¿Sobrevivirá el pensamiento crítico a la pandemia?

Por: Ariel Petruccelli

Día tras día, a cada hora, se nos informa sobre la cantidad de muertos y contagiados de COVID-19. Supuestos expertos especulan sobre cuándo se producirá el famoso pico de contagios (que parece empeñarse en dilatarse en el tiempo).

Periodistas y comentaristas de toda laya y pelaje discurren sobre la famosa “curva” y su “aplanamiento”. Se habla todo el tiempo de la eventual saturación del sistema sanitario, y las autoridades muestras cifras en las que creen ver (aunque a veces comentan groseros errores con los datos), la confirmación de lo acertado de la decisión tomada por ellas en esta auténtica cruzada de salvación pública sin distinción de banderías políticas: en perfecta sintonía Alberto Fernández, Axel Kicillof y Rodríguez Larreta. Con ironía pudo referirse a ellos Jorge Asís como “el nuevo partido conservador”. De momento conforman un sólido bloque político. Aquí no hay grieta: ante la amenaza del COVID-19 “estamos todos juntos”. Ese es el mensaje. Como en un poema épico los generales marchan al unísono en la guerra contra el enemigo invisible. Al fin todos unidos: peronistas, radicales y prosistas. Pero, ¿y si en vez de un poema épico nos halláramos ante un cuento?

Significativamente, hay algunas cifras de las que no se habla nunca. La primera: ¿cuántos contagiados por COVID-19 podría soportar nuestro sistema sanitario sin colapsar? La segunda: ¿cuánto aumentó su capacidad en los dos meses de cuarentena? Nadie lo sabe. Secreto de estado. Tampoco se sabe cuántos contagios y cuántos decesos esperaban las autoridades. Se han filtrado estimaciones oficiosas. Pero no hay cifras oficiales. Y los rumores filtrados indican que el gobierno esperaba para el 15 de mayo entre 6.000 y 9.000 muertos. Si esta era la estimación oficial, se cometió un error de calado. Otra información que no se conoce es la magnitud del famoso pico. Y si no se sabe cuál es la capacidad de respuesta del sistema sanitario ni cuál es el pico de contagio esperado (ni en qué se fundan esas estimaciones), entonces no hay ninguna posibilidad de ningún debate público mínimamente serio sobre cómo afrontar el peligro de la pandemia. La ciudadanía está ciega y enceguecida a la vez: ciega de información relevante, y enceguecida por un bombardeo constante sobre las cifras del COVID-19.

“¿Pero las autoridades sí conocen esas cifras? ¿Y los expertos dicen …? Debemos creer en ellos”. Si algo tienen en común la democracia y la ciencia es su carácter público y comunitario. Si la información pertinente no se halla disponible para ser evaluada, analizada, criticada y discutida públicamente, no hay ni democracia ni auténtica ciencia. Lo que hay, a lo sumo, es parodia de democracia y tecnocracia. En la ciencia no hay verdades reveladas. Y las tesis no valen por los títulos que tenga quien las sostiene, sino por los argumentos y evidencias que se puedan presentar en su favor.

Entonces, ¿debemos creer? Quizá: yo estaría dispuesto a creerles, si me dieran buenas razones. Pero, ¿hay buenas razones para pensar que se ha hecho lo correcto? Veamos.

Lo primero que se debería tener en cuenta es que ninguna cuestión política se decide en base a una experticia científica. Entre evidencia científica y decisión política hay un hiato. Ha sido un logro no menor del neoconservadurismo y del neoliberalismo el instalar la idea de que las decisiones políticas se fundan el un supuesto saber experto. Y que sus supuestos críticos asuman esa premisa habla de la hegemonía neoliberal cuando nos sumergimos en las profundidades de la cultura contemporánea, más allá del espumarajo superficial de las olas que vienen y van.

Los expertos de los que tanto se habla, lo son en campos muy acotados. Las decisiones políticas integran múltiples campos y disímiles dimensiones. No hay aquí ni expertos ni demostraciones. Hay decisiones tomadas en contextos de incertidumbre, con un conocimiento parcial y aproximado y en torno a probabilidades antes que certezas. Las decisiones políticas implican un proceso de totalización. Son dialécticas, antes que analíticas. Esto no significa que se pueda o deba ignorar el conocimiento experto en campos acotados. Significa que esos múltiples conocimientos son un insumo necesario, pero no suficiente, para la toma de decisiones. Y sus datos y conclusiones deben ser objeto de un debate público no solo entre los expertos sino, a otro nivel, entre toda la ciudadanía.

Quienes, siendo de izquierdas, pensamos que ha habido una enorme desmesura entre la amenaza real del COVID-19 y las medidas implementadas para combatirlo, recibimos dos tipos de críticas:

a) eso es lo que dicen Trump y Bolsonaro

b) no puede ser que tanta gente y tantas autoridades estén engañadas.

La primer crítica es insustancial, por dos razones. La primera es que una evidencia empírica, si lo es, resulta independiente del perfil ideológico de quien la enuncia. La segunda es que no es cierto que las personas de izquierda que denunciamos lo que nos parece una hipócrita reacción ante una amenaza real pero claramente exagerada estemos diciendo lo mismo que los dos líderes derechistas. No, no decimos lo mismo. Trump y Bolsonaro prácticamente negaron el problema. Nosotros nunca lo negamos: decir que se lo exagera no es lo mismo que negarlo o ningunearlo. Trump y Bolsonaro eligieron no hacer prácticamente nada. Nosotros sostuvimos que todas las enfermedades eran merecedoras de la preocupación y atención despertadas por el COVID-19. Pero, ciertamente, es muy extraño el contraste entre la movilización que ha generado la guerra contra el coronavirus, y lo poco y nada que se hace ante enfermedades mucho más letales.

En todo el mundo han muerto, en lo que va del año (escribo el 26 de mayo) casi 24 millones de personas. De ellas, 350.000 han sido atribuidas al coronavirus. Esto significa que, hasta ahora, el COVID-19 es responsable del 1,5 % de los decesos mundiales. Supongamos que las cifras estén mal, que las víctimas sean en realidad muchas más. De ser así, ello se reflejaría en un aumento con respecto a la tasa mundial de mortalidad de 2019. Pero no es así. Las tasas son semejantes, comparando las mismas fechas.

Un 1,5 % de los decesos parece demasiado poco para un virus que ha tenido obsesionada a la humanidad por meses. Pero claro, se podría pensar que ese porcentaje es bajo gracias al estado de cuarentena en que se halla la mayor parte de la población. De no ser por ello las víctimas serían muchas más. Podría ser, pero, ¿cuántas más? Si hemos de creer a las predicciones del Imperial College, sin las medidas adoptadas ahora habría millones de muertos. Pero no es eso lo que muestran las evidencias. Como explicamos en otro artículo (Ariel Petruccelli y Federico Mare, “Covid-19: estructura y coyuntura, ideología y política”, Rebelión, 18 de mayo de 2020), las tasas de mortalidad por millón de habitantes presentan un cuadro enormemente diverso a nivel mundial, pero con claras y muy uniformes pautas regionales. Al interior de cada región, por lo demás, las tasas de muertos por millón no varían significativamente entre los países que establecieron cuarentenas y aquellos que optaron por medidas más relajadas. A una conclusión semejante ha llegado Williams Briggs, en “There Is No Evidence Lockdowns Save Lives. It Is Indisputable They Caused Great Harm”, un artículo publicado el 14 de mayo (disponible en: https://wmbriggs.com/post/30833/). Briggs no realiza un análisis regional ni le preocupa explicar por qué hay una variabilidad tan grande de muertos por millón en los distintos países, que al día de hoy van de menos de un muerto por millón a más de 800 muertos por millón de habitantes. Simplemente constata esta disparidad y agrupa a todos los países con al menos un millón de habitantes en cuatro categorías (tomando los datos hacia el 14 de mayo): aquellos que tienen más de 100 muertos por millón (12 países), aquellos que se hallan en un rango entre 11 y 99 muertos por millón (31 países), los que tienen entre 1 y 10 por millón (51 países) y aquellos que tienen menos de un muerto por millón (30 países). Luego observa cuáles países tienen cuarentena y cuáles no, y cómo se despliegan al interior de estas cuatro categorías. El resultado es sorprendente. En todas las categorías hay países con y sin cuarentena. Los países en cuarentena son la mayoría, pero en los rangos más bajos de mortalidad por millón hay más países sin cuarentena, en tanto que los países con más alta tasa de mortalidad por millón están todos en cuarentena. La conclusión de Briggs es que no hay ninguna evidencia sobre la efectividad de la cuarentena.

