continuar escuchando alegatos, Josefina se dirigió hacia su habitación, sin voltear en momento alguno para asegurarse que Marcos la siguiera. El recinto donde dormía era pequeño, ocupado casi totalmente por una cama matrimonial tamaño presidencial “King Size”, en la cual destacaban cuatro almohadas gigantes, con las imágenes de Snoopy y Charlie Brown, los personajes creados por Schultz. Las cortinas amarillo ocre, combinaban con el edredón que cubría la cama y la fórmica de los guardarropas, dando un aire juvenil a la estancia. Las lámparas y mesitas de noche eran de metal cromado, resaltando su brillo al contrastar con la luz blanca que lo iluminaba todo. En una esquina reposaba una caja de cartón, que la chica tomó y colocó sobre la cama, a la par que miraba hacia la puerta esperando que en cualquier momento ingresara Marcos.

Se sentó a esperar y, no habían pasado dos minutos, cuando el burócrata entró. Josefina golpeó suavemente el colchón con la palma de la mano, pidiéndoles que tomara asiento a su lado, lo cual obedeció resignadamente.  Le dijo:

  • En esta caja están las copias de todas las pruebas que habían reunido contra ti.

Míralas con calma mientras yo me baño y, cuando vuelva, me dices si te parecen que tienen valor alguno o no.

Seguidamente tomo la toalla seca que reposaba encima del televisor apagado, incrustado en la pared mediante un soporte metálico, y se dirigió a la puerta interior que daba acceso al lavabo.

Marcos desencajado revisó uno a uno los papeles que extraía de la caja. Era como si sus cincuenta y cinco años le hubiesen caído de golpe. En solo minutos su apariencia había envejecido y sus manos trémulas sostenían las pruebas de sus fechorías administrativas. En toda su carrera militar había enfrentado con aplomo hasta la situación más comprometida, pero ahora se sentía desnudo y vulnerable, tal vez porque la ropa de civil no le construía la coraza de la militar, o porque en su paso por la oficialidad había sido intachable y ahora sentía que lo estaba ensuciando todo.

La imagen de Esther, su mujer, ahora minusválida, afectada por el mal de Parkinson, quien podía caer en el absoluto desamparo ante su inminente desgracia, le producía sentimientos ambiguos de rabia, impotencia y arrepentimiento. Esther, periodista de profesión, había ejercido solo en un corto periodo, porque se había dedicado íntegramente a diseñar las estrategias comunicacionales de su esposo, garantizándole una exitosa carrera. Ambos eran de origen humilde, hijos de obreros industriales y de campesinas, para quienes el ascenso social se convertía en una necesidad vital. Aunque Esther no había hecho carrera en su profesión, si había disfrutado de los beneficios económicos de las posiciones alcanzadas por su esposo. Conocía más de un centenar de países y su Vestier era testigo de los lugares visitados. Hacía tres años le habían detectado el padecimiento que evolucionó más rápido de lo esperado, el cual la había postrado en silla de ruedas.

La puerta del baño se abrió y apareció Josefina, descalza, con el pelo húmedo y despeinado, cubierta por una bata de paño blanca. Se quedó parada en el marco de la puerta e increpó al hombre:

  • ¿viste toda la información? ¿Consideras necesario hacerla desaparecer?

El hombre levantó la mirada hacia ella, mientras sus ojos despedían centellas, a

veces de rabia, otras de espanto. No lo dejó hablar y, antes que pronunciara palabra alguna, dejo caer a sus pies la bata que le cubría, develando con su mirada que ya no había vuelta atrás. Afirmó:

-Mejor que cómplices o socios, es ser amantes, así que no solo te ofrezco los documentos originales, sino este cuerpo para sellar nuestra alianza.

Marcos, con los ojos desorbitados y la boca abierta no terminaba de reaccionar, cuando Josefina se le acercó y arrodilló entre sus piernas, atrayendo hacia ella, con su mano, el rostro sorprendido del hombre. La timidez inicial abrió paso al desenfreno de los besos, que dejaban volar las manos de la chica hacia todo lo que fueran botones, cierres y cintos, en la humanidad de Marcos. En menos de tres minutos estaban desnudos, cubriéndose el uno al otro con sus pieles. Una mano de Marcos recorría los senos de Josefina, deteniéndose en sus pezones erizados, mientras la otra sobaba suavemente sus nalgas. La mujer acariciaba las partes íntimas del aprendiz de Apolo y, de pronto se arrodilló sobre el tendido, a la par que reposaba su rostro sobre el centro del colchón, mostrando los manjares del goce. Fueron solo instantes para que la pasión invadiera los sentidos de los noveles amantes y las sábanas se mojaran. Los cuerpos sudorosos quedaron entrelazados por un buen rato, comprometiéndose de manera silenciosa a nuevos encuentros.

Los amantes hicieron rodar por el piso la caja de cartón y cientos de hojas quedaron esparcidas por la habitación. Josefina se sentó en el borde izquierdo de la cama, reflejando en su rostro la satisfacción del guerrero, era como mirar al Joker después de asesinar en público al animador de televisión. No había expresión alguna de ternura en ese rostro, a tal punto que parecía desencajar con la tierna sinuosidad del cuerpo desnudo. Un ligero sonido de bocinas desvencijadas invadió el lugar, haciendo recordar que estaban en una de las zonas más populosas de la Gran Caracas, famosa por sus episodios de resistencia civil en los distintos gobiernos de la democracia venezolana. El 23 de enero, nombre de la comunidad, era la fecha en la cual cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y territorio que sirvió de cuna a colectivos como Los Tupamaros, La Piedrita y Alexis Vive.

Al ver caminar a Josefina desnuda por el aposento, cualquier podía entender las razones del mito urbano sobre la belleza de las venezolanas y resignificar la corporalidad sensual de la Diosa María Lionza, como síntesis de imaginarios y construcción colectiva, distante de la estética anoréxica eurocéntrica y norteamericana.

Con la magia del dominio del arte de la lujuria intelectual, Josefina extrajo de la mesita de noche, una pequeña caja de madera que tenía tallado su nombre. Al abrirla, un intenso aroma a tabaco invadió el olfato de los presentes. Con parsimonia extrajo un pequeño y delgado habano, el cual pasó delicadamente por su nariz, como si fuera una catadora profesional, cumpliendo el ritual de degustación sensorial previo al encendido. Volvió a abrir el depósito de caoba, esta vez para tomar el encendedor dorado. Se quedó mirando fijamente a Marcos, quien desnudo y aún en la cama, le miraba intrigado. Ella tomo el tabaco e introdujo uno de sus extremos suavemente entre sus labios, mordiendo la hoja seca que cubría la punta, escupió delicadamente, lanzando al piso el tapón vegetal y luego comenzó a deleitarse saboreando el extremo abierto, repitiendo mecánicamente el procedimiento cinco veces. Golpeó el otro extremo del puro contra la superficie de la mesita que le hacía compañía a la peinadora, como si quisiera decirle al habano que cumpliera con su misión. Giró 180 grados, para mirarse fijamente en el espejo del mueble que servía de peinadora, llevándose el tabaco a la boca con la mano izquierda, mientras con el pulgar de la mano derecha, oprimía el encendedor para hacer batir el centelleo del fuego, propiciando el encuentro entre la hierba envuelta y la llama que la consumiría. Aspiró la flama a través del cigarro, para que esta tocara por igual los bordes y el centro, mientras que al exhalar la flama crecía, a la par que se alejaba de sus labios. Volteó la cara del tabaco para mirar si realmente lo había encendido parejo y luego, lo tomó entre los dedos índice y medio, haciendo un giro sobre si misma, con un movimiento que la hacía ver como si partiera su cintura.

Después de inhalar tres bocanadas, caminó lentamente hacia Marcos y le invitó a fumar. Este lo hizo, pero al parecer no sabía la diferencia entre un cigarrillo comercial y un tabaco, aspirando de manera profunda el humo del habano, ocasionándole un severo ataque de tos. Josefina sonrió y le dijo:

– Tonto, ¿no sabes que el tabaco se fuma aspirándolo hasta la garganta? nunca hasta el pulmón.

Marcos aún con espasmos negó con la cabeza, mientras una mueca de sonrisa invadía sus labios. Soltaron a reír juntos como niños que sellan una complicidad. La tomó fuertemente por un brazo y sentenció;

  • No quiero que vuelvas a ver al espía ese que se disfraza de médico.
  • Eso se acabó –contestó- su esposa nos descubrió y lo puso entre la espada y la

pared. Acordamos terminar la relación. Marco la miró con desconfianza, pero aparentó estar satisfecho con la respuesta.

Josefina era hija de Timoteo, un acaudalado europeo, propietario de hatos y fincas, quien tenía varias familias y la de Josefina era solo una de sus distracciones. Había fallecido unos años antes, sin dejarles un céntimo de herencia. Lourdes su madre, una humilde mujer, analfabeta, ama de casa y amante de la lectura esotérica de barajas con hermosos y complicados dibujos, quien había sido abandonada por el patriarca con tres hijas y por lo tanto había tenido que dedicarse a trabajos domésticos en casas de familias ricas. Precisamente en uno de esos oficios, la señora de la casa se encariñó con Josefina, quien apenas tenía en ese entonces dos años y, era llevada al trabajo, porque Lourdes no tenían con quien dejarla a cuidado.

Débora, propietaria de la casa donde trabajaba Lourdes, era una exitosa odontóloga y su esposo un magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Tenían solo una hija de cuatro años, por lo que veían a Josefina como una compañía para su pequeña. Al cabo de unos meses de conocerla, Débora le propuso a Lourdes que les dejara a Josefina y ellos la terminarían de criar. Aunque no era una adopción plena, el dinero que le daban a cambio le alcanzaría para comprar una casa en algún sector popular y hacer mercado por unos cinco años, resolviéndole al cuarteto de mujeres abandonadas la ecuación matemática de sobrevivencia.

Una semana después, el 30 de marzo de 1970, Josefina llegaba a la casa, ubicada en comunidad de Altamira, para ese momento el lugar residencial favorito para los altos funcionarios devenidos en nuevos ricos producto del rentismo petrolero. La llegada de la chiquilla estuvo muy lejos de los ceremoniales de opulencia, sus compañeras de mudanza fueron dos bolsas de plástico amarillo, que contenían las pocas pertenencias de las cuales disponía, muchas de ellas obsequiadas por otras familias donde trabajaba la madre.

La ubicaron en un cuarto cercano al de Vanesa, la niña de la casa. Esa primera noche, lejos de la protección materna, las horas fueron transcurriendo como en un aquelarre, construido con fragmentos de todos los miedos acumulados, especialmente aquellos adquiridos mientras miraba a su madre sacrificar animales para honrar algún dios pagano, al que solo mucho después entendería el poder que se le atribuía, o cuando ella leía el tabaco e invocaba espíritus para que las cenizas fueran adivinatorias y, el peor de todos, cuando le escondía el niño a la estatua de María, la virgen cristiana, como chantaje para propiciar la intervención divina que hiciera regresar su amor de turno.

Al día siguiente pudo contemplar con calma, las comodidades del nuevo hogar. Habían vivido en la inopia desde que nació y ahora contaba con televisor, radio, aire acondicionado, ventilador, una cama muy cómoda con muchas almohadas, sábanas, mesitas de noche y hasta una extensión de teléfono para recibir noticias de su madre biológica. En un rincón había una caja de muñecas usadas, que seguro había desechado su nueva hermana, las cuales les parecían hermosas y se le antojaban candidatas, para que, de ahora en adelante, le acompañaran cuando la luna tiñera el cielo de luceros.

En el exterior, como si proviniera del fondo del pasillo, se escuchaban platos y cubiertos, armando el rompecabezas de la mesa del desayuno. El hambre le atormentaba, pero no salía de la habitación porque no sabía cómo llamar a la señora de la casa, pues era consciente que algo había cambiado en su estatus familiar, ¿mamá o señora Débora? Pensó, quizá la mejor idea sea llamarla mamá Débora, pero sus elucubraciones se disiparon cuando se abrió la puerta y la madrasta le dijo:

-Vamos hija, es hora de acercarse a la mesa.

Estaba resuelto -pensó-, si me llamó hija, lo lógico es decirle mamá, mamá Débora.

Después de desayunar, la madre invitó a las niñas a compartir en el jardín interno de la casa, donde había columpios y estructuras para escalar. Su primer día de juegos fue de escarceos, para encontrar intuitivamente un equilibrio social y saber cuál era su lugar y jerarquía respecto a la nena y sus amistades. La servidumbre ayudó a clarificar las cosas, pues se desvivían en mostrarle a Vanesa que seguía siendo la favorita. Esta historia se repetiría los siguientes días, semanas y años.

Continuará…

Segunda entrega

Marcos y Josefina se trasladaron a otro edificio ubicado en Las Mercedes, en pleno corazón de la capital del país, donde un hombre blanco, de nacionalidad turca, les entregó dos cajas, no sin antes indicarle al gerente que su jefa era ahora Josefina.

Colocaron lo recibido en el portamaletas del carro y se marcharon apresurados. Tomaron rumbo a la avenida Lecuna, hasta llegar al edificio de la empresa donde laboraban. Marcos hizo un par de llamadas telefónicas y dos obreros de mantenimiento bajaron con una máquina pica papeles, que se sumó a los peroles y evidencias arrumados en la parte trasera del vehículo.

Se dirigieron a Parque Central, estacionando el vehículo en un oscuro sótano que mostraba la desidia que se había apoderado de lo que fuera un conjunto urbanístico icónico de la sociedad caraqueña. El ascensor del estacionamiento al lobby tenía el aviso de “averiado”, por lo que tuvieron que subir lentamente por las escaleras laterales, ascenso forzado debido al peso de las cajas y el equipo de oficina.

Entre ambos trepaban las cargas hasta el descansadero, allí donde las gradillas cambian de dirección, tomando aliento para emprender el nuevo tramo de ascenso hasta cruzar la puerta que conducía a un destartalado despacho que otrora fungía de oficina para una prestigiosa empresa consultora. Repitieron una y otra vez la tarea, mientras en cada tramo aprovechaban para coquetear mutuamente o tocarse sensualmente. Subieron los últimos escalones hasta llegar a la planta baja del edificio, para desde allí tomar uno de los tres ascensores, ubicados al pie de la torre. Los elevadores contaban con un sistema informático de encriptación por lo que requerían una tarjeta magnética personalizada para poderlos activar, acceder y hacer que los trasladara hasta el piso diecinueve; Marcos buscó en su cartera hasta conseguir la llave electrónica.

Al salir del ascensor tuvieron que flanquear la puerta de vidrio que limitaba el ingreso al área de apartamentos, segundo obstáculo antes de llegar a la reja que antecedía a la puerta del apartamento dieciocho, o B18 como señalaba la etiqueta. Esta carrera de obstáculos no era parte de un reality show, sino evidencia de una sociedad que había decidido sobrevivir a la inseguridad, autoencerrándose en sus residencias.

Marcos comentó que este apartamento era propiedad de la empresa y era usado para alojar a funcionarios que venían del interior del país a reuniones o a realizar trabajos. Josefina sonrió y le miró fijamente diciéndole:

– ¡Que extraño!…  porque recuerda que soy yo quien realiza las reservas de hotel y elabora los pagos por concepto de habitaciones, para cubrir la logística de quienes vienen a Caracas. ¿No será más bien un lugar de citas?

Y culminó:

– Bueno, ese no es mi problema.

Marcos guardó silencio.

Después de tomar agua fresca, procedieron a sacar las hojas de las cajas e instalar la máquina pica papeles. Una a una, fueron destruyendo las evidencias originales entregadas por el marroquí, primero desgarrando el papel y luego quemando lentamente los fragmentos en una hoguera improvisada, montada sobre la poceta del baño, cuidando eso sí, que el humo no encendiera las alarmas o activara el corta fuegos del pasillo. Marcos quería evitar a toda costa que algún duende ocioso se dedicara a armar rompecabezas con los restos del delito.

Josefina volvió a tomar la iniciativa.

Marcos –dijo- no sólo quiero volver a ser tu asistente, sino que exijo me consigas el puesto de jefe de relaciones públicas de la oficina encargada del control cambiario y asignación de dólares preferenciales.

El hombre sonrió y comentó:

-Eres ambiciosa. Está bien, pero eso te va a costar mucho más de lo que hicimos en tu casa.

Ambos soltaron carcajadas y comenzaron a besarse frenéticamente, teniendo como testigo el cerro el Ávila, pulmón vegetal de Caracas, que como una pared natural modula los vientos del mar, haciendo del clima de la ciudad único, entre las capitales latinoamericanas. El Ávila también es objeto de disputa entre los terrófagos de la construcción y los guardianes de la vida, entre el cemento y la ecología, la muerte y la vida, lo oscuro y la alegría.  Usando el teleférico se llega a la cima del Waraira Repano, como le llamaban los pueblos ancestrales y, de allí es fácil acceder a Galipán, un pueblo típico, enclavado en una ventana entre los rascacielos de la capital y el azul del mar de La Guaira.

*****

Doce años después de haber llegado a la familia, las diferencias entre Vanesa y Josefina eran evidentes, sobre todo porque la segunda se había convertido en una hermosa adolescente, mientras la primera, a pesar de ser mayor, aún parecía niña pre adolescente, haciendo que las miradas y halagos de los chicos se volcaran sobre quien florecía como mujer caribeña.

La madre, con una carrera muy exitosa. solía estar ausente de casa y, el padre, ahora propietario de un importante bufete, era la figura de autoridad más presente en el hogar, pero también el eje de disputas entre las chicas, pues éste era el proveedor, no sólo de lo necesario, sino también de los caprichos de las jovencitas.

Vanesa no quiso fiesta de veintiún años, sino pidió una gira por Europa y Asia, rechazando ser acompañada por su hermanastra. Llegó el día del vuelo que salía a las 12:30 de la madrugada y las dos chicas junto a sus padres bajaron al aeropuerto de Maiquetía, ubicado en el Estado de La Guaira.  Salieron de casa a las seis de la tarde, para comer algo en Catia La Mar, porque Vanesa debería estar en el mostrador de la aerolínea a las nueve de la noche. Cenaron pescado y mariscos frescos, bebieron cervezas “vestidas de novia”, espumeantes y heladas, porque, aunque era de noche aún hacía mucho calor. Josefina le entregó a su hermana una carpeta amarilla que contenía las sugerencias de lugares a visitar en cada una de las ciudades donde estaría, así como de las precauciones que debería tener durante el periplo. Los padres agradecieron la iniciativa y Vanesa se puso a hojear la carpeta para luego extender su mano y colocarla sobre la de Josefina, agradeciéndole con la mirada el haberse dedicado a esta tarea.

Dejaron el vehículo en el estacionamiento del aeropuerto internacional y al llegar al piso tapizado por el arte de Cruz Diez, hicieron una sesión de fotos familiares. Le acompañaron hasta el lugar donde el empleado de la aerolínea chequea que los documentos estén en regla. Mientras Vanesa estaba en el mostrador, haciendo la verificación, consignando maleta y esperando el boarding pass, el trio familiar la observaba desde la frontera imaginaria, a donde podían llegar los acompañantes. Vanesa volvió con su tiquete dentro del pasaporte y una cara de felicidad enorme. Sería su primer viaje sola, y aunque ya conocía muchos de los lugares a donde iría, nunca lo había hecho sin sus padres y hermanastra. Había decidido iniciar su recorrido en las ciudades de brujas y Bruselas, en Bélgica, pasando a Rotterdam, Ámsterdam, regresando a Frankfurt, para ir a Paris, Barcelona, Roma y Venecia.

Abrazos y más fotos, mientras esperaban la llegada de Manuel un médico recién graduado y Selene, odontóloga y eterna amiga de Débora, con quienes la madre viajaría por tierra a una convención médica de dos días que tendría lugar en Caraballeda, muy cerca, en el propio estado de La Guaira. Eran ya las diez y media, Vanesa debió ingresar a la migración para verificar sus documentos y de ahí ir a la sala de espera del vuelo 898.

Débora y Josefina dejaron escapar lágrimas cuando la joven traspasó la entrada al sitio donde las autoridades migratorias aprueban la salida, mientras Vanesa sonreía tiernamente, como diciendo que no fueran exageradas y, el padre se burlaba de la cursilería femenina, no sin antes pedirle a la viajera que les llamara cuando llegara a Bélgica.

El aeropuerto internacional estaba muy solo, porque la mayoría de vuelos salían desde las seis de la mañana, así que decidieron ir a la cafetería del segundo piso, que aún estaba abierta, para esperar a los galenos colegas de Débora. Pidieron café capuchino y agua para los tres, mientras la madre le decía a Josefina que ya pronto le tocaría a ella viajar sola, porque en un abrir y cerrar de ojos sería mayor de edad.

Selene y Manuel llegaron con algarabía y aplausos, cantando Se les fue, se creció, la niña, ya es mujer!!!.

Todos sonrieron y los recién llegados tomaron asiento para acompañar a la familia. Débora presentó a Manuel a Josefina. Manuel agradeció comentando:

  • Qué hermosa su hija.

Las mejillas de la joven enrojecieron mientras agachaba la mirada. Selene ni

Manuel quisieron comer algo y una vez cancelada la cuenta, se dirigieron al estacionamiento. Débora, Selene y Manuel partieron en el carro de la segunda, mientras Rogelio –el padre de Vanesa- y Josefina emprendían el retorno a Caracas.

Al encender la radio del carro de la familia, se hacía evidente que los debates políticos giraban alrededor del intento de golpe de Estado de los militares, el 4 de febrero de 1992, al unísono condenado por la Casa Blanca y el mismo Fidel Castro presidente de Cuba. A pesar de los rechazos de la nación imperialista y la isla revolucionaria el alzamiento militar comenzaba a tener simpatías en los sectores populares.

Rogelio, militante de Acción Democrática, defendía a Carlos Andrés Pérez y condenaba a los insurrectos como respuesta a cada interrogante que al respecto le planteaba Josefina. Al final, decidieron sintonizar música y dejaron que, Baila esta cumbia, una melodía de la cantante Selena, les colocara en modo festivo.

Al llegar a la casa, cada uno tomó rumbo a su habitación, comentando entre sí lo cansados que estaban ambos. Sin encender ninguna de las luces de la sala principal, Josefina zapatos en mano, fue sorteando los muebles, mesas y adornos hasta llegar a su habitación. Por diez minutos se escuchó el ruido de las duchas en las habitaciones y luego un silencio sepulcral invadió el ambiente.

Media hora después, la figura de Josefina caminando por el pasillo, alteró la pasividad de la noche. Iba vestida con una bata transparente que dejaba entrever su cuerpo de adolescente en tránsito a mujer, sus senos bailaban al ritmo de su caminar y no se alcanzaba a distinguir si lo que se veía era su pubis o una corta pieza de ropa interior. Se detuvo frente a la puerta del dormitorio de sus padres adoptivos y tocó la puerta suavemente, anticipando que el hombre permanecía despierto. Volvió a tocar la puerta, esta vez un poco más fuerte y desde el interior la voz ronca de Rogelio resonó:

– ¿Eres tú Josefina? ¿Estás bien?

La mujer le respondió:

– Si. Estoy bien. ¿Puedo pasar?

– Adelante, afirmó Rogelio.

La puerta dejó escuchar un leve sonido, como evidencia que necesitaba mantenimiento. Con la puerta abierta de par en par y a contra luz, el cuerpo de la dama se mostraba en toda su plenitud, como si la bata que cargaba fuera solo una leve bruma.

  • ¿Puedo dormir contigo?, dijo Josefina. Tuve una pesadilla horrible y tengo miedo

Rogelio respondió:

– Claro que sí, adelante.

La puerta se cerró y en penumbras la mujer caminó hasta tomar un lugar en la cama, levantando la cobija y colocándose dentro de ella. Después de la quietud y silencio de los minutos siguientes, la chica se volteó a centímetros del hombre que dormía boca arriba, colocando su pierna entre las de él.

El bulto creciente en el entre piernas de Rogelio mostró que acusaba recibo del estímulo recibido, algo que le dio el valor a ella para colocar su mano sobre la ropa interior de un cuerpo que se mostraba solo cubierto por una pequeña pieza de tela. Los suaves movimientos de la mano femenina sobre el cobertor del miembro masculino avanzaron hasta penetrar la pieza íntima. La humedad invadió la mano que acariciaba, mostrando que se estaba ante una vorágine casi indetenible. El hombre giró su cuerpo, colocándose sobre la chica, tomando con su mano derecha su rostro y mirándola fijamente mientras le preguntaba.

– ¿Estás segura de querer hacerlo?

Ella respondió con un movimiento afirmativo de su cabeza.

El hombre replicó:

  • ¿Eres virgen aún?

Josefina, al negar con la cabeza, tomo al hombre por el cabello y lo atrajo hacia su boca abierta. Los frágiles botones de la bata femenina saltaron por los aires, completando la escena el cuerpo del hombre al desnudo.

Rogelio, volvió a preguntar:

– ¿Estás segura?

Esta vez, ella respondió abriendo las piernas, liberando el aroma que invadió todos los sentidos. El jadeo incesante de los cuerpos cedió paso al prolongado reposo y silencio cortante. Era como si tuvieran temor a conversar o mirarse.

Ante el ambiente tenso, la mujer se sentó en la cama, colocó la bata sin botones y le dijo:

-Mañana la cita es en mi cuarto. No me dejes esperando.

