La autoevaluación universitaria ante la coevaluación y la heteroevaluación

Por: Iliana Lo Priore.

Pudiésemos empezar esta reflexión indicando que la autoevaluación individual es una exteriorización o una objetivación subjetiva, –no una introspección–, de sí por el sí mismo, un hetero-reflejamiento del yo por el alter-ego, esto es, un desdoblamiento o pliegue interior, mientras que la coevaluación y la heteroevaluación en pares o grupal implicarían un despliegue exterior objetivante de otro u otros sobre sí o uno, que pone en suspenso o entredicho  la “autoestima narcisista de la autoevaluación de sí”. Tal vez la diferencia principal entre coevaluación y heteroevaluación radique en que en la primera es más probable que intervenga la fusión empática indulgente entre coevaluadores y evaluados, mientras que la segunda es más proclive a que el distanciamiento objetivante sea más manifiesto por parte de los heteroevaluadores ante los evaluados.   No obstante, estos no son los únicos aspectos que entran en juego en la manifestación de dichas formas o modos de evaluación.

En todas estas formas evaluativas actúan condicionamientos tácitos e incontrolados que inciden en los individuos participantes.  A título de ejemplo, podríamos referir que en el imaginario prevaleciente de la evaluación el requerimiento de un baremo es un prerrequisito obligante para establecer distinciones comparativas clasificatorias estandarizadas a partir del cual se evalúa diferenciadamente a quienes son objeto de su aplicación.  Es más, se considera que es un sinsentido o un absurdo pensar la evaluación sin un baremo prefijado a tal efecto, sea este “cualitativo o cuantitativo”.  Pocos se interrogan sobre las razones que justifican su existencia,  menos quienes ponen en duda su pertinencia. Parece ser una osadía por demás impertinente proponerse  reflexionar sobre ello ya que desafía al “sentido común” establecido al respecto.  Lo que se impone, en consecuencia,  es proceder según su invisibilizado  control y poder de sujeción.

Aquí vamos a contravenir los “automatismos mentales” que operan sobre la evaluación como ejercicio de reflexión crítica contra sus formas de poder.  Dichos automatismos, distantes de una clara conciencia, producen disposiciones esquematizadas reiterables de percepción, pensamiento y acción que constituyen o forman lo que Bourdieu y Passeron (2008) denominaron habitus, sin obviar la consideración que los habitus responden a estructuras sociales reales que los producen como, por ejemplo, la estructura de clases sociales dadas en un determinado contexto sociohistórico.

Quizá haya sido Foucault (1978) quien más nos proveyó de herramientas analíticas para hacer genealogía de la evaluación a través de su concepto de dispositivo, que incluyó  a la vigilancia jerárquica, el juicio normalizador y su combinación en la examinación, en tanto tríada evaluadora que impuso históricamente el poder disciplinario o normalizador sujetante de los cuerpos en la educación escolar.  Los dos primeros dispositivos van a viabilizar el escrutinio gubernamental-estatal de los individuos, mientras que el tercero, el examen, va a permitir diferenciarlos en cuanto objetos y efectos de poder y de saber ya que califica, clasifica y castiga.

La observación jerárquica es un dispositivo que, por vía de la vigilancia supervisora, induce efectos de poder sobre quienes actúa.  La normalización en la educación está referida a la estabilización de juicios con respecto a lo establecido como norma de saber, por ello, es denominada como dispositivo del juicio normalizador. Este opera fijando y comparando la norma de saber y de poder con la forma de cómo cada quien se define ante lo dispuesto y de cómo efectivamente lo lleva cabo para evitar la “arbitrariedad individual”.  Sin embargo, el juicio normalizador, pese a que coacciona y sanciona como poder de la norma, no busca principalmente ser represivo, busca imponerse haciendo parecer la norma como normal.

Aún cuando la norma tiende a la homogeneidad en la actuación de los sujetos, no por ello deja de individualizarlos al establecer o tolerar un espectro de diferenciaciones o desviaciones posibles respecto de aquella.  De este modo,  el proceso de ejercicio del poder se encubre a través de la representación de la igualdad formal de los individuos.  Esto plantea el asunto de cómo medir esas diferencias, con lo cual aparece el tercer dispositivo del poder disciplinario, la  examinación.