Evidencia hay poca, pero hay un exceso de discursos ideológicamente sesgados. A modo de ejemplo: quienes se escandalizan porque Brasil no esté en cuarentena omiten decir que tampoco tiene cuarentena el México progresista de López Obrador ni la Cuba revolucionaria. Ni Taiwan, ni Japón, ni Suecia, ni Bielorrusia, si se quiere ampliar el espectro político y geográfico. No hay ningún vínculo necesario entre las medidas adoptadas y los perfiles políticos de los gobiernos. Por ejemplo, no hay nada de progresista ni de populista en el gobierno paraguayo, que ha adoptado un temprano y severo aislamiento social.

Se habla mucho de cuarentena, pero no hay ninguna claridad sobre lo que significa. De hecho, si cuarentena es lo que se estableció en Wuhan, la conclusión es que lo que hay en los otros países son diferentes grados de aislamiento social, pero no una cuarentena en el sentido estricto y radical de Wuhan. Allí la población no salía literalmente de sus casas. Se suspendieron todas las actividades y sólo circulaba el personal médico y las fuerzas armadas, que se encargaban de dejar la comida en las puertas de las casas sin trabar ningún tipo de contacto con quienes las recibían. Los médicos chinos que llegaron a Italia supuestamente cuarentenada no consideraban que eso fuera una cuarentena: la gente seguía saliendo a hacer las compras y muchos a trabajar.

Ahora bien, como casi todo en esta crisis, la discusión pública sobre la cuarentena se halla a años luz de cualquier cosa que con algún grado de verosimilitud pudiéramos llamar pensamiento crítico. Comparado con las medidas tomadas en Wuhan lo que hay en Argentina es una parodia. Pero es también una parodia costosa: los efectos sociales, económicos, psicológicos y educativos del ASPO son enormes. Y uniformemente negativos, salvo para un puñado de empresas beneficiadas con esta crisis. Pero como existe un consenso mediático y político en no analizar ni discutir con detalle ese aspecto, bajo el imperativo cuasi-religioso y falaz de “lo importante es salvar vidas”, estas consecuencias de la ASPO son objeto de un manto de silencio. Argentina entró supuestamente en cuarentena cuando todavía no había registros de circulación comunitaria del virus. Si la medida tomada hubiera sido la misma que en Wuhan, no debería haber habido contagios o, de haberlos, deberían haber virtualmente desaparecido a esta altura. Sin embargo los contagios continúan y se multiplican. Como estrategia de aniquilación del virus, la ASPO fracasó. Pero ello no es para alarmarse. Era inevitable que fracasara. Ni el Estado ni la sociedad de Argentina estaban en condiciones de establecer una cuarentena semejante a la de Wuhan. Lo que se estableció fue algo más bien orientado a mitigar el impacto del virus, antes que a cortarlo de cuajo. Pero el discurso oficial fue ambiguo: ello explica la brutalidad policial y los excesos de todo tipo que se cometieron sobre todo en los primeros días.

Dentro del amplísimo abanico de las medidas orientadas a la mitigación de los contagios implementadas en el mundo entero, la ASPO ha sido de las más severas. Pero no ha tenido la severidad de las medidas implementadas en Wuhan. Esto hace que la ASPO Argentina no tenga el mismo impacto epidemiológico que la cuarentena decretada por las autoridades chinas; aunque su impacto económico y social no es tan diferente. Por lo demás, aunque la circulación del virus no fue erradicada -como en Wuhan- luego de dos meses de cuarentena, lo más probable es que Argentina no supere la tasa de unos cien muertos por millón que tiene Wuhan, porque las condiciones son aquí diferentes, y muchas variables relevantes para explicar el impacto del coronavirus tienen en Argentina poco peso.

¿Es eficiente la ASPO como estrategia de mitigación? No es sencillo evaluarlo. El estudio de Briggs muestra a las claras, a nivel mundial, que no hay ninguna correlación entre cuarentena y menores tasas de mortalidad. Por otra parte, hay múltiples factores a la hora de entender por qué el coronavirus impacta tan desigualmente en diferentes países y sobre todo regiones: cantidad de población con enfermedades respiratorias y circulatorias preexistentes, porcentaje de población mayor de 65 años, densidad de población, cantidad de ancianos en asilos, características de los sistemas de salud, hábitos culturales, presencia del turismo internacional, etc. Comparar los resultados de dos países considerando sólo si tienen o no cuarentena no tiene mucho sentido. Pero es fácil y tranquilizador. “Miren a Brasil como le va sin cuarentena”. Y por supuesto, Brasil tiene más contagios y más muertos. Pero comparado con la mayor parte de los estados de Europa Occidental su perfomance no parece tan mala. En todo caso, podría suponerse que sin cuarentena la situación en Argentina sería semejante a la de Brasil (que de todos modos no ha colapsado). Puede ser, aunque no es seguro: después de todo Uruguay, con restricciones mucho menos severas, tiene una tasa de decesos por millón bastante más baja que la de Argentina. Pero la comparación de cuántos contagios y víctimas posee cada país está mal planteada: no se puede medir el éxito sanitario como si lo único pertinente fuera el coronavirus, y haciendo abstracción de las diferentes situaciones de los países.

En cualquier caso, es evidente que las realidades sociales, demográficas, climáticas y económicas de las diferentes regiones de la Argentina son enormemente diversas como para que haya tenido algún sentido establecer un criterio uniforme en todo el país.

Tanto Trump como Bolsonaro compararon al COVI-19 con la gripe. En un punto, la comparación no era descabellada: efectivamente, lo más parecido a un coronavirus es el virus de la influenza. Lo descabellado era pensar que siendo parecido el virus, el impacto del COVID-19 sería semejante. Esto fue un error garrafal. Sin embargo, que el impacto del coronavirus en Brasil y en USA fuera mucho mayor que el impacto de la influenza no significa que lo mismo fuera a ocurrir en todas partes. De hecho, aunque por diferentes razones, tanto USA como Brasil tienen, año tras año, relativamente pocos muertos por influenza. Muchos menos que la Argentina, en cualquier caso. Pero, por eso mismo, su población es más vulnerable al coronavirus que aquella de países en los que la influenza u otras afecciones principalmente respiratorias causan daños mayores. Si la pandemia ha impactado tan poco en África y la India, ello en buena medida se debe a que allí las enfermedades respiratorias son la principal causa de muerte y la población es mucho más joven en promedio: el coronavirus causa muy pocas víctimas, simplemente porque sus potenciales víctimas ya están muertas.

Ahora bien, la influenza no es en Argentina (como en USA o Brasil) un problema sanitario menor. Es un problema mayor. El año pasado provocó unos 30.000 decesos (en términos relativos, nueve veces más que USA), lo que arroja una tasa de casi 800 muertos por millón de habitantes. La misma tasa que Bélgica este año con el coronavirus. ¡Y Bégica es el país más afectado! Y el año pasado no tuvo nada de excepcional. Sin embargo, ni en 2019 ni en ningún año anterior hubo una movilizacón general para frenar la expansión de la influenza, que también es viral y contagiosa. ¿Pensaban nuestras autoridades que el coronavirus causaría una tasa mayor? Para que eso sucediera Argentina debería convertirse en el país con peores resultados en todo el mundo ante la pandemia. Lo esperable, sin embargo, más allá de las medidas de emergencia adoptadas por las autoridades, es que las tasas de muertos por millón sean mucho menores en América Latina (por las razones que hemos explicado en el artículo antes mencionado) que las de Europa y USA.

Se podría pensar que quizá las internaciones por el coronavirus no serían tantas, pero se adicionarían a las de la influenza y otras afecciones haciendo colapsar al sistema sanitario. Suena razonable. Pero, ¿lo es? No del todo. En primer lugar porque la capacidad del sistema bien puede ampliarse. En segundo lugar porque no hay nada que lleve a pensar que las víctimas del coronavirus se adicionen simplemente a las de la influenza: en muchos casos se superponen. Y en tercer y decisivo lugar, porque si el temor era la superposición del coronavirus con la influenza, entonces no tenía mucho sentido establecer restricciones severas de alto costo económico y social pero relativo efecto sanitario: era preferible establecer un aislamiento más severo en el invierno. En vez de poner toda la carne al asador de entrada, hubiera sido más sensato una cierta dosificación. Pero para dosificar es preciso no entrar en pánico: y buena parte de nuestra población ya lo estaba. Y para dosificar son necesarias, también, autoridades menos preocupadas por las encuestas.