A continuación, se levantó y caminó hacia la puerta sin encontrar resistencia a su retiro. La puerta se cerró suavemente y se escucharon unos leves pasos alejándose.

*****

La empresa fue el escenario para una reunión donde la mitad de los asistentes eran políticos, tanto del gobierno como de la oposición y, la otra mitad los pocos empresarios que no se habían involucrado en el golpe de estado de abril de 2002. El objetivo de la reunión era determinar los sectores dedicados a la importación que serían objeto de exoneraciones arancelarias, se beneficiarían con el otorgamiento de divisas a precio preferencial y se les suministraría de manera expedita los permisos de importación. Se trataba de construir una nueva arquitectura para el sistema de importaciones, tan vital para el país, porque los anteriores señores del negocio habían participado activamente en los sucesos previos al 11 y 12 de abril de 2002.

Las proyecciones de inversiones y ganancias, desde 1917 hasta 2002, mostraban como la apropiación de la renta petrolera era el elemento constitutivo de las burguesías venezolanas. El cónclave procuraba redefinir los actores para la importación y con ello, el surgimiento de una nueva burguesía especulativa.

Si bien había resultado imposible reconstituir el campesinado como clase social que garantizara la soberanía alimentaria, parecía que iba a ser relativamente fácil recomponer a la burguesía.  Claro está, para la burguesía importadora, el agro productivo se convierte en un riesgo terrible, así que en la medida que se consolida, aumenta su influencia en el nivel político para restringir las cadenas de comercialización del campo, ahogando cualquier intento de ampliación del campesinado como clase social.

Saúl no sólo era un oficial de carrera, sino también fervoroso partidario del capitalismo humano, la burguesía nacionalista y, en consecuencia, propietario de una pequeña fábrica para el empacado de pasta alimenticia, que aspiraba escalar en el marco que se abría a partir del descalabro burgués, propio de la intentona golpista del 2002. Invitado por Jorge, había puesto en marcha una modesta constructora con la que aspiraba sustituir al zar adeco del ramo, teniendo como socio no público a un colega de quien había detentado la supremacía de la relación de las empresas de construcción con los gobiernos democráticos.

Empresarios noveles del sector de la publicidad, la intermediación financiera, el suministro de alimentos empacados, el sector textil y talabartero, farmacéutico, propietarios de cadenas de restaurantes, distribución de bebidas alcohólicas y cigarrillos, entre otros, compartían la sala con los grandes de la producción de harina, importación de carnes, suministros de equipos médicos y del sector bancario. Era como un festín alrededor del botín público, en el cual todos contaban con dagas afiladas y envenenadas, escondidas entre sus vestimentas, a pesar que jugaban a ser los mejores amigos. Estaban a la espera de los llamados cuatro fantásticos, las figuras políticas encargadas de hacer realidad la nueva arquitectura burguesa nacional.

Tobías, Antonio, Vicente y Orlando llegaron media hora después de lo esperado. Vestían informales, deportivos y casuales, con ropas importadas de marcas reconocidas y parecían tener obsesión por los relojes marca Rolex y los anillos de oro. Orlando no mostraba ninguna emoción en su rostro, mientras sus compañeros sonreían y saludaban efusivamente a los asistentes.  Como si estuvieran ejecutando un guion previamente estudiado, cada uno de los cuatro representantes del poder fue convocando a algunos de los invitados, conformándose círculos de diálogo. Todos los sueños de inversiones y proyectos se escuchaban, como si fueran candidatos a ganar el premio del más audaz. Como cada vez que alguno de los cuatro señores iba al baño, alguien le seguía para tratar de cerrar un trato directo, las idas y venidas al lavabo se hicieron frecuentes y se estableció un turno imaginario de quien correspondía acompañar cada viaje.

Antonio recibía al oído información de sus tres compañeros, la cual registraba en un dispositivo portátil que transmitía mediante bluetooth a una repetidora colocada debajo de la mesa central, conectada a una oficina cercana, a cargo de Moisés, nombre clave de un financista internacional que trabajaba para el lobby judío, ruso, chino y norteamericano, en la construcción de mapas de actores e intereses. Por años se había desempeñado como consultor de la más importante financiera global y ahora operaba como agente de campo en la intersección de intereses propios de la financiarización internacional.

La incubadora de nueva burguesía, a pesar de contar con una telaraña de manejos ilícitos en la administración pública, requería de un capital semilla que ni juntos podían reunir para garantizar una sola de las operaciones en el mercado internacional. Moisés era sólo el rostro de múltiples intereses que drenaban dineros en calidad de préstamo, a cambio de exclusividad en la compra de armas, municiones y tecnología militar, la industria petrolera, la explotación de oro, coltán y todas las llamadas tierras negras, vitales para la industria tecnológica, así como exclusividad en la designación de cargos claves en el Banco Central y los Ministerios de Finanzas y Planificación. Por ello, los porcentajes de ganancias en otros negocios, eran de cincuenta y cinco por ciento para los operadores locales, como un cebo para ratas de sembradío.

A las diez de la noche Tobías se acercó al DJ para pedirle que suspendiera la música y habilitara el micrófono. Todas las miradas se concentraron en el líder de los cuatro anfitriones. Había sido una velada mucho más productiva que las rondas de negocios que se organizan alrededor del mercado bursátil. No sé por qué, al mirar lo que ocurría, el cerebro intentaba asociar lo que ocurría con la escena de guerra de las galaxias, en la cual Luke visita un bar en el que cohabitan los marginados de la federación, pero donde se puede comprar cualquier cosa, por inverosímil que parezca.  Todos juegan al discurso de la lealtad con Darth Vader, incluso los asiduos visitantes del templo de Yoda.

-Señores -dijo Tobías- queremos agradecerles haber aceptado la invitación para este encuentro entre amigos, de abrazo entre los que queremos un país bonito, de independencia y progreso. Seguramente -continuó- en los próximos días estaremos haciendo encuentros bilaterales y nos juntaremos nuevamente en un par de meses para celebrar el cumpleaños de Vicente.

Un sonoro aplauso, acompañado del levantamiento de copas hacia donde estaba sentado Vicente, se entendió como una forma colectiva de sellar los compromisos conversados en la cita. Se estaba escribiendo la partida de nacimiento de una nueva burguesía.

*****

Manuel era hijo de una pareja judía liberal, en la cual los libros, la música y el arte se encontraban en cada esquina de la casa. Desde los diez años le enviaba de vacaciones a conocer el desarrollo de Israel, algo que le encaminó por el campo de la medicina. Sus tíos, quienes vivían en Jerusalén, eran médicos muy talentosos y prósperos, quienes tenían inversiones en Venezuela, especialmente en el sector farmacéutico y clínicas privadas.  No habían podido tener hijos y, le habían ofrecido a Manuel que si estudiaba medicina le heredarían las acciones que poseían en el sector salud.

Michelle, la tía política, era familiar de comerciantes prósperos, quienes se ufanaban de ser descendientes de los fundadores de la primera casa de café creada en Europa, en Livorno, Italia, alrededor de 1632. Manuel nunca supo si esta historia cafetera era cierta, pero estaba acostumbrado a que cada conversación en la familia fuera acompañada por una olorosa taza de café.

En uno de esos viajes al mundo hebreo se escapó a la franja de Gaza y pudo ver la situación en la cual se encontraba la población palestina. Al ver a sus tíos en Tel Aviv los increpó sobre el particular.  El tío Aarón, experto en textos sagrados, especialmente en el Talmud, trató de explicarle a Manuel los orígenes sagrados de la disputa judío-árabe, algo que no convenció, pero sí lo molesto. Michelle prefirió explicar el asunto desde una perspectiva más pragmática, la sobrevivencia del Estado de Israel y la nación judía. A este debate le siguieron otros tantos los días siguientes.  Ante la imposibilidad de convencer al chico, los tíos decidieron que éste debería conocer y hablar con Shanon, un oficial israelí, experto en la cultura árabe.

El militar, hombre de unos cuarenta y cinco años y, cómo lo averiguaría más tarde Manuel, temprano experto en guerra informática, vestía de manera sobria, espartana, con ropa perfectamente planchada, pliegues que resistían los movimientos del cuerpo y el roce de la piel. Los tíos presentaron al chico y el militar, en unas oficinas públicas que deberían ser gubernamentales, por la cantidad de escudos, banderas y retratos oficiales colgados en sus paredes. Decidieron dejarlos juntos para que conversaran y se marcharon, prometiendo pasar más tarde a buscar al joven.

El discurso castrense se fue apoyando en imágenes de los actos violentos cometidos por árabes, quienes decía Shanon, habían cegado la vida a ciudadanos israelíes. Fueron tres horas de vídeos y fotografías que impactaron la sensibilidad de un joven como él, ajeno a la guerra. Durante el resto de la temporada las visitas a Shanon se hicieron diarias y, en alguna ocasión, el oficial visitó al chico en casa de sus tíos.

El año siguiente, Manuel se graduó de bachiller en ciencias y preinscribió en la facultad de medicina de la universidad pública más importante de Caracas. Como faltaban ocho meses para iniciar las clases, aceptó la invitación para asistir a un curso de seis meses en Israel, sobre historia militar judía en Haifa. En realidad, fue enrolado como informante de uno de las más importantes agencias de inteligencia mundial, iniciando su carrera en la comunidad de agentes secretos, hasta alcanzar el grado de residente en jefe, labor que ocultaría con su trabajo de médico en la más prestigiosa clínica de Caracas. Tenía a su cargo la supervisión del personal local de inteligencia y se le había permitido enrolar a un par de mujeres para que cumplieran papeles de topos entre las familias de políticos cercanos al entorno presidencial. Aunque compartimentaban la información, fungía como oficial coordinador de operaciones financieras, periodísticas y en las minas de oro.

Adquirió especial notoriedad cuando detecto un pequeño cargamento radiactivo, en un carguero proveniente del viejo continente, que era parte de una operación contra figuras centrales de la política nacional. A pesar que el gobierno se había manifestado contra los intereses del país que lo había listado, las instrucciones para Manuel fueron, evitar a toda costa que la otra agencia de inteligencia pudiera ejecutar la acción. Manuel dirigió el operativo, para interceptar el dispositivo nuclear y colocarlo a resguardo. Desde ese momento, todos los servicios secretos internacionales le tenían en la mira y, la filtración cuidadosa del incidente a las autoridades nacionales hizo que la beligerancia anti hebrea disminuyera.

*****

Serían las dos de la madrugada cuando la puerta de la habitación de Josefina se abrió. Acostada boca abajo y desnuda parecía una mujer mucho más madura. El pelo hasta media espalda resaltaba sus posaderas y los estilizados muslos terminaban en posición de descanso, con un pie posado sobre el otro. La habitación olía a incienso de mandarina y rosas circulando de manera traviesa por todos los rincones debido a la brisa que entraba a través de la ventana entreabierta.

Rogelio permaneció anclado en la entrada, observando a la mujer y encontrando el valor para rasgar definitivamente a la sensatez. Caminó tímidamente un paso y cerró la puerta. Sin moverse, consciente de lo que estaba ocurriendo. Josefina dijo:

– Pensé que te habías acobardado y no vendrías.

Y dinamitando cualquier resistencia le invitó:

– Ven, bésame la espalda.

Como autómata Rogelio se fue acercando.  Posar los labios sobre la amplia espalda de la mujer, obligaba a oler el dulce perfume que le inundaba la piel, haciendo que los instintos asaltaran la razón. Con delicadeza, Josefina destapó su cuello, invitando a los labios del hombre a volar hasta allí.  Cada milímetro del cuerpo femenino recibió la visita de unos labios que gritaban deseo. Ella le pidió que se acostara y fue develando la humanidad del jurista, a la par de ir recorriendo con sus dedos el cuerpo erizado del amante. Con la experticia de quien sabe lo que quiere, se colocó sobre el hombre, permitiendo la fusión de espíritus, sentidos y cuerpos. Cada movimiento de la mujer hacía desaparecer todo alrededor, convirtiendo en éter la gravedad, haciendo parecer que los cuerpos flotaban. El ABC de la sexualidad fue repasado, cuidadosamente, hasta que la humedad de los volcanes de pasión, irrumpieron opacando el aroma de los inciensos.  Descansando sobre el regazo del hombre, Josefina agradeció la noche de pasión. Rogelio fustigó diciendo:

– Esto no puede volver a ocurrir. Si Débora llega siquiera a sospechar, nos echa a los dos de la casa.

Ella colocó su mano sobre los labios del hombre y sentenció:

-Nada de eso. Ahora soy tu consentida y tú has vuelto a sentir la pasión que ya se te escapaba. De ahora en adelante seremos cuidadosos amantes. Eso sí, quiero que cambies conmigo y estés más atenta a mis caprichos.

Precisando:

-Cada vez que Débora esté fuera tu dormirás conmigo.

El silencio invadió la habitación, hasta que los ronquidos del hombre indicaron que era hora de dormir.

Débora llegó a casa dos días después, a las nueve de la mañana. La habían esperado para desayunar juntos, arepas rellenas de huevo cocido, picado y revuelto con mayonesa, queso blanco, aguacate, ensalada de frutas, jugo de naranja, café marrón y agua. Mientras Josefina y Rogelio devoraron la comida, Débora apenas si comió las frutas y el jugo, indicando que estaba cansada y quería bañarse antes de ir al consultorio.

-Eso sí –dijo- almorzamos juntos, a las dos de la tarde, comida vietnamita. Yo invito.

Se levantó de la mesa y tomó rumbo hacia la habitación familiar. Josefina y Marcos se miraron como confirmando que no habían sido descubiertos. Quizá impulsado por algún resorte que había estado averiado, los sentimientos de culpa invadieron a Rogelio. quien se levantó y dirigió a la habitación matrimonial. Débora acostumbraba a bañarse con la puerta de la ducha abierta, lo que permitía observarla desde la cama matrimonial. Era una mujer esbelta, delgada, con una figura muy cuidada, que despertaba la atención de todos quienes la veían, pero desnuda se veía aún más bella. Se pasaba suavemente la esponja por sus brazos y cuello, mientras la mezcla del jabón y el agua de la regadera jugaban en su espalda. Al salir de la ducha, decidió colocarse fragancia caoba y ácida, vistiendo de sensualidad el cuerpo aún desnudo.  Rogelio se le acerco por la espalda, la tomó por la cintura y le besó el cuello. Ella, como presintiendo un avance sexual, se devolvió y con picardía le dijo:

– Esta noche amor, estoy retrasada.

Durante los siguientes días los juegos y las miradas en casa, entre Rogelio y Josefina, se hicieron cada vez más evidentes e imprudentes. Rogelio complacía cada uno de los caprichos de la joven.

Las postales llegaban desde todos los lugares donde estaba Vanesa en su gira europea. Josefina, comentaba cada foto preguntando detalles del sitio, clima, comida, costumbres. Débora y Rogelio eran menos efusivos, por lo general decían “qué bueno, lo está disfrutando”.

Los días pasaron rápidamente y esa tarde Vanesa regresó al hogar, dejando atrás la tranquilidad de los amantes, rompiendo el disfrute de la privacidad de la casa.  Regalos, relatos, risas y abrazos dieron la bienvenida a la viajera. Josefina durmió un par de noches con su hermanastra, para llenarla de preguntas y escuchar sus emocionadas respuestas.

Poco a poco la rutina se apoderó de la casa, donde lo novedoso eran las exploraciones que hacía Vanesa sobre posibles empleos. Trabajar implicaba enterarse de las escalas de salarios y despertar de la ficción de una vida ajena a las necesidades, sobre todo porque había estudiado de manera holgada, con una tarjeta de crédito, cuyos fondos siempre disponibles le permitían acceder a cualquier capricho. A la chica le resultaba más atractivo cursar estudios en otra carrera o tal vez hacer un postgrado, pero la madre insistía en la conveniencia de empezar su experiencia profesional. La idea de montar un emprendimiento comenzó a rondar la cabeza de la chica.

Al volver a casa Vanesa tenía la sensación de alguien había mudado todo de lugar, era una sensación extraña. Poco a poco había comenzado a inquietarse por la forma que ahora su padre trataba a Josefina. No solo le decía que si a todo, sino que varias veces lo había sorprendido, embelesado mirándola. Esa tarde los encontró divirtiéndose en la cocina y, los juegos de palabras se salían de los acostumbrados diálogos entre ellos. Vanesa se hartó y se lo comentó a la madre:

  • Madre, el viejo está muy raro con Josefina, pareciera enamorado.
  • Hija -respondió. Ten cuidado con lo que dices. Es tu hermana y si se entera tu

padre que estás diciendo esas cosas se va a enojar.

  • Mamá, no seas ingenua, presta atención a lo que te digo, replicó.
  • Hija …  ya está bien, cortó el diálogo la madre. Ve a hacer algo y deja de pensar

tonteras.

Débora atribuyó los comentarios a celos de la chica, pero comenzó a fijarse mucho más en los detalles. Los amantes se cuidaban, así que por semanas no se pusieron en evidencia. La esposa se había olvidado del asunto, hasta que un día, al asomarse a la ventana para confirmar que el sonido del carro estacionándose frente a la casa era el de Rogelio, le pareció ver que el hombre le acariciaba las nalgas a la chica. Volvió a mirar en detalle y no vio nada anormal, pero la semilla de la duda se instaló.

El fin de semana Débora y Vanesa marcharon a casa de la abuela, quien vivía en Maracay, ubicada a un par de horas de Caracas, viajando por carretera. Como de costumbre, los amantes desahogaron sus instintos y luego, desnudos y tomando vino tinto, se pusieron a ver una película en el televisor de la sala. De pronto advirtieron que una tercera persona estaba con ellos. Miraron y era Débora, con los brazos cruzados, quien se dirigió a Josefina y le dijo:

  • Empaca tus cosas y te vas, nunca más quiero volver a saber de ti.

Luego suspiro, miró a Rogelio y de manera enérgica le comunicó:

  • Báñate rápido que te vas conmigo a Maracay.

Mientras el hombre salía corriendo a cumplir la orden de la mujer, Josefina intentó

balbucear alguna palabra, siendo rápidamente interrumpida por Débora:

– No aclares que oscureces. Si en algo agradeces lo que hice por ti, vete en silencio y no te vuelvas a dirigir a mí de manera alguna.

Josefina estalló a llorar mientras caminaba a su habitación, buscando algo con que cubrir su humanidad desnuda. Rumbo al que había sido su aposento, se detuvo en la puerta del cuarto principal y entró hasta el baño donde se aseaba Rogelio.

  • Tú tienes que ayudarme –dijo- no sé cómo vivir afuera.

Rogelio, casi gritando le escupió:

  • Olvídate de mí, lo más importante en este momento es mi hogar y no lo voy a perder por ti. Vete y no me llames, ni me busques.
  • ¡¡¡Cobarde y poco hombre!!, es lo que eres, le gritó Josefina.

Salió corriendo sin mirar atrás, sintiendo que todas sus certezas desaparecían.

En los últimos años apenas si había visto a su madre biológica, pero sabía que vivía en Petare, el barrio más conocido y popular de Venezuela. Buscó en su mesita de noche, la dirección que alguna vez le habían dejado anotada en una hoja de papel. Por primera vez se percató que la dirección no era como como las que conocía, tenía indicaciones de veredas y callejones. Imaginó que era la precaria cultura de la madre la que le hacía escribir así, pero le preocupó cómo llegar hasta allí.

Escuchó encender un vehículo y se acercó a la ventana a mirar, desde donde observó partir a Débora y Rogelio. Siempre pensó que si eran descubiertos Rogelio se iría con ella, porque Débora lo echaría de casa y se divorciaría de él. No entendía esa reacción de la doña, ni el comportamiento pusilánime de Rogelio.

Eran las once de la noche, así que decidió dormir en la casa y partir al día siguiente, en cualquier caso, el matrimonio se había marchado. Hizo maletas, colocando en ellas las prendas de oro que encontró en la habitación principal y una colección de ropa interior de Débora, sin estrenar. A las siete de la mañana llamó un taxi, el conductor se negó a llevarla hasta la dirección indicada señalando que la podía trasladar hasta la entrada de Petare, para que, desde allí, tomara otro vehículo. Colgó el auricular y se comunicó con otra línea de taxis, pero la voz al otro lado de la línea telefónica le repitió la sentencia. Decidió aceptar, sin entender mucho la situación.

El carro de alquiler la llevó hasta el Mercado Municipal de Petare, indicándole que allí debería tomar un vehículo rústico, que la condujera hasta el sector del “morrito”, donde estaban ubicadas las veredas que la dirección en el papel indicaba.

No recordaba haberse montado nunca en un jeep, de esos que prestan servicio de transporte para lugares intrincados. Estaba acostumbrada a ver vehículos impecables y viajar en un destartalado medio de transporte la tenía en crisis cognitiva, pero ni en un solo momento el fantasma de la culpa abrazó su espíritu.

La maleta fue lanzada y amarrada en la parrilla del rústico, junto a sacos de comida y una bicicleta. El desafío era ahora subir a un auto con cauchos enormes y sin escaleras que facilitaran el acceso. Los puestos delanteros estaban ocupados y como la puerta de atrás permanecía abierta, asumió que allí había un puesto para ella. Con dificultad trepó, apoyándose en una mano que emergió del interior. Dos largos escaños laterales acogían a unas once personas, donde a lo sumo podrían sentarse cómodamente ocho- Parecía que no habían descubierto la palabra hacinamiento, así que Josefina se sentó en un pequeño espacio que le abrieron dos personas mayores. Miró a quien estaba cerca de la puerta y le dijo:

  • Señor, por favor cierre la puerta para que podamos partir

Todos la miraron y el hombre replicó:

  • Aún no se llena, hay que esperar.

Atónita prefirió guardar silencio. Cuatro pasajeros más entraron, unos se sentaron y otros se pusieron en cuclillas en medio de los asientos. Por fin la puerta se cerró y el carro partió.  Las caídas en huecos parecían la constante del viaje, convirtiendo el trayecto en una especie de acto equilibrista. Imposibilitada de ver por dónde iba, porque los cuerpos de los otros pasajeros lo impedían, Josefina comenzó a detallar las humanidades de sus compañeros de viaje, fijando la mirada en una chica, de unos quince años, quien parecía discoteca cerrada por los estragos de un tornado; pensó que así debería verse ella de haber permanecido con su madre biológica.

La humanidad de Josefina se bamboleaba incesantemente y de vez en cuando su cabellera rozaba el techo. Habían pasado diez minutos y el transporte hizo su primera parada, descendiendo dos pasajeros de su fila, pero el espacio que dejaron fue rápidamente ocupado por quienes estaban en el piso. Josefina le recordó al chofer:

  • Señor no se le olvide dejarme en el morrito, porque no conozco donde debo

Bajarme.

Una voz gruesa, en tono de evidente molestia, le respondió:

  • Señora, yo tengo memoria y se dónde debo dejarla.

Otro de los pasajeros sonrió, celebrando la ocurrente respuesta del conductor.

Quince minutos después el chofer gritó:

  • La pasajera que viene para el morrito, ya llegamos.

Empujando cuerpos, como sí el lugar no quisiera recibirla y les hubiese ordenado a sus anónimos acompañantes que se lo hicieran saber, Josefina logró salir del vehículo. La calle era de tierra, aunque en algunas partes se notaba que un día estuvo tapizada de asfalto. Aún no había recuperado el equilibrio del cuerpo, cuando escuchó al automotor acelerar, dejando detrás de sí una espesa estela de polvo.

La maleta había sido lanzada a un costado de la vía. Una lágrima gruesa salió de los desorbitados ojos de Josefina, esto era para ella como si estuviera entrando a uno de los bosques del Fauno. Estaba en medio de un paisaje que para ella era desconocido, paredes sin friso que dejaban al descubierto los ladrillos a veces rojos y otras grises, techos metálicos sobresalían en medio de telarañas de cables. Su mirada captó a una muchacha que vendía pasteles de yuca, papas rellenas y tinto.

Había que conseguir el rumbo hacia su destino desconocido. Miró alrededor y la única persona que le parecía amigable era la vendedora de café. En la medida que se acercaba al improvisado puesto, el rostro de la joven mercadera se fue tornando en una niña de unos diez años, con cuerpo de adolescente.

  • Disculpe ¿usted conoce esta dirección? –preguntó Josefina.
  • No, respondió la vendedora.
  • Es donde vive la señora Lourdes, usted la debe conocer, replicó.
  • Ah sí, mire es aquella casa verde, de allí arriba, ahí vive.

La casa señalada estaba ubicada unos ciento cincuenta metros, en la mitad de una empinada cuesta. Sacó la agarradera de la maleta y agradeció silenciosamente que la misma tuviera ruedas. Por el camino, piropos de todos los tonos y obscenidades, desconocidos para ella, se convirtieron en sus custodios.

Tocó tres veces la puerta metálica de la casa verde, con la fuerza propia de la desesperación por entrar a un refugio. Desde adentro se escuchó un grito:

-Voy … ya va.

Un par de minutos después se abrió la puerta, precedida por un chirrido que parecía incrementarse en la medida que la hojalata se desplegaba.  El verde que vestía la entrada, dio paso a la imagen envejecida de Lourdes, con un rostro invadido por arrugas y canas, que sin embargo, contrastaban con sus caderas prominentes, huellas de un tiempo mejor.

-Hola hija, dijo la mujer, con un tono de voz y expresión en la cara que presentía problemas. ¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso te echaron?

