Los márgenes de las aulas

Por: Francisco Javier Lozano

La travesía por las aguas agitadas del sistema educativo es un viaje iniciático que, con una intensidad que a menudo tendemos a relativizar, nos va a moldear como ciudadanos, es decir, como individuos que vivimos en comunidad.

Nuestra capacidad de convivencia y nuestra manera de ejercer la disidencia, nuestras habilidades negociadoras, nuestro grado de aceptación de las diferencias, el modo en que integramos nuestra individualidad en el grupo, en suma, nuestras fortalezas y carencias sociales, todo ello se conforma, tanto o más que en los hogares, en los pasillos, los patios y las aulas de nuestras escuelas, desde la más tierna infancia hasta el último día de nuestra travesía formativa.

Para entender la encrucijada en la que nos encontramos en las España(s), en el resto de Europa también y, salvo excepciones, en buena parte de nuestro mundo posmoderno, deberíamos mirar atentamente lo que está ocurriendo, día a día, en esos pasillos, patios y aulas en donde la infancia y la adolescencia inician el camino de la socialización y son instruidas y educadas para el asalto a las trincheras, cada vez más inhóspitas e inciertas, de la edad adulta.

Pero me temo que la mirada a esos lugares no está siendo todo lo atenta que se merecen. Es tentador quedarse con un juicio exultante por la indiscutible universalización del acceso a la educación, y dejarnos seducir por el sinfín de cambios vividos durante las últimas cuatro décadas en las escuelas (hablo de las que conozco, las españolas), desde sus contenidos formativos a sus herramientas de trabajo, desde su oferta extracurricular a la organización de los pupitres en clase, desde lo formal a lo informal, desde lo moral a lo lúdico. Algunos de esos cambios (interconectividad, tecnología, integración cultural) eran imprescindibles porque la escuela (a diferencia de los antiguos monasterios) no puede quedar al margen del mundo en el que convive. Otros podrían ser más discutibles. Pero mi mirada se dirige ahora hacia los maestros y maestras, las figuras más capitales del proceso formativo y, en mi opinión, las más olvidadas, cuando no abandonadas a su suerte y a su capacidad de automotivación, huérfanas de amparo y de reconocimiento por parte de una sociedad (ahí incluyo a Estado y familias) que tanto depende de su buen o mal hacer.

“Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos”

Juan de Mairena/ Antonio Machado

Apunta con fina ironía el filósofo Fernando Savater (El valor de educar, 1997) que ‘los encargados de esa primera enseñanza de tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional, los mejores remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de comunicación. Como bien sabemos, no es así’. Y añade, más serio: ‘… todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros’. Sin embargo, la consideración hacia su papel deja mucho que desear. Abandonados a las inclemencias de la crisis de actitudes de la sociedad a la que sirven (de la que algunos alumnos y padres no son sino su más palpable reflejo), maestras y maestros navegan como pueden entre el orgullo por su profesión y la frustración. Cierto es que la autoridad moral es algo que debe ganarse el propio maestro, pero la sociedad debería crear las condiciones para favorecerla. Si pretendemos que, por generación espontánea, nuestros profesores sean como el sabio Juan de Mairena, alter ego de Antonio Machado, o como el irreverente e incombustible Merlí, y que nuestros alumnos actúen como sus queridos ‘peripatéticos’, es que vivimos instalados en la ficción y lo estamos confiando todo al azar.

No quiero, sin embargo, parecer un paternalista utópico, anclado en una visión romántica del oficio de docente. Vocación y pasión por enseñar son, no cabe duda, deseables actitudes, pero para preparar a nuestros jóvenes a un mundo tan complejo y velozmente cambiante debemos sobre todo exigir aptitudes.

Uno de los más reconocidos expertos en la ciencia del aprendizaje y el talento, el pedagogo y pensador José Antonio Marina, advierte que ‘la formación de los profesores no se ha tomado nunca en serio en España, tal vez porque nunca se ha tomado en serio la profesión docente. Se pensaba -y se piensa- que cualquiera puede enseñar. Pero eso pertenece a una cultura trasnochada. La docencia va a ser una profesión de elite. Tiene que serlo’ (Despertad al Diplodocus -Una conspiración educativa para transformar la escuela… y todo lo demás-, 2015).

Este déficit de exigencia no es sólo imputable al legislador o al gobernante, también a los padres. Orientados al expediente académico de sus hijos y al segundo decimal del promedio de notas, a la oferta de extraescolares y la calidad de las instalaciones, en raras ocasiones se cuestionan si sus hijos están en las mejores manos posibles para educarles. ¿Harían lo mismo si se les asignara al azar un cirujano para operarles? ‘Nos parecería criminal que los médicos no actualizaran sus conocimientos, pero somos más condescendientes con los docentes que no lo hacen’, apunta Marina.

Acepto que estas reflexiones puedan sonar injustas. Pero sólo pretenden ser provocadoras. Tengo la convicción de que tenemos la sociedad que nos merecemos. Cada vez que oigamos decir que vivimos en una sociedad mediocre o que nuestra clase política es mediocre, pensemos en nosotros mismos, seamos autocríticos. En estos tiempos recientes de cabreo colectivo por el reparto de los costes de la última crisis, de corrección a la baja de las expectativas intergeneracionales de prosperidad y de naufragio de antiguas certidumbres, si queremos algo mejor tendremos que apostar por mejorar la base sobre la que se sustenta todo el edificio: la escuela. De ella no podemos esperar ya, como antaño, un pasaporte a un trabajo bien remunerado, pero sí que debemos pedirle hornadas de ciudadanos responsables. Allí, en la escuela, conviven maestros excelentes con otros acomodados y pasivos, alumnos responsables o brillantes con otros conflictivos o apáticos, padres involucrados con otros indiferentes. Que siempre haya sido así no lo convierte en aceptable. Debemos preguntarnos quiénes queremos que ocupen los márgenes de las aulas y quiénes el centro: ¿los primeros o los segundos? Y deberemos contrastarlo con lo que realmente está pasando.

