Por: Andrea Costafreda
En una callejuela sin asfaltar de La Esperanza, en la habitación principal de una casa bajita y humilde, Eva y el resto de Las Hormigas nos explican cómo ofrecen apoyo a las mujeres que se atreven a pedir ayuda. Trabajan brindando protección y asesoramiento legal, psicológico y médico a mujeres sometidas a violencias cuyos orígenes se entrecruzan y refuerzan: la violencia del crimen organizado, la de la trata, la violencia de género, la del conflicto por los recursos, o la violencia política. Cada vez que escuchamos un ruido en la puerta, sus miradas atentas expresan preocupación y parecen preguntar: “¿esperamos a alguien?”. Son valientes, pero el miedo se ha instalado en las reuniones, en las alcobas, entre las ollas, en la realidad de cada pequeño acto cotidiano. Nuestra conversación ocurre en el epicentro lenca, en Honduras, allí mismo donde hace algunas semanas fue asesinada la activista ambiental Berta Cáceres. “Si se atrevieron con ella, con un Goldman, lo que nos puede pasar a nosotras”.
Lamentablemente, este miedo tiene fundamento. A pesar de los avances registrados en los últimos años, América Latina sigue siendo la región más desigual del planeta. La violencia y la desigualdad tienen una estrecha relación. Nueve de las diez ciudades más peligrosas del mundo son latinoamericanas. La región registra las tasas de muerte violenta más altas a nivel mundial (sin incluir los conflictos armados). La desigualdad extrema, en una región donde 32 personas acumulan la misma riqueza que la mitad de su población más pobre, debilita la cohesión social por distintas vías: mermando la confianza interpersonal y el capital social, erosionando la confianza en el sistema político y la democracia, y alimentando el conflicto violento.
Con el período de bonanza económica que ha vivido la región – la «década dorada» según The Economist – se ha producido lo que Albert Hirschman describe como el «efecto túnel«, al referirse a la irritación que generan las diferentes velocidades que operan en el reparto de la prosperidad. En la metáfora utilizada por el destacado intelectual alemán, la sensación de crispación se compara con la frustración que se siente al estar parado con el coche en un túnel, en medio de un gran embotellamiento. Una sensación a la que se le suma el enojo cuando vemos que la circulación empieza a mejorar porque la fila de coches a nuestro lado se mueve cada vez más rápido, pero la nuestra continúa parada. Podemos soportar con resignación un atasco generalizado, pero no toleramos una situación injusta que nos deje rezagados cuando los otros se benefician cada vez más de un contexto favorable. ¡O todos, o nadie!
Pero además, hay una modalidad de desarrollo que reside en la base de esta prosperidad asimétrica y tiene impacto directo en el recrudecimiento de la violencia. El modelo económico extractivista y neoextractivista, atiborrado por el boom de las commodities, ha encendido la conflictividad por el acceso y uso de los recursos naturales a niveles inéditos en la región, y lo ha hecho en abierta colisión con el ejercicio de los derechos económicos, ambientales y colectivos de las poblaciones más vulnerables. Según Front Line Defenders, el 41% de los asesinatos de personas defensoras de los derechos humanos, en América Latina, está vinculado con luchas ambientales, por el derecho a la tierra, el territorio o la defensa de pueblos indígenas.
Para denunciar esta situación, Oxfam acaba de publicar El Riesgo de Defender. En este informe, se alerta sobre una doble realidad. Por un lado, el incremento preocupante de la violencia contra las y los defensores de los derechos humanos en la región, y su relación con la creciente conflictividad ligada al modelo extractivista. Por el otro, el alarmante contexto de impunidad y criminalización del activismo, el riesgo creciente del ejercicio de defender, en el marco de un frágil estado de derecho, ineficaz y omiso ante las injusticias y capturado por los intereses de los grupos de poder.
El año pasado, de los 220 asesinatos de personas defensoras de los derechos humanos a nivel global, 185 se produjeron en América Latina. Una violencia que ha recrudecido en Brasil, Guatemala, Honduras, Perú e, incluso, en el contexto de las negociaciones por la paz en Colombia. La situación se torna todavía más brutal en el caso de las mujeres defensoras, sumándose así a las violencias que ellas sufren cotidianamente, víctimas de un sistema de creencias patriarcal.
Pero además, tal como advierte la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, uno de los grandes problemas que afectan a las defensoras y defensores es la falta de investigación sobre los ataques de los que son víctimas, lo que ha acentuado la situación de vulnerabilidad en que se encuentran. El Informe de Oxfam indica que, de las 63 personas defensoras asesinadas en Colombia durante el año 2015, 21 habían denunciado previamente amenazas y 4 estaban bajo el cuidado de la Unidad Nacional de Protección. En Honduras, de las 14 personas con medidas cautelares de la CIDH, 4 han sido asesinadas en los últimos años. La ineficacia del Estado para proveer seguridad, protección y un acceso universal e independiente a la justicia, explican estos gravísimos hechos para la institucionalidad democrática de la región.
Aquel día, en La Esperanza, esas valientes defensoras hondureñas me contaban que ellas, como las hormigas, eran pequeñas y vulnerables, fáciles de aplastar por criaturas mucho más grandes, agresivas y brutales. Sin embargo, que cuando se juntaban, se organizaban y actuaban colectivamente, podían llegar a mover montañas, que podían picar y picar fuerte, impidiendo que los de siempre, continúen dándoles pisotones.
Tomado de: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/11/violencia-riesgo-de-defender-america-latina.html#more