– Si Lourdes, respondió Josefina, no quiero hablar de eso … vine a buscarte para que me ayudes a alquiler un apartamento. Este lugar es muy feo.

La madre miró el piso y la invitó a pasar. Preguntó:

– ¿has comido hija?, déjame servirte desayuno, complementó. Puedes descansar en el cuarto de tus hermanas. quienes están donde una amiga. Esta casa es pequeña, solo tiene dos cuartos y un baño, no es como tu casa en La Lagunita.

Josefina la interrumpió:

  • Yo no me quedaré en esta pocilga … dime si me vas a ayudar a alquilar un

apartamento.

  • Hija –respondió- apenas si tenemos para comer, yo quisiera ayudarte, pero no

puedo. Tómate este café.

La taza con la infusión voló por los aires, hasta estrellarse con una de las descoloridas paredes.

  • ¡Yo no quiero café! -gritó Josefina- lo que quiero es que me ayudes, para vivir en

un lugar decente.

El silencio fue la respuesta, mientras el rostro endurecido de la madre dejaba brotar de las comisuras de sus ojos, gruesas lágrimas.

– ¿Tienes teléfono? Necesito llamar -planteó Josefina- como si una idea hubiese iluminado su piel. ¿de dónde puedo hacer una llamada telefónica?

– MIja, vamos a ver si la vecina me lo presta, yo no he tenido dinero para colocar una línea telefónica, eso es muy moderno y caro para mí.

Abrió la desvencijada puerta, indicándole a Josefina que le siguiera. Caminaron unos pasos hasta llegar, dos casas arriba, a la ventana de una vivienda, cuya puerta principal parecía estar al fondo de un estrecho y húmedo callejón.

  • Mariela, gritó Lourdes, pegando su rostro a los barrotes metálicos que protegían

la ventana.

La amiga de Lourdes aparentaba ser una mujer mayor que ella, trigueña de ojos claros, quien al sonreír en forma de saludo dejo ver que había perdido la dentadura. Lourdes le comentó la razón de su vista, después de mencionarle que la joven que la acompañaba era su hija.   Un minuto después, la mujer le acercaba el teléfono de línea fija a Josefina. Era un aparato gris, con una rueda que tenía hendiduras para marcar de manera circular.  Josefina marcó el número de Manuel tres veces, hasta que éste respondió:

– Aló, ¿con quién tengo el gusto de hablar?

– Tengo un problema y necesito conversar conmigo, aclaró Josefina.

– Si lo sé – preciso Manuel- de algo me he enterado.

– Yo te puedo explicar todo, pero no tengo donde dormir ni dinero. Ayúdame por favor, suplicó Josefina.

Lourdes miraba fijamente a la chica, como si estuviera conociendo a una persona de la que le habían hablado.

  • Mi hermana vive en Nueva York desde hace unos cinco años, respondió Manuel.

Tiene un pequeño apartamento tipo estudio, que lo puedes usar un par de meses, por lo menos mientras resuelves tu situación personal. ¿Te parece? Sólo dime donde puedo pasar a buscarte para llevarte.

Los ojos de Josefina se desorbitaron de alegría y le respondió:

  • Gracias Manuelito.  Si quieres nos podemos ver al mediodía, en Plaza Venezuela,

frente al edificio de la previsora… allí estaré.

  • Ok, nos vemos allí, a esa hora, precisó Manuel. Chao nos vemos

Sin dar oportunidad de continuar el diálogo, despedirse o agradecer ampliamente, colgó el auricular.

Hacía mucho calor a esa hora, porque el sol estaba muy fuerte, así que decidió esperarlo bajo unos árboles, en la acera del frente al edificio que le daba la hora al centro caraqueño. Manuel llegó puntual en su Renault Yaris, color azul cielo, mostrando al bajar el vidrio de la ventana, la sonrisa propia del mestizaje cultural y genético en el que había crecido. Josefina le devolvió la sonrisa y se dirigió hacia él. El hombre descendió del carro, aún encendido, para abrir el portamaletas y ayudar a la chica con sus pertenencias. Le abrió la puerta del acompañante y esperó que se acomodara en el puesto para cerrársela. Rumbo al apartamento que sería el hogar temporal de Josefina, Manuel le comentó:

  • Esta mañana Débora habló conmigo y pidió que te apoyara en lo que fuera

necesario en tu transición. Estaba preocupada y no quiere que lo pases mal. Lamento que la relación de ustedes dos se haya echado a perder, pero ahora tienes que pensar claro en tu futuro. Cuenta conmigo en lo que te pueda ayudar.

Agrego:

  • Debes buscar un trabajo de medio tiempo que te permita hacer un postgrado o

cumplir tus planes de aprender francés. En la clínica tal vez pueda haber alguna oportunidad, pero no sé si a Débora eso le incomode. Déjame preguntarle al director de otra clínica, a ver qué posibilidad hay.

Como lo había anunciado Manuel, el apartamento era pequeño y sobrio, tenía todo lo que podía necesitar. Casi todas las paredes estaban cubiertas por estantes con libros. Quizá esta sea la oportunidad de convertirme en una buena lectora, pensó Josefina. Sobre la barra que comunicaba la cocina y el comedor había un sobre que decía: “Para Josefina”, el cual guardaba dinero, como para hacer un mercado. Se reconocía la letra de Débora, algo que Josefina no terminaba de entender.

Un par de días después, Manuel visitó a Josefina para comunicarle la buena noticia que le había conseguido el puesto de asistente de información, específicamente en atención al cliente de la Clínica Everest, con horario de seis de la mañana a una de la tarde, con la ventaja adicional, que contaría con transporte para devolverla a esa hora a su casa. Además, informó Manuel, con el argumento que las casas se deterioran muy rápido cuando están solas, había convencido a su hermana para que le alquilara el estudio por un año, a un precio simbólico.

Fueron años de cambio radical en el estilo de vida de Josefina, un descenso del olimpo al mundo de los mortales, que interpretaba como limitaciones que le producían amargura. Pasados tres años del incidente, cuando Débora la consiguió en cueros con Rogelio, ésta la visitó de manera sorpresiva. Fue un encuentro tenso, sin reclamos, en el cual, para sorpresa de la joven, la mujer se puso a la orden por si necesitaba alguna ayuda. Le dejó un número de teléfono a donde llamarla, agradeciéndole que no se hiciera presente en la casa pues había dispuesto órdenes precisas de no dejarla entrar. De manera serena le comentó que la pareja había superado el incidente y que ella había dejado en el pasado lo ocurrido.

Al graduarse con honores en la maestría en gestión empresarial y alcanzar nivel DELF B2 de idioma francés, Josefina se sintió con la energía para buscar un empleo que le garantizara mejor calidad de vida. Se presentó en varias empresas sin éxito. Por ello, optó por el plan B, llenando varios formatos que Manuel le había facilitado para la solicitud de becas en el exterior. Algunas solicitudes fueron negadas, otras no recibieron respuesta. Una tarde, al filo de las tres de la tarde, recibió por correo la notificación que se le había otorgado una beca para estudiar un doctorado en periodismo financiero y relaciones públicas en el medio oriente y, que debería buscar en la Embajada, al agregado cultural con quien se iniciaría todo el trámite.

Durante tres años cursó estudios en la Universidad del Cairo, una de las más importantes del mundo árabe. La diversidad religiosa y cultural de la ciudad, era causa de crisis epistémicas constantes en Josefina. Católica no militante, quien apenas si había visitado la iglesia dos veces en la última década, le sorprendía el fervor de las personas cuando se arrodillaban en las calles a orar. Nunca se había percatado de las particularidades de la religión musulmana y por alguna extraña razón pensaba que el culto de Roma era mayoritario en todos los países. Acostumbrada a vestir mini falda y pantalones ceñidos y tuvo que adaptarse a las costumbres locales, aunque nunca aceptó el fundamentalismo hacia las mujeres. Fue desarrollando un ecumenismo liberal que le permitía socializar con estudiantes y profesores de distintas creencias. Las pirámides nunca le llamaron la atención, le parecía que era culto a la esclavitud y la sumisión que posibilitaron su construcción. Prefería visitar el viejo Cairo, el casco histórico de la ciudad y el distrito de Hurghada.

En una oportunidad visitó el templo de Petra, pero no soportó el olor a rocas y quizá por sugestión estuvo varios días con una terrible rinitis, lo que le hizo jurarse a sí misma que no volvería a estos antiguos lugares. Los laberintos entre las calles del Cairo histórico le distraían y, de alguna manera, la conectaban emocionalmente con la otra Caracas que había tenido que conocer, al salir de la casa de Débora.

Acostumbraba ir una vez al mes al mercado de pescados de Hurghada. Allí fue contactada por Boris, un europeo que seguramente usaba este nombre como un seudónimo. Fue precisamente el quien la reclutó para el círculo de Róterdam, equipo élite de un poderoso servicio de inteligencia del viejo continente. Durante un año asistió a clases clandestinas en una casa de seguridad instalada en el céntrico barrio de Zamalek, donde aprendió la perspectiva de la inteligencia de Estado. El cierre del entrenamiento coincidiría con la culminación de sus estudios, por lo cual le fue asignada una pasantía de entrenamiento militar de ocho meses, bajo la figura de asesoría para una trasnacional tecnológica. Luego de ello regresaría a Caracas con una misión central definida, que la obligaba a cambiar drásticamente su percepción sobre Manuel, a quien había considerado un amigo sincero, y ahora pasaba a ser el oficial de mando, de otra central de inteligencia aliada.

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Siete años de idas y venidas, parecieran haber enfriado la relación furtiva. Como habían acordado, Marcos y Josefina se vieron en el Gran Café de Sabana grande, famoso en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, por ser un lugar de encuentro de la antigua subversión armada protagonizada por la izquierda venezolana. El Boulevard de Sabana Grande, desde el 2007, había recuperado parcialmente su brillo social, al ser reubicados en un mercado especialmente construido para ellos, los buhoneros que lo habían copado, volviendo a ser el espacio de recreo peatonal.

Frente al Gran Café, la malabarista, cubierta con un vestido azul de lentejuelas, lanzaba al aire sus esféricas, mostrando sus delicados pies descalzos cada vez que saltaba, mientras la sonrisa le invadía el rostro maquillado con escarcha. Más adelante un viejo saxofonista, sentado sobre un taco de madera, interpretaba Imagine de Jhon Lennon, mirando la pequeña sesta, donde uno que otro transeúnte le dejaba alguna moneda o pequeño billete. Una docena de jóvenes competían con sus patinetas, haciendo piruetas entre los bancos de cemento, sorteando a los desprevenidos caminantes. Josefina siempre tan elegante, en esta oportunidad vestía deportivamente, con licra negra, suéter blanco mangas largas, zapatillas deportivas y una bandana negra en la cabeza. Sobre la espalda colgaba un pequeño bolso negro. Luego de pedir un par de café a la americana, Josefina le comentó a Marcos que no le había podido ver mucho últimamente, porque había comenzado a apoyar al equipo de protocolo del Ministerio de Finanzas, dirigido por una antigua compañera del colegio. Como si no hubiese escuchado la explicación, Marcos, quien asumía que la relación de Manuel y Josefina era amorosa, la increpó:

– ¿Ya no quieres estar conmigo? Hace dos meses que no hacemos el amor y casi no respondes las llamadas. ¿Acaso tendrás a alguien nuevo en tu vida? ¿o volviste con el medicucho ese?

La mujer sonrió mientras le acariciaba el rostro.  Con mirada pícara le dijo:

– ¿Qué estás haciendo ahora? Vámonos a la Colonia Tovar y pasamos un par de días allí. Anda –insistió- no me digas que no.

– Está bien vamos –respondió- pero sólo será esta noche, no puedo perderme dos noches de casa sin dar explicaciones. Déjame hacer una llamada -complementó- para indicar que iré a Valencia a una reunión de trabajo.

Se alejó unos pasos e hizo la llamada. Al regresar dijo:

– Listo. Vámonos.

Se fueron en el viejo auto de marca japonesa de Marcos, porque Josefina había llegado caminando. Marcos tenía pasión por la restauración de carros antiguos y ese vehículo lo había desarmado y ensamblado varias veces. Llegaron hasta el sector del Paraíso y de allí doblaron en búsqueda de la ruta hacia el Junquito. En minutos estaban serpenteando, entre montañas, la ruta a la colonia alemana. Marco quería parar en el kilómetro 8 para comprar cochino frito con yuca, una de las comidas típicas del lugar, pero Josefina le convenció que mejor lo hicieran cuando bajaran de regreso a Caracas y que cenaran cocina germánica. Josefina se quedó mirando a su amante mientras este manejaba absorto, concentrado en esquivar los huecos en la vía y girar oportunamente en cada una de las cerradas circunvalaciones.

  • Marcos, vamos a cumplir una fantasía que he tenido por años –dijo- . Hagamos

el amor en medio de estos matorrales.

  • Cómo se te ocurre mujer –replicó- con este frío será para que mínimo nos dé una

pulmonía.

-No seas malo, compláceme, insistió.

-Tu si inventas, ratificó Marcos.

– Anda -volvió a la carga- estoy toda húmeda.

Él la miró de reojo y la interrogó:

– ¿Dónde se supone que lo hagamos?

– Un poco más adelante –le precisó- hay un quiosco de cemento, techado con palmas. Está medio escondido. Ahí puedes estacionar sin que se vea desde la carretera.

– Oka respondió, entre dientes.

Cinco minutos más tarde apareció el lugar indicado. Aparcaron el vehículo en un recodo imperceptible desde la vía que conduce a la Colonia Tovar. Al bajar del vehículo Marco la abrazó y alzó con las manos afincadas en sus glúteos.

Aquí no -le reclamó- vamos más adentro, detrás de esos bejucos.

Caminaron agarrados de la mano y sonriendo, mientras traspasaban la cerca natural de arbustos y se encontraron con un pequeño valle, arropado por un frondoso árbol de mango, en uno de sus laterales.

  • Allí –dijo Josefina- señalando hacia el frutal. Vamos Marcos, comienza a caminar

hacia allá, desnudándote poco a poco, sin voltear a mirar para atrás, es parte de mi fantasía.

  • Está bien, dijo resignado el hombre.

Primero cayeron al pasto las botas texanas, luego la camisa, el pantalón y por último el interior del gerente.  Ya desnudo y muy cerca de la planta preguntó:

  • ¿Ya me puedo voltear? ¿o tu fantasía es hacerme girar tu misma?
  • No Marcos –señaló Josefina- voltea ya.

La sonrisa del hombre se fue transfigurando en mueca en la misma medida que iba contorsionando en ciento ochenta grados su humanidad, para quedar cara a cara con su acompañante. A tres metros de distancia, Josefina le apuntaba con una pistola automática, nueve milímetros, modelo Sig SaureP226, de las mismas que usa la policía norteamericana. El decocker estaba desbloqueado y el arma mostraba en su parte frontal una larga prolongación que le servía de silenciador.

  • ¿Qué haces? –preguntó Marcos con voz nerviosa- Ten cuidado con eso, se te

puede escapar un tiro y hacerme daño.

A lo cual agregó:

– No me habías dicho que tu fantasía sexual era someterme estando armada, y eso –puntualizó- realmente me pone nervioso. No creo que me vaya a funcionar así.

  • Lo siento Marcos –le interrumpió- Manuel y yo coincidimos en que sabes

demasiado y eres un cabo suelto que nos puede perjudicar.

-Pero … – alcanzo a balbucear Marcos.

Sus palabras fueron silenciadas por la doble acción del arma. Seis proyectiles impactaron en su pecho, mientras se desvanecía entre chorros de sangre. Una leve convulsión sacudió el cuerpo, al chocar la cabeza con el piso. Josefina se acercó y apuntó nuevamente el arma, esta vez a la cabeza. Dos proyectiles impactaron el cráneo del desguarnecido hombre, uno de los cuales se eyectó acompañado de masa encefálica. Sin inmutarse, volteo el cuerpo con el pie y le descargó cuatro proyectiles en sus nalgas, quizá para hacerlo parecer como un asesinato por disputas homosexuales.

Miró a su alrededor, guardó el arma en el morral y se encaminó hacia la carretera. Al legar al asfalto, comenzó a correr, como una deportista más que trota por el lugar. Varios conductores hicieron sonar sus bocinas ante la hermosa silueta de la mujer corriendo de forma olímpica. Unos seis kilómetros más abajo del lugar del crimen, se internó nuevamente en la vegetación. Cavó dos huecos distantes, en uno colocó el arma y en el otro el silenciador, los cubrió con tierra, compactándola con las pisadas y colocó piedras sobre ellos. Bebió agua que traía en su mochila y retomó la rutina en la carretera.

Josefina había logrado compaginar de manera simultánea tres empleos. Era una directora en el ministerio encargado de las finanzas públicas, supervisora en la oficina de control cambiario y auxiliar de protocolo en el despacho de la presidencia del país. Mantenía perfil bajo y alta eficiencia en el desempeño de su trabajo. Además de mantener informado al Círculo de Roterdam sobre los aspectos estructurales de las finanzas públicas tenía la misión de coordinar con otras agencias de inteligencia el seguimiento de la agenda presidencial. Por ello, la relación con Manuel era ahora la propia de colegas, quienes tienen intereses compartidos, pero compartimentan información.

Esta vez se encontraron para cenar en un restaurante ubicado en el centro comercial El Tolón, en el este caraqueño. Josefina pidió un ceviche, mientras Manuel prefirió la cazuela de mariscos. Antes de comenzar a degustar los pucheros, el caballero fue directo al asunto:

-Marcos es un peligroso cabo suelto. Su formación militar lo puede hacer presumir lo que estás haciendo. Elimínalo, subrayó.

– En este punto de la operación consideramos –recalcó- que debes casarte con un político de nivel medio para que cubras todos los flancos. Tenemos tres candidatos, ninguno de ellos es de la comunidad de inteligencia, están solteros y sus carreras políticas van en ascenso. Ahí tienes los perfiles de cada uno, dijo alcanzándole una carpeta, con sus preferencias culturales, políticas, sexuales.  Necesitamos que comiences desde hoy mismo en ello.

– Los miraré e iniciaré la tarea, respondió Josefina.

Una llamada interrumpió la cena. Josefina debería partir a una reunión de último momento con un socio de alto nivel de una de las bancas más prestigiosas del país. Se había acordado una inyección de dólares al sistema bancario y el empresario quería saber algunos detalles. Desde que había acompañado a los llamados cuatro fantásticos a la conformación de la alianza de las burguesías revolucionarias, su participación en tareas administrativas del clan, habían aumentado. Había aprendido a tener bajo perfil, estando en el centro de la toma de decisiones, manejando información privilegiada sobre la arquitectura financiera y presupuestaria de la política venezolana.

Un beso en la mejilla cerró la reunión entre Josefina y Manuel.

Continuará ….

II Tenedor de ilusiones

La casa de Juan contrasta con todo el urbanismo a su alrededor, como si se resistiera a entregarse en brazos de los enormes edificios que la rodean. En el jardín destaca un inmenso árbol de guanábana, que pareciera competir con los rascacielos que cada día se multiplican a su alrededor. Bajo la sombra del frutal crece una hermosa colección de las más variadas calas, blancas, rosadas, amarillas. La columna que sostiene la puerta al jardín, a través de lo cual se accede a la casa desde la calle, es también albergue de un buzón de correos, que al verlo resulta imposible no preguntarse si acaso algún travieso transeúnte, no deja de vez en cuando correos electrónicos impresos, en los cuales se invita a los moradores de la vivienda, a usar wifi en vez de sellos postales.

Al traspasar la puerta principal y entrar a la sala nos invade un intenso olor a eucalipto, como si en vez de ladrillos la casa hubiese sido construida con bloques de madera aromática. Al parecer a la madre de Juan le encanta colgar por doquier ramas de la mirtácea. evitando el olor a humedad que solía inundar la casa. Todos los muebles interiores fueron hechos en madera, tal vez por ello el cerebro intenta buscar con la vista objetos de metal, con la esperanza inconsciente de conseguir algún vaso comunicante con los edificios que rodean la casa. La inmensa mesa de comedor, de doce puestos, disputa el espacio al resto del inmobiliario, mostrando que lo culinario es un eje de encuentro familiar. Cada silla, en su espaldar, tiene grabado el diminutivo de cada uno de los habitantes de la casa y, en las restantes los apodos son sustituidos por seis equis, cuidadosamente talladas.

Me recibió la señora encargada de la limpieza, quien indicó que Juan estaría conmigo dentro de poco, invitándome amablemente a tomar asiento en el recibo. El mueble acolchonado, con sus pasamanos de color vino tinto adornado con flores, mostraba un estilo decorativo pragmático, a ratos moderno, en otros casos añejo o casual, como si la estética no fuera la mayor preocupación de la familia.

Juan, científico de profesión, con un PhD en física cuántica, combinaba su tiempo entre dar conferencias sobre las teorías del cosmos producto de sus estancias en el laboratorio de física teórica y, sus labores de consultor en materia energética, especialmente sobre petróleo y carbón, con la polémica posición que se tenía que producir apertura al capital trasnacional.

Juan siempre contaba historias extrañas, como salidas de un cuento de Macondo. En una oportunidad siendo estudiantes, nos encontrábamos en una playa de la Guaira, divirtiéndonos con toda la patota de la universidad y, caída la noche nos reunimos en un balcón ubicado entre las habitaciones, cuya vista daba al mar, para tomar ron en las rocas, mientras conversábamos sobre amores frustrados y las posibilidades que creíamos tener con las más hermosas muchachas del curso. Juan miraba hacia la playa y los cocoteros, en lo que creíamos era una evocación a la presencia de su novia, cuando de pronto se volteó a donde estábamos charlando, para decirnos, que había vuelto a ver el animal transparente que volaba entre los árboles, que en una oportunidad nos había relatado. Dijo:

  • Ahí estaba. Es del tamaño de una persona, tiene forma como de murciélago o

una manta marina y, cuando vuela, se puede ver a través de él.

No había terminado de hablar, cuando escuchamos alborotarse a las aves que dormían entre las palmeras y las matas de coco. Pericos, guacamayas, gaviotas extraviadas y otros pajarracos, comenzaron a graznar de manera frenética, como si al escuchar el relato de Juan se hubiesen espantado. Guardamos silencio y luego soltamos carcajadas. Esta situación fue el inicio de un ritual escolar, consiste en mencionar a los graznidos de Juan, como sinónimos de lo irreal o ridículo.

Mientras esperaba recordé el momento, allá por el año 2002, cuando fui al pueblo donde vivía Juan para convencerle que me acompañara en una iniciativa política que estábamos iniciando en Caracas, luego de disolverse el grupo en el que habíamos militado. Nos conocíamos desde las revueltas estudiantiles de los ochenta, en la cual participamos activamente, denunciando la privatización educativa que implementaba el gobierno socialcristiano de Luis Herrera.  Habíamos vuelto a coincidir ocasionalmente en algunos eventos durante los años siguientes, saludándonos sin conversar, pero me mantenía informado sobre sus actividades, porque me parecía que tenía dotes de líder de masas, algo que solía escasear en las organizaciones sociales de resistencia.

Durante la segunda parte de la década de los ochenta del siglo XX se vivió en Venezuela una importante activación política y presencia en las calles del movimiento estudiantil, especialmente el universitario. Fue una época de utopías, en la cual influenciados por el consejismo revolucionario y el autonomismo obrero, un sector importante del que formábamos parte Juan y otros cuantos, dirigíamos importantes movilizaciones. En el año 1987 la mayoría de las universidades venezolanas vivieron una especie de parálisis constante, inaugurando un breve periodo en el cual las movilizaciones estudiantiles no concluían frente a alguna oficina gubernamental, desembocaban en los barrios más pobres, no solo en Petare, La Vega o el Valle en Caracas sino en todo el país. Recuerdo que muchas veces estas marchas se encontraban en sus recorridos con las protestas que realizaban los jubilados por el monto precario de sus pensiones, los maestros, el movimiento obrero textil y muchos otros sectores del proletariado industrial quienes peleaban por salarios dignos y mejores condiciones laborales. Aún las masacres de Cantaura en 1982 y de Yumare en 1986 causaban terror entre los militantes y manifestantes, pues mostraban que el Estado no tenía límites cuando se trataba de defender los intereses de las clases sociales en el poder. En las reuniones, para organizar tranques de calles, se escuchaba de manera cada vez más nítida, que había un ala militar que estaba inconforme con el régimen político imperante.

Juan apareció por un amplio pasillo que daba a las habitaciones, vistiendo jean, franela gris y zapatillas deportivas.  En esta ocasión había acudido a su encuentro por motivos ajenos a la política. La vivienda no era la residencia principal de Juan, convertido ahora en un hábil traficante de negocios del mundo político, sino el epicentro para hacer su lobby empresarial y político, pero también para farras clandestinas y seguramente para liberar sus ocultos amores bisexuales.

Llegué hasta allí, arrastrando mis pasos, porque él me lo había indicado así un par de días antes, cuando le manifesté a través de una llamada telefónica, que me urgía conversar con él por un asunto de estricto orden familiar.

Nuestras familias habían estado muy unidas entre 1985 y 1992, acordando protegernos mutuamente de la represión policial de esos días. En ese tiempo, los clanes familiares habían reunido el dinero necesario para alquilar una especie de casa de seguridad, que era ocupada por una pariente muy mayor de Juan y, donde íbamos a pernoctar por semanas amigos o nosotros mismos, cuando los arietes de la represión se colocaban sobre nuestras espaldas. Recuerdo que la “concha” era una vivienda ampliada, de esas que construía la sanidad pública para sectores pobres, ubicando a los sin techo en la periferia de las ciudades, en lugares aún catalogados como rurales.

