Marieta Lorenzatti: “Rendimiento no es sinónimo de calidad”

Por Revista Saberes

El debate sobre si es posible la incorporación y retención de quienes se encuentran fuera de la escuela, y al mismo tiempo garantizar una buena formación; las dificultades para articular discursos y prácticas comunes entre los distintos niveles del sistema y la Universidad; así como la autocrítica sobre el papel que juegan los pedagogos en las instituciones educativas, son los tópicos centrales de esta entrevista a Marieta Lorenzatti.

 
“Calidad e inclusión van de la mano cuando se revisan los modos del trabajo docente”, afirma la Subsecretaria Académica de Grado de la Universidad Nacional de Córdoba y ex directora de la Escuela de Ciencias de la Educación de la UNC, cuando se la consulta sobre si aquellos son términos encontrados o pueden coexistir.

Acerca del debate surgido con las nuevas leyes de educación nacional y provincial, en las que se establece la obligatoriedad de la secundaria, María del Carmen –Marieta, como la conocen todos– Lorenzatti señala que las normativas marcan “un cambio en la manera de mirar el sistema educativo y de manera particular este nivel”.

En este marco, la Doctora en Ciencias de la Educación apuesta por un mayor acercamiento entre la Casa de Trejo y los responsables de las políticas educativas, a fin de consensuar las decisiones vinculadas a las intervenciones pedagógicas.

¿Qué piensa sobre la discusión acerca de la calidad e inclusión educativas abierta por las nuevas leyes de educación?

-La responsabilidad estatal es precisamente garantizar la inclusión de todos los estudiantes; favorecer su permanencia; posibilitar sus aprendizajes y propiciar el egreso. Esto implica reconocer que son varias las dimensiones que complejizan la relación con la calidad: desde las políticas ministeriales –aquellas que impulsan procesos de formación docente, de construcción de los lineamientos curriculares, de organización escolar y las que se dirigen al ámbito administrativo–; hasta las tradiciones institucionales y, de manera muy particular, las  prácticas docentes. Calidad e inclusión van de la mano cuando se revisan los modos del trabajo docente; esto es la posibilidad de construir propuestas colectivas –no individuales– discutidas entre los actores sociales involucrados en una determinada institución. Esto significa poner en valor el sentido de los procesos de enseñanza y aprendizaje en la escuela.

–Si hablamos de calidad como apropiación de conocimientos, las familias y la sociedad en general reclaman porque los chicos no saben o no aprenden aquello que se considera importante…

-Eso es cierto, pero habría que dar vuelta la afirmación porque de esa manera la responsabilidad está centrada en los chicos, como si fuera una cuestión personal. Y no es así porque las propuestas desarrolladas por los docentes surgen de las decisiones que toman en relación con el grupo de estudiantes, sus niveles educativos, sus conocimientos anteriores y de los diseños curriculares. En todo caso, las familias y la sociedad podrían preguntarse ¿de qué manera colaboramos para favorecer la inclusión y la calidad educativas?, ¿cómo nos acercamos a las escuelas y ayudamos a darle contenido a la calidad? A su vez, esos reclamos asocian el concepto, al de rendimiento de los alumnos. Y cuando miramos los aprendizajes también deberíamos observar qué pasa con la enseñanza, enseñanza que tiene lugar en ciertas condiciones objetivas/materiales y que es desarrollada por un educador que ha sido formado en una determinada institución. Entonces, también tendríamos que mirar a los Institutos de Formación Docente (IFD), que a su vez pasaron por un proceso de transformación educativa en estos últimos años.

–¿El planteo es que es necesario mirar de una manera mas amplia a todos los actores del sistema y no sólo a los alumnos?

-Considerar la calidad como sinónimo del rendimiento de los estudiantes es una visión muy reducida del concepto: hay que incorporar a otros actores. Un profesional importante en el sistema educativo es el supervisor. En la medida en que puede acompañar la implementación de las políticas educativas, se constituye en la bisagra entre estas decisiones y lo que realmente sucede en las escuelas. Otro actor fundamental es el docente y sus procesos de capacitación. En la actualidad, si bien las propuestas de formación incorporan seminarios y talleres que remiten al estudio y/o análisis de situaciones que antes no ingresaban en los diseños curriculares (como la educación de jóvenes y adultos, la modalidad rural o la especial, entre otras), no son suficientes para repensar propuestas de intervención pedagógica. Es necesario construir espacios interinstitucionales que permitan entender las problemáticas que los niños y jóvenes traen a las escuelas.