Argentina entró en cuarentena en medio del pánico. Tras más de dos meses, la misma comienza a hacerse insostenible. Pero así como el gobierno se vio arrastrado a la cuarentena por el pánico de las clases medias, parece evidente que decretará su fin cuando ya se haya extinguido de hecho. Pese a que se diga y aparente lo contrario, las autoridades van a la saga de los acontecimientos, en lugar de orientarlos. La flexibilización real de la cuarentena es mucho mayor de lo que se declara. Las empresas violan sistemáticamente la cuarentena ante la vista gorda de las autoridades, que además las premian con subsidios de todo tipo. Todas las fuerzas políticas de peso están unidas en la cruzada sanitaria. De momento, sólo unos pocos sectores de ultraderecha llaman abiertamente a desconocer la cuarentena. Pero gran parte de la población comienza ya a salir de sus casas. Y no son pocos los movimientos sociales y grupos de trabajadores que salen a las calles contra los despidos o a reclamar las ayudas que no llegan. Aunque durante los últimos meses se repitió que el virus nos afecta a todos y todas, y que todas las vidas valen; la triste realidad es que eso no es cierto. Los millones de muertos por la desnutrición, los cientos de miles de muertos por el cólera, las víctimas del dengue y de la tuberculosis nunca han generado tanta preocupación. La pandemia no eliminó las desigualdades geopolíticas ni a las clases sociales. Tampoco puede suspender la lucha de clases. En mayor o menor medida, la población se irá hartando de una cuarentena tan costosa de la que nadie puede mostrar concluyentemente que sea efectiva. La mayoría saldrá de la cuarentena sin mucho contenido político ni por medio de acciones colectivas: simplemente pasearán más, saldrán más, volverán a trabajar, andarán por ahí. Dejarán de vivir en suspenso. Pero también habrá salidas políticas. Ya lo estamos viendo: bocinazos y llamados con tinte de derecha (a veces desopilantes, como la fallida “marcha contra el comunismo”). Con menos difusión mediática, hace ya semanas que empezaron las protestas, reclamos e incluso cortes de ruta de sectores obreros, movimientos sociales y trabajadores precarizados: mineros de Andacollo y más recientemente los obreros de Zanón en la Provincia de Neuquén; trabajadores precarizados en La Plata y otros lugares; trabajadores de la economía informal en varias ciudades; distintos tipos de reclamos y atisbos de movilizaciones docentes en difrentes distritos; el reclamo de los obreros de Meléndez Victoria, de los trabajadores de Pedidos Ya; y la lista sigue. Sale poco en los medios. Estos reclamos incomodan al gobierno, a la “derecha”, a las representaciones progresistas y a la sensibilidad de las clases medias. La solidaridad progresista clasemediera, ante ellos, suele trastabillar: ¡es tan fácil solidarizarse con los pobres que se quedan en sus casas (si es que tienen)! Pero los pobres que siguen reclamando en medio de la pandemia provocan más bien rechazo o recelo. Sólo la militancia de izquierdas los apoya sin reservas. Al otro lado de la cordillera, las barricadas de Chile nos muestran el camino.

Entre tanto, no deja de ser preocupante, en términos intelectuales, ideológicos y culturales, que haya sido la derecha libertarista la que se haya apropiado de la bandera de la defensa de la libertad. En sus versiones más políticamente incorrectas -como la del gobernador estadounidense que declaró que los ancianos debían sacrificarse para salvar la economía- dejaban un flanco fácil para al crítica. Con todo, no habría que tomarse a la ligera estas cuestiones. Los libertaristas vernáculos (como el payaso mediático de Milei) no se caracterizan por su inteligencia, pero poseen amplias usinas de difusión ideológica y sus ideas, aunque en general bastante tontas, son simples y claras: no hay que menospreciar su poder de seducción. Hay que combatir esos discursos. Pero se los puede combatir de diferentes maneras. Y bien, la respuesta que han dado los “progresistas” es para quedarse pasmados: se basa en contraponer la vida a cualquier cosa. Y en nombre de la vida se está dispuesto a aceptar todo tipo de restricciones, a renunciar alegremente a la libertad. Cualquier costo, cualquier sacrificio es poco si se trata de conservar la vida en las condiciones que sea. Esa es la premisa que hoy eleva el pensamiento progresista dominante ante la defensa de la libertad por los ideólogos de derecha. Es una actitud meramente defensiva. Y muy poco épica. La derecha ha tomado ideológicamente -incluso en medio de una crisis de la que sus agentes son primerísimos responsables- la delantera. Por supuesto que yo no haría el más insignificante sacrificio para salvar la economía capitalista. Pero ciertamente estaría dispuesto a hacer muchos sacrificios si se tratara de abolir la economía capitalista, salvar la economía de las clases trabajadoras e instaurar un nuevo sistema que nos salve del desastre al que nos conduce el capitalismo. La crítica a los discursos libertaristas filosóficamente algo más sutiles (no las declaraciones de un tosco gobernador yanqui tan bruto como Trump) no puede ser la burda contraposición de la vida a la libertad. Lo condenable de los libertaristas no es su defensa de la libertad, sino una concepción estrechamente individualista de la misma. Pero por la libertad, la igualdad y la comunidad, vale la pena arriesgar incluso la vida. Ya Hegel aclaró el punto en su dialéctica del amo y el esclavo. Y convendría no olvidar la vieja máxima de San Martín: “seamos libres, lo demás no importa nada”. La vida importa, desde luego. Pero si por conservar la vida a como sea estamos dispuestos a aceptar cualquier cosa, el resultado bien puede ser la esclavitud.

La pandemia ha ocasionado pánico. Y el pánico no es bueno: nos paraliza. O nos lleva a acciones desesperadas y contraproducentes, como las avalanchas hacia los botes salvavidas en los naufragios. Y no nos deja pensar, ni mucho menos pensar claramente. El miedo es otra cosa. El miedo nos alerta del peligro, el miedo nos pone en guardia y nos permite tomar las decisiones más inteligentes. Debemos tener miedo. Pero más que al COVID-19, debemos temer al capitalismo: ese sistema que ha convertido a nuestro planeta en un barco a punto de naufragar.

No hace falta creer que la pandemia es una invención, ni que todo se trata de una gran conspiración. Yo no lo creo. Lo que sí creo es que un problema sanitario real llevó a un estado de pánico a las clases medias y acomodadas globalizadas: luego de construir un mundo basado en la seguridad, de pronto se sintieron vulnerables. Desatado el pánico, ya fue muy difícil escapar de la lógica intrínseca de la situación. Pero puesto que el capital y sus agentes poseen estrategias pensadas a larguísimo plazo, una vez inmersos en una situación que seguramente no buscaban empezaron a ver cómo sacar el mayor provecho. En eso están. Naomi Klein lo acaba de mostrar muy bien en “Distopía de alta tecnología: la receta que se gesta en Nueva York para el post-coronavirus”, disponible enhttps://www.lavaca.org/portada/la-distopia-de-alta-tecnologia-post-coronavirus/.

Por contraste, el pensamiento crítico parece haberse paralizado. Con las debidas excepciones, desde luego. Cuesta sustraerse a la “suspensión mediática de la racionalidad”, para decirlo con las certeras palabras de Alexis Capobianco en “Reflexiones sobre la vida, la razón y la crisis del capitalismo en tiempos de coronavirus (publicado en Alai, el 14/05/2020, disponible en: http://www.redescristianas.net/reflexiones-sobre-la-vida-la-razon-y-la-crisis-del-capitalismo-en-tiempo-de-coronavirusalexis-capobianco/), quien ha señalado con gran tino:

De pronto también desaparecieron o se vieron reducidas a un minimum todas las discursividades ultrarrelativistas y subjetivistas de los tiempos postmodernos. El “todo es una construcción”, “todo es relativo”, “cada cual tiene ´su verdad´” cedió en forma silenciosa el paso a la Verdad científica con mayúsculas. En menos de lo que canta un gallo, el relativismo radical se transformó en cientificismo dogmático; un dogma ocupó el lugar del otro.

El desconcierto ante una situación inédita parece dominar. Y ante la duda, la mayoría ha optado por concluir que lo mejor es acompañar a las autoridades y hacerles caso: es como si el grueso de los intelectuales quisiera creer en la racionalidad de los líderes y lideresas. ¡Más nos valdría desconfiar! Después de todo: ¿es racional una sociedad en que el 1 % de la población es más rico que el 90 % inferior? ¿Es racional que el hambre cause millones de muertos anuales en una sociedad con capacidad para desarrollar la tecnología 5G? ¿Es racional la tecnología 5G? No deberíamos apostar por la alta racionalidad de autoridades dispuestas a administrar (en lugar de transformar o abolir) un mundo tan irracional.