En septiembre de 1987 habíamos recibido noticias que la policía política estaba preguntando por nuestros paraderos, así que nos enconchamos en la casa de hojalata, como le habíamos bautizado por sus ventanas de persiana fija de metal. Recuerdo que la luz entraba a través de estas rendijas como queriendo infructuosamente competir con las sombras internas. Imposible olvidar ese sentimiento de auto encierro, porque no podíamos ir ni al solar de la casa, mucho menos al jardín de la entrada, ya que podíamos ser identificados y hechos prisioneros, sin retorno garantizado, pasando a engrosar las listas de desapariciones forzadas o torturados.

La alegría también estaba presente en el refugio, desafiando a la nostalgia de la libertad de caminar libremente por las calles. Ese júbilo se hacía colectivo, cuando se elaboraba y consumía el delicioso sancocho de gallina, una comida propia de la cultura campesina venezolana, cuyo nombre causa risa en muchos citadinos. La sopa se preparaba poniendo a hervir durante más de una hora la gallina despresada, en una olla enorme, a la que se le van agregando las verduras, papa, plátano, apio, yuca, ñame, a la par que se verifica que el líquido esté adecuadamente sazonado, con sal y ajo. Cuando faltan veinte minutos para culminar la cocción, se le añadían papas pequeñas o burreras, como se les suele decir en el campo. Antes de apagar el fogón se le agrega cilantro para aromatizar y dar el toque especial a la sopa. En alguna oportunidad hicimos un cruzado, a partir del sancocho de gallina, agregando al hervido, costilla, rabo y patas picadas de res, así como un par de cabezas de pescado. En cualquier caso, no podían faltar las mazorcas de maíz tierno y en ocasiones las carnes eran sacadas de la sopa, asadas en parrillera y servidas por separado al sancocho. No sé si era la magia propia de pensar que podía ser la última comida antes de una ejecución sumaria, pero considero que no he vuelto a comer un sancocho tan delicioso como aquellos. Domingo, nuestro viejo maestro de formación política, solía decir que la alegría alrededor de la elaboración de la comida, es propia de las comunidades pobres, que se han visto sometidas a múltiples necesidades y convierten en júbilo la oportunidad de compartir un almuerzo o cena.

Con un frío ademan del brazo y mano extendida, Juan me invitó a sentarme en la mesa de comedor para charlar allí. Como caballeros templarios, nos dispusimos reunirnos, casi de manera ritual, en el mueble de caoba. Los pasos que fueron necesarios para cubrir la distancia entre el sillón donde había esperado y la mesa a la que nos dirigíamos dispararon cientos de recuerdos. El primer paso, evocó  la reunión que realizamos en una de las plazas internas de Parque Central, en enero de 1989, para coordinar actividades que se iniciarían de manera simultánea en todo el país, durante la última semana de febrero y la primera de marzo en ese año. Fue una reunión de espíritu desobediente, en la cual, de manera hasta casi infantil, jugábamos a tomar el poder, con la ingenuidad de quienes no han conseguido el equilibrio entre voluntad, conocimiento y coherencia. Allí estaba Llucta, una joven diminuta y hermosa militante revolucionaria, la cual moriría asesinada por un francotirador en los sucesos de febrero de 1989.

El segundo paso, me remontó a unos días antes del evento luctuoso, marcado por la segunda llegada al poder de Carlos Andrés Pérez, uno de los más importantes líderes de la socialdemocracia, quien junto a Salinas de Gortari se habían convertido en voceros políticos del neoliberalismo. Pasamos horas discutiendo para tratar de entender las razones por las cuales Fidel Castro Ruz, comandante de la revolución cubana, había sido el invitado de honor a la toma de posesión de un personaje tan oscuro, quién desde los sesenta del siglo XX, se había dedicado a perseguir a la izquierda revolucionaria. Allí se acuñó la definición de castrismo en dos aguas, una entelequia conceptual que pretendía dar cuenta de lo que estaba ocurriendo.

En el tercer paso, mi memoria me llevó a la elección de David Nieves como parlamentario de la izquierda radical, un militante de la Liga Socialista, quien cumplía cárcel por la acusación que pesaba sobre él, respecto a su supuesta participación en el secuestro del industrial norteamericano William Frank Niehous. Era la primera vez que un militante revolucionario salía de una cárcel venezolana producto de su elección como diputado al Congreso de la República y, desde la casa común coordinamos muchos esfuerzos para contribuir en su elección.

El cuarto paso, me colocó en la plaza de las Tres Gracias, en las inmediaciones de la Universidad Central de Venezuela, escenario de refriegas entre estudiantes y policías, corriendo a la parroquia universitaria donde un sacerdote católico fungía de retaguardia del enfrentamiento, escondiendo y cuidando a los heridos, y haciendo desaparecer las huellas que comprometían la participación en los choques con las fuerzas del orden. Nos gustaba asumir el papel de fuerzas del des-orden y la bendición del cura alimentaba la ilusión que estábamos a las puertas de un cambio radical.

El quinto paso me condujo al momento en el que conocí a Rosaura, la novia del año 1989 de Juan, una chica de origen social pobre, quien le miraba con profunda admiración y cuyo rostro agrietado con solo veintitrés años de edad, mostraba los estragos de una mala alimentación y peores cuidados. Años después supe que Rosaura murió cuando visitaba a un familiar al quedar en medio de un enfrentamiento de pandillas armadas, en la población del Sombrero ubicada en el llano venezolano. Rosaura se transformaba cuando tomaba un cuatro, el instrumento típico de los llanos venezolanos e interpretaba melodías de Gualberto Ibarreto, Simón Díaz o Alí Primera, era como si las letras de estas canciones las transportaran a “comer semerucos”, “caminar junto a la vaca mariposa” o vernos como “cuerpos cobardes que nos meneábamos” al ritmo de las olas políticas.

El sexto paso me transportó a un viejo bar de carretera, donde conocí al hermano menor de Juan, quien nos contaba como un hecho heroico la golpiza que le había propinado a su mujer porque no le tenía servida la cena a la hora pautada. Recordé como Juan lo tomó por la camisa, con los puños apretados sobre su pecho y colocó el rostro del pariente a la altura del suyo, indicándole que, si lo volvía a hacer, sería él quién le propinaría una paliza y lo denunciaría ante los tribunales por maltrato a la mujer. La risa apagada del macho cabrío mostraba un rostro en desconcierto, propio de quien no comprende lo que está ocurriendo. Ese incidente me hizo valorar mucho el criterio de justicia de Juan. Pocos meses después, el hermano moriría arrollado por un vehículo, cuando borracho intento cruzar de manera imprudente una calle.

El séptimo paso, ya muy cerca del mesón gigante, me llevó al encuentro con el padre de Juan, a finales de la década de los setenta del siglo XX, vendiendo zapatos, pañuelos y correas de cuero, en la plaza de mercado de un pueblo, atascado en medio de los Morros de San Juan, invitando a los compradores a adquirirle alguna mercancía, en un italiano hibridado con acento llanero. El viejo había levantado su hogar con un culto ateo al trabajo y la austeridad, propio de quienes han logrado todo con mucho sacrificio.

Al sentarme, la memoria me transportó a la figura de Juan al frente de uno de los ministerios más importantes del país. En los últimos diez años se había convertido en una especie de super funcionario, quien pasaba de una cartera ministerial a otra, como políglota que viaja en transatlántico. Su fotografía aparecía continuamente en la prensa y los programas de opinión en televisión lo tenían como asiduo invitado. Nuestra separación se había originado por su abandono de la perspectiva del movimiento social y su apuesta personal por una exitosa carrera de burócrata.

Juan traía en sus manos una libreta y un bolígrafo. Luego de estrecharnos las manos, con una formalidad que omitía las tragedias y victorias comunes, se sentó y comenzó a golpear suavemente la mesa con el dedo índice de su mano derecha. Daba la impresión que acudía a la cita porque consideraba que no tenía otra alternativa o simplemente por una volátil curiosidad.

  • Cuéntame Marcos, para que soy útil, dijo en el tono de burócrata entrenado a

restarle importancia a cualquier interlocutor. Rosa –gritó- tráenos café.

Mi cerebro, acostumbrado a situarse rápidamente en la realidad y formular ideas lógicas, en esta oportunidad parecía jugarme una pesada broma de dejavú incesante. La agenda color rojo me hizo recordar –y sonreír en mi interior- la época juvenil, cuando traíamos en el bolsillo trasero del jean Las cinco tesis filosóficas de Mao, y como si fuéramos testigos de jehová, sacábamos el texto para predicar la buena nueva del socialismo chino. Juan era diez años menor que yo, así que no vivió el auge del maoísmo en Venezuela, pero igual la lógica asociativa a veces nos hace trampas.

La mujer entró con una bandeja metálica, sobre la cual, dos pocillos de porcelana con sus respectivos platos acompañaban un envase transparente con la infusión negra. No la había detallado cuando llegué y, no sé porque la había apreciado mayor, pero Rosa era una mujer de piel muy blanca, veinticinco años de edad a lo sumo, quien ahora me lucia hermosa, con unos labios gruesos resaltados por la pintura labial carmesí, de amplias caderas, cuya lenta cadencia al caminar, hacía resaltar el escote propio de una blusa a medio abotonar, de la cual parecían luchar por mostrarse a plenitud sus voluptuosos senos. Aunque tenía el uniforme azul con encajes blancos, propio de la servidumbre en las familias burguesas, me atreví a pensar que seguramente tenía otros roles, en el sainete familiar en el cual vivía Juan. Por unos momentos mis instintos le ganaron la partida al cerebro y, cuando volví a centrarme en el objetivo de la visita, encontré la mirada fija del hombre sobre mí, quien sin decir una palabra me increpaba por la forma con la cual había mirado a Rosa. Carraspeé la garganta, como intentando recuperar el libreto y tono de voz que había planificado para este encuentro.

  • Juan – le interrogué- ¿sabes que Felipe está muy enfermo? Solo una costosa

operación en la columna puede salvarle de quedar postrado en una silla de ruedas de por vida o peor aún de una muerte por suicidio. Soy conocedor del distanciamiento de ustedes dos –subrayé- pero también del afecto que ambos sienten, el uno por el otro, y he querido venir a solicitarte apoyo económico para que Felipe pueda superar este trance.  El no está enterado de esta gestión, que hago a motu propio.

Una sonora carcajada de Juan fue su respuesta inicial. Felipe, líder social de una generación anterior a la de Juan, había sido su responsable político en los primeros escarceos políticos que hizo en la lucha revolucionaria anti imperialista, en la década de los ochenta del siglo pasado.

Felipe, después de participar en el aparato armado urbano de la guerrilla pro albanesa de Bandera Roja, había sido cautivado por Serrano, un viejo republicano español exiliado en Caracas, incursionando de manera solitaria en el anarquismo, lo que en realidad resultó ser una transición hacia su postura definitiva en favor del autonomismo radical, que partía de la consideración que el partido debería subordinarse al movimiento social, rompiendo con la tradición leninista que contemplaba que la vanguardia revolucionaria dirigía los frentes amplios de masas. Trabajó por años con el gordo Tirso, líder social de la comunidad de la Vega, en escuelas de formación social e intentaron por años montar una emisora que emulara a la icónica Radio Alice, del autonomismo italiano. En medio de la represión policial desatada después del Caracazo de febrero de 1989, Felipe fue detenido y torturado de una manera atroz, dejándole con una lesión en la columna que le obligo a usar bastón durante años. Consecuentemente con su posición política nunca apoyó a Chávez, algo que sí hizo Juan desde un primer momento. Esta diferencia de opiniones se hizo irreconciliable a partir de 1999 con la llegada del militar barinense al Palacio de Miraflores.

  • Tu piensas como mis opositores y detractores -avanzó Juan- quienes consideran

que me he hecho rico a la sombra del gobierno. Estas muy equivocado, apenas si gano dinero para mantener la familia, soy un asalariado. Lo que puedo hacer, si te parece -precisó- es tratar de conseguir que se le opere en la mejor clínica sin costo alguno para él.  Puedo mover un par de contactos.

Provocaba gritarle que era cínica su respuesta, pues bastaba ver el ritmo de vida que llevaba para corroborar que formaba parte de los nuevos ricos, pero preferí callar para lograr resolver el asunto de salud de Felipe.

  • No estoy diciendo que eres rico, precisé, sino que eres un hombre influyente,

quien puede lograr, como lo acabes de decir, que operen a nuestro amigo en un sitio seguro.  ¿Qué debo hacer para que puedas lograrlo?

Espera un momento, -respondió- haré un par de llamadas.

Primero llamó a un funcionario de una oficina pública y luego a una clínica. Escuché cuando comentaba al director del centro médico que un amigo suyo tenía que ser operado de emergencia y, que el gobierno podía cubrir hasta el sesenta por ciento de la misma, aclarando que necesitaba que la clínica le colaborara, exonerando el pago del cuarenta por ciento restante por la operación. Después de responder algunas interrogantes, al parecer había buenas noticias.

  • Resuelto, dijo, lo van a operar en la mejor clínica del país, especializada en temas

de columna. Tienes que ir a llevarle los exámenes al director de la clínica y mi asistente te llamará para coordinar los detalles de la solicitud de apoyo institucional, que ya está acordada.

-Gracias Juan, alcancé a decir

El alto funcionario interrumpió:

  • Primera y última vez que los saco de un apuro. Después ustedes mismos hablan

mal de lo que uno hace. La próxima vez que necesiten busquen por otro lado.

Se levantó y, sin despedirse se perdió en el interior de la vivienda. El objetivo estaba logrado, así que me marche feliz a contarle a mi amigo.

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Josefina se había hecho el firme propósito de usar su atractivo físico para escalar en su carrera profesional.  Durante un año fue seduciendo a León, un joven arquitecto, quien aparecía en la lista que le había entregado Manuel y quien le pareció el mejor arfil para acceder a la reina y estar al costado del rey. Después de dos meses de seguimiento discreto, descubrió que León estaba obsesionado con la prostitución y usaba el mercado cambiario para obtener márgenes de ganancias que le permitiera sostener este gusto sin afectar sus finanzas. Josefina construyó un escenario de encuentro, para fingir que recién se estaban conociendo, en la oportunidad que éste pasara por la institución en la cual, ella era una alta directiva. Así fue, todo terminó pareciendo un hecho fortuito, en el cual dos personas se conocían, mientras una de ellas iniciaba un trámite cambiario y la otra trabajaba allí.

León era un hombre tímido, quien se le antojó a la mujer como un ser fácil de manipular, quien además de ser su coartada para moverse en las esferas de poder, podría ser el instrumento ideal para perfeccionar sus cualidades amatorias.  Sentía una morbosa curiosidad por el ambiente swinger, que veía como una escuela de erotismo, pero necesitaba contar con una pareja estable para incursionar en la experiencia.  León era la llave para alcanzar otro nivel en el dominio del arte de amar.

Una vez formalizada la relación con León, comenzaron a vivir en una urbanización privada, ubicada en La Tahona, vía El Hatillo, en Caracas. Josefina había investigado y allí vivían dos matrimonios muy estables, que practicaban el intercambio consentido de parejas. Roxana y Julio vivían al frente de su casa, eran un matrimonio de más de veinte años, cuyo hijo había emigrado a estudiar en los Estados Unidos y los tres últimos años había hecho de ese ambiente su estilo privado de vida. Habían limitado el numero de amigos verticales y aumentado las amistades horizontales, como se suele distinguir entre quienes forman parte o no del movimiento.  Mercedes y Gustavo, recién casados en segundas nupcias, a pesar de no superar los treinta años habían transformado sus experiencias de infidelidad con sus anteriores parejas y al casarse se habían comprometido a tener una relación menos restrictiva y más abierta. Con cualquier pretexto, ambas parejas pasaron a ser invitadas frecuentes a la casa de los recién mudados. La primera semana de vida en pareja, Josefina se había dado cuenta que León era bisexual, lo cual encajaba perfectamente en sus planes.

Después de tres meses de visitas, paseos conjuntos e intercambio de regalos, en una reunión en casa de Mercedes y Gustavo, Josefina propicio el intercambio de opiniones sobre los puntos de vista en materia de sexualidad, permitiéndole traer a colación, el tema de la comunidad swinger.  Mercedes, después de explicar la filosofía de esa comunidad, como si fuera un asunto ajeno, retó a Josefina:

  • Yo los veo a ustedes tan enamorados, no me imagino viendo que otra persona

bese y haga el amor con tu esposo.

Gustavo sonrió, mientras León separó de manera abrupta su vista del celular, mientras sus mejillas se tornaban rojas. Josefina pensó:

  • Hecho, esta gente se va a mostrar y nos va a incluir
  • Querida Josefina, dijo Mercedes, ¿tu dejarías que yo le de un beso y acaricie a tu

esposo delante tuyo?

León alcanzó a chistar:

  • Epa, yo estoy aquí, no decidan sobre mi cuerpo sin consultarme,

Todos rieron y Josefina replicó:

  • Tu te cayas y haces lo que yo diga.

El matrimonio swinger sonrió, por la forma ocurrente que Josefina trataba a León.

  • Por mi lo puedes hacer en este instante, replicó Josefina, propiciando escalar la

confianza.

Mercedes se fue acercando a León coquetamente, con el dedo índice de la mano derecha en la boca y el de la mano izquierda dibujando círculos en el aire. Se plantó frente al conmocionado hombre y procedió a besarlo apasionadamente, mientras le acariciaba el cabello y el pecho. La escena se prolongó por mas de un minuto, hasta que los aplausos, primero de Gustavo y luego de Josefina, se sincronizaron para celebrar la buena nueva.

Con dudas y resistencias iniciales de León, las reuniones entre las dos parejas se multiplicaron a tal punto que los cuatro tenían prendas y objetos personales en la casa de los otros. Josefina animó a León a vivir plenamente su sexualidad y aprovechar el ambiente swinger para liberar su bisexualidad. El silencio de León ante esta insinuación confirmó las sospechas de la mujer.

Un mes después, organizaron el debut en la comunidad, siendo invitados a una quinta escondida en la ruta a Oripoto, población semi rural de la gran Caracas, ubicada cerca de El Hatillo. Como modernos sibaritas, aportaron 400 dólares para disfrutar de un ambiente cuidadosamente decorado, donde decenas de parejas desnudas conversaban, se tocaban y jugaban discretamente. Ellos mismos habían tenido que despojarse de sus ropas antes de entrar al lugar. León tenía un cerebro comparativo y relacional, en consecuencia, intentaba comparar su físico con el de otros. Josefina en cambio, trataba de ubicar una pareja lo suficientemente desinhibida para vivir la experiencia a plenitud. Las luces opacas, rojas y amarillas, dificultaban el voyerismo e incitaban a la cercanía y el compromiso de los cuerpos. Letras fluorescentes daban identidad al lugar, con el americanismo colonial de “lifestyle”, en vez de colocarlo, por lo menos traducido, como “estilo de vida”.

Al fin Josefina encontró candidatos ideales para iniciar una amistad horizontal, como se le menciona a quienes se relacionan en este ambiente y suelen estar tumbados o acostados juntos. Esa noche resultó en una experiencia extrema sensorial de BDSM, siglas con las que en el ambiente se denomina a las prácticas extremas de bondage, disciplina, sumisión y masoquismo. Para Josefina fue una carga de erotismo brutal que le encantó y León confesó que había sido su despertar hacia la bisexualidad plena.

Los encuentros de las semanas siguientes en este lugar, llevaron a la pareja por el mundo del blizz, es decir un trio con otra mujer, el bondage radical mediante el uso de cuerdas, cadenas, telas, correas de cuero, para despertar las facetas de dominantes y dominados, bukkake o práctica de múltiples salpicones masculinos sobre una misma mujer. Los corneadores, o figuras masculinas de penetración, solían ser distintos para Josefina y León, quien ya había liberado sus instintos de placer.

León sentía que la liberación sexual privada, le permitía llevar mejor la sobrecarga de tareas y responsabilidades que tenía asignadas como alto funcionario de gobierno, siendo uno de los nombres que se barajaban para ocupar la cartera ministerial del área de producción e importación. Toda esta experiencia extrema había construido una relación de empatía y amistad profunda entre Josefina y León, que hacía del amor un accesorio prescindible.

*****

Josefina había logrado convertirse en la administradora de las firmas empresariales y mercantiles con las cuales se realizaban las operaciones financieras de Tobías, Antonio, Vicente y Orlando. Habían logrado trabajar de manera sincronizada, a tal extremo que Tobías acostumbraba decir que “en la baticueva somos cinco fantásticos” y Vicente la llamaba “nuestro Alfred femenino”, para evidenciar la alianza con la dama. Habían destinado para la mujer, el veinte por ciento de las ganancias en todos los negocios que llevaban, como una forma de garantizar la mayor vigilancia y eficacia en la contabilidad y cobros.

Por su parte, los financistas iniciales que posibilitaron el auge de este grupo político empresarial, habían designado a Manuel como el enlace permanente con ellos. Esto les permitía a los agentes internacionales contar con una posición privilegiada para sus intereses y tener acceso a información sensible que de otro modo habría sido imposible.

En la nueva fase del trabajo habían recibido la orden de alinearse con el trabajo que realizaban las agencias de Asia, Eurasia y norteamericana para identificar potenciales relevos en el mando presidencial, tanto en las filas de la oposición como del gobierno. Se trataba de contribuir a resolver las tensiones entre sectores burgueses y contribuir a su unificación, a cambio de contar con una posición privilegiada en los sectores del petróleo, gas, carbón, oro, coltán, agua y madera. En ese esquema, el vínculo con los cuatro fantásticos resultaba fundamental para identificar debilidades y oportunidades para avanzar en esa dirección, además de contar con un centro que pudiera reordenar el reparto de las abundantes migajas que quedarían de la aspiradora de materias primas.

Josefina había sido instruida para no tener ningún vínculo sentimental o sexual con los integrantes del clan de los cuatro, para evitar desgaste de la relación y rupturas inesperadas por asuntos amorosos. Su tarea era facilitar, sin ser identificada ni descubierta, la red de amantes de este pequeño agrupamiento, recabando de manera sutil pruebas de sus deslices para eventualmente poder establecer presiones y chantajes. La información financiera y contable que realizaba era copiada en tiempo real, mediante el programa espía Pegaso, invisible a los rastreadores y con prioridad de uso en las redes de conexión a internet. Este control les permitía, junto a otras operaciones similares, iniciar el trabajo de escenarios posibles de transición ordenada.

Manuel, además, tenía la tarea de aproximación discreta a los potenciales sucesores en el comando del poder y, la identificación de los líderes de los eventuales movimientos de resistencia a una transición ordenada. En este segundo aspecto, debería identificar las formas de neutralizarlos, cruzando información con una agente centroamericana con experiencia en el área y quien desde finales de los ochenta se había especializado en este asunto.

Josefina organizó en trastienda una agenda de modelaje y fotografía, vinculada a los certámenes de belleza, que en realidad le permitía identificar a potenciales amantes y celestinas para cumplir con la encomienda asignada. Al frente colocó a Roxana, comunicadora social, hermosa, esbelta, quien se había dedicado en los últimos tres años a rotar de amantes militares a la velocidad del giro del tambor, de una pistola calibre 38 Magnum recortada. De hecho, le puso el apodo de este modelo de arma a la chica, advirtiéndole que se debería seleccionar mejor sus objetivos o el arma se le podía engatillar por atasco de algún cartucho defectuoso. El escenario para esta operación era una casa alquilada en Cumbres de Curumo, en la zona clase media alta del este caraqueño, cuidadosamente decorada con estilo minimalista para posibilitar el montaje de variados fondos fotográficos. Mientras la publicidad circulaba por lugares de fiestas, compras y estudio, frecuentado por jóvenes de clase media, Roxana tenía la tarea de identificar y arrastrar hermosas chicas de los barrios populares, que tuvieran roce social y de ser posible vírgenes, para que Josefina las estudiara y seleccionara.

*****

Mientras daba una entrevista para un medio impreso, el teléfono de León repicó insistentemente. Cuando terminó su trabajo con la periodista, revisó el equipo y aunque era un número desconocido. devolvió la llamada.

  • Buenas tardes, tengo una llamada perdida desde este número, dijo.
  • ¿El señor León Sánchez? Respondió una voz femenina al otro lado del auricular-
  • Si, con el habla. Dígame en que le puedo ser útil, replicó León.
  •  Soy Graciela -inicio la chica- del despacho presidencial. El ministro me facilitó su

Número, indicándome que le llamara para coordinar con usted fecha y lugar de la entrevista para el cargo de viceministro consejero.  Lo primero que debo preguntar es ¿usted está interesado?

  • Agradecido – respondió sin inmutarse- dígame usted el lugar, día y hora, allí

estaré.  Por favor agradézcale de mi parte al ministro, la deferencia de haber pensado en mí.

Un par de semanas antes, Josefina le había comunicado a su esposo que Tobías lo postularía para ese cargo, pues el era muy amigo del ministro. Por la naturaleza de la responsabilidad que ocuparía, su forma de agradecerle a Tobías sería mantenerlo informado de las solicitudes de audiencia presidencial y el motivo de las mismas. Evidentemente el grupo de los cuatro fantásticos quería asegurarse de estar informado y de ser necesario intervenir, respecto a los movimientos del poder económico y político.