Con inversión sólo no alcanza

Para Marieta Lorenzatti, la preparación y capacitación docente son un pilar fundamental no sólo al hablar de la calidad educativa sino también del derecho y la obligación de los jóvenes para finalizar los estudios: “No es casual el momento político en que se habla de la obligatoriedad del secundario. La Ley de Educación Nacional viene asociada a transformaciones, a la creación del Instituto Nacional de Formación Docente… Estamos mirando la educación desde otro lugar, muy distinto a aquel desde el que se la miraba en los ’90: hoy es un bien público, social, y no una mercancía”.

–Además los niveles de inversión son muy importantes, para garantizar la inclusión y calidad educativas…

-Desde la Ley Federal, en 1993, que fue la que extendió la obligación de la educación al 3° año de la secundaria, hasta la promulgación de la Ley de Educación Nacional, en 2006, fue la década en la que más se invirtió en educación. Por ejemplo, el Plan Social Educativo, apoyaba con presupuesto a proyectos innovadores, proveyó de bibliotecas a todas las escuelas y a los IFD. Y sin embargo, la disponibilidad de bienes materiales no garantiza la calidad educativa. El estado, además de recursos, debe brindar acompañamiento a los docentes, asesoramiento sostenido, sistemático y contextualizado a través de los equipos ministeriales. La calidad educativa es una construcción colectiva, cuya meta es cualitativa y no sólo cuantitativa que sirva para los rankings internacionales de rendimiento escolar. Por eso es imprescindible desarrollar políticas de articulación interinstitucional orientadas hacia la formación inicial y continua, la investigación y la producción de conocimiento.

–¿No cree que existe una especie de rivalidad entre escuela y Universidad, en la que los docentes sienten que los universitarios hacen investigación educativa para sí mismos, y señalan con el dedo lo que está mal?

-No hablaría de rivalidad. Creo que los universitarios tenemos una gran deuda con la sociedad. Deberíamos articular esfuerzos para estudiar y reflexionar sobre la realidad educativa, en este caso, y poder construir propuestas que, desde cada lugar institucional, ayuden a superar las problemáticas detectadas. Es necesario pensar nuevas formas de trabajo conjunto y de difusión y circulación de los conocimientos producidos en el ámbito de la Universidad para que estos resultados sean conocidos y convertidos en objeto de enseñanza en los distintos niveles educativos.

–¿Y respecto a la mirada crítica, que todo el tiempo señala el error?

-Es cierto que muchas veces los pedagogos, por una deformación profesional, “señalamos con el dedo lo que esta mal”. En este sentido, me sorprenden las dificultades que tienen algunos estudiantes de la carrera de Ciencias de la Educación cuando hacen observaciones en las instituciones educativas de no poder ver lo que sucede en el aula. Siempre les señalo esto porque no se trata de estudiar para llegar a las instituciones y decir “lo que hay que hacer”, sino de poder entender los procesos que se dan en una escuela, en la clase o en otros espacios educativos para ver qué hacemos juntos frente a esa realidad. Es cierto que en distintas ocasiones son los mismos docentes los que demandan que se les indique, que se les diga qué tienen que hacer. Pero dar respuestas universales, absolutas centradas en dogmas teóricos no posibilita pensar y construir lo necesario para esa institución, para esas prácticas de enseñanza y obtura todo tipo de diálogo y construcción colectiva.

En este sentido, Marieta Lorenzatti, recuerda a quien fuera su mentora, la ex decana de la Facultad de Filosofía y que hoy da nombre al área de educación del centro de investigaciones de esa unidad académica, María Saleme de Burnichón, quien en los ’90, en pleno proceso de descentralización educativa y cambios curriculares, planteaba que la del pedagogo es una profesión peligrosa. “Si uno no advierte que se trata de un trabajo colectivo junto al docente y el estudiante, podemos caer en la trampa de pensar que la transformación sólo se da a partir del cambio de contenidos, de planes de estudio y, desde hace unos años, de la incorporación las tecnologías a la enseñanza”, argumenta.

Ello puede ayudar a explicar el resquemor que suele haber “por parte de los distintos actores educativos (desde las autoridades, los supervisores, directivos y docentes) sobre el trabajo de los universitarios en las instituciones educativas”. “Aunque más allá de las expectativas, intereses y necesidades diversas en el marco de lógicas institucionales diferentes, existe una misma preocupación sobre la calidad de los procesos socioeducativos”, dice para finalizar.

Fuente: https://revistasaberes.com.ar/2012/08/rendimiento-no-es-sinonimo-de-calidad/

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Revitalizar el Pensamiento Crítico en América Latina

Por: Decio Machado.