Sería necio negar lo inusual de la situación. Contrariando casi todas la previsiones, el coronavirus ha afectado mucho más a los países “desarrollados” que a los periféricos. Ello explica el pánico que provocó en las clases medias y altas globalizadas, que se trasladó -si bien no uniformemente- a las autoridades políticas. Las previsiones de una catástrofe apocalíptica cuando el virus llegara a África o la India no se han cumplido. Un artículo fechado el 4 de abril afirmaba que en dos o tres semanas la situación en África sería semejante a la de Europa: han trascurrido ocho semanas y la situación es incomparable: el COVID-19 ha llegado al África, pero allí causa pocas víctimas. En los países “desarrollados” hay cierta sobre-representación de las clases más pobres entre las víctimas. Pero para tratarse de una enfermedad contagiosa (en las que las víctimas pobres son usualmente muchísimo más numerosas tanto en términos absolutos como relativos que las de las clases acomodadas), la sobre-representación de los pobres, si bien existe también en este caso, comparado con otros es más bien escasa. Los pobres, es indudable, siempre están sobre-representados en los males del capitalismo. Eso es lo que ocurre siempre. Con el coronavirus ha emergido una novedad: una enfermedad contagiosa que afecta más a los países industrializados que a los periféricos. Dentro de los primeros, la clase cuenta, pero cuenta un poco menos que en problemas semejantes. Un estudio que analizaba el impacto por quintiles de ingresos en España estableció que el quintil menos afectado era el superior, pero el segundo menos afectado era el inferior. Los más afectados era los tres quintiles intermedios. Por lo demás, las diferencias entre todos eran escasas. Estos datos pueden ser desconcertantes para las miradas apriorísticas. Nadie dice que sea fácil orientarse en un mundo tan trastornado. Pero el ejercicio de la duda, la crítica y la razón no se suspende por pandemia.

Tras décadas de formación cientificista ultra-especializada, por un lado, y de insulso discursivismo filosófico especulativo, por el otro, parece que el racionalismo crítico -aquél pensamiento capaz de análisis integradores pero fácticamente bien informados- se halla reducido a su mínima expresión. Abundan los especialistas capaces de seguir al dedillo una única variable ignorando pertinazmente todas las demás. O los ingenios especulativos que echan a rodas hipótesis de todo tipo, sin tomarse la molestia de verificar un solo dato. O los combativos ideólogos que aplican a una realidad nueva y compleja los mismos análisis y las mismas previsiones que aplicarían a cualquiera.

Así estamos.

Por suerte algunas voces se atreven a disentir. Algunas cabezas no renuncian a seguir pensando.

Fuente: https://rebelion.org/sobrevivira-el-pensamiento-critico-a-la-pandemia/

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Entrevista a Alfredo Caro Maldonado sobre el COVID-19 (IV) «Miles de mayores han muerto prematuramente en las residencias abandonadas por el sistema»

Por: Salvador López Arnal

Biólogo, máster y curso de doctorado en inmunología, doctorado en muerte celular, postdoctoral en Inmunología y metabolismo, y segundo postdoctoral en cáncer. Desde hace algo más de tres años lleva la plataforma de divulgación científica Ciencia mundana.

Buenos días. Como todo fluye, más rápidamente tal vez de lo que sostuvieron Heráclito y J. L. Borges, déjame señalar la fecha de la entrevista: 20-21 de abril.

Te robo de nuevo tiempo y dedicación a las muchas tareas que tienes entre manos. Gracias por ello.

Déjame empezar por unas preguntas que vuelven a inquietar a muchos ciudadanos. La primera: más allá de los problemas de recuentos (algunos de ellos nada inocentes), y sin olvidarme de situaciones como las de Italia, Bélgica, algunos estados de USA, Nueva York por ejemplo, ¿cómo se explica la alta tasa de mortalidad española por la COVID-19? Un argumento que suele esgrimirse, no con mala intención, es el de Grecia. Su sistema público de salud estaba por los suelos (peor que los nuestros) tras las múltiples agresiones sufridas e impuestas por la troika. Sin embargo, a pesar de ello, su índice de mortalidad y afectación es mucho menor que el nuestro por ejemplo. ¿A qué puede ser debido?

Hay aspectos de la tasa de mortalidad que aún no quedan claros. Está claro que conocer el número de contagiados sería un primer paso. Pero tenemos que hablar de dónde se han producido la mayoría de los muertos. El epicentro de la mortalidad han sido las residencias de ancianos. Más de 11.000 personas han muerto por Covid-19 en nuestras residencias. Esa cantidad, dividida por 18 mil, nos da el 60% de los fallecidos. Más allá de que desconocemos el alcance real de la epidemia, y por tanto la verdadera tasa de mortalidad, la realidad es que miles de personas mayores han muerto prematuramente abandonadas por el sistema en las residencias. Las razones son claras: privatización de un servicio esencial, precarización del personal, falta de previsión, desmantelamiento de la atención primaria y hospitalocentrismo.

A menudo los hospitales no han admitido que se traslade a los enfermos de las residencias, y no se les han dado medios para detectar, aislar y cuidar a esas personas.

En el caso del País Vasco, por ejemplo, los sindicatos y las asociaciones de familiares han tenido que denunciar a los responsables de las diputaciones forales (del PNV) porque no se estaban haciendo públicos los muertos por COVID-19 al ministerio de Sanidad, y han aparecido de repente 500 muertos. Las reivindicaciones, ¡a principios de abril!, eran más medios de protección, tests para todo el personal, formación en prevención, medicalización de las residencias (con su formación aparejada), planes de desinfección, etc.

Las escenas de la UME desinfectando residencias y asesorando en higiene al personal, o sea, la militarización de los cuidados, tendría que ponernos los pelos como escarpias.

En términos generales, los expertos en “salubrismo” y Salud pública lo tienen claro, el desmantelamiento de la atención pública, la privatización y externalización de la sanidad, son los principales causantes de la gran mortalidad.

Cuando hablas de hospitalocentrismo, ¿a qué te estás refiriendo? ¿Podrías definir este concepto crítico?

Es un concepto que cojo de salubristas como Javier Padilla, que se refiere a que el centro de gravedad de la atención sanitaria se desplaza a los centros hospitalarios y se adelgaza la atención primaria. En el caso de la pandemia está claro que los hospitales fueron fuente de contagio, y que mucha de su saturación se podría aliviar en los centros de atención primaria. Pero no soy ni de lejos experto en esto.

Cito una afirmación tuya que es especialmente grave en mi opinión: “A menudo, los hospitales no han admitido que se traslade a los enfermos de las residencias, y no se les han dado medios para detectar, aislar y cuidar a esas personas.” ¿Dónde ha pasado? ¿Puedes darnos algún ejemplo? ¿Alguna referencia?

En concreto son denuncias anónimas de trabajadoras del País Vasco, pero es obvio, de esas 11.000 personas muertas en residencias, muchas no se han llevado a los hospitales a morir. Durante varias semanas se estuvo hablando del criterio de exclusión en UCI, las personas más vulnerables tenían más probabilidades de quedarse sin cama y respirador. La misma lógica se da con los ancianos y ancianas.

La OMS alertó a España recientemente, el pasado 15 de abril, de que no debíamos confiarnos, que aún no se ha pasado por lo peor del virus. ¿Aún no? ¿Cuándo puede llegar ese momento? ¿Qué sería entonces lo peor?

No sé en qué se basan para afirmar algo así. Sobre todo porque después de dos meses seguimos sin datos de la incidencia de la epidemia en nuestro país. La dependencia enorme de nuestro sistema sanitario de la empresa privada ha hecho que aún no se estén haciendo pruebas serológicas sistemáticamente y con un plan epidemiológico. Llevan semanas diciendo que “están en ello”.

Por otro lado, los virus nuevos son más letales y con el tiempo van seleccionándose los menos letales. Básicamente por probabilidades de transmisión. Las variantes SARS-Cov-2 más letales se transmitirán menos.

Esta misma semana dos artículos confirman lo que ya se sospechaba, que la mayoría de los contagiados pasan desapercibidos. En Science se ha publicado uno estimando que el 86% de los casos en Wuhan pasaron desapercibidos y otro, que aún no se ha revisado, en el que se estima que los casos en una región de California son entre 50 y 85 más altos de los diagnosticados.

Esto es un arma de doble filo. Por un lado, la capacidad de propagación es mayor, en el caso de curvas ascendentes como la estadounidense, pero por otro hay más gente con una potencial inmunidad al virus como sería en Europa.

Como ves, cualquier atrevimiento a predecir el futuro es pura especulación. Pero supongo que la OMS lo dice para que los gobiernos y la sociedad no se confíen.