Dos días después se produjo la entrevista y la siguiente semana salió publicado en gaceta la designación de León como viceministro. El lugar no era lo que esperaba, porque las oficinas estaban ubicadas en instalaciones antiguas, en un edificio con más de cien años, cuyos requerimientos de mantenimiento y restauración eran muestra de la desidia con la que se ejecutaban los trabajos con fondos públicos.   Su despacho no contaba con ventanas, solo una puerta de vidrio con cortinas, único acceso al pasillo principal, arquitectura que hacía recordar la alegoría de Platón y la narrativa de Saramago en su obra La Caverna.

La primera llamada de bienvenida y felicitación que recibió León fue de parte de Juan Monasterios, alto funcionario de gobierno, conocido por sus opiniones a favor de la reprivatización de la industria petrolera y de quien había escuchado aprehensiones por sus vinculaciones en el pasado a la izquierda radical. Conversaron durante un largo tiempo, sobre el estatus de las solicitudes de las trasnacionales y los beneficios que eso traería al país. Evidentemente no parecía un radical, sino estar en sintonía con las posiciones que comenzaban a sostener los representantes de la nueva burguesía. Acordaron verse los siguientes días para continuar conversando del tema.

 

Continuará ,,,

El divorcio de Antonio implicó una increíble operación de cambio de titulación de propiedades, transferencias de cuantiosas sumas de dinero y creación de sociedades mercantiles, en cuyo proceso Josefina fue la pieza clave para evitar que la esposa del nuevo rico se quedara con la mayor tajada. Eso afianzó la relación de Josefina, no sólo con el marido en conflicto, sino también con el resto del clan. Esta situación le permitió presentarle como amigas recién conocidas, a un par de chicas que tenían meses laborando en la agencia de modelaje.

Josefina había estudiado a Antonio y construido un perfil detallado de sus gustos amorosos, sexuales y de esnobismo social con sus parejas.  Estaba obsesionado por las mujeres de tez blanca, pelo liso, prótesis en los pechos y nalgas, que supieran combinar vestidos elegantes cuando la situación lo demandara y, de manera cotidiana usaran piezas de ropa ajustadas al cuerpo. Lo complicado era que le gustaban jóvenes y con gusto por la literatura, especialmente las novelas ganadoras de premio nobel.

Por ello, durante ocho meses, había seleccionado a dos chicas con el perfil físico que le gustaba a Antonio y las había puesto a estudiar un curso acelerado de novelística con profesores de literatura. Era una apuesta arriesgada, pero de resultar efectiva le permitiría contar con una pieza manejable al interior del entorno familiar del clan. No desestimó recursos para realizar las cirugías necesarias y creó lazos de dependencia de las chicas con ella, fundamentalmente a partir de sus propios perfiles psicológicos.

Esa noche le presentaría Leidy a Antonio, quien encajaba un ochenta y nueve por ciento en el perfil estudiado. Era una chica vivaz, criada por su madre, porque su padre las había abandonado siendo apenas una niña, conocida entre sus amigos como un cerebrito porque siempre estaba en el cuadro de honor y sacaba las más altas calificaciones. Para ella, el estudio era el camino a recorrer para la superación personal y mejorar su condición de vida. Era disciplinada, tenaz, competitiva y ambiciosa, por lo cual Josefina solo esperaba que surgiera la química entre los tórtolos. Regaló a Leidy un costoso perfume, al que le había agregado feromonas con la intención de despertar instintos en el galán, convertido sin saberlo en blanco de las intrigas.

La reserva fue hecha para uno de los restaurantes más exclusivos de Las Mercedes, especializado en mariscos y pescado, que esa noche tendría música en vivo, boleros, blues y reggae.  Josefina se aseguró de acercarse al lugar, solo cuando Antonio le confirmó que había llegado. Eran las siete y veinte de una noche de luna llena, cuando la camioneta que traía a las damas se detuvo frente a la lujosa taberna. Leidy portaba un vestido de la casa Nanuhka, de tipo minimalista, en seda color ocre, que hacía resaltar su piel y la delicadez del rostro. Las gafas negras contrastaban con sus labios rojo intenso, dotándola de un aire atemporal, haciéndola ver como una joven madura.

Josefina luego de presentarlos, procedió a romper rápidamente el hielo, contando anécdotas graciosas de ambos personajes.  Evidentemente Antonio quedó impresionado por la belleza de Leydi, pues no le quitaba los ojos de su rostro y manos, a tal punto que la chica pensó que había algo malo en sus uñas. Discretamente reviso si se le había dañado la manicure, haciendo resplandecer el reloj Cartier que le había prestado Josefina. Antonio tomo la iniciativa en la conversación y rápidamente, entre chistes, sonrisas y preguntas, los tórtolos comenzaron a dialogar directamente, ignorando a la chaperona. Había pasado media hora cuando el teléfono de Josefina sonó, colocándolo desprevenidamente en altavoz.  La voz en el auricular advirtió:

  • Hola mi amor ¿Dónde estás? Se me disparó la presión arterial, por favor ven a

casa.

Era León, a quien Josefina le había solicitado que hiciera esa oportuna llamada, para posibilitar que la pareja quedara a solas. Después de disculparse, se retiró, asegurando por cortesía que apenas estuviera con su esposo les informaría como evolucionaba.

Pidieron una segunda botella de vino cabernet Sauvignon, cosecha argentina, mientras al fondo, comenzaba la velada de boleros. Los intérpretes deleitaron a la pareja con hermosas versiones de melodías de Francisco Céspedes como Señora Dónde está la vida, de Milanés con las notas poéticas de Si ella me faltara algún día o el Breve espacio en que no estás.

A través de la ventana, el cielo despejado y estrellado invitaba a caminar, situación que aprovechó Leidy para sorprender a Antonio, proponiéndole recorrer las calles de las Mercedes, invitación que el galán no pudo resistir. En el paseo, como si siguiera un guion previamente estudiado, la chica tomó la iniciativa:

  • Antonio, dijo, te parecerá cursi mi pregunta ¿Te gusta la novela como género

literario?

  • Claro, se apresuró a responder.
  • ¿Ah sí? Te leíste lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri ¿o prefieres autores

extranjeros como Allan Poe?

  • Si, en su momento leí a Pietri, Rómulo Gallegos, Otero Silva y otros. Pero en la

actualidad – precisó Antonio- me inclino por la novela como categoría de ciudadanía mundial, especialmente los premios Nóbel de Literatura.

  • Ok entonces dime ¿a quién prefieres entre Saramago, García Márquez, Bob

Dylan, Alice Munro, Louise Gloück o Mo Yan.

El burgués soltó una carcajada, antes de responder:

-Veo que eres toda una experta en los escritores ganadores del premio Nobel. Nos vamos a entender muy bien. El preferido mío es García Márquez con su realismo mágico, pero disfruto a todos por igual.

– Mis favoritos son Saramago y Dylan, porque han escrito dialogando con la protesta de su tiempo histórico. Me fascinan, reafirmó Leidy. Te pregunto ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre, antes que le llamen hombre?

– Déjame recordar – dijo Antonio- La respuesta amigo mío, está flotando en el viento.

Rieron como niños saltando sobre charcos de agua, en medio de una tenue brisa, mientras debajo del árbol era posible imaginar sonriendo el compositor norteamericano de las frases que habían intercambiado, escupiendo notas de folk que animaban a pensar en contravía. La magia había surgido con la anarquía que convierte al guion en garabatos que se reordenan en un invisible tejido común. Ambos parecían descubrir que habían encontrado sus complementos, lo que ignoraban era que habían entrado al reino del amor por el laberinto tortuoso de la trampa y la oscuridad, teniendo ahora que encontrar la flama que los mantuviera a salvo.

Las citas se hicieron diarias, se multiplicaron los encuentros y Antonio parecía adolescente que no se atreve a buscar la manzana del edén por temor a que el árbol de la ternura se marchite. A los tres meses Leydi recibió el anillo de compromiso y la propuesta de fecha de matrimonio. El plan de Josefina echaba raíces.

*****

Juan decidió conformar un grupo de opinión que comenzara a trabajar la narrativa, imagen, identidad e imaginarios de un nuevo centro político. Tobías era el mecenas detrás de esta iniciativa y habían seleccionado unos veinte jóvenes recién graduados para hacer con ellos el boceto del instrumento político. La instrucción era clara, producir una integración de perspectivas sociales con las lógicas del mercado, hablar de subsidios y competencia, seguridad social y emprendimiento. Como proyecto a largo plazo, poco importaba el nombre que seleccionaran, eso sería relevante después del 2020, por ahora se trataba de impulsar argumentos y expresiones organizativas que precedieran el despliegue de la burguesía revolucionaria como alternativa de poder.

Tobías realizó un acuerdo con Facebook para conocer los intereses y las tendencias en gustos de los electores venezolanos, ahora y las predicciones por veinte años. La idea era cruzar la información proveniente de análisis de metadatos, con las reflexiones y conclusiones del grupo de jóvenes que estaban en la incubadora política.

Juan, en la lógica analógica y menos virtual, estaba haciendo un mapeo territorial, desde los municipios y comunidades de base, para identificar actores aliados, opuestos al proyecto, experiencias significativas con las cuales empalmar o relanzar, se trataba del primer boceto de organización nacional, regional y local. Siempre se habían planteado la construcción del instrumento político como sumatoria en ascenso, que dieran la sensación de permanente crecimiento. Lo cierto es que la operación Voltaire había comenzado: todo reordenamiento parte de un centro.

*****

Josefina tenía breves episodios depresivos, en los cuales el abandono familiar, la cultura del sobreviviente, la lucha permanente por pertenecer a algún lugar y afecto, le paralizaba y generaba increíbles pulsiones de fuga, como si dejar todo fuera la solución de sus problemas. Cuando tenía los primeros síntomas de ese estado anímico, corría a refugiarse en la vieja casa de Boca de Uchire, un pueblo perdido en la costa oriental.

Esta vez viajó acompañada de las melodías de Yoly Saa, una cantante que había descubierto en una melodía haciendo dúo con Ana Belén, otra de sus artistas preferidas. El hombre al piano le producía una extraña mezcla de tristeza y añoranza, un deseo increíble de ser amada, como amó ese viejo perdedor “vencido por una mujer”. Como la chica de la que escuchaba en la plataforma digital, Josefina siempre temió echar raíces en algún amor, porque ello la haría vulnerable.

Caminó hacia la playa y comenzó a juntar palos, hojas, ramas secas, para armar una hoguera. El viejo perro, cuidandero de la casa, le acompañaba en el trayecto, como si sintiera la fragilidad emocional de la mujer, lamiéndole la mano a cambio de una caricia.  No era aún tiempo de prender la hoguera, así que lanzo las sandalias sobre la arena y decidió que sus pies intentaran aplastar los granos de arena que se habían acumulado en la orilla.

Tenía la costumbre de caminar al filo de la tierra, donde al agua penetra la arena y besa los pies, una y otra vez, como si ese movimiento incesante recordara la necesidad de mantenerse de pie ante los vaivenes de la vida. La playa estaba sola como su espíritu, en ese miércoles atravesado de semana laboral. Su cuerpo, acostumbrado a la pose necesaria de cada circunstancia, aprovechó el respiro del retiro, para liberarse, alzando los brazos desordenadamente, haciendo palpitar las manos al cerrarlas y abrirlas, moviendo las caderas como si un invisible metrónomo marcara el ritmo.

Los atardeceres suelen ser una imagen romántica para las parejas enamoradas, pero para los espíritus vagabundos son como un nuevo abandono, otra partida sin despedirse, sin consultar si se quiere estar solo. Mirar el sol desvanecerse en el horizonte evocaba la ausencia del padre, el abandono de la madre, el amor traicionado, la necesidad de endurecer la piel y los sentimientos.

Era un atardecer juguetón, porque la luna se había atrevido a salir a destiempo, cuando no le correspondía, porque aún el abrigo del sol marcaba con su luz el sendero. La luna llena se veía transparente, como si el sol traspasara sus huesos y sin pudor desvistiera su físico. Una tenue brisa recordaba que la mujer estaba en el caribe vivo, sumada a la fiesta del arco iris, con sus colores salpicados de acuarelas. El agua fue pegando el vestido al cuerpo, como si los senos buscaran el abrigo del sol.

Destapó una botella de ron que había permanecido escondida en la alacena de la cocina, añejada por restos del salitre que lograban entrar por las hendijas de la madera. Tomó la garrafa de gasolina y regreso a la playa para encender la hoguera. El crujir de las ramas secas anunciaba que cientos de fragmentos, como luciérnagas encendidas, salían a bailar por los aires como si quisieran llevar a todas partes la buena nueva de la luz. Josefina se despojó de sus ropas y se sumergió en el mar, mostrándole a la luna que la belleza no era de su exclusividad. Con su humanidad húmeda bailó alrededor de la hoguera, pisando la arena, invocando la compañía de los elementos fundadores, como si sacara de un baúl la única herencia que le había dejado su madre.

La botella a medio consumir, varias colillas de cigarro y las diminutas pantaletas, ahora casi cubiertas por la arena, eran los únicos testigos de una noche de soledad, de la cual hasta las cenizas llevadas por el viento habían decidido partir, mientras el cuerpo cansado de la mujer dormía bajo el resguardo de la casa y con la compañía de Salvat, el perro guardián.

III El Bastón de hierro

El desabastecimiento era terrible, no se conseguía ni papel higiénico. Todo había que adquirirlo en el mercado negro a precios diez veces mayores que los regulados. En enero de 2017, el gobierno nacional anunció medidas para resolverlo, las cuales no despertaban esperanza alguna en el pueblo, eran como un anuncio de navidad en marzo. El presidente había accedido al poder después de la muerte de Chávez en 2013 y, el inicio de su mandato había coincidido con la caída de los precios del petróleo, la principal fuente de ingresos nacionales. El derrumbe del mercado petrolero había hecho saltar por los aires el control cambiario, las regulaciones de precios, la agenda social y con ello se había desatado una de las más altas hiperinflaciones conocidas a nivel mundial, haciendo que la cola del diablo merodeara las puertas del que fuera uno de los países más prósperos de la región.

En las calles campeaba la polarización política que había sido útil para sostener en el poder a Chávez, pero que ahora terminaba siendo una caricatura, mostrando hasta donde podían llegar las élites políticas que se auto asumían de derechas e izquierdas en la disputa por la renta petrolera, mientras el ciudadano común vivía el fenómeno de la desaparición de la clase media profesional, la ampliación de la brecha social y la pobreza extrema. La tragedia ciudadana pretendía ser ocultada con el sainete de dos parlamentos, uno la Asamblea Nacional en manos de la oposición y otro, la Constituyente controlada por el gobierno. Las movilizaciones en apoyo a uno y otro factor eran cada vez menos numerosas y con estilos decadentes, mostrando el emerger de una especie de lumpen política. Las voces intelectuales y éticas de referencia, por encima de la polarización, prácticamente habían desaparecido.

Los enfrentamientos armados comenzaban a ocurrir en las calles, de manera frecuente, llegando al bochornoso fenómeno de personas quemadas vivas por el combustible incendiario del odio a lo popular por parte de los sectores de la oposición y la masacre de más un centenar de jóvenes en las calles, de cuya responsabilidad se acusaban mutuamente el gobierno y oposición, aunque era innegable que la mayoría de cartuchos provenían de armas oficiales.

El elevado de Santa Fe, en el este caraqueño, zona residencial de la clase media, fue el escenario de barricadas, quemas de cauchos, lanzamientos de bombas molotov a las fuerzas policiales, disparos de perdigones y balas por parte de efectivos castrenses. La polarización fue cediendo paso a una percepción colectiva, que quienes se enfrentaban eran dos facciones burguesas, disputándose el control del poder para dilapidar la renta petrolera, usando ideologías para azuzar fanatismos que terminaban bajo lápidas.

Mientras tanto, el pueblo vivía los efectos macabros de la inflación estimada en un millar, salarios por debajo de los diez dólares mensuales, desabastecimiento de productos básicos y el deterioro de los servicios públicos. Vivir en Venezuela se convertía en un panorama nada atractivo para quienes solo eran carne de cañón en la diputa por el poder.

Natasha, joven estudiante de psicología en la Universidad Central, organizaba grupos de discusión respecto a si la salida era, migrar o quedarse. Como Natasha, miles de jóvenes comenzaron a plantearse en serio esa disyuntiva, optando muchos de ellos por dejar a un lado carrera, familias y puestos de trabajo. La pregunta más frecuente que se escuchaba en las reuniones de universitarios era ¿para dónde irnos?

Joaquín el novio de Natasha, había logrado que la familia le comprara el boleto para marcharse a Argentina. En medio de la situación de depresión del mercado inmobiliario, que disminuyó en más de la mitad el valor de las propiedades, sus padres habían vendido un apartamento que tenían en Los Chaguaramos, por tan solo un 10% de lo que les había costado. Además del boleto, cancelaron por adelantado el alquiler de unos meses de un pequeño estudio ubicado en Palermo, ciudad de Buenos Aires, donde habitaría el joven, sumándole al bolsillo dos mil dólares para que cubriera los primeros gastos mientras que los viejos se quedaban con lo que restaba, como reserva para atender emergencias de salud.

Una semana antes de partir, Joaquín llegó muy triste a la casa de Nathasa, planteándole que quería cancelar el viaje. La chica le dijo:

  • Eres un afortunado, tus padres te apoyan, vendieron el único activo que tenían.

No puedes defraudarlos.

  • Natasha no conozco a nadie allí, no sé cómo voy a conseguir empleo, replicó el

joven.

  • Como todos  – contraatacó- lo que tienes que hacer es dejar síntesis

curriculares tuyas en todos los sitios de trabajo que identifiques; llevas tus títulos legalizados y apostillados, notas certificadas, pasaporte vigente, tienes todo para ser exitoso.  Te falta confianza en ti mismo.

El joven asintió tímidamente con la cabeza. El resto de la tarde lo pasaron planeando el rencuentro, que sería –decían- en un concierto, qué para esa fecha seguro se estaría realizando en el teatro del Gran Rex o en el Luna Park.

Natasha era hija de maestra y un trabador con cargo de vigilante, quienes trabajaban en el sector privado. Sus padres siempre habían contado con pasaporte vigente, obtenido en otra situación país, pero iniciar una migración les excedía en voluntad, se consideraban viejos para ello. Para la joven, el pasaporte era en la actualidad, el documento que ostentaba la clase media alta, con capacidad económica para hacer turismo, algo que como hija de trabajadores escapaba a sus posibilidades materiales, por ello nunca se preocupó por actualizarlo, a pesar que hacía años se le había vencido. Todos los intentos para renovar sus documentos legales para salir del país, fueron infructuosos, el sistema de citas estaba colapsado y en otros casos en la institución migratoria no contaban con material de impresión. En el mercado negro se podían obtener las citas, con garantía de acceder al pasaporte vigente, pero se rumoraba que las mismas costaban entre mil quinientos y cinco mil dólares, una cifra irreal para trabajadores, cuyos salarios mensuales apenas si alcanzaban un dólar mensual. Por ello Natasha siquiera intentó confirmar los rumores.

Ella quería contribuir a la economía familiar y la idea de migrar para poder enviar remesas le lucía como una solución lógica, pero a diferencia de Joaquín, no tenía las condiciones ideales para partir. Por ello comenzó a planear una larga migración por tierra, desde la frontera con Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia hasta llegar a Argentina, trabajando en cada sitio para pagar alojamiento, comida y reunir para el pasaje hacia la nueva etapa del periplo. No le comentó sus planes a Joaquín, mintiéndole que insistiría con lo del pasaporte y trabajaría para obtener un boleto aéreo, para poderse reunir con él en la arena de un concierto.

Los jueves a las siete de la noche, el grupo de jóvenes se reunían en un aula de la universidad. Ese día el punto de agenda era revisar los procedimientos y recaudos necesarios para legalizar y apostillar las notas certificadas y títulos. La reunión fue interrumpida por Marta, asidua asistente a las reuniones dirigidas por Natasha, quien pidió silencio para escuchar la intervención de un alto dirigente del gobierno, quien en su programa semanal por la televisión estatal se estaba refiriendo a quienes emigraban:

Esos muchachos no tienen nada en la cabeza, les creen a quienes viven el sueño americano, son unos traidores quienes no valoran el sacrificio que ha hecho la patria para educarlosSe van a otros países a lavar pocetas mientras aquí tienen todo.

-¡¡¡Apaga eso!!, gritó Pedro, ese señor no tiene idea del hambre que estamos pasando en casa. Como él vive de la teta del Estado, se cree con la licencia para insultarnos a los pobres.

Un silencio cargado de melancolía invadió el aula por unos segundos. Alberto irrumpió:

-No dejemos que nos distraiga, concentrémonos en lo que nos interesa, resolver los trámites legales para partir en las mejores condiciones.

Los presentes asintieron con un breve aplauso. Ya habían elaborado una guía de las cosas que se podían y debían llevar si migraban por medio de transporte terrestre o aéreo. Habían decidido descartar la opción de irse a pie por los riesgos y deterioro físico que ello implicaba. Todos los días las redes sociales mostraban las penurias de miles de jóvenes, familias y niños recorriendo cientos de kilómetros diarios, durmiendo en improvisados campamentos, comiendo lo que lograban obtener de la solidaridad de quienes veían pasar estos ejércitos de parias, sobreponiéndose a enfermedades para no quedarse atrás del grupo y perder la protección de la manada.

Una de las cosas que les sorprendía a los jóvenes era la insensibilidad de los políticos latinoamericanos. Por un lado, una parte importante de la izquierda política regional, los veía pasar por sus países con sepulcral indiferencia, limpiando sus conciencias con el argumento que quienes huían buscando la forma de garantizar sustento a sus familias, eran enemigos del gobierno revolucionario. Por otro lado, la derecha política veía en la migración otra fuente de enriquecimiento, asumiéndose como sus voceros o salvadores, solo para conseguir dineros de la filantropía o del multilateralismo, que nunca llegaban a otro destino que no fuera el de sus cuentas bancarias.  Pero siempre había manos amigas que se abrían paso ante la creciente xenofobia y la propaganda neo fascista que mostraba a los migrantes como gente que venía a dejar sin empleo a los locales, mano de obra barata que amenazaba la estabilidad laboral.

Como en todas las sesiones de trabajo, al final el grupo cantaba, bailaba y reía, alrededor de Pedro y su guitarra. Habían decidido que escucharían la música en una perspectiva distinta a la polarización de derechas e izquierdas y, harían suyas las buenas melodías de canta autores, independientemente de su posición política. En realidad, no se daban cuenta que estaban comenzando a construir el país del mañana.

Comenzaron tarareando Sin remitente de Melendi, continuaron con La Feria de los Tontos de Carlos Varela, Gente Luminosa del Arrebato y concluyeron con A desalambrar de Viglietti.

*****

Todas las vacaciones de agosto, María Eugenia la madre de Natasha, trabaja como suplente ocasional, cubriendo a dos secretarias de la comisión de control cambiario. Por ello se animó a decirle a su hija que su jefa era muy amable y siempre se le veía rodeada de gente de poder.

  • Hija – dijo con voz suave- ¿por qué no te presentas a la oficina de ella?, le dices

que vas de parte mía y pides apoyo para lo de tu pasaporte. Inténtalo hija.

  • Mamá, me da pena, esa señora está muy ocupada, ni se acordará de ti
  • Mija, tú quieres viajar para reunir dinero, seguir estudiando y ayudarnos. Sin el

pasaporte es imposible hacerlo.  Que no te ciegues la pena.

Esa última opinión de la madre convenció a la chica, quien hizo una carta planteando su caso y, a los dos días, tomó un colectivo que la llevó hasta el Sector de La Hoyada, desde donde iría caminando hasta la oficina de la jefa de su madre. El antiguo mercado de La Hoyada es uno de los sectores más concurridos del centro caraqueño, con transeúntes apurados y conductores impacientes por los trancones que se arman a toda hora. El cambio de luces del semáforo es como la batuta de un director de orquesta, que al parpadear libera decenas de bocinas de los vehículos, como si con el ello se despejara la vía.

Muy cerca de ese sitio está ubicado el Ministerio Público, el despacho del Ministerio de Ciencia, la oficina de planificación del sector universitario, la Asamblea Nacional y hasta la casa natal de Simón Bolívar, quien lideró la causa republicana y fue el Libertador de Venezuela y otras naciones. La estación del metro de la Hoyada es una de las más concurridas de la capital, conectando al este y el oeste de la ciudad. Caminar por el mercado de La Hoyada puede ser una experiencia límite, pues, así como se consiguen productos hasta con un cincuenta por ciento de descuento, tu cartera o celular se puede evaporar como por arte de magia. Los comerciantes hacen su mejor esfuerzo por cuidar a los clientes, pero no siempre cuentan con respaldo policial. En las aceras de las calles que rodean el mercado popular, cientos de vendedores ambulantes ofrecen productos que van desde las comidas típicas hasta las correas de los pantalones, mientras un peluquero errabundo le hace un corte punk a un cliente joven. Los “daleros”, esa nueva profesión de cuidadores callejeros de carros, popularizada a raíz de los altos costos de los estacionamientos y en otros casos ante la ausencia de lugares oficiales de aparcamientos, dejan escuchar su canto, replicado cada diez metros, con el cual orientan a los conductores que deben dejar sus vehículos en las calles.