Los debates de la izquierda han gozado históricamente de una gran riqueza intelectual y teórica.

En el mundo del socialismo real, pese a la deriva totalitaria de sus estados, hubo potentes debates tales como si era posible el “socialismo en un solo país” entre los partidarios de León Trotsky y Iósif Stalin; la hoja de ruta para superar la oposición entre el trabajo intelectual y manual entre dirigentes y dirigidos surgidos en China durante la revolución cultural; o la controversia sobre la ley de valor de Marx en las sociedades de transición que protagonizaran el Che Guevara, Ernest Mandel y Charles Bettelheim, con la participación de Paul Sweezy entre otros pensadores marxistas.

De igual manera, los debates de la izquierda en los países capitalistas tampoco fueron baladíes, revitalizándose las elaboraciones respecto a la caracterización de la naturaleza de clase del Estado y el papel de la democracia al interior del pensamiento marxista y la teoría crítica. Estos debates abarcaron desde las formulaciones de Louis Althusser en relación con la naturaleza y papel de los llamados aparatos ideológicos y represivos del Estado hasta los análisis de Michel Foucault sobre los diagramas y dispositivos de poder-saber y la matriz disciplinaria del panóptico moderno. Por su parte, la ratificación de la naturaleza de clase del Estado y las formas particulares que adopta la dominación política supondrían también la aparición de nuevos estudios tanto desde la perspectiva subjetivista como desde las visiones estructuralistas, generando grandes duelos teóricos como la polémica entre Ralph Miliband y Nikos Poulantzas. Incluso tras la caída del Muro de Berlín, las posiciones de Toni Negri y Michael Hart frente a John Holloway, con sus diferentes posiciones sobre la dialéctica y las diferentes perspectivas entre el autonomismo y el marxismo abierto son de gran riqueza intelectual en el ámbito del debate teórico de fin del pasado siglo.

Quizás por ello causa tanta congoja y vergüenza ajena el nivel teórico esbozado por algunos de los académicos latinoamericanos que se han caracterizado en los últimos años por ser los legitimadores intelectuales de los regímenes progresistas. En el campo de la izquierda nunca se había visto tan extensa combinación entre simplificación del pensamiento y actitud conformista en el campo del saber.

Diría Pierre Bourdieu que el intelectual está obligado a desarrollar una práctica de autocrítica. Que deben llevar a cabo una crítica permanente de los abusos de poder o de autoridad que se realizan en nombre de la autoridad intelectual; o si se prefiere, deben someterse a sí mismos a la crítica del uso de la autoridad intelectual como arma política dentro del campo intelectual mismo. Para este destacado representante de la sociología contemporánea, todo académico debería también someter a crítica los prejuicios escolásticos cuya forma más persuasiva es la propensión a tomar como meta una serie de revoluciones de papel. Ironizaría Bourdieu indicando que esto llevó a los intelectuales de su generación a someterse a un radicalismo de papel confundiendo las cosas de lógica por la lógica de las cosas.

Sin embargo, a lo que hoy asistimos por parte del establishment académico de propagandistas de los regímenes progresistas no es otra cosa que lo que el zapatista subcomandante Galeano llamara “histeria ilustrada de la izquierda institucional”, esa que ingenuamente llegada al poder se convierte en un clon de lo que dice combatir, corrupción incluida.

Es evidente que a la producción de pensamiento reaccionario debemos oponer la producción de redes críticas desde la intelectualidad específica. Hago referencia a la noción teórica elaborada por Foucault por la cual se define una actividad inscrita en un campo acotado en el que el intelectual practica su labor singular. Algo más parecido a la figura del experto que a la del opinador generalista que habla indistintamente sobre cualquier cosa en cualquier contexto. Pero esto debe hacerse desde la honestidad, al igual que cualquier tipo de intervención política, y ahí, volviendo al sup Galeano, “hay que reconocer que esa izquierda ilustrada es de deshonestidad valiente”, pues no le importa hacer el ridículo.

En el fondo, el rol de esta intelectualidad progresista se asemeja bastante al de los propagandistas del viejo régimen estalinista, aquellos a los que el mismo Stalin –el menos intelectual de todos los bolcheviques que protagonizaron la Revolución Rusa– bautizaría como “los ingenieros del alma”. Así Vladimir Putin es comparado con Lenin; Rafael Correa con el Che Guevara; las elecciones en Ecuador con la batalla de Stalingrado o el juicio a Lula por sus implicaciones en la trama Odebrecht con el hipotético vía crucis de Jesuscristo en su camino al Calvario.