Tal vez sea esa la razón. El doctor Zhang Wenhong, que encabeza la lucha contra el coronavirus en la ciudad de Shanghái, ha señalado hace unos días que, en su opinión, dentro de medio año el mundo se verá obligado a resistir un nuevo brote del covid-19. ¿Es probable? ¿Se puede afirmar una cosa así sólidamente?

Leo las entrevistas y es una opinión, por supuesto muchísimo más fundada que la mía. Básicamente porque no encuentro las justificaciones epidemiológicas o biológicas por las que se repetirá el brote del mismo modo. Me parece especulativo y alarmista, sobre todo porque ahora estamos algo más preparados.

Representantes de la OMS han recordado que siguen sin tener respuesta a la pregunta de si los pacientes recuperados del covid-19 pueden volver a contagiarse o desarrollar inmunidad al nuevo coronavirus. Otra cuestión que también les preocupa es si el SARS-CoV-2 desaparece por completo del organismo de los pacientes considerados «curados», los que han dado negativo en las pruebas finales. Se conjetura que el coronavirus puede ser capaz de quedarse ‘dormido’ (por así decir) y volver a activarse más tarde. ¿Qué puedes decirnos de estas cuestiones? Lo que está sucediendo en China parece confirmar la posibilidad de un nuevo contagio en pacientes recuperados.

En España seguimos en una ventana de entre 2 y 20 millones de personas contagiadas. Si son “solo” dos, entonces sí, aún no hemos pasado lo peor ni de lejos, si son 20, entonces tenemos muchísima más inmunidad de grupo, o no, porque la misma OMS pone en duda que:

1- Exista un suficiente porcentaje de la sociedad inmunizado para la llamada inmunidad de rebaño,

2- Tener anticuerpos contra el virus (haberlo pasado) genere inmunidad,

3- Se pueda hacer, en consecuencia, un pasaporte inmunológico que permitiera salir con normalidad a las personas seropositivas. (Sin mencionar los graves problemas éticos y legales que eso plantea)

Lo que yo estoy viendo es que el virus induce una fuerte respuesta serológica. También lo he hablado con algún compañero que está trabajando en esto y confían en que esa respuesta sea a largo plazo, o sea, que produzca memoria inmunológica. Pero temen que la espícula pueda mutar y entonces esa memoria no sea eficiente, ni una vacuna por cierto. Sin embargo, las respuestas inmunológicas naturales (a diferencia de las vacunas) son policlonales. O sea, de alguna manera el sistema inmune genera una fotografía tridimensional del virus y ataca por varios flancos, unos más eficientes que otros. Y esto es único en cada persona, como un copo de nieve, no hay dos respuestas iguales.

Así que, en mi opinión y la de otros expertos, si hay olas estacionales no serán tan virulentas como esta.

Con respecto a si se puede quedar “durmiente”, tampoco veo una explicación biológica. Los coronavirus son virus ARN que son capaces de replicarse sin pasar a ADN a diferencia de los retrovirus que sí “retrotranscriben” su material genético ARN a ADN lo que le permite integrarse en el genoma de la célula huésped. En el caso del VIH eso le permite pasar años “escondido”. En el SARS-Cov2, el tipo de célula que infecta y su dinámica molecular hace difícil que pueda quedarse escondido. Pero está por probar, claro.

¿Y por qué es tan virulento este coronavirus? La OMS, por boca de su director, Tedros Adhanom Ghebreyesus, ha afirmado que el covid-19 era 10 veces más mortífero que la pandemia de gripe de 2009.

¿A qué nos referimos con virulencia? Si es al número total de muertes, pues sí. Pero eso no depende de la biología del virus únicamente, sino de otros factores. Por ejemplo:

1. Un capitalismo que apuesta por una forma de consumo cuyo tiempo de rotación sea cercano a cero (turismo),

2. La masificación de las nuevas aldeas ciudad (desakotas como lo llama Rob Wallace)

3. Poner al capital por delante de la vida como se ha demostrado en Bérgamo. ¡no se pierdan este reportaje!

4. Y lo que ya hemos hablado, sistemas sanitarios privatizados y/o enclenques, hospitalocéntricos,

Y luego, sí, la biología. Nuestro sistema inmune no tiene ninguna experiencia con un virus así, y los más envejecidos reaccionan de manera desproporcionada, desequilibrada, generando neumonía.

Otra información de estos últimos días (del portal especializado Stat): el antiviral remdesivir, desarrollado por Gilead Sciences Inc., parece que podría curar los síntomas de los afectados por covid-19 en menos de una semana. Las pruebas se han llevado a cabo con pacientes en un hospital de Chicago (Illinois, EE.UU.). La Universidad de Medicina involucró, ignoro con qué protocolos, a 125 personas afectadas por covid-19, 113 de ellos en estado grave, en dos ensayos clínicos. Desde que se inició el tratamiento, se observó una disminución rápida de la fiebre y de los síntomas respiratorios en casi todos los pacientes tratados. Fueron dados de alta, como te decía, en un plazo no superior a siete días. ¿Hay aquí alguna línea de esperanza o estamos en el ámbito de las especulaciones-negocios?

Otro tema interesante con muchas aristas.

Si volvemos a los nucleótidos de los que hablábamos al principio (A, U, G, C), el remdesivir es un análogo de la A (Adenina), y cuando el virus, en su replicación, incorpora la A del remdesivir (que tiene una modificación) a la cadena en vez de la A nativa, hace que esa replicación se aborte. Entonces, en una situación como en la del ensayo, en la que todas las personas tratadas están muy mal, con una carga y replicación vírica enorme, la avidez por la Adenina es muy grande, así que es lógico que el fármaco reduzca la carga viral, la fiebre, y al final reduzca los síntomas.

Sin embargo, no se pueden lanzar las campanas al vuelo.

Primero, el ensayo no tiene grupo control. O sea, a todos los pacientes se les dio el fármaco. Y eso es un problema, porque no sabemos si en ese grupo de ciento y pico personas el proceso natural de la enfermedad hubiera sido el mismo que sin el tratamiento. Eso, sumado al inevitable efecto placebo. Esos pacientes sabían que estaban siendo sometidos a una terapia experimental, y eso levanta mucho el ánimo.

Por otro lado, cuando se analiza la publicación del ensayo clínico, nada menos que en la revista The New England Journal of Medicine, muy prestigiosa, se ve que bastantes autores recibieron dinero de Gilead, y escribieron el protocolo del ensayo después de llevarlo a cabo.

Pero bueno, si nos basamos en la evidencia general, hay evidencias que hacen pensar que efectivamente este tratamiento funciona.

Lo más importante es tener claro con este y otros antivirales que en el caso de que se pruebe su eficacia es un fármaco paliativo, que no está mal, pero en ningún caso va a evitar la expansión del virus. Y esto es muy importante en las circunstancias actuales. Me explico.

Te lo agradecería

Gilead (tremendo nombre) es la farmacéutica que compró la empresa que había descubierto el famoso Sofosbuvir contra la hepatitis C, y se hizo de oro. No olvidemos que este tipo de multinacionales farmacéuticas están recibiendo millones de euros de dinero público para sus investigaciones. Y han puesto en marcha toda la maquinaria técnica y propagandística. Quieren forrarse. Y aquí está el principal problema: los accionistas, los que mandan, no quieren el mejor tratamiento posible para la humanidad sino los mejores resultados en bolsa. Aunque muchas veces esos intereses coinciden, ojo.

Y esta es la evolución de sus acciones en los últimos seis meses en plena caída de la bolsa:

Entonces tenemos un medicamento muy caro, paliativo, que en el mejor de los casos va a evitar que un puñado de “ricos” eviten morir de Covid-19.

Según la OMS, también es una información de estos últimos días, tres vacunas del covid-19 están en ensayos clínicos y otras 70 en desarrollo. Eso sí, una portavoz de la organización, la doctora Margaret Harris, ha advertido de que una vacuna contra el coronavirus tardará al menos 12 meses en llegar. A grandes rasgos, ¿es esta la situación en el asunto de las vacunas? ¿No son muchos intentos dispersos? ¿Por qué no juntar fuerzas? ¿Alguna aportación de algún equipo de investigación español?

Está claro que hay una competencia feroz entre potencias y entre capitales. No por nada la tecnociencia es uno de los elementos principales del imperialismo contemporáneo. Y esta competencia no es solo Huawei o la guerra espacial, sino también la biotecnomedicina. La potencia que primero alcance la vacuna hará como Alemania con las mascarillas, la priorizará para su población, sus trabajadores, para tener ventaja competitiva con el resto.