Natasha caminó hasta el edificio que albergaba la oficina de la directora general. Carpeta en mano y morral al hombro, se detuvo varias veces para conversar con abuelos haraposos que pedían limosna, como último recurso ante un Estado que ha olvidado su papel de garante de vida digna.

En el lobby del edificio de oficinas le preguntaron a dónde se dirigía y si tenía cita. Indicó que iba al piso doce y que no tenía cita, sino un recado de su madre, María Eugenia Ballesteros, quien trabajaba para la doctora Josefina. Le dieron la instrucción de esperar en el recibo central, mientras le confirmaban el momento en el que la recibirían. Al rato, uno de los encargados de atención al público, le preguntó si tenía algún asunto en particular para tratar. Natasha le extendió la carta que había preparado el día anterior. El hombre la tomó, informó que la haría llegar y que continuara esperando por si había respuesta inmediata. Pasados unos veinte minutos el hombre volvió y a todas luces apenado, le comento:

  • Lo siento señorita, la doctora Josefina dice que esta no es una oficina del servicio

de identificación, que pida una cita como todo ciudadano. De verdad lo siento, recalco el portador de las malas noticias.

  • No se preocupe usted, –le respondió- solo estaba tocando una puerta para

intentar resolver mi situación.  Muy agradecida por su amabilidad.

Salió lentamente, caminando sin rumbo durante una hora o más, hasta que la corneta de un vehículo rústico la sacó de su estado catatónico. No sabía cómo, pero estaba en Bellas Artes, en la plaza de la antigua cinemateca, un lugar al cual le gustaba ir cuando era niña. Se sentó en la entrada del museo de Ciencias y cuando iba a dejarse llevar nuevamente por el éter de los pensamientos difusos, una pequeña mano le templó dos veces la blusa.

  • Tengo mucha hambre señora, ¿me puede ayudar para comprar algo de comer?

Tengo dos días sin comer, jadeó la niña, quien no tendría más de seis años.

Como guiada por el instinto, Natasha abrió el bolso negro que llevaba, en el cuál su madre había colocado un par de arepas con queso y jamón, acompañadas de un termo pequeño lleno de café con leche. Mientras le preguntaba a la niña como se llamaba y con quien estaba, sus manos desnudaron el alimento, quitando el papel aluminio que lo recubría, acercándole una de las arepas a la niña.

  • Me llamo Elena y estoy sola, mi mamá vive en San Agustín, pero está enferma y

yo salgo a buscar algo de comer para ella y para mí, respondió.

La casa de la pequeña estaba en algún lado de la montaña de bloques y cemento que se expande en el flanco sur de Parque Central, al cual se puede acceder a través de cientos de escaleras serpenteantes o del metro cable.

–Come, le dijo la joven, también tengo aquí café con leche. Cómete una –insistió- y la otra se la llevas a tu mamita.

El agradecimiento de la niña sonó en un tono grave, porque las palabras fueron emitidas mientras se devoraba el alimento.

– ¿A qué hora llegas y, a qué hora te vas para tu casa? Interrogó Natasha.

–Llego a las siete de la mañana señora y, me voy a las cinco de la tarde, respondió, aunque a veces me voy al mediodía, cuando alguien me regala algo de carne o pollo que le hace falta a mi mamita.

Una lágrima se le escapó a la joven, quien hizo piruetas para evitar que la niña lo notara.

–Y ¿Cómo te llamas? Insistió intentando conocer sus apellidos.

–Clara Esperanza, respondió, en un tono que no permitía más preguntas

– Clara, no tengo dinero conmigo, pero el sábado por la mañana vendré y te traeré algunas cosas que puedan servir para tu casa, le comentó Natasha

– Esta bien señora, le respondió la niña a la joven.

Durante tres días la estudiante solicitó apoyo a sus compañeros de clase, logrando juntar harina, pasta, granos, enlatados, jabón de baño y dinero para comprar un kilo de pechuga de pollo y dos de carne de res.  Tres muñecas en buen estado, cuatro vestidos y otra ropa usada completaron el paquete. Natasha aportó, además, su antigua caja de música infantil, que al abrirse desplegaba una bailarina girando al ritmo de la melodía, colocando en sus pequeñas gavetas algunas prendas de fantasía para la niña.

Como lo había anunciado, el sábado Natasha llegó a la plaza Morelos acompañada de Sergio, otro joven estudiante de medicina quien formaba parte del club de potenciales migrantes.  Esperaron el cambio de semáforo para cruzar la avenida, rumbo a la plaza interior de Bellas Artes. Cuando caminaban a la altura de la Universidad de las Artes, vieron unas pequeñas manos agitarse, como diciendo aquí estoy.

-Hola señora, creí que ya no vendría, habló la chiquilla.

– Pero si apenas son las diez de la maña, replicó Natasha. Te presento a mi amigo, el junto a otros compañeros reunimos estas cosas que te traemos.

El joven extendió la mano:

-Mucho gusto, mi sombre es Sergio.

-Mucho gusto, respondió Clara en modo automático, mientras su mirada estaba centrada en las bolsas que traía Natasha.

-Esto es pesado, si quieres te ayudamos a cargar las cosas hasta tu casa, sugirió Sergio.

-Siiii … mi mamita se va a alegrar mucho con esas cosas que me están regalando. Vamos, yo les voy diciendo, indicó.

La cara de la niña transpiraba felicidad, mientras su pelo despeinado acentuaba la ternura de su humanidad. Sus rodillas llenas de cicatrices y las piernas pintadas con barro, mostraban los estragos de la vida en la calle.

Caminaron por los pasillos que separan las dos torres de Parque Central, donde un chatarrero anunciaba a través del altoparlante de una deslucida camioneta descapotada, que compraba restos de acero, aluminio y cobre. En el cruce de la avenida Lecuna, entre Parque Central y las escaleras de San Agustín, un vendedor de verduras y frutas disputaba el espacio acústico con el comerciante de partes metálicas, ofreciendo papa, cebolla, tomate, lulo, guamas y mangos.

La niña les precisó que era mejor tomar las escaleras, porque el metro cable los dejaría muchas cuadras delante de su casa. Subir trescientos ochenta escalones era algo más que un ejercicio cardiovascular, un desafío para piernas no acostumbradas a estos trotes. Después de detenerse varias veces a descansar, fue necesario tomar una estrecha vereda que los llevó a la casa de la madre de Clara. Las aguas servidas y la basura, convertían el paso en una carrera de obstáculos. Unos ciento cincuenta metros después de haber dejado atrás los escalones, la niña se detuvo en una descolorida casa, de la cual sobresalía el oxidado techo, empujando la puerta en la cual no se distinguía cerradura alguna. Invitó a los jóvenes a pasar. Dos sillas de madera y cuero eran los muebles de una sala lúgubre, que parecía no haber sido aseada en mucho tiempo. Una vieja cocina de kerosene y la mezcla de ollas y potes, indicaban que el cuarto lateral derecho había sido habilitado como cocina. Cortinas de tela estampadas, con flores de colores cumplían las veces de puertas para los dos dormitorios de la casa. La niña corrió la cortina sostenida por alambre, para permitir el paso a la habitación de su madre.

-Clara, ¿Quiénes son estos muchachos? ¿Por qué no me avisaste que vendrían?

– Mami ellos son Natasha la señora que te comenté que nos iba a ayudar y su amigo Servando.

-Sergio corrigió el chico.

– Ellos nos están regalando comida. Podremos comer estos días y te pondrás mejor, agregó la niña

  • Muchas gracias, Dios se lo pague, habló de manera entrecortada la mujer, quien

permanecía acostada con un semblante muy deteriorado. Gracias por tenerle paciencia a Clarita y apoyarla. No tenemos familia que nos apoye y estando yo enferma, ella tiene que ir a buscar lo necesario para sobrevivir, justificó la madre. El consejo comunal nos trae la bolsa de alimentos del gobierno, -agregó- pero eso solo alcanza para unos días y la traen cada mes.

-No se preocupe señora, cada vez que consigamos les apoyaremos, precisó Natasha.

– ¿Puedo revisarla señora? Yo soy estudiante de medicina. Aún no me graduó aún, pero ya estoy en pasantías, precisó Sergio.

– Claro, se le agradece, manifestó la mujer con voz trémula.

Después de revisarla por una media hora y hacerle una docena de preguntas, el chico pidió ir al baño y con una expresión en los ojos, le indico a su compañera que le siguiera.

  • Esta señora tiene una pérdida de peso increíble, – resumió Sergio- puede ser

desnutrición, pero el dolor abdominal, las náuseas y vómitos, así como la sensación de plenitud precoz, me hacen pensar que es algo más grave. Tengo un médico amigo, quien ha sido mi profesor en la universidad y maneja la agenda social de un centro hospitalario privado. Tal vez él podría conseguir que le hagan un diagnóstico completo allí. ¿Qué piensas tú?

-Hagámoslo de una vez, respondió Natasha. ¿Tienes su número de teléfono?

– Si claro, déjame buscarlo. Después de un breve instante, Sergio le marcó desde su celular.

Unos minutos de intercambio y el muchacho terminó la llamada con una cara de júbilo.

-Me dijo que de inmediato enviará una ambulancia, precisó Sergio. Necesita, agregó, que la señora tenga la cédula de identidad laminada, no importa que esté vencida, y me dijo que si tiene exámenes médicos los lleve. Los enfermeros subirán hasta acá y la bajarán en camilla.

-Señora, informó Sergio, la llevaremos a hacerle unos exámenes médicos a una clínica y luego la volveremos a traer. No le costará nada.

– Pero yo no me he bañado y estoy como una loca, expresó la enferma.

-No se preocupe yo la ayudo a peinarse y arreglarse, se apresuró en decir Natasha.

-Yo también te ayudo mamita, para que vayas al médico y te mejores, completó Clara. Me quedaré cuidando la casa, no te preocupes.

En la puerta de emergencias, Manuel, el mismo médico amigo de Débora y Josefina, esperaba la llegada de la ambulancia. Después de colocar a la mujer en la camilla le llevaron de inmediato al área de radiología y exámenes de sangre. Manuel les pidió a Natasha y Sergio que esperaran en el área de familiares. Los chicos compraron un café capuchino que compartieron mientras esperaban noticias.

-Natasha -dijo Sergio- me iré la próxima semana a Estados Unidos. Viajaré en avión hasta Cancún y de allí pasaré por la frontera con el apoyo de gente quien sabe de eso. Tendré que pagar tres mil quinientos dólares, pero ellos aseguran que lo pasan a uno.

– ¿De dónde sacaste ese dinero? Increpó la joven

– Son los ahorros de salud de mis hermanos. Tengo que devolvérselos lo más rápido posible. Ya mis primos en Estados Unidos me tienen dos trabajos, uno como jardinero y otro para cuidar a una señora mayor, … claro mientras consigo algo mejor.

– Sergio, los coyotes son bandidos, de los cuales no te puedes confiar. Hay muchos cuentos de gente desaparecida, se apresuró a señalar la chica.

– Es una decisión tomada. Apenas llegue y me instale te escribiré. Estaré bien, culminó Sergio.

Un silencio se instaló entre los muchachos, como advertencia sobre la inconveniencia de seguir tensionando. Muchas relaciones de amistad se habían roto por menos, por ello, la cultura de la prudencia en estos asuntos, se venía instalando entre amistades juveniles.  Ambos comenzaron a revisar sus teléfonos y responder mensajes recibidos a través de las redes sociales. Los ciclos del motor que alimentaba el dispositivo mecánico para vender refrescos y agua embotellada, era lo único que se escuchaba cada cinco minutos, llenando el ambiente con una especie de ronquido prolongado.  Cada vez que abrían las puertas del ascensor, los jóvenes levantan la mirada, buscando la figura del médico o la señora. Cuatro horas y media después, Manuel apareció por un acceso lateral, al que daban las escaleras y que le permitieron descender hasta donde se encontraban los estudiantes.

  • Lamento no traer buenas noticias, -inició- la señora está en fase terminal de un

cáncer estomacal muy agresivo. Le quedan días e incluso diría horas de vida. Lo que podemos hacer es ayudarla a que no sufra tanto, pero saben que los analgésicos son costosos y escasos.

Natasha Sollozando solo alcanzó a exclamar:

  • Clara, pobre Clara.
  • No te preocupes. Algo haremos, le comentó Sergio, mientras colocaba la palama

de su mano sobre la espalda de la chica.

– ¿Qué hacemos doctor? Preguntó Natasha

– Buscaré que una fundación cubra los costos de hospitalización y medicamentos,

precisó el galeno. Entiendo que la señora tiene una hija, considero que es conveniente que venga a acompañarla y esté cuando le comuniquemos los resultados de los exámenes.

Natasha fue por Clara, mientras Sergio permaneció en la clínica por si la enferma necesitaba algo. En un par de horas Natasha estuvo de regreso con Clara quién tenía expresión de terror en su rostro.

La estudiante le comunicó la mala noticia y pidió que estuviera muy pendiente de su madre, dándole ánimos y alegría. Los tres fueron en búsqueda de Manuel, para ir a donde la madre moribunda. Al llegar a la habitación, la mujer los miró y antes que le dijeran algo dijo:

  • Sé que me voy a morir. Eso no me da miedo, lo que me aterra es el futuro de mi

Hija. ¿A dónde irá? ¿Quién la cuidará? No quiero que vaya a parar a un albergue para menores. Mi pobre Clara, culminó.

La niña corrió a abrazar a su madre y le dio un beso en la frente.

-Mamita -dijo sin llorar- te vas a curar y yo estaré pendiente de ti.

Un silencio propio de los avernos inundó el lugar por unos segundos. Natasha dijo:

-Señora yo me haré cargo de su hija mientras usted puede volver a estar con ella. No se preocupe.

Una sonrisa de complicidad se mostró en el rostro de la mujer. Miró con ternura a Natasha mientras le decía:

– Eres muy joven, agradezco mucho su intención, pero debemos buscar a un adulto que trabaje y pueda hacerse cargo de la muchacha.

– Yo trabajaré … me iba a ir del país, pero ahora me quedaré a cuidar de ella, sentenció la estudiante.

Sergio la miró con estupor, mientras que Clara, volteando la cabeza lo hizo con alegría y ternura.

– ¿Ves mamita? Todo va a estar bien. Lo que tienes que hacer es que tomarte todos los medicamentos para que te cures pronto.

Manuel permanecía callado. Sin proponérselo se había colocado en una esquina de la habitación, como si estuviera de espectador no invitado a una comedia trágica. Su rostro era una mezcla de asombro y ternura. Sentía una atracción profunda por la solidaridad humana, algo que escaseaba cada vez más, en una sociedad en la cual el tejido social comunitario había venido cediendo paso a la competitividad, de todos contra todos. Con el sigilo propio de un espía, se escabullo de la habitación, para hacer las llamadas necesarias que garantizaran que la paciente estuviera debidamente atendida en sus días finales. Cinco minutos después volvió a la habitación, sin que nadie hubiese notado su breve ausencia.

  • Ánimo -irrumpió- ya me garantizaron que la señora cuenta con hospitalización y

Tratamiento, a costo cero para ustedes.

Natasha lo abrazó y Clara besó con ternura las delicadas manos del galeno, acostumbradas a salvar vidas en el quirófano y otras tantas veces a cegarla en su oficio paralelo.

Por las noches Clara se iba a dormir a casa de Natasha, mientras Sergio y otros compañeros de la universidad hacían guardia nocturna al lado de la paciente. Los padres de la estudiante habían accedido a adoptar la niña, a cambio que la joven no emprendiera la migración de manera ilegal.

Siete días después de hospitalizar a la mujer, a las tres de la tarde, sonaron varias alarmas médicas. Una de ellas reportaba problemas en la habitación 4C, donde estaba recluida la madre de Clara. Natasha había ido a comprar jugos en la cafetería para que la mujer consumiera en la noche, pero cuando llegó, estaban comenzando a limpiar el cuarto. Estaba a punto de preguntar por la paciente, cuando su teléfono repico. Era Sergio para comunicarle que Manuel le había informado que la señora había muerto.   Todo se le oscureció a la joven, quien sintió flaquear sus piernas. De repente había pasado a ser madre y solo en ese instante tomó pleno conciencia de la responsabilidad que había asumido.

Media hora después llegó Manuel, quien informó que la agencia de filantropía que había financiado el tratamiento se encargaría del sepelio. Minutos más tarde, sudoroso y con el rostro compungido, Sergio se hizo presente.

  • Amiga, en casa hemos decidido apoyarte en esta tarea tan difícil que has

asumido. Yo mismo te enviare mensualmente algún dinero cuando empiece a trabajar en el norte.

-Gracias Sergio, no te preocupes, fui yo quien decidió hacerse cargo, respondió.

Ambos se abrazaron con fuerza, como si intuyeran que el destino les separaría

por muchos años.

*****

Heriberto, un joven merideño esperaba en la terminal el autobús para San Cristóbal, donde tomaría otro transporte hasta Cúcuta. Un morral a la espalda era su único acompañante, porque pasar la frontera con una maleta implicaba llamar la atención y muchas veces verse obligado a pagar coimas a los grupos paramilitares que ejercen control de la región.  Faltaban dos horas para abordar, así que decidió ir a comer algo antes de partir.

Su tierra natal había sido bautizada como Chachopo, un pueblo agrícola enclavado en las montañas, ubicado a unas cuatro horas de camino por tierra de la capital del Estado Mérida.  Sus padres, hijos y mujer habían preferido no acompañarle hasta la terminal de la ciudad para despedirlo, ahorrando así lo que les costarían los pasajes para entregárselos al viajero, como tributo de cariño.

Chachopo es parte de la Venezuela campesina de antaño, allí donde la renta petrolera llega a cuenta gotas y donde se imponen las rutinas de la vida rural. Ubicado a 2.600 metros sobre el nivel del mar, la temperatura promedio es de unos trece grados centígrados, aunque en diciembre puede caer en las noches a cero grados. No han llegado las tiendas con candilejas y las bodeguitas son eje del comercio local, con sus vidrieras artesanales, hechas con marcos y bases de madera. Todos los lugares de comercio se integran de manera mágica con el paisaje, lleno de flores y cultivos de papa. La plaza Bolívar, epicentro de la actividad cultural, se convierte en cantina en las fiestas patronales, donde circula el aguardiente cachicamo, bebida predilecta de sus habitantes, elaborado clandestinamente en alambiques caseros. Muy pocos recuerdan que allí durmió Bolívar, cuando hizo su travesía por los Andes, pero todos los niños y niñas saben de memoria el poema a la loca Luz Caraballo, un personaje que refleja la cultura del lugar. La capilla de Santa Bárbara anuncia la aparición casi mágica de la laguna del mismo nombre, un lugar donde la neblina, el frailejón y las frías aguas disipan cualquier nivel de estrés. La laguna de los patos era el lugar de excursión preferido por Heriberto, por su calma y soledad. Salir de Cachopo es como entrar en una caída libre entre las montañas, con altibajos que juegan con las nubes y donde el señorío del sol se muestra con múltiples arcoíris.

Trucha con papa y tajadas de plátano frito, acompañados de un vaso de jugo de curuba batido con leche, fueron los alimentos escogidos por el muchacho para acortar el tiempo de espera y tomar fuerzas para lo que venía. No había necesitado reunir más que su partida de nacimiento y documento de identidad, porque había abandonado la escuela en el segundo grado, dedicándose al cultivo de la tierra. Nunca había tenido que atravesar alcabala policial alguna, por lo que ahora, todo uniformado lo percibía como amenaza. Su cédula se había extraviado, no recordaba en qué momento, y con una copia amarillenta por el tiempo que estuvo guardada, pudo sacar nuevamente el documento legal para poder viajar.  Ni por curiosidad intentó hacer los trámites para sacar un pasaporte, total … solía decir, … no iba a viajar en avión.

Llegó la hora de partir y el muchacho miraba el paisaje por la ventana del autobús, angustiado por la distancia que le separaría de su terruño. Su meta llegar a los Estados Unidos atravesando el Darién en la frontera entre Colombia y Panamá, pasar a Costa Rica, Nicaragua, Guatemala, entrar a México por Tapachula, al sur de ese país y, atravesar todo el territorio de Emiliano Zapata, hasta entrar clandestinamente al norte, todo ello a pie, en una travesía de meses.

Media hora de giros a la derecha e izquierda del autobús, mientras la carretera parecía halar al vehículo mientras descendía en segundos metros de altitud, resultaron suficiente para descompensar al viajero, quien tuvo que abrir la ventana, ubicada al lado izquierdo de su asiento y, deshacerse en vómitos. Lejos de detenerse el transporte parecía acelerar su marcha, mientras los otros pasajeros cerraban sus ventanas para no recibir un salpicón de las arcadas del muchacho. Pálido, agotado y asustado sucumbió y durmió el resto del trayecto del viaje. Cuando despertó estaba entrando a San Cristóbal, por la avenida marginal del Torbes, debido a un desvió ocasionado por reparaciones en la calzada.

En la terminal corrió al baño para asearse y orinar. Recompuesto, al menos en su apariencia, comenzó a preguntar dónde se compraban los boletos para ir a Cúcuta. Una de las personas a quien interrogó era una joven, contemporánea suya, de unos veintiocho años de edad, de abundante cabello negro y labios tan gruesos y sensuales que hacían al chico desentenderse del resto de la cara de la muchacha.

  • ¿Vas a emigrar? Preguntó de manera directa la joven.

Quizá para no asustarlo y evitar una respuesta evasiva completo:

  • Yo también me iré. Pero no por San Antonio y Cúcuta, porque ahí colocan

muchas trabas. Es más fácil por la Fría y el Puerto de Santander.

  • ¿Y eso queda más lejos? Preguntó Heriberto, a quien en ese momento lo que

más le importaba era llegar lo más pronto posible a su primer destino.

– ¿Usted para dónde va? Completó.

-Es prácticamente la misma distancia y mucho más seguro, respondió la desconocida. Voy rumbo a Gringolandia a ganar muchos dólares y hacerme rica, completó y luego soltó una risa burlona.

– Yo también voy para allá. Si quieres vamos juntos, habló Heriberto quien se sentía desvalido viajando solo. La sugerencia sonó a súplica.

-Chévere, vamos juntos hasta donde sea posible.  Pero debemos apurarnos, el bus para la Fría saldrá pronto, contestó

Corrieron hasta llegar a donde el colectivo de turno estaba cargando pasajeros hacia el municipio García de Hevia, capital La Fría. El transporte estaba casi lleno, pero logaron cambiar de lugar con otro pasajero para ir juntos.

  • ¿Cómo te llamas? Preguntó Heriberto.

Ambos se miraron y se echaron a reír. Habían decidido emprender juntos una

aventura y no sabían siquiera sus nombres.

  • Mi nombre es Mónica, soy contadora pública de profesión. Nací, me críe y

trabajaba hasta hace poco en Táriba. ¿Conoces Táriba verdad?

  • No lo vas a creer, pero no conozco nada del Táchira, bueno en realidad de ningún

lado. Apenas si he salido un par de veces fuera de Chachopo, en Mérida. ¿Y tú si has ido a Chachopo? Perdón, -aclaró- mi nombre es Heriberto.

Volvieron a mirarse y sonreírse. El hielo estaba roto y todo indicaba que había nacido una pareja de socios viajeros.

Cuando llegaron a La Fría estaba oscureciendo, así que Mónica le dijo a Heriberto que llamaría a un amigo a ver si les daba posada a los dos esa noche, para continuar el recorrido al día siguiente. En una zona controlada por paramilitares, guerrilla y narcotraficantes, en incesantes disputas entre ellos, no era aconsejable atravesar la frontera teniendo como testigo a la luna.

Un Jeep descapotado, en perfectas condiciones de latonería y tapicería, con un motor que resonaba dejando escapar los ecos de su potencia, se detuvo frente a la pareja.

-Móntense que van a dormir esta noche en los aposentos de la mansión de Francisco, dijo el conductor del rústico.

Los viajeros se montaron en el vehículo, que aceleró rumbo al sector del polideportivo. Francisco, como había dicho llamarse el conductor, vivía en la urbanización 5 de marzo, un nuevo urbanismo, cuyas calles aún no están asfaltadas, pero sí cubiertas a medias por granzón de río. La casa había sido ampliada y mejorada en su interior, siendo la típica vivienda de la clase media profesional.  Dicharachero y amable, Francisco les mostró donde dormirían, una habitación con dos camas sencillas, la cual contaba con sala de baño anexa.

Heriberto con rostro de sorpresa y destellos de angustia preguntó:

– ¿Dormiremos los dos en el mismo cuarto?

Se imaginaba a su esposa y familia enterándose que pasaba la noche con una mujer y el color invadió sus mejillas.  Estaría metido en un grave problema si se enteraban, así que no sería él quien lo contara.

Francisco y Mónica sonrieron, mientras el primero con tono de broma le comentó:  -Entiendo que estés asustado. Es una devoradora de hombres.

Heriberto no sabía si tranquilizarse o espantarse más por el comentario. Los tres sonrieron, mientras Mónica tomaba la iniciativa, colocando su bolso sobre una de los catres. Heriberto entendió, por descarte, que la otra sería su cama y se dispuso a descolgar sobre ella el morral.

-Ahora a cenar – sentenció Francisco- por favor pasen a la mesa.