Mientras esto no se ponga en el centro del debate público, en los medios, en los Parlamentos y en las calles, la capacidad de enfocar bien la salida de nuestra compleja encrucijada estará cercenada.
Podrá haber apaños de corto plazo, pero no soluciones duraderas.

Fuente: https://www.elperiodista.cl/francisco-lozano-los-margenes-de-las-aulas/

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La escuela del 32 por ciento.

Más allá de algunas experiencias novedosas, no se despierta en los jóvenes el deseo de estudiar.

Por: Andrea Sabattini.

¿Se debe esperar un cambio radical en la sociedad para que después se transforme la escuela o es esta la que debe transformar la sociedad?

Ni uno ni otro, pues escuela y sociedad se retroalimentan de forma mutua. Y desde esta postura me pregunto, respecto del índice de pobreza dado a conocer por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), cómo puede ser que tras 30 años de recuperación democrática los niveles de pobreza continúen tocando el 30 por ciento, que no se haya podido desmantelar ese otro nefasto legado de la dictadura.

Si bien a la escuela le compete un papel acotado en la perpetuación de la pobreza endémica que sufrimos en la Argentina, algo tiene que ver. Y debemos preguntar si ella no contribuirá a reproducirla, en lugar de a combatirla, como se declama en planes y programas educativos.

¿No se habrá enfrentado el incremento absoluto y relativo de la matrícula escolar operado desde los años 1980, exclusivamente, con pautas compensatorias de mejoramiento infraestructural, provisión de equipos y becas para los más desfavorecidos, pero sin abolir las estructuras organizativas y prácticas que terminan induciendo a miles a desertar del sistema o, tras egresar, a permanecer de por vida atados a planes clientelares?

¿No será que se necesitan argentinos maleables y pobres? ¿Y cómo se relaciona nuestra pobreza con los magros resultados de rendimiento de la Argentina en las evaluaciones internacionales? ¿No habrá una estrecha relación con el 32 por ciento?

Lo cierto es que muchos de los intentos de las últimas décadas de fomentar la igualdad de oportunidades a través de la educación y de formar sujetos que puedan actuar con criterios en todas las esferas sociales han fracasado. Entre otras cosas, por haber expuesto a los niños y jóvenes de los sectores populares a planes y programas sólo asistencialistas o enfocados sobre las condiciones que les posibilitan aprender, y a maestros y profesores, enseñar.

Pues más allá de algunas experiencias novedosas, no se despierta en los jóvenes el deseo de estudiar, y pocas son las herramientas que se les prestan para que enfrenten el consumismo, las adicciones, la vida fácil, la anomia y la transgresión penal.

Blanco y negro

Es necesario redistribuir el acceso a los saberes fundamentales y a la alfabetización digital, como así también afianzar prácticas de enseñanza en las que los estudiantes de todas las extracciones puedan reconocerse.

Como se sabe, para garantizar la igualdad de todos, el Estado debe resignar, llegado el caso, algunos de los principios educacionales tradicionales, tal como el de premiar al estudiante de mayor mérito, pues de otra forma, muchos sujetos alcanzados por la pobreza quedarían excluidos del reconocimiento que ameritan. Y todos lo ameritan, no sólo quienes obtienen las mejores calificaciones.

Es que a diferencia de los sistemas educativos de otros países, donde se persigue optimizar la calidad como valor en sí mismo y seleccionar a los mejores, necesitamos afianzar en la Argentina un modelo que conjugue el paradigma popular con el sustentado en el mérito y el esfuerzo personal, pues de otra forma les estamos diciendo a los chicos que no vale la pena estudiar.

La conciliación de los dos paradigmas puede realizarse, naturalmente, manteniendo al mercado lejos de las escuelas la educación no es una mercancía y sin la proliferación de cupos de ingreso en las facultades.

Con la adopción de un concepto de calidad educativa que concilie los paradigmas de la justicia educativa y el mérito, podremos, por un lado, revertir los magros resultados obtenidos en las instancias evaluativas internacionales y, por el otro, valorar su justo significado con el análisis de los criterios de calidad implementados en esos entornos y su contextualización socioeconómica y cultural.

Sería importante, además, terminar con la construcción de un sistema escolar verticalista, que en sí mismo fomenta la anomia y la falta de autonomía de los actores escolares, y retener a los dirigentes, los padres, los docentes y los estudiantes que desean innovar, para que no continúen desertando de un sistema educativo tan burocrático y castrador para con ellos.

Y tal vez algún día podamos priorizar el interés superior del estudiante, como así también desactivar la maquinaria montada para desmantelar y desarmar proyectos educativos.

Fuente: http://www.lavoz.com.ar/opinion/la-escuela-del-32-por-ciento

Imagen: http://staticf5a.lavozdelinterior.com.ar/sites/default/files/styles/landscape_1020_560/public/nota_periodistica/Pobreza_y_educacion.jpg

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