En un mundo ideal la cooperación entre grupos y potencias se debería dar para alcanzar determinados objetivos tecnológicos como una vacuna. Sobre todo, en las cuestiones más oscuras y patentadas como los adyuvantes, los datos preclínicos y en animales, etc. Los pobres laboratorios públicos están probando cosas que ya han sido descartadas por otros grupos públicos y privados pero que no son publicadas. La cooperación en ciencia en general es baja o inexistente en algunos ámbitos, y el sistema corrupto de incentivos hace que se fomente la competencia y se vuelva a tropezar una y otra vez con las mismas piedras sin que el resto del mundo se entere.

Y no hablemos del racismo institucionalizado en la ciencia, que bien muestra Angela Saini en Superior: The Return of Race Science. Hay médicos franceses que abiertamente hablan de que se tendrían que ensayar las vacunas en los negros.

En España hay varios grupos que se dedican a investigar vacunas contra virus y están trabajando mucho en la vacuna contra el SARS-Cov2. Pero están en pañales, por más que el ministro Duque haga un ridículo espantoso al afirmar “Vimos desarrollos muy avanzados. Me pareció que allí teníamos un candidato a vacuna o, si no, lo tendremos la semana que viene”.Que lo de la semana que viene no deja de ser un lapsus, pero es significativo.

Insisto un poco más en el tema. Según parece, la multinacional Johnson & Johnson (JNJ), nada menos que la tercera compañía farmacéutica más grande del mundo, planea comenzar próximamente la producción “a riesgo” de su vacuna de prueba COVID-19 (Creo que planea producirla en los Países Bajos y en una instalación renovada que posee en USA). ¿Qué es una producción “a riesgo”? ¿A riesgo de quién?

Me da la risa. A riesgo supongo que se refieren a que van a empezar a producirla sin estar probada y aprobada. ¿Alguien se cree que no han hecho números? Repito: tienen beneficios estratosféricos, están siendo subvencionados con nuestros impuestos, imponen precios desorbitados a nuestros sistemas sanitarios y después se atreven a hacerse los héroes diciendo que van a producir la vacuna “a riesgo”. Como poco, el impacto en su imagen de algo así es muy grande. Puro marketing.

Se ha suspendido estos días en Brasil, tras la muerte de 11 pacientes, un ensayo para combatir el coronavirus con cloroquina. Las personas que tomaron dosis altas presentaron arritmias cardíacas. ¿Qué pasa con la cloroquina? ¿No se habló de este fármaco como un buen método para enfrentarse al COVID-19?

La cloroquina (CQ) es probablemente uno de los fármacos más antiguos, junto con el ácido acetilsalicílico (aspirina). La quina también sirvió como argumento original para desarrollar el cuento de la homeopatía. Lo que hace este compuesto es impedir la acidificación de unas vesículas de las células necesaria para la “autodigestión” o autofagia. No recuerdo el mecanismo, pero impide la proliferación de los parásitos intracelulares como Plasmodium falciparum, el protozoo que causa la malaria. Los indígenas peruanos la utilizaban para ello.

En el caso del Covid todo empezó con un par de artículos que indicaban que la CQ reducía la proliferación del virus. Que para liberar su ARN en la célula necesita que unas vesículas se acidifiquen, algo que evitaría la CQ. Y como suele pasar, a unas concentraciones que matarían a cualquiera, no solo al virus. La propaganda hizo el resto. Se empezaron rápidamente ensayos clínicos. En apenas un mes se ha pasado de 6 a 43 ensayos clínicos. Los primeros miraban carga viral y no resultado clínico; tenían muy pocos pacientes, con gran porcentaje de bajas. Un desastre.

Y efectivamente, la cloroquina es letal cuando por ejemplo se toma con el fármaco contra la diabetes Metformina, y tiene una toxicidad cardíaca enorme. Así que por eso es muy importante que antes de ponerse a probar fármacos, así a lo loco, se hagan los oportunos ensayos de toxicidad. No es lo mismo que la tome una persona joven contra la malaria que una anciana.

Pero donde más indigna este alboroto mediático (hype, como dicen en inglés) es en el asunto Didier Raoult, director de la unidad de investigación en enfermedades infecciosas en Marsella. Este investigador hizo un ensayo con 26 personas, sin los más mínimos controles, no solo no tenía grupo control sino que a 16 de ellos los trató en clínicas distintas. Después hizo algunos “ajustes” como quitar algunos pacientes, se utilizaron distintas técnicas según pacientes para evaluar la carga viral, y publicó finalmente los resultados en una revista que él controla. ¡De nuevo en 24 horas!

A continuación, se puso en marcha la maquinaria mediática y su abogado anunció la cura milagrosa en la cadena de televisión Fox, y de ahí a Trump, que anunció en un tweet que era uno de los hitos más importantes de la historia de la medicina. Las consecuencias no se hicieron esperar. La cloroquina se agota en las farmacias, la gente con diabetes muere por toxicidad. El uso de esos dos fármacos, CQ y el antibiótico Azithromicina, aumentan muchísimo el riesgo de infarto al causar arritmias letales. Los pacientes españoles de Muface autorecetándose CQ, desabastecimiento para otros tratamientos donde sí se ha probado eficacia (Artritis o Lupus).

La falta de ética de muchos investigadores es enorme. Raoult en febrero, antes de que empezara el “ensayo” dijo “Así, es posible el uso de la CQ tanto como profilaxis como en el tratamiento de la infección por coronavirus que será pronto evaluado por nuestros colegas chinos”. Esto último nunca sucedió. Los ensayos se suspendieron, excepto uno que muestra que no hay diferencias entre pacientes tratados y no tratados, ahí sí se hizo bien: grupo placebo y al azar.

Pero la bola de nieve no se detiene y de nuevo la cloroquina se convierte en la excusa de otra homeopatía, esta vez impulsada por el sistema científico.

¿Hay novedades sobre el origen de este coronavirus? Hace unos días, es un ejemplo entre otros, aparecía en la prensa esta información: un análisis genético del SARS-CoV-2 -y otros coronavirus relacionados- sugiere que la pandemia pudo haberse originado en el aparato digestivo de perros callejeros antes de pasar a los humanos. La conjetura proviene, según creo, de las investigaciones del profesor de biología de la Universidad de Ottawa Xuhua Xia. Su estudio fue publicado en la revista Molecular Biology and Evolution el 14 de abril. Según Xia, un grupo de perros callejeros comieron murciélagos infectados y de ahí surge todo.

Me alegra de verdad que me hayas hecho estudiar este hecho, porque yo también había visto el titular y me había quedado con esa información. Al final no es un hecho muy descabellado, ¿verdad? En la búsqueda del culpable chino, la secuencia lógica: murciélago – perro – humano que come perro se infecta y es responsable de la epidemia. Es lo suficientemente atractivo para el occidental como para ser viral y atraiga los tan deseados “clics”.

Pero me he puesto a leer sobre el estudio y es muy interesante. Y es que solo un puñado de personas (y no estoy entre ellas) en el mundo pueden realmente analizar críticamente lo que ahí se dice, más allá de creerse lo que el único investigador del estudio concluye. Pero bueno, esa tendría que ser la labor del periodismo, contrastar los datos. Por ejemplo, yo tengo los conocimientos de biología básicos para entender el contexto, no la experiencia para criticar las conclusiones de Xia, pero sí para entender lo que dicen otros expertos.

Intentaré traducir al lenguaje común las críticas de la comunidad científica

Adelante con ello, te estaremos agradecidos.

Lo primero que se plantea es que nada de lo que Xia escribe en su artículo justifica los titulares que generan alarma y están haciendo que muchísimos perros estén siendo sacrificados.

Toda la conjetura se basa en los CpG, que son dinucleótidos de Citosina y Guanina, seguidos y separados por un fosfato (p). O sea, las “letras” de la secuencia genética de un virus ARN son cuatro: Adenina, Citosina, Guanina y Uracilo. Imaginemos que de todas las combinaciones hay una que es una C y después una G. Pues bien, nuestras células son capaces de detectar secuencias de ARN con alta proporción de CpG, provocando la activación del sistema inmune antiviral. Por ello, muchos virus, por selección natural, tienden a reducir la proporción de CpG para así evitar al sistema inmune. Aunque tampoco se entiende muy bien los mecanismos por los que más o menos CpG generan más respuesta y si siempre es así. Pero esa es la hipótesis.