La cena reconfortó el ánimo y la charla evidenció que Mónica y Francisco eran amigos desde la universidad. Arepa con perico de huevo, queso, mermelada, chocolate y abundante agua, prepararon los cuerpos para el descanso.

Tenían que acostarse temprano, porque habían acordado salir a las cuatro de la madrugada, para llegar lo más temprano posible a Cúcuta, la primera ciudad de Colombia en su recorrido y emprender tránsito por territorio neo granadino hacia el Tapón del Darién.

-Mónica dijo: -me baño yo primero. Sin esperar respuesta, tomó una toalla y se introdujo en el baño.

Atrás quedaban los tiempos en los cuales la ropa se cambiaba cada vez que se bañaba, ahora la vestimenta debería servir para varios días como garantía de contar con trapos limpios cuando los necesitaran.  Heriberto, siguiendo el ejemplo de su acompañante, buscó en su morral interiores, medias y una toalla.

Un plástico grueso, medio transparente, hacía las veces de puerta de baño. Se podía ver la silueta borrosa de la mujer desnudándose, antes de colocar su cuerpo bajo la regadera. Al comenzar a mojarse gritó:

– Prepárate Heriberto, que aquí solo hay agua fría y te tendrás que bañar sin calentarla …  sonrió.

El sonido del grifo abierto, chocando contra los senos y espalda de la mujer, eran un detonador de desconocidos deseos en Heriberto. Miraba el plástico que impedía ver de manera nítida a la mujer, cuando de manera inesperada, su rostro se asomó por uno de los bordes, pidiéndole que buscara entre sus pertenencias un jabón de baño. Heriberto, invadió con sus manos y vista tímida el bolso de la chica, buscando a tientas la pasta de jabón de olor. Al conseguirla se la acercó, introduciendo su brazo a través del bode del cortinaje.  Minutos después, la puerta maleable cedió, para dar paso a la mujer, descalza y sacudiendo su pelo húmedo.

Hasta ese momento Heriberto no se había percatado que la falda ajustada, le recubría la piel a la chica, dejando ver los bordes de su ropa íntima, que eran solo hilos de tela, mientras sus pies descalzos, gruesos y fuertes, mostraban uñas cuidadas y delicadamente pintadas con detalles, haciendo juego con las de las manos. Ya no tenía puesta la chaqueta de cuero que portaba en la terminal de pasajeros y, la blusa corta y ligera, mostraba los hombros fuertes que terminaban en largos brazos. El brasier en las manos junto a la toalla húmeda, explicaban el inusitado vaivén de los senos de la mujer, que parecían intentar sostenerse de la blusa, asidos de sus firmes pezones. Como si estuviera sola en el dormitorio se sentó frente a la peinadora y comenzó a peinar su cabello con un grueso cepillo. Transcurridos un par de minutos de ese ejercicio se volteó y miró al absorto joven para preguntarle:

– ¿No te vas a bañar? Debemos acostarnos ya, si queremos levantarnos a tiempo.

– Voy, respondió, mientras se encaminaba raudo hacia la ducha.

– Te dejé el jabón en la jabonera, gritó Mónica

-Gracias le respondió Heriberto

Mientras se bañaba el hombre recordaba el armonioso cuerpo de la dama, cuando de pronto se le vino a la memoria la imagen de su esposa. Sintió vergüenza porque sabía la confianza que su compañera había depositado en él para emprender esta aventura, con la ilusión que significara una mejora para toda la familia. Terminó de asearse y salió molesto del lavabo, con la firme intención de abandonar las ideas libidinosas que le habían asaltado.

Ya Mónica se había acostado y la cobija le cubría hasta la cabeza, quizá para esquivar el impacto en sus ojos del bombillo amarillo que colgaba en el techo. Heriberto colgó la toalla en la silla que estaba en la esquina de la habitación y se acostó después de apagar la luz.

Sobre la puerta de madera del cuarto, la iluminación de la sala entraba por un émulo de la ventana de David. Heriberto se durmió pronto hasta que un par de horas después el ruido de la descarga de agua en la poceta le despertó. Mónica se había levantado a orinar, no prendió la luz ni cerró la cortina, porque vio al hombre dormido profundamente y seguramente pensó que no despertaría. Sin embargo, el sonido de la caída del agua lo despabiló, permitiéndole poder observar desde la cama a la chica mientras se secaba sus partes íntimas y subía la ropa interior. Cerró los ojos mientras escuchaba las suaves pisadas de la mujer retornando a la cama. Pasados unos minutos los abrió, notando a la mujer dormida y arropada, ahora dejando al descubierto su rostro y pies.

El cansancio lo volvió a vencer, durmiendo, hasta que sintió que una mano le jamaqueaba el hombro. Era Mónica quien le dijo:

– Levántate Heri. Es hora de partir

– Listo, respondió, mientras se sentaba en la cama.

Francisco los acompañó hasta la terminal donde tomaron una camioneta que los llevaría hasta Boca de Grita. Tuvieron que cambiar bolívares a pesos colombianos, porque a pesar de estar en territorio venezolano, el transporte cobraba en moneda del otro país. Esto se debía a la devaluación de la divisa nacional y la hiperinflación que hacía demasiado volátil el valor de la moneda venezolana.  En la terminal vendían artesanías de personajes típicos y viviendas de montaña, elaboradas con base de billetes de la República Bolivariana, usados como material de desecho. Siete mil pesos colombianos, pagaron cada uno de los viajeros.

En treinta y ocho minutos estaban arribando a su destino y buscaron el tramo que deberían cruzar caminando para llegar a Puerto Santander.  Mónica, quien ya había hecho el trayecto otras veces, le dijo a Heriberto que se harían pasar por una pareja, para tener que pagar una sola “vacuna”, el nombre utilizado en la frontera para identificar el pago de impuesto que deberían hacer los transeúntes a los paramilitares, a ambos lados de la frontera, algo que ocurría a solo metros del último puesto fronterizo de la guardia nacional venezolana. Después de entregarle disimuladamente cinco mil pesos a un joven, quien parecía estudiante universitario, los dos viajeros pudieron proseguir su camino a Puerto Santander.  A pesar que aún el sol no salía, ya eran numerosos los grupos de personas quienes, sobre sus hombros, en bicicletas o motocicletas, carretillas o garruchas, pasaban mercancías en ambas direcciones de la frontera. Era como ver un ejército de bachacos y hormigas, con cargas que lucían varias veces más voluminosas que sus propios cuerpos.

Al llegar a Puerto Santander, en Colombia, el olor a café recién colado en tela, significó un aire de familiaridad perdida.  Se acercaron a un improvisado quiosco donde se ofrecía café artesanal. Dentro de un cono de tela teñida de negro, se vertían cucharadas de café molido y luego se le vaciaba agua hirviendo, cuya mezcla comenzaba a emanar el aroma inconfundible del grano. La infusión se capturaba en una olla de barro, hecha por alfareros, como si fuera una fuente de agua para dioses.

Heriberto recordó el trabajo en el campo, limpiando el café variedad caturra que crecía a la sombra de árboles de naranja y guamos. El arte de cosechar, trillar, desbabar, extender, asolear, recoger, tostar y moler, era un oficio de orfebres de la tierra, que implicaba una dedicación singular para que lo que llegara a la taza tuviera la calidad del café andino. Por primera vez, la taza servida de café antioqueño, le demandaba ser catador y comprobar la calidad de la bebida en comparación a la de su tierra. Sopló sobre la taza de barro y sorbió lentamente la ardiente infusión, hasta que exclamó:

  • Este es café criollo, no está mezclado con arveja. No sabe cómo el de mi pueblo,

pero debo reconocer que está muy bueno. Que delicia.

La muchacha, citadina de origen, le miró como reclamándole tanta exageración por

un simple tinto.

Abordaron el autobús que los llevaría a Cúcuta, capital de norte de Santander.  Pagaron diez mil pesos cada uno, en un transporte atiborrado de pasajeros, muchos de los cuales llevaban maletas y pesados bolsos, la mitad de los cuales resultaba fácil identificarlos como migrantes venezolanos, quienes partían hacia distintos destinos. Nadie se saludaba, como si todos se asumieran prófugos, mostrando rudeza, mientras en su interior la angustia les consumía. Inmediatamente después de encender el vehículo, el conductor colocó música a todo volumen, como queriendo ocultar con ello la tensión que escondía el silencio reinante. El tono melodioso e inconfundible del joven cantante de Vallenato hizo que Mónica dijera:

  • Esa música me encanta. He ido a dos conciertos de él.  Es Felipe Peláez.

Las melodías del trovador de Río negro acompañaron la primera media hora de un trayecto que duraría hora y media. Los viajeros tararearon las letras de Vivo pensando en tiNo te creo, Tan Natural, conjurando los demonios de la incertidumbre.

Al llegar a la terminal de Cúcuta, por primera vez se sentaron a planear juntos lo que harían. Mónica propuso:

  • Trabajemos unos días aquí, en Cúcuta, hasta conseguir para los boletos y hotel

Cuando lleguemos a Carmen del Viboral, en Antioquia.  Ahí hacemos lo mismo, hasta saltar a Medellín y el Urabá Antioqueño y, desde allí, emprender la travesía por el Darién.  Podemos alquilar un hotel económico, ubicado por la vieja calle cero, ¿Te parece?

  •  Está bien ¿y por donde comenzamos a buscar trabajo?  Bueno -se respondió

Heriberto- vi que hay zona de descargo de mercancía cerca. Preguntaré a ver ¿Y tú?

  • Conozco unos comerciantes que me ofrecieron trabajar en su tienda unas

Semanas si me animaba a hacer el viaje. El horario es de siete de la mañana a cuatro de la tarde, lo que me da oportunidad de buscar otro empleo por las noches, tal vez en puestos de venta de comidas, respondió Mónica.

La pensión era en realidad una vieja casa, cuyas paredes y pisos olían a mezcla de polvo y desechos de comida. Se hicieron pasar por una pareja para pagar una sola habitación y les asignaron un cuarto, con una cama matrimonial, que parecía haber sido adquirida recientemente. Un par de toallas colocadas sobre la única silla disponible y tres pequeños jabones cuadrados, eran lo que les habían dejado, cerca de la puerta del baño interno.

  • Mi amado esposo ya tenemos donde dormir, dijo Mónica en tono de burla y para

darse ánimo. Ahora a salir a buscar plata para la comida. Nos vemos esta noche, completó, antes de partir.

El ruido de cierre de la puerta hizo que el joven se desplomara sobre la cama. Recordó que su mujer estaría preocupada por no saber noticias de él y decidió ir a buscar desde dónde llamar. En la terminal había observado puestos donde vendían llamadas internacionales y, ese lugar estaba en la ruta a la zona de descarga de camiones, así que le quedaba perfecto.

Un mar de emociones invadió a Heriberto cuando habló con su mujer y padres, al confirmar que todos esperaban mejorar su situación con las remesas que él algún día comenzaría a enviar. Le ocultó a la familia que viajaba acompañado de una mujer, diciéndole que se había hecho amigo de otro muchacho, con el que estaba alquilado. Las palabras de su mujer, alegre porque tenía compañía, martillaron su consciencia.

En el sitio de descarga de camiones le contrataron como caletero, gracias a que el caporal era nativo de Apartaderos, otra población de Mérida.

*****

Natasha acompañada de Clara, fueron con Sergio y su familia a despedirle en el aeropuerto de Maiquetía. Los padres de Sergio estaban extrañamente muy felices, a pesar que el chico viajaba con visa de turista y se quedaría allí sin regresar, más allá del tiempo legalmente autorizado, lo que lo convertiría muy pronto en ilegal, hasta que pudiera resolver su estatus migratorio.  Para los viejos vivir en el norte era el sueño dorado y estaban convencidos que más temprano que tarde, le otorgarían la nacionalidad y todos podrían estar juntos de nuevo.

  • Amiga – le dijo Sergio- cuando me den la nacionalidad nos casamos de mentiras,

para que tú y Clarita puedan ser norteamericanas y vivir mejor. Resuelve lo de la adopción pronto, ya le dije a mi primo quién es abogado, que te ayude en eso, búscalo.

  • Gracias amiguito, respondió Natasha. Lo importante ahora es que resuelvas lo

más pronto posible tu estadía legal en el norte.  Llámame, no me olvides

Los amigos se abrazaron fuerte, sumándose Clara, quien apenas les alcanzaba a la cintura.

  • Sergio – dijo la niña- te hice estos dibujos, para que cuando estes triste, los mires

y te alegres la vida, extendiéndole tres hojas blancas con figuras hechas a mano.

El muchacho la alzó y abrazó con ternura, diciéndole al oído:

  • Pórtate bien, yo te enviaré cositas desde Estados Unidos.

Un largo beso de la niña en la mejilla de Sergio selló la despedida.

Cinco meses después, a solo unos días de vencerse la visa de turista, el padre de Sergio murió fulminado por un infarto. El muchacho intentó comprar un boleto de regreso, pero lo detuvo una llamada de su madre, pidiéndole que no lo hiciera, que su padre siempre le había dicho que, si algo le pasaba a uno de los dos, eso era lo que tenían que hacer. Era mucho lo que habían invertido en ese viaje, para caer derrotados por una tragedia familiar.

El dolor de Sergio fue mayor, llorar a su padre sin poder abrazarlo ni acompañarlo al cementerio, conformándose con ver sus fotos en la soledad de una habitación, vistiendo luto por dentro mientras no podía explicarle a nadie las razones por las cuales no salía corriendo a cumplir con el deber de un hijo en esas circunstancias. Entonces, entendió que era un privilegiado, quien había viajado en avión, con apoyo familiar y empleo, mientras otros miles lo hacían como si fueran balines de una ruleta rusa, de la cual solo uno de cada mil logra llegar a la meta.

Recordó el rostro de Clara, aquella mañana en Bellas Artes, sucio y pálido, como si la vida se le escapara por el hambre, mientras en su casa, su padre siempre había puesto un plato de comida en la mesa. Sintió envidia de Clara, quien en su terrible pobreza pudo acariciar con ternura el rostro de su madre moribunda, privilegio que a él le era negado. Entendió que su situación era la de millones de seres humanos, quienes ante la falta de salario, empleo digno y en condiciones materiales de vida propias de la sobrevivencia, decidieron emprender la migración. Por primera vez captó que los pobres y hambrientos eran la mayoría, en medio de una desalmada disputa de ricos.

Al día siguiente, como lo haría cada fin de mes, le enviaría un regalito sencillo a Clara y algún libro a Natasha, para que sintieran lo importantes que eran para alguien a miles de kilómetros de su casa.

*****

Heriberto regresó a la pensión a las ocho de la noche.  No había rastros que Mónica hubiese retornado y así se lo confirmaron en la recepción. Aprovechó para afeitarse, ducharse y colocarse pantaloneta y franelilla.   Arrecostado en la cama. encendió el televisor y sintonizó por primera vez en su vida, un canal de Bogotá. La noticia central eran las múltiples denuncias, sobre fechorías cometidas en la capital por el llamado “tren de Aragua”, una banda criminal del centro de Venezuela, que había extendido sus tentáculos a varios países de la región. Estas notas venían acompañadas de comentarios de transeúntes, quienes veían como problema a la migración, expresándose con un lenguaje xenofóbico sobre los nacionales venezolanos, algo impensable una década atrás, cuando Venezuela era un mar de dinero producto de los elevados precios del petróleo.

Las tomas de cámara para la televisión, hechas sobre los lugares donde pernoctaban venezolanos. en su ruta hacia otros países del sur, eran deprimentes. La mayoría habían llegado hasta allí caminando y, se aprestaban a continuar su ruta en las mismas condiciones.  Seres humanos llevados al límite de la miseria, partiendo con efímeras esperanzas, intentando encontrar algo de que asirse, para llevar a sus familias a un lugar, donde comer y pagar los servicios básicos no sea algo sobrehumano.

Pasadas las once de la noche llegó Mónica. Abrió la puerta y se detuvo por un instante debajo del marco, exclamando:

  • Qué bueno que ya estás aquí. Cuéntame ¿Cómo te fue? … Pero antes vamos a

comer, traje unas papas rellenas y pollo asado.

Sin moverse de donde estaba parada, se soltó el cabello y sacudió levemente su cabeza, varias veces, en un intento por buscar que tomara forma su pelo. Caminó unos pasos, se sentó en la cama y desplego la bolsa de la comida. Mientras comían se contaron las anécdotas del día. Mónica había logrado comenzar a trabajar en los dos lugares previstos y Heriberto había hecho lo propio. Sonrieron alegres, meta lograda, acordando ahorrar semanalmente y compartir los gastos de alimentación y hospedaje.

Mientras el muchacho sacaba fuera los desechos de la comida, Mónica entró al baño a ducharse. El aroma a manzanilla del jabón para el pelo, invadió la habitación con fragancia femenina.

Decidieron ver una película mientras el cansancio les fue ganando la partida. El primero en dormirse fue Heriberto, quien asumió una extraña posición en la cama, casi descolgado de uno de los bordes, como si no quisiera rozar a la chica. No habían hablado respecto a cómo organizarse en el colchón, así que la chica, con una sonrisa, aceptó el trato y se acomodó al otro extremo, eso sí sin exagerar como su acompañante. El despertador del teléfono sonó a las cinco de la mañana y ambos se sentaron al mismo tiempo, como si no quisieran pasar por holgazanes. Ella dijo:

  • Me baño yo primero. Lo haré rápido.

Sin embargo, tardó unos veinte minutos que le parecieron una eternidad a Heriberto

quien debía estar en el sitio de trabajo a las seis y treinta. Al salir Mónica, bañada y vestida, el chico le comentó:

-Lo mío será un baño de recluta. Si quieres me esperas y te acompaño a la parada del colectivo.

Diez minutos después estaban saliendo rumbo a sus trabajos. Como todos los días se verían a las once de la noche.

*****

Josefina acostumbraba almorzar una vez por semana en la casa de Leidy. Era algo más que una reafirmación de la amistad, un ejercicio de control territorial y actualización sobre los planes del cuarteto de magnates políticos. El matrimonio había acordado no tener hijos, al menos por un buen tiempo, para poder disfrutar la compañía, el uno del otro, algo que facilitaba que Leidy siguiera estudiando en la universidad y acudiendo a las clases privadas de literatura.

Además, Antonio había puesto en marcha una agencia de espectáculos, al frente de la cual había colocado a su joven esposa, iniciativa empresarial que había logrado traer a los más famosos artistas del mundo, para conciertos con entradas a precios elevados, muy por encima de la media latinoamericana, que eran rápidamente adquiridas por quienes querían estar en el entorno del poder.  Con su parte de las ganancias, la chica había podido comprarle una lujosa vivienda a su madre y el hermoso Ferrari negro que lucía en el garaje de la casa.

Ese mediodía, decidieron organizar la fiesta de celebración del primer aniversario, de una relación sentimental que habían logrado construir gracias a la complicidad, que Josefina sutilmente no dejaba que Leidy olvidara.  Planearon un encuentro exclusivo, para unas doscientas personas, con un par de cantantes de merengue y la super empresa de luces y sonido que recién había adquirido León, para acompañar las actividades de algunos candidatos a diputados y gobernadores que formaban parte del círculo de relaciones tejido desde la sombra por Josefina.

La invitación indicaría que el regalo lo hicieran en efectivo, indicando el número de cuenta y dejando a criterio de los invitados si traían o no el respectivo recibo de depósito o transferencia, algo que sabían que todos harían para mostrar su fidelidad.

En realidad, Josefina diseñó esa fiesta para el encuentro de los lideres de nueva clase política que había rodeado el poder y, tenían la ambición de controlar Miraflores con la venia de Washington. Había inquietud en la comunidad de inteligencia por el creciente malestar social, producto de las condiciones salariales de la población y este encuentro era una forma de mostrar fuerza y pasar a la siguiente fase.

*****

Como a las cinco de la tarde llegaron al municipio de Turbo en el Urabá antioqueño, después de haber estado trabajando un par de semanas en Carmen del Viboral y Medellín. El chofer del autobús les había comentado la dirección exacta, donde se ubicaban los venezolanos que iban a cruzar el Darién. Un par de horas después, Mónica y Heriberto llegaron al sitio y conversaron con el grupo de migrantes, quienes les informaron que todos los días partían grupos, pero que ellos estaban esperando contar con un número grande, unas trescientas personas para iniciar, aproximadamente en tres días el recorrido. Se registraron en la lista y quedaron en volver al día siguiente.  Como tenían dinero ahorrado prefirieron quedarse en un motel, argumentando que se estaban hospedando en casa de un familiar.

En la “pensión Apartadó” dejaron sus cosas y decidieron dar un pequeño recorrido por la ciudad. Habían escuchado hablar del Parque Nacional de Los Katíos, pero lo que más les atraía era pasear por la arena de sus playas. Frente a la bahía decidieron darse un lujo, tomarse unas cervezas frías. Había sido más de un mes de convivencia, desde que se encontraron y parecía que se conocían toda la vida. Heriberto nunca había tenido una amiga y, en este tiempo, su presencia se había convertido en imprescindible.

El chico tomó su cuarta cerveza sin parar, como si estuviera atorado y necesitara desembuchar.  Miró a la chica quien estaba desprevenida viendo jugar a unos gatos, le tomó la mano y explotó:

  • Mónica te va a parecer una locura, pero creo que estoy enamorado de ti.  No

puedo dejar de pensar en ti un minuto. Yo sé que soy un campesino torpe, pero quería decírtelo.

La chica lo miró sorprendida y con los ojos desorbitados. Antes que pudiera pronunciar respuesta alguna, el hombre se levantó de la silla y emprendió caminata hacia la playa. A lo lejos iba quedando la mesita, donde hasta hace poco estaba sentado y en la cual, a duras penas se distinguía la chica quien permanecía allí.   Caminó durante media hora y cuando volvió sobre sus pasos no la halló donde la había dejado.

El retorno a la pensión fue una tormenta de temores y culpas por lo osada de su actitud. Daba por sentado que Mónica le pediría buscar una habitación aparte, lo cual implicaba disminuir sensiblemente la capacidad de ahorro, pero eso no era lo peor.  Decidió regresar a la posada cuando la noche hubiera impuesto su serenidad.

Sentía que el chirrido leve de las suelas de sus zapatos, rozando el piso encerado, era un ruido detestable, que lo delataría ante la mujer. Colocó la mano sobre la perilla de la cerradura y fue girando lentamente, de derecha a izquierda. La habitación estaba sola, Mónica no se encontraba, pero la cartera sobre la cama y las sandalias que cargaba puestas cuando la dejó, colocadas de manera desordenada en un rincón, mostraban que había estado allí. Heriberto pensó que le estaba dando espacio para que pudiera partir, así que comenzó a empacar sus cosas, cuando fue interrumpido. No se había percatado que la chica había ingresado al lugar y contrario a lo que pensaba, le dijo:

  • Chamo, en la esquina la rumba está prendida, con un grupo musical muy bueno,

imitador de Pastor López. Vamos, anda, acompáñame.

Como arrastrado por hilos invisibles, el joven se levantó y caminó hasta colocarse al lado de la mujer, quien le esquivaba la mirada. Lo tomo por la mano y emprendió el camino al pequeño bar.

¿Cómo quieres tú que te quiera cariñito … si de tu amor no me das ni un poquitico? Cuando te miro te haces la disimulada … de mi amor tu no quieres nada, era la melodía que resonaba a todo volumen.

Atraídos por el imán de un problema no resuelto, los jóvenes fueron directo a la pista de baile, para acompañar con el movimiento de sus cuerpos, las notas musicales. Todo era como antes de hablar en la playa, reían y se burlaban de todo.  Al ritmo de las melodías interpretadas por la Tropa Vallenata, los cuerpos se fueron acercando, hasta que los labios se correspondieron mutuamente, mientras al fondo se escuchaba Los caminos de la vida, no son como yo pensaba, como los imaginaba … no son como yo creía.

A las tres de la mañana, con la mesa repleta de envases vacíos de cerveza, la música dejó de sonar indicando el final de la velada. No se habían percatado que apenas si quedaba una docena de personas, la mayoría de ellas en tal estado de ebriedad que no podían ni con sus almas. Decidieron marcharse a la posada, caminando por la acera, con las zapatillas de Mónica en sus manos. Era la primera vez que se abrazaban y besaban, tal vez por ello, como si representaran a un tren a punto de descarrilarse, cada cinco o seis pasos bamboleantes, se detenían para juntar los labios y tocarse, de manera cada vez más atrevida. Debido al silencio reinante en la pensión a esa hora, cuando Mónica cerró la puerta, tuvieron la impresión que una parte de la casa había volado por los aires.

Una a una, las piezas de vestir de ambos, se despegaban de las manos de los nóveles amantes e intentaban volar, hasta que una fría pared, les impedía seguir su recorrido hacia los cielos. Las manos de Heriberto, con una sutileza desconocida para él, recorrían los pliegues de la piel que servían de frontera entre los muslos y las sentaderas de su amada. Las manos de la chica, recorrían la espalda de su Romeo, como intentando desencajar invisibles alas que solo ella parecía ver. La fogosidad iba aumentando y las dos manos del chico, separando las montañas en las que concluía el canal de la espalda, mostraban las puertas del deseo abiertas de par en par. En segundos, las piernas de la chica descansaron sobre los hombros del aldeano y los quejidos entrecortados, anunciaban que la paz que precede a la tormenta, había sido profanada.