Sin embargo, hay que hacer memoria de la represión correísta sobre el paro/movilización que tuvo lugar en Ecuador entre el 2 y el 26 de agosto de 2015, donde hubo 229 “agresiones, detenciones, intentos de detención y allanamientos en todos los territorios donde se realizaron movilizaciones y protestas” (informe del Colectivo de Investigación y Acción Psicosocial Ecuador) o la impunidad en los casos de asesinatos a destacados opositores al modelo extractivista como José Tendetza, Freddy Taish o Bosco Wisuma. Hay que recordar también cómo el gobierno del PT criminalizó y agredió la protesta de jóvenes brasileños en las calles de todo el país en junio de 2013 y posteriormente durante el Mundial de Fútbol de 2014, o cómo se ha disparado el número de asesinatos de jóvenes negros en las zonas de favela en una lógica de política de “limpieza social” sobre todo a partir de la aprobación –con el apoyo del gobierno de Dilma Rousseff– de la ley antiterrorista en el Legislativo. De igual manera, ya no podemos mirar a otro lado ante el nivel de violencia desplegado por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela, las violaciones de derechos humanos y el alarmante nivel de deterioro de la democracia en ese país.

Ante esta realidad me viene a la memoria Jean Paul Sartre –exponente del existencialismo y del marxismo humanista– cuando en el año 1945 escribió en la revista Le Temps Modernes, “considero a Flaubert y a Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna de París porque no escribieron una palabra para impedirla”. Para Sartre, el corazón de cuya filosofía era una preciosa noción de libertad y un sentido concomitante de la responsabilidad personal, la misión de un intelectual es proporcionar a la sociedad “una conciencia que la arranque de la inmediatez y despierte la reflexión”.

Aquí, ¿cómo no?, conviene rememorar también al palestino Edward W Said, quien sentenciaría en uno de sus más famosos textos: “Básicamente, el intelectual (…) no es ni un pacificador ni un fabricante de consenso, sino más bien alguien que ha apostado con todo su ser a favor del sentido crítico, y que por lo tanto se niega a aceptar fórmulas fáciles, o clichés estereotipados, o las confirmaciones tranquilizadoras o acomodaticias de lo que tiene que decir el poderoso o convencional”.

Como podemos apreciar, nada que ver con el –en palabras del sup Galeano– “pensamiento perezoso” del progresismo criollo de estos tiempos. Entender el porqué de este deterioro intelectual tiene que ver con razones que van desde las aspiraciones personales de algunos académicos respecto a su capacidad de influencia política en el poder, hasta con una simple falta de conocimientos científicos o históricos que procura esconderse tras una supuesta superioridad analítica, todo ello sin olvidar las limitaciones derivadas del pensamiento binario por el que el mundo se divide simplemente entre derecha e izquierda.

Pero hablemos claro. No existe el pensamiento crítico funcional a gobiernos progresistas o partidos de la izquierda institucional, eso es una falacia. En realidad, la modernidad no se imagina la política sin un proyecto intelectual, por superficial que este sea, motivo por el que toma sentido la intelectualidad progresista actual. Así de tristes son las actuales relaciones entre el saber y la política convencional latinoamericana.

En todo caso, no puede haber un pensamiento crítico que no tenga su anclaje en la propuesta de pensar históricamente y por lo tanto cuestionar la impuesta aceptación de que siempre ha existido y existirá el capitalismo, lo que reduce la cancha del juego a proceder solamente a “humanizarlo”. El pensamiento crítico es en realidad un pensamiento radicalmente anticapitalista. En eso no hay negociación, pues de ello depende el futuro de la humanidad.

De igual manera, el pensamiento crítico implica profundizar sin concesiones el estudio de los mecanismos que mantienen la dominación –procedan éstos de donde sea–, lo cual no admite espacios para la seducción por parte del poder. Y requiere superar lo que podríamos llamar ortodoxia marxista, incorporando lógicas libertarias, ecologistas, feministas, anticolonialistas e indigenistas entre otras tantas.

Al mismo tiempo el pensamiento crítico parte de una acción comprometedora, está embarcado en la acción política y es por ello despreciado desde el poder. No es premiado con salarios de analista para medios de comunicación “progresistas”, no hace consultorías gubernamentales y tampoco forma parte del actual y extendido business académico.

A partir de aquí, el camino es largo pero necesario si esa intelectualidad progresista quiere dejar de vivir del Sur, para pasar a ayudar a transformarlo.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=237988

Fotografía: El Orden Mundial

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