Por David Calderón*
Me encuentro con frecuencia -en diálogos en corto y en encuentros con grandes audiencias- con la pregunta: “¿Y ahora, qué va a pasar con la reforma educativa?”. Hay aprehensión por la posibilidad de lo que imaginan como suspensión o revocación, sea un golpe de reversa que pudiera “echar para atrás” lo logrado. Y de ahí, mis interlocutores hacen sus previsiones electorales, sobre la cercanía o lejanía de López Obrador, Meade y el aún innombrada/o candidata/o frentista, entre sí y de cara a la constancia de mayoría que los haría presidente.
Y contesto que, para empezar, no hay algo así como “la” reforma educativa. Eso se puede afirmar por dos razones: una la provee la ciencia histórica y otra la aporta la ciencia pedagógica. No hay “la” reforma educativa porque en la historia de las administraciones federales es una tradición -valga la paradoja- empezar una reforma. Las ha habido estructurales, es decir, reformas al sistema educativo que han involucrado cambios a la Constitución y las leyes, ajustes en la fórmula de financiamiento y de distribución de gasto, cambios en la formación docente y modificación importante a los planes de estudio. Han sido muy pocas. La mayoría de las veces que se ha anunciado una “reforma educativa”, la administración sólo toca uno de estos aspectos en forma aislada. Traigo al estrado a un testigo de pericia y honorabilidad inatacables, para reforzar mi tesis:
“A la carencia de continuidad en aspectos muy importantes de la política educativa (cada sexenio parece ignorar los anteriores), se ha sumado la falta de un proyecto nacional de sociedad, filosóficamente coherente y políticamente viable. Su ausencia ha hecho que muchas medidas de reforma educativa, en sí positivas y acertadas, carezcan de la intencionalidad social necesaria y, por tanto, de verdadera eficacia para transformar las relaciones entre los diversos grupos que integran nuestra sociedad.” La contundente reflexión es de Pablo Latapí, en muchos sentidos el padre de la investigación educativa de la época contemporánea en México. El fragmento citado es de un artículo cuyo nombre no hace sino reiterar mi punto: el texto se titula “Reformas educativas en los últimos cuatro gobiernos” y menciona los procesos de 1958 a 1975 (muchos no saben que hubo cuatro “reformas” entonces, mucho antes de ANMEB, RES y RIEB, siglas para los conocedores del esotérico y endogámico debate en política educativa). ¿La más grande ironía? La fase final del sexenio de Díaz Ordaz se autonombró desde la SEP “revolución educativa”.
La razón pedagógica es que la auténtica transformación educativa es un continuo: toda modificación sustantiva y positiva fue preparada por cambios previos, y debe continuarse en profundidad y amplitud. La reforma debe ser un proceso de cambio permanente y orgánico si queremos contar con un mínimo de congruencia y eficacia.
Así, lo que le tocará al próximo gobierno federal y lo que no podemos dejar de exigirle al actual es seguir los mandatos de ley que son garantía de los derechos de los niños: nos deben una evaluación de desempeño sólida, el informe de los directores a la comunidad que marca el artículo 14 de la ley general de educación y sobre todo un gran cambio en el aprendizaje profesional, no el tardío y empobrecido planteamiento sobre Normales y los cursillos en línea de preparación a las evaluaciones del servicio profesional docente, sólo por mencionar las más clamorosas omisiones, retrasos o rebajas. Y que AMLO, Meade, el frentista o quien quede sepa desde ahora que tienen que seguir más reformas educativas, y que el INEE, la Suprema Corte y las organizaciones de sociedad civil ya no están para desplantes diazordacistas de querer cambiar en discurso para que nada cambie en la realidad. Eso sigue en educación. Y más temas, que abordaré en entregas posteriores.
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