Amanecer abrazando otro cuerpo era una sensación que ambos estaban olvidando. Los dos días siguientes, antes de emprender el camino de la selva, fueron de culto incesante a los juegos pícaros, las caricias y encuentro de pieles. Nada parecía más atravesado que este miércoles de partida.

Llegaron a las cinco de la mañana, a pesar que las habían indicado que partirían a las siete. Sin embargo, a esa hora ya una multitud levantaba el improvisado campamento de plásticos, cartones y retazos de tela. Amontonados, quedaban envases de lata que habían servido de ollas, de los cuales solo unos cuantos formarían parte del equipaje, que debería ser muy ligero, para poder llevarlo a través de la selva.

Alexander, un venezolano de Trujillo, les indicó que el primer día habían sido asignados a la vanguardia de la caravana, así que debían ubicarse entre los primeros. El mismo los acompañaría pues también formaba parte de la línea de frente. Al rato Alex estaba a su lado, morral en la espalda y una niña de unos cuatro años sobre sus hombros, hija del amigo que les esperaba en Houston Texas, quien le había pedido que ayudara a su esposa e hija en la travesía.

Heriberto, hombre de montaña, había adquirido el día anterior un bastón de hierro, construido artesanalmente, que aspiraba le ayudara en la tarea de escalar. Al rato, apareció la madre de la niña, una mujer rubia de ojos claros, quien parecía no estar en las mejores condiciones físicas para emprender la travesía, pues su sobrepeso era evidente y rengueaba de una pierna.

Mónica miró alrededor y era como estar en medio de un circo de extraños personajes, que jugaban a ser gladiadores y hechiceros, a pesar que la mayoría tenían caras de derrotados, pero eso sí, espíritu de triunfadores. Eran cientos de rostros que mostraban en su piel, las cicatrices de las sanciones imperialistas norteamericanas contra la economía venezolana, pero también del cinismo con el cual habían sido lanzados al desamparo por parte de la polarización política y la insensibilidad gubernamental. Muchos de los desarrapados de esta caravana, habían sido partidarios del presidente del país y otros tantos de algunos de los líderes de la oposición, pero ahora estaban unidos en la tragedia humana de sobrevivir.

Como si fuera un campamento de combatientes entrenados, los pasos se fueron sincronizando, emulando un enorme ciempiés humano.  La mayoría eran menores de cuarenta años, pero en la caravana había ancianos y niños. Un tercio de los caminantes eran mujeres, en su mayoría de piel curtida por el sol. Un muchacho de unos dieciocho años hizo las veces de general de campo, pidiendo silencio para advertir:

  • Estamos entrando en una zona peligrosa, donde se mueven narcotraficantes,

paramilitares y prófugos de la ley. Es muy importante que nos mantengamos unidos, que informemos si avistamos algo extraño, que ayudemos a quien se quede rezagado.  Solo juntos podremos alcanzar la frontera de los Estados Unidos. Ciento veinte de nosotros, quienes viajan solos, seguirán su marcha cuando hagamos el primer descanso.  Ellos saldrán de la selva en tres o cuatro días, los que vamos con niños, mujeres y ancianos vamos a ir más lento y tardaremos entre seis y ocho días. Cuando escuchen los silbatos debemos juntarnos. Adelante … Vamos a llegar sanos, concluyó.

  • Alexander -preguntó Heriberto- ¿en qué grupo estamos nosotros?
  • Yo los vi muy indecisos, respondió, así que los asigné adelante, pero en el grupo que irá más lento.

Pero si quieren cambiar pueden hacerlo.

Heriberto y Mónica se miraron y con un gesto expresaron que mejor irían en el segundo grupo. La idea de marchar con niños y mujeres les daba mayor confianza.

Un ensordecedor grito acompañó el cierre de las palabras del mozuelo y la caravana humana se puso en marcha. Un par de horas antes, Mónica había revisado el Twitter y había encontrado varios mensajes que se referían a su situación. Uno, de la cuenta de un político de derecha, moreno de piel, que ahora era un aliado incondicional del gobierno, quien señalaba que las cifras de emigración estaban infladas, sin embargo, este tránsfuga nunca había criticado las causas de la migración. Otro mensaje, de una figura clave del gobierno, con su ropa de burócrata triunfante, trataba de descerebrados a quienes se marchaban por el Darién. No le comentó estos mensajes a Heriberto, para evitarle que se molestara innecesariamente.

Mientras caminaba con la niña en sus hombros y la madre a un costado, Alexander le comentó a Heriberto y Mónica, que esta era su segunda incursión en el Darién y, que la anterior lo había llevado hasta Panamá, donde permaneció ocho meses, hasta que lo deportaron. Había trabajado en una pequeña venta de empanadas y arepas, ubicada en Perejil, justo cerca del aviso a colores de Caledonia.  Allí había conocido a una hermosa morena, relataba, se enamoraron y resultó que la mujer estaba casada y el esposo optó por denunciarlo como migrante ilegal.

  • No me importaba que estuviera casada, afirmó. Esa mujer me gustaba mucho,

Pero luego me enteré que ella volvió con el marido, concluyó.

El sol era fuerte y la humedad convertía al sudor en una especie de fluido grasiento y pegajoso. En la medida que se avanzaba, el suelo se hacía cada vez más pantanoso y escalar una pequeña montaña se convertía en una odisea. Heriberto le enseñó a Mónica a usar el bastón de hierro, como apoyo corporal para escalar las montañas y soporte para evitar caer. Después de seis horas de caminata, las piernas flaqueaban y era un suplicio dar cada paso. Sonidos de todo tipo se escuchaban para advertir a los precarios caminantes que estaban dejando atrás la civilización. La luna tempranera salió a recibirles, momentos antes que el sol se ocultara.

Una montaña de unos trescientos metros apareció frente a la desordenada columna, justo en el momento en el cual la torrencial lluvia comenzó a caer, de súbito, sobre la humanidad de todos.  Algunos alcanzaban a escalar veinte metros, mientras su acompañante rapaba la montaña, deslizándose sin control hacia el comienzo del terraplén. Había que esperar a los más frágiles, mientras quienes estaban solos decidieron dejar atrás a la mayoría. Heriberto pacientemente acompañó a Mónica, sosteniéndola cuando su cuerpo quería arrastrarla pendiente abajo. Una piedra saliente les sirvió de descansadero cuando solo les faltaban unos veinte metros para alcanzar la cima. Desde allí presenciaron la fragilidad de decenas de cuerpos que lucían inhabilitados para escalar en estas condiciones, mientras la lluvia parecía ser más fuerte a cada instante. Un tercio de los caminantes alcanzó la cima y decidió descender al valle. para montar campamento, al tiempo que le gritaban a los que no habían podido escalar, que lo hicieran el día siguiente.

Improvisadas lámparas de kerosene iluminaban el campamento y cada uno se fue acomodando donde podía y había menos humedad. La tormenta se disipó abriendo las puertas a una bandada de zancudos y humedad agobiante. Cuando Mónica se quitó las botas tomó conciencia del daño que a sus pies le había causado la extenuante caminata. La mayoría de sus dedos estaban inflamados y raspados, como si hubiese estado descalza, sus pies hinchados y el intenso dolor en la rodilla derecha, le recordaban que su cuerpo tenía límites.  Heriberto, acostumbrado a la vida en montaña, había soportado mejor el esfuerzo, aunque ojeras grises debajo de sus ojos, denotaban cansancio.

Los primeros integrantes del grupo de rezagados, comenzaron a llegar a las cinco de la mañana.  El temor a quedarse solos les había hecho moverse muy temprano. A las seis de la mañana, el grupo se había vuelto a unificar, con la ausencia de unas diez personas que habían decidido devolverse. En un solo día el aspecto del grupo había cambiado, era como ver a un grupo de obreros de la construcción, después de concluir un día de trabajo forzado, con la diferencia que estaba comenzando el segundo día.

El mismo joven del día anterior, volvió a dar otra arenga previo a que el conjunto se movilizara. Una hora después, dos esqueletos humanos arrecostados a un árbol parecían advertir que estaban entrando a un territorio inhóspito.

Alexander estaba más preocupado por garantizar que la madre e hija que le acompañaban permanecieran juntas, que por la seguridad de la columna. El agua escaseaba, en un grupo humano poco acostumbrado a racionar el vital líquido. Una cosa era pasar ocho días sin agua en el barrio, que se podía resolver con el tanque de almacenamiento o un camión cisterna y, otra muy diferente limitar el consumo en medio de la sed agobiante. Por suerte, se toparon con un riachuelo de aguas cristalinas que les permitió apertrecharse de agua.  La mayoría lavó sus ropas sin quitárselas, una modalidad que no habían experimentado previamente.

Ante sus ojos se presentó un terreno inclinado, de unos seiscientos metros, que deberían sortear para llegar a un amplio valle, antes de las próximas montañas.  Heriberto y los más experimentados, enseñaron a descender de lado, lentamente. De repente, tres personas comenzaron a bajar en caída libre, una de las cuales dirigió su cuerpo hacia un árbol, impactando de manera brutal con él. Murió en el acto, desnucado, mientras las otras dos personas, aporreadas, habían logrado detener la caída y terminaron de descender lentamente. Pasar al lado del cuerpo inerte del hombre era un acontecimiento deplorable. Su rostro estaba irreconocible, había perdido masa encefálica al fracturarse el cráneo. Al parecer nadie le conocía, porque no se reclamó que le enterraran. Estaban tan agotados, que nadie quería asumir la tarea de sepulturero.

El bastón de hierro le había resultado a Mónica más útil de lo imaginado. Doce horas de camino cerraron la actividad del segundo día. Apenas si conversaban unos con otros, debido al cansancio que los atosigaba.  Aún se conservaba aceite quemado y kerosene, por lo cual había más lámparas encendidas que la noche anterior. Heriberto y Mónica durmieron abrazados, protegiéndose el uno al otro.

Al despertar, notaron que un tercio había partido en la madrugada, cuando el resto dormía. Debieron percibir al conjunto como una carga insostenible. El grupo había quedado reducido a un centenar de personas, en su mayoría niños, mujeres y ancianos, solo unos veinte adultos varones fuertes habían quedado.

La marcha se hizo más lenta, en medio de un día lluvioso. No se trataba de un aguacero como el del segundo día, pero la llovizna había permanecido a lo largo del camino, como si el techo estuviera roto.  Subir los morros era un problema, porque la mitad del cuerpo podía hundirse en fango, por agua acumulada en la tierra, lo que demandaba apoyo del grupo. Se cortaron ramas largas y juntaron todos los lazos disponibles, para ayudar a sacar a quienes quedaran enterrados en el barro. Alexander, con fango hasta la cintura sostenía con sus brazos en alto a la niña, mientas metros antes, la madre suplicaba ayuda, pues no podía moverse. Fueron horas de lento avanzar y de múltiples rescates, en medio de condiciones muy difíciles. Al llegar al escarpado otro problema surgió.

Unos quince hombres, armados con sub ametralladoras y fusiles de combate, obstaculizaban el paso a la zona de descenso. Todo el grupo se fue compactando, como si se tratara de una manada de elefantes prestos a defenderse de la agresión de los leones.  Uno de los combatientes se acercó al grupo y les dijo:

  • No se preocupen, no les pasará nada.  Solo queremos que nos entreguen el

dinero que llevan consigo, cualquier prenda y la comida. No somos gente mala, se pueden quedar con los celulares, total aquí no tienen cobertura, sentenció.

Una mujer de unos cuarenta años estalló en llanto y reclamó:

  • Señor, el dinero que tenemos es para llegar a los Estados Unidos y poder ayudar

a la familia.  Mi madre se muere de cáncer y debo enviarle dinero para su tratamiento o morirá. No nos roben por favor.

  • Nadie los va a robar, ¿Cómo se le ocurre pensar eso a usted? Acérquese para

explicarle, concluyó.

La mujer comenzó a caminar en dirección al hombre armado, cuando se escucharon dos disparos. El primero penetró el muslo de la mujer y el segundo alcanzó a rozarle el antebrazo. Como en cámara lenta, la mujer cayó convulsionando al suelo.   Los narcotraficantes que controlaban este pasadizo, fungían de autoridad sumaria en la zona y habían mostrado con hechos, que no estaban jugando. Las armas apuntaron hacia el grupo de migrantes, nadie se movió mientras se escuchaban sollozos de niños y mujeres. Uno a uno, fueron pasando a la inspección de sus pertenecías y despojados de dinero, comida y objetos de valor. Una niña gritó:

  • ¿Nadie va a ayudar a la señora que está herida?

Los hombres en armas preguntaron si alguien sabía curar heridas de bala. Un joven, de unos treinta años, levantó la mano y fue invitado a que revisara a la mujer. La bala que había impactado en la pierna, no había tocado hueso ni arterias, dejando que saliera el proyectil. Procedió a curarla y desinfectar la herida, con un alcohol que le acercó uno de los maleantes. Entre tres personas, levantaron cuidadosamente a la mujer, quien no podía sostenerse en un solo pie. Sin pensarlo, Mónica le alcanzó el bastón que le había facilitado Heriberto. Pudo mantenerse de pie, pero el dolor era insoportable, alcanzando a caminar con expresiones de padecimiento. Los malhechores les ordenaron que siguieran y que advirtieron que, si alguien mencionaba lo ocurrido, tomarían represalias. El grupo comenzó a moverse lentamente, para evitar dejar atrás a la mujer herida, mientras dos hombres de unos cincuenta, años cada uno, se convertían en sus lazarillos.  Marcharon a ese ritmo durante una hora más, en una zona donde no se distinguía camino alguno y el suelo era muy irregular.

Como si hubiesen tomado una decisión colectiva, el grupo fue recobrando el ritmo, dejando atrás a la mujer y sus ayudantes. Desde el incidente Heriberto había tomado la mano de su compañera y entrelazado sus dedos, para que se sintiera protegida, pero cada vez más. el temblor del cuerpo de Mónica se hacía incontrolable. El hombre le susurraba palabras de aliento con la ilusión que la tranquilizaran. No era la única, varios viajeros estaban en estado catatónico, caminando, temblando y llorando.   Heriberto había logrado salvar el dinero, porque había tomado la precaución de adherirlo a los testículos, recubierto en tela.

Las circunstancias iban endureciendo el espíritu o dándole un toque de evasión a la conciencia, según cada caso. Para muchos de los migrantes, hasta ese momento la muerte tenía como escenario las funerarias, con sus ataúdes, muertos a los cuales por cortesía social se finge mirarlos a través del cristal de la macabra ventana, que parece hecha para contar con testigos del deceso, mientras candelabros, olor a flores que se marchitan, uniformes negros, coronas de duelo, plegarias, incienso y oraciones son parte de la decoración. Ninguno estaba preparado para sentir la hediondez de la sangre, el aroma de los moribundos, ni la inconsciencia de lo insepulto.

Pero no todos los funerales son así, Mónica recordaba el de Cecilia, una joven madre comunista, quien murió, víctima del cáncer. Era la primera atea que conoció y murió en su pueblo, siendo todo un escándalo el funeral tan diferente. Alrededor del féretro, no había candelabros, ni flores marchitándose, sino un par de bocinas, de las cuales salían melodías de Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra, Alí Primera, Los Guaraguaos, Serenata Guayanesa y el Grupo Madera. Su esposo no vestía de negro, ni lloraba desconsolado, sino leía poemas de Walt Whitman, Mario Benedetti, Pablo Neruda y pasajes de Eduardo Galeano o Pío Tamayo. Las voces se intercalaban, para contar anécdotas hermosas, que les había tocado compartir con Cecilia. Fue la primera muerta del pueblo, cuyo cadáver no entró a iglesia alguna antes de ir al cementerio, donde en vez de misa, hubo una especie de mitin. Que Cecilia fuera la primera en tener un entierro comunista en el pueblo de Mónica, recién en la década de los setenta del siglo veinte, mostraba lo conservador que era el lugar. Lo terrible del contraste entre el sepelio de Cecilia y lo que ocurría en el Darién, era que incluso los no creyentes acompañaban a sus muertos, hasta que la tierra los cubriera.

Ahora, eran cinco los cadáveres que habían quedado regados, en el perímetro de unos pocos kilómetros, unos carcomidos por animales, otros hinchados y morados como si tuvieran días aguantando la respiración y fueran a explotar, otro con una expresión corporal de hastío. Todos eran hombres, con historias anónimas, con sueños y miserias, que ya no podrían contar, quienes parecían advertir que estaban pasando por uno de los círculos del infierno de Dante. Nadie se detenía a su lado, como si temieran que la peste de la muerte los alcanzara. Eran cuerpos derrotados, como ya se sentían algunos de quienes marchaban hacia un fuego sagrado, que mostraba que no solo abrigaba, sino que también podía quemarlos.  Caminaron cada vez más rápido, como si quisieran conjurar la memoria y resetear lo ocurrido estos días.

El abismo, de unos trescientos metros, levantaba al frente una montaña del mismo tamaño, mientras las dos paredes parecían sostenidas por el delgado camino, de ciento cincuenta metros, con apenas unos setenta centímetros de ancho, que más que unirlas parecía atravesarlas. Al observar esta caída abrupta de la tierra, contrastando con un muro de esa magnitud, la imaginación hacia aparecer un letrero de “seguir o retroceder a casa”. La producción inusual de cortisol y adrenalina comenzaron a disipar dolores e inflamaciones en el cuerpo y tensionar las pulsiones de avance y fuga de retorno.

Como cabellos ensortijados de una invisible mente macabra, decenas de lianas descolgaban de la montaña, pero nadie podía estar seguro si los bejucos estaban sueltos o sujetos a algo capaz de sostener los cuerpos. Juntaron y amarraron todas las correas que tenían y las anudaron a la cintura del primero de los cuerpos que había decidido continuar el camino, mientras una docena de hombres sostenían el otro extremo del improvisado lazo.  Martín fue el pionero en comenzar el trayecto, caminando lentamente, mirando al frente y agarrándose de las hiedras. Estaba prohibido mirar hacia abajo, o dar un paso sin agarrarse de los cabellos de la montaña. Uno a uno, fueron atravesando el istmo y poniéndose a salvo, mientras el volumen de las manos que sostenían la cuerda, cambiaba de lugar.

Risas de alegría festejaron que todos pudieron culminar el trayecto. Decidieron descansar un rato y continuar. Después que les robaron los relojes el tiempo se había convertidos en momentos, noches y días, con abstracciones individuales y colectivas, respecto a las duraciones de esos instantes.  Comenzaron a reconocerse, a contarse de dónde venían, las razones por las cuales habían emprendido la migración, que esperaban. Roberto, trabajador social, había estado empleado en una universidad por varios años, pero el salario no le alcanzaba para alimentar a su hija y sostener la casa, a pesar que su mujer era también profesional, por eso, habían decidido que él se fuera a los Estados Unidos, les enviara remesas y preparara las condiciones para llevárselas. Marianela, periodista recién graduada, soltera, con padres profesionales cuyos salarios apenas les permitían comer; su madre había tenido varias crisis hipertensivas, porque no tenían dinero para comprar los medicamentos. A Rafael, taxista, el motor de su carro se le había fundido, quedando sin posibilidad de mantener a sus tres hijos y esposa, quien era diabética. Rubén, pintor y músico, viajaba con su novia que era titiritera, mostrando sus cuerpos signos de desnutrición severa.

Alguien comenzó a cantar el Himno Nacional y todos entendieron que era hora de continuar. Paúl, un joven camarógrafo desempleado, sugirió que marcharan a un mismo ritmo, enunciando números, como si estuvieran jugando, para evitar que alguien se quedara atrás.  Ricardo complementaba las enumeraciones, con el nombre de algún animal y todos sonreían. Fueron avanzando hasta que comenzó a oscurecer.

En la tercera noche de descanso los cuerpos parecían venir de una batalla de años. Las ropas comenzaban a descoserse y romperse, algunos habían perdido uno o ambos zapatos, el cabello mostraba los estragos de días de sudor, lluvia, barro y viento húmedo. La luna llena parecía querer cantar una canción esperanzadora, tal vez por ello, uno de los muchachos comenzó a tararear una melodía de El Arrebato: Me quedo con quien me cuida, me quedo con quien me valora, con quien me hace reír, y ríe conmigo, da igual la hora.

Una lágrima gruesa se desplomó por la mejilla de Mónica, mientras Heriberto la arruchaba fuerte contra su pecho. Como impulsada por un resorte invisible, la chica se levantó de donde descansaban y comenzó a caminar lentamente hacia las fronteras del campamento. mientras el hombre la seguía a menos de dos metros, esperando que se detuviera en algún momento para conversar. Se sentaron sobre una roca más allá de los límites del campamento, permaneciendo en silencio, como si las palabras fueran engañosas y maquillaran la realidad.

  • Me rindo, esto no es para mí, dijo la chica. Me voy a devolver.
  • Estás loca, le replicó Heriberto, estamos a mitad de camino, devolverse solos es

más peligroso que seguir adelante.

Mónica emprendió carrera entre los matorrales, como queriendo escapar del caos en el que se había metido.  Recorrió unos doscientos metros, mientras Heriberto la seguía a solo unos pasos. Atrás quedaba el campamento silencioso, iluminado de manera rudimentaria y con más sueños que pertenencias.

La silueta de un hombre con un machete en la mano detuvo la carrera de la muchacha. En solo segundos Heriberto la alcanzó y la impulsó de regreso, pero cuando voltearon observaron otras siluetas alrededor de ellos, cubriendo todos los flancos, como si los hubiesen estado observando. Los contornos comenzaron a acercarse dando rostro a los cuerpos, que la distancia hacía ver difusos. Eran entidades semi desnudas, mugrientas y mal encaradas.  Mónica empezó a temblar y se paralizó. Dos hombres separaron a los jóvenes advirtiéndoles que si gritaban los matarían. Heriberto intentó zafarse y recibió un fuerte golpe en la cabeza que le hizo doblar las piernas. Tres de los hombres comenzaron a dar vueltas alrededor de Mónica, observándola detalladamente, mientras está, con miedo, miraba el suelo y colocaba sus manos en la entrepierna.

Como si fueran parte de las propias sombras, uno de los hombres se abalanzó por detrás de Mónica y le tapó la boca con su mano, mientras con la otra colocaba un afilado puñal en su cuello. Heriberto intento soltarse para ir en ayuda de su amante y recibió una puñalada en su estómago que le hizo gemir y caer de rodillas, mientras era sujetado por el cabello. La ropa de Mónica le fue arrancada junto a pedazos de su piel. Como hienas humanas, las sombras convertidas en bestias, saciaron sus peores instintos sexuales en la humanidad de la joven. Heriberto desesperado, intentó levantarse para ir en su ayuda y recibió tres puñaladas más en su espalda y pecho, quedando tendido en el pasto que se teñía de rojo. El jadeo de las bestias desapareció y la luna salió de su ropaje para iluminar el cuerpo del joven. Desnuda y sin fuerzas, Mónica se acercó a su amado, arrodillándose frente a su rostro y le acarició, soltando un llanto desgarrador.

  • Cuando regreses a Venezuela busca a mis padres, mi mujer y mi hijo y diles que

los amo y me disculpen por dejarlos solos. Perdóname Mónica por no protegerte, culminó Heriberto antes de expirar.

Como un fantasma que regresa del infierno, Mónica, desde los matorrales, apareció desnuda. El grito de Mónica había despertado a algunos de los migrantes quienes de brazos cruzados miraban con terror hacia el lugar de donde provenía el alarido. Corrieron a cubrirla y curarla mientras le preguntaban por su compañero. Veinte personas decidieron ir en auxilio de Heriberto, regresando con su cuerpo inerte, el que colocaron en el centro del campamento, en un improvisado oficio velatorio.  Algunos devotos rezaron, oraron y elevaron cánticos por el descanso de su alma. Solo Libio, un hombre mayor, increpó a la joven preguntándole que hacían allí, reclamo que no obtuvo respuesta.

Horas después, al salir el sol, procedieron a sepultar el cadáver, colocando una cruz hecha con ramas sobre el tumulto de arena y algunas flores silvestres.

Libio, antes de alejarse dijo:

– A pesar de pertenecer a Estados constituidos, en la selva del Darién no existe otra ley que la de la supervivencia.

La columna partió con temor y tristeza colectiva. Ana una de las migrantes se le acercó a Mónica y le devolvió el bastón que había quedado olvidado en algún rincón del campamento. La chica agradeció y lo abrazó como si fuera una parte del compañero que dejaba atrás.

Los dos días restantes. antes de salir de la selva, fueron pruebas de resistencia humana. A veces fallaban las piernas, otras era el cuerpo quien se doblaba, otras tantas el espíritu se ensombrecía o la mente se nublaba. La angustia había ocupado el lugar de las sonrisas y arrinconado las esperanzas.

Llegar a Metetí, en Panamá, fue como volver a nacer. Esta ciudad, de menos de ocho mil habitantes, es la puerta de entrada para quienes viajan por el Darién. Unos pocos, quienes viajan en lancha, llegan a la Palma, otra ciudad de la provincia. Habitantes de Metetí les recibieron con aplausos, mientras otros los miraban como si estuvieran en presencia de una invasión de zombis. Una unidad de defensa civil les esperaba con agua y alimentos en las afueras del estadio del pueblo.

Algunos decidieron bañarse en el riachuelo cercano, como intentando lavar angustias y sufrimientos, pero la verdad era que ya no serían nunca más, los soñadores que emprendieron la aventura de cruzar la selva.

Continuará …..

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