Xia coge las secuencias de SARS-Cov-2 (Beta-coronavirus), las compara con secuencias de coronavirus presentes en el intestino de perros, que son de otra familia, alfa-coronavirus, (ha mezclado literalmente churras con merinas) y dice, mirad, tienen una proporción parecida de CpG, eso es porque el SARS-Cov-2 se ha adaptado al intestino de perros, no cualesquiera, a los perros callejeros.

Hay algunas razones más, pero no me quiero extender con aspectos técnicos. Lo importante es que como viene siendo habitual ni las revistas científicas ni el periodismo han hecho su trabajo. Es un estudio de mera correlación (churras y merinas pueden ser blancas) que no explica absolutamente nada y que, además, ha obviado intencionalmente factores como la variabilidad en CpG en todas las familias de virus, lo que hace que las diferencias entre SARS sea realmente insignificante.

Mala ciencia, especulación y propaganda.

¿Quieres añadir algo más?

Estoy notando que se están agudizando dos tendencias. Por un lado, el autoritarismo, por llamarlo de algún modo. La militarización del estado de alarma con muchos abusos policiales y restricción de los derechos humanos. Por otro, la fe en el solucionismo tecnológico. Es cierto que se oyen voces que plantean que cuando esto termine tendremos que reivindicar más sanidad pública universal. Sin embargo, hay un fuerte esfuerzo mediático para hacer creer que la pandemia se va a solucionar con medicamentos y vacunas. Solo hay que ver a Jesús Calleja entrevistando a científicos y científicos convertidos en charlatanes. Ese catedrático, José María Fernández, y dueño de la empresa Pharmamar, está pidiendo junto con Calleja que se quiten los controles para aprobar en seres humanos nuevos fármacos. Pero es que ese “fármaco”, lo entrecomillo porque aún no ha servido como tal, ha sido rechazado dos veces por la Agencia europea del medicamento porque no compensa el riesgo. Ahí hay más propaganda liberal y negocio que ciencia.

Si las ayudas tecnológicas vienen, están basadas en la evidencia científica, son universales y gratuitas, bienvenidas. Pero si van a servir, como parece, para apuntalar la desigualdad internacional, mala “solución”. Hay que reforzar el sistema científico, y una parte sería con más financiación, pero alimentar un sistema corrupto como el actual solo va a profundizar en la desigualdad del reparto.

Gracias, muchas gracias. No abuso más. Estos días pasados, ¡el 14 de abril!, falleció Albert Escofet, un compañero de larguísimo recorrido de lucha y entrega social que no sé si llegaste a conocer. ¿Te importaría que dedicáramos a su memoria esta entrevista?

No me importa, en absoluto. Todo lo contrario.

Fuente: https://rebelion.org/miles-de-mayores-han-muerto-prematuramente-en-las-residencias-abandonadas-por-el-sistema/

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Tiempos difíciles

Por: Carolina Vásquez Araya

Se ha trazado una línea entre el antes y el después; ese cruce definirá el futuro.

El mundo ha enfrentado pandemias a todo lo largo de su historia, pero nunca con tal abundancia de información –falsa o real- y en condiciones tan precarias para millones de seres humanos. Los escenarios varían de manera dramática entre países desarrollados y vastas regiones en donde reinan la desigualdad y la más absoluta miseria. Para los países de nuestro continente, la dura prueba podría derivar en una toma de conciencia sobre la urgente necesidad de dar un golpe de timón en las políticas públicas, especialmente en el ámbito de la salud, educación, vivienda y alimentación; en caso contrario, las consecuencias podrían desembocar en una mayor profundización de las condiciones de pobreza y falta de oportunidades para las grandes mayorías, peores aún que las actuales.

Entre los segmentos más sensibles a este desafío sanitario están los grupos históricamente vulnerables: población indígena-campesina; migrantes; cinturones urbanos de asentamientos precarios privados de servicios públicos (agua, manejo de desechos, carencia de atención sanitaria, violencia); comunidades en extrema pobreza; mujeres y un fuerte porcentaje de la niñez en condiciones de desnutrición crónica y/o aguda. La atención prioritaria a estos grupos, sin embargo, depende de decisiones dictadas por sectores de interés económico, ampliamente conocidos por su posición antagónica con respecto a las políticas de beneficio social.

Si existe algo positivo en la actual pandemia provocada por el nuevo virus, es la inevitable certeza de que ante ese peligro somos todos igualmente vulnerables y esos rangos intocables de estatus social y económico se difuminan frente a una amenaza que golpea sin excepciones. Los sistemas políticos diseñados en función del empoderamiento de pequeños círculos de poder son, por lo tanto, una de las torres del tablero que recibirán los golpes más contundentes. Esto, porque de no iniciarse una transformación de fondo hacia sistemas más justos, con Estados más fuertes y con mejoras significativas en los servicios públicos, será imposible remontar hacia la recuperación económica, ya duramente golpeada por medidas extremas que tienen al mundo prácticamente paralizado.

En este receso obligado, es de enorme importancia actuar con responsabilidad frente a sí mismos, a la familia y a la comunidad. Tomar en serio y acatar las disposiciones decretadas por las autoridades sanitarias no solo garantiza la seguridad personal, sino trasciende hacia quienes nos rodean. El impacto provocado por la paralización de actividades normales tendrá repercusiones imprevistas en la interacción entre personas y es una oportunidad valiosa para revisar actitudes y reparar relaciones. Entre estas acciones debería ser imperativa una reflexión sobre la necesidad de establecer parámetros más estrictos en la protección integral de la niñez, uno de los grupos más sensibles a cualquier crisis.

En países con profundas desigualdades, como sucede en la mayoría de naciones latinoamericanas, hoy se mostrarán con crudeza todas las debilidades endémicas presentes en los marcos políticos instaurados para beneficio de unos pocos. Por lo tanto, la revisión de estos sistemas no deberá posponerse porque, de hacerlo, se pondrá en riesgo la supervivencia de millones de habitantes. Dadas las circunstancias, las autoridades deben enfocarse en el estudio de políticas públicas adecuadas para enfrentar un escenario cargado de amenazas y transformarlas en vehículos propicios para generar cambios y, por ende, nuevas oportunidades de desarrollo para toda la población.

Fuente: https://rebelion.org/tiempos-dificiles/

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Carta de una madre siria a su hija. El documental “Para Sama” muestra la guerra de un modo inusualmente íntimo

Redacción: Sarah Aziza

La mayor parte del público occidental concibe la región de “Oriente Medio” como una gran franja de caos constante e inescrutable. En función de esa idea, los diversos conflictos, insurgencias y revoluciones civiles se asientan en un único paisaje de horror, representado por imágenes ubicuas de oleadas de humo y destrucción incolora. L a violencia es, al parecer, endémica en la región, tan natural e inevitable como el desierto infinito y hostil.

Esta falta de historicidad -y la posterior negación de responsabilidad- puede atribuirse en parte a los medios de comunicación occidentales que favorecen los titulares sensacionalistas y reduccionistas por encima de los matices. En función de ello, a muchos residentes de la región, incluidos los que viven en zonas de conflicto, se les niega cualquier apariencia de cobertura mediática libre y precisa, al mismo tiempo que los principales medios locales se dedican a traficar con la propaganda gubernamental. En ambos escenarios, las voces de los ciudadanos “comunes” están deplorable y peligrosamente ausentes.

Este doble déficit es lo que los cineastas Waad al-Katib y Edward Watts intentaron remediar en su nuevo documental “Para Sama”, que se estrena este fin de semana en algunas ciudades, y que se emitirá más adelante en Frontline PBS. El póster de la película juega con el estereotipo: una mujer aparece de pie contra un fondo de edificios destrozados y escombros. Su rostro estoico y el entorno sombrío evocan asociaciones rutinarias de tragedia, pero la imagen contiene un detalle inesperado: una niña pequeña, de rostro vivaz y ojos muy abiertos, mira desde el portabebés atado al pecho de su madre. Ella es la homónima Sama, la primogénita de al-Katib, cuyo nacimiento y primeros años enmarcan una película que es una carta de amor maternal y la historia de una revolución. “Sama, he hecho esta película para ti”, dice al-Katib en una voz en off. “Necesito que entiendas por qué estábamos luchando”.

Es este marco el que distingue “Para Sama” de tantos documentales de guerra. La mayor parte de la película se centra en la vida confinada y desgarradora de la joven familia al-Katib durante el asedio de las fuerzas del gobierno sirio sobre el este de Alepo en 2016. Está limitada a un elenco reducido de personajes: un equipo de médicos y activistas que dirigen un hospital provisional, y un o de los hogares del vecindario, introduciendo así al público en la realidad tensa y enclaustrada de la rutina diaria y entumecida de la guerra.