En la examinación se superponen las relaciones de poder y de saber y se hacen notoriamente visibles.  El examen se generaliza durante el siglo XVIII como forma de subjetivación y de objetivación en tanto mecanismo de extracción de saberes, el cual será factor determinante en el surgimiento de la pedagogía como ciencia, es decir, como una analítica de la evolución y de las dinámicas del cuerpo infantil y juvenil para disciplinarlo escolarmente desde el adultocentrismo.  Foucault (ob. cit.) agrega que al examen le son inherentes tres formas de unificación entre un cierto ejercicio del poder con un tipo de formación del saber:

1) El examen invierte la economía de la visibilidad en el ejercicio del poder. Tradicionalmente el poder se veía, se mostraba o se manifestaba como tal en el movimiento de su fuerza contra quienes actuaba, a los cuales les estaba reservado la sombra o la invisibilidad.  El poder disciplinario, en cambio, se ejerce de un modo invisible, y aquellos a quienes somete, obligatoriamente han de hacerse visibles.  El hecho de ser vistos constantemente, es lo que garantiza el sometimiento de los individuos.  El poder en lugar de emitir los signos de su potencia, hace que los individuos se objetiven permanentemente.

2) El examen hace entrar la individualidad en un campo documental.  El cúmulo de examinaciones a que son sometidos los individuos, los ubica innovadoramente en una red o poder de escritura disciplinaria; los introduce en un sistema de registro intenso y de acumulación documental de la administración disciplinaria (médica, escolar, militar, etcétera).  Se les identifica, señaliza y describe, lo cual permite transcribir homogeneizando los rasgos individuales establecidos por la examinación, codificando lo individual al interior de las relaciones de poder.  Se definen con el tratamiento de estos expedientes y registros, correlaciones de elementos, se acumulan los documentos a través de su puesta en series en campos comparativos que posibiliten clasificarlos, categorizarlos, establecer medias estadísticas, fijar normas, etcétera.

3) El examen rodeado de todas sus técnicas documentales hace de cada individuo un caso, un caso que  para el poder constituye  un objeto y una presa.  Un caso cuando se le describe, juzga, mide y compara con otros, cuando su conducta se desea encauzar o corregir, y cuando es un individuo a quien hay que clasificar, normalizar, excluir, etcétera.

Pero la contribución de Foucault es mucho más vasta para ayudarnos a escudriñar lo invisibilizado en la evaluación. La autoevaluación, la coevaluación y la heteroevaluación pueden considerarse foucaulteanamente como especificaciones del despliegue de las relaciones de poder en tanto actuaciones de la gubernamentalidad biopolítica sobre los cuerpos y las poblaciones, junto con las tecnologías del yo. Siendo que el poder se actualiza a partir de relaciones asimétricas entre los individuos o grupos, en las que unos tratan de incidir en la subjetividad y conducta de otros, podemos conjeturar que la evaluación es un dispositivo de gubernamentalidad, en cuanto trata de que los individuos se gobiernen o dominen por sí mismos (autogobierno interior), de conformidad con las normas, códigos, saberes, etcétera, instituidos por el poder de la gubernamentalidad exterior, por medio de las tecnologías del yo, y de que acepten ser vigilados y regulados por otros (el Estado policial invisibilizado para penalizar y encauzar a quien se salga de las normas establecidas, o las cuestione,  y sea reconducido a acatarlas, es decir, a lograr su “normalización”), para el caso que nos ocupa: la coevaluación y la heteroevaluación. Las tecnologías del yo comprenden lo que uno hace consigo mismo respecto a la normalización o disciplinamiento sujetante de su cuerpo, a lo que Foucault contrapone, la ética  del cuidado de sí o cura sui, cuidado, entre otros aspectos, ante las técnicas de poder y sus efectos subjetivadores, en función de su libertad y emancipación ético-estética, lo que implica el  reconocimiento de su dignidad o diferencia,  y hacer una estética con su vida, una “obra de arte”, según él.

Además, con relación a las coacciones del poder, señala Foucault (1985), donde hay poder o dominación, se genera reactivamente resistencia.  Desde este punto de vista, es posible considerar la reversibilidad táctica y estratégica de las relaciones asimétricas de poder. Por consiguiente, se puede reflexionar sobre la autoevaluación como un foco de resistencia que redefina el posicionamiento asimétrico en la coevaluación y la heteteroevaluación, con base en un reconocimiento de sí (no indulgente o condescendiente con las exigencias “evaluativas” de sí contraídas, así como no narcisista, ni individualista) y recíproco dignificador, sin caer en el adultocentrismo o el andragogismo.

Referencias

Bourdieu, P. y Passeron, J-C.  (2008)  La reproducción. Madrid: Editorial Popular.

Foucault, M.  (1978)  Vigilar y castigar.  México: Editorial Siglo XXI.

_________     (1985)  Historia de la sexualidad (I). La voluntad de saber. México: Editorial Siglo XXI.

 

* Correo: ilianalopriore11@gmail.com

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