Este enfoque íntimo fue la forma en la que al-Katib perturbó y amplió la cobertura convencional sobre su pueblo. “Nunca me sentí representada en las noticias respecto a Siria”, dijo al-Katib en una entrevista con The Intercept. “No hay percepciones humanas en esos informes. Hablan de una ‘guerra’ y la gente piensa en ejércitos, líneas de frente, tanques, pero no es así. No se trata de dos bandos luchando entre sí en pie de igualdad. Se trata de personas que luchan por una vida mejor, por la libertad, y de ejércitos que quieren destruirlas”.

El alcance narrativo de la película, basada en los personajes, en forma alguna excluye las dimensiones políticas del conflicto de Siria. al-Katib se involucró desde el principio en los levantamientos civiles contra el presidente sirio Bashar Asad, y llegó al periodismo a través de su participación y activismo en las calles. Las primeras escenas de la película la muestran con 18 años, una joven activista que participa en la oleada inicial de esperanza eufórica que desbordó a la Universidad de Alepo, donde estudiaba, cuando comenzó la revolución. Pronto empieza a filmar de forma amateur las protestas y manifestaciones, primero en su teléfono, luego con cámaras prestadas y, finalmente, con la suya propia.

La historia pasa de las entusiastas protestas del campus a los eventos cada vez más sombríos y violentos de la represión del régimen. Cuando el contingente rebelde es derrotado en el este de Alepo, al-Katib decide seguirlos, junto con un pequeño grupo de jóvenes luchadores por la libertad y de médicos voluntarios. En medio de una campaña progresiva de bombardeos por parte del régimen y de las fuerzas rusas, el grupo levanta un pequeño hospital improvisado que atiende a los heridos en condiciones cada vez más precarias.

La película muestra secuencias muy duras de ver. Tomas de morteros que caen y escenas de gran confusión en el hospital, donde los médicos trepan por suelos manchados de sangre, luchando por salvar a las víctimas destrozadas que llegan y les desbordan minutos después de cada explosión. Al-Katib lo graba todo en el marco de su cámara de mano, negándose a retroceder ante imágenes mucho más horribles de lo que la mayoría de las audiencias occidentales están acostumbradas a ver.

La decisión de los cineastas de incluir estas escenas más impactantes conllevaba un alejamiento deliberado de la distancia esterilizada que veían en la mayor parte del periodismo occidental dominante. Al-Katib y Watts tienen poca paciencia para los debates sobre la “idoneidad” de mostrar los aspectos más horripilantes de la guerra. “No creo que haya que proteger a la gente”, dijo al-Katib. “¡Estas cosas están sucediendo! Ofrecer a la gente la opción de ignorarlo es un error. Los niños están muriendo, los hospitales están siendo bombardeados, y estos horrores continúan en lugares como Idlib”.

Originalmente, al-Katib se propuso capturar estas escenas en un esfuerzo por crear un cuerpo de evidencias que esperaba que algún día ayudara a acusar al régimen. “Realmente, sentí que no saldríamos vivos de Alepo”, dijo, “así que pensé, lo menos que puedo hacer es dejar un registro para que un día, cuando Asad sea llevado ante la justicia, haya pruebas de todos sus crímenes”. El archivo resultante totalizó más de 500 horas de metraje, que comprenden anotaciones personales, tipo diario, desde el dormitorio improvisado de al-Katib, y la campaña del régimen contra civiles y hospitales, hasta tomas de operaciones de rescate posteriores al bombardeo emprendidas por debajo de un cielo que aún retumba.

Algunas de las imágenes más impresionantes se producen en los momentos más tranquilos de la película. En uno, al-Katib está abrazando a su recién nacida cuando la idílica escena se ve interrumpida por el sonido de los bombardeos cercanos. Ella dice: “Hoy hay muchos ataques aéreos, ¿verdad? ¡Pero no nos han alcanzado, ay!”. En otra escena, una toma de Sama con sus mejillas rosadas contrasta con el cuerpo gris azulado de un niño muerto de aproximadamente la misma edad.

“No soy solo una mujer”, dijo al-Katib sobre estas escenas íntimas, “pero esta fue una de las principales formas en que experimenté el conflicto: como mujer, como madre. Veo a ese bebé, muerto, y por supuesto que estoy pensando: podría ser Sama. Podría ser la madre de un bebé muerto. Podría morirme en cualquier momento. Tenía que mostrar ese momento, ese sentimiento”.

 

Waad, Hamza y Sama al-Katib miran los grafitis que pintaron en un edificio bombardeado, protestando por el exilio forzado de la población civil en el este de Alepo en diciembre de 2016. (Foto: Cortesía de PBS Distribution)

La yuxtaposición de ternura y horror a lo largo de la película muestra todo lo que está en juego en el conflicto sirio en sus dimensiones ineludiblemente personales. Esto era algo esencial para al-Katib y Watts, quienes reconocen el cansancio que sienten muchos en Occidente ante el problema sirio. Watts espera que la película logre que el “conflicto” se comprenda en términos más tangibles y humanos. “La gente tiene una actitud muy confusa con respecto a Siria y Oriente Medio en general, la sensación de que las guerras son una especie de desastres naturales que se extienden sin contexto ni razón”, dijo Watts. “Queremos cambiar eso”.

Otro de los “personajes” principales se alza más allá del marco de la película de al-Katib: la comunidad internacional, personificada en las ONG y los relatores que están en contacto con el equipo del hospital más allá de las fronteras sitiadas de Alepo. El esposo de Al-Katib, Hamza al-Katib, es el punto de contacto para muchas de estas conversaciones, realizando entrevistas con los medios de comunicación y consultas con los negociadores a través de su teléfono celular. También en estas interacciones surge la cuestión de la eficacia. “Pasé horas y horas hablando con ellos (periodistas, la Organización Mundial de la Salud, la ONU), pero no sé si eso cambió la situación”, dijo Hamza en una entrevista con The Intercept. “No parecía que los informes de los medios tuvieran algún impacto en los responsables políticos. Y las ONG creían tener una idea muy clara de la forma ‘correcta’ de ‘resolver’ un conflicto: escuchaban muy poco nuestros deseos”.

Durante todo el conflicto, el personal del hospital y los activistas presentaron una petición esencial, que no fue atendida, dijo Hamza: “Por favor, si quieren ayudar, saquen a Asad del poder. Después de eso, los sirios se encargarán de Siria”. En cambio, dijo, la comunidad internacional “se puso a negociar con el régimen. Y, mientras tanto, ese régimen iba matándonos”.

La mayor decepción de todas, dicen los al-Katib, fue la evacuación forzada de su ciudad en 2016, equivalente a la derrota. “Ese dolor fue peor que cualquier cosa que experimentamos durante toda la guerra”, dijo Waad al-Katib. “Dejar nuestro hogar, después de luchar durante tanto tiempo, nos rompió el corazón. Los negociadores de la ONU dijeron que estaban ‘salvando a Alepo’ y, sin embargo, estaban actuando a favor del régimen”.

Los al-Katib viven ahora como refugiados en el Reino Unido. Dicen que la cálida acogida de su película [en el Festival de Cannes] les ha dado un renovado sentido de empoderamiento e incluso de esperanza. “Lo que no esperábamos era que tantas personas nos fueran a preguntar después de ver la película, ‘¿Qué podemos hacer?’”, dice Waad con un tono entusiasta en la voz. En respuesta, los al-Katib planean lanzar campañas de concientización y defensa sobre el bombardeo de hospitales por el régimen de Asad, y abordar la difícil situación de los refugiados sirios.

“Nadie crece soñando con convertirse en refugiado”, dijo Hamza, quien no ha podido ejercer como médico desde que abandonó su país. Waad agregó: “Queremos que la gente entienda que cada refugiado es un individuo con una historia. Hay razones por las que estas personas son refugiados: están huyendo del peligro y solo quieren una vida mejor para ellos y sus familias”. Los al-Katib continúan pidiendo, abierta e inequívocamente, la destitución del régimen de Asad, mientras alimentan las esperanzas de poder volver un día. “Puede que esto no suceda en cinco ni en diez años, pero necesitamos creer que volveremos”, dijo Waad. Hamza se mostró de acuerdo: “Si a Asad se le permite ganar, si el mundo se niega a llevarlo ante la justicia, estamos viviendo en un mundo terrible. No podemos permitirnos creer que es así”.

“Si tuviera algún mensaje, sería este”, agregó: “No den la espalda a Siria”.

Sarah Aziza centra su interés en cuestiones relativas a las relaciones exteriores, derechos humanos y de género. Sus trabajos han aparecido publicados en Harper’s, The Atlantic, Slate y The Nation, entre otros medios.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=258993

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