Por Carolina Vásquez Araya
La época trae un cierto romanticismo que dura exactamente un mes. Luego, la realidad.
Resulta imposible librarse de hablar sobre la época navideña, paréntesis obligado cuya característica más notable es un repunte de un sentimentalismo kitsch y la revisión de nuestros fallos y aciertos durante los últimos doce meses. Es también el renacer de los amores de temporada, período durante el cual se relajan las disciplinas y se alimentan las expectativas de recibir en forma de objetos ese cariño muchas veces ausente durante el resto del año. Para la niñez, aun cuando no es regla general porque sin duda hay padres y madres dedicados y comprometidos con el bienestar de su familia, muchas veces es el único período del año en que gozan de algún protagonismo.
Las exigencias de un sistema de vida condicionado por el mercantilismo, sumado a la certeza de que solo el éxito económico se considera éxito, ha creado una sociedad individualista, centrada en el consumo como condición indispensable para “pertenecer” a dondequiera deseemos estar, cuya primera consecuencia es el abandono de los lazos familiares por una infinita serie de sólidas razones, entre las cuales la más recurrente es la falta de tiempo. He visto demasiadas veces durante las navidades ese afán compensatorio de padres a hijos como para ignorarlo.
La llegada de las fiestas de fin de año ofrecen a la mayoría de personas un modo fácil de confirmar los lazos afectivos con amigos, colegas, familiares, pero cuando se trata de nuestras hijas e hijos, con quienes convivimos a diario y cuya vida se encuentra en nuestras manos -poco capacitadas para una tarea tan delicada- toma un cariz diferente. Es entonces cuando los sentimientos verdaderos se ponen a prueba, cuando debemos reflexionar con la mayor honestidad para reconocer cuánta atención les prestamos fuera de este conveniente paréntesis navideño, qué hemos aportado en su desarrollo personal, cuánto conocemos de sus inquietudes, temores y sueños.
Uno de los problemas más serios de las sociedades modernas es el abandono de la niñez y la juventud. Un abandono convertido en estilo de vida en todos los estratos por la falta de contacto personal y directo con las personas de nuestro entorno. Esto va dañando el flujo de comunicación en la pareja y, con mayor énfasis, entre padres e hijos, rompiéndose en algún punto –el quiebre generacional, quizá- y generando esos grandes vacíos de comprensión con un distanciamiento progresivo muy difícil de revertir.
En los estratos más pobres –en donde se agrupa, tanto en Guatemala como en otros países de la región, el grueso de la población- la situación es aún más crítica no solo por la falta de recursos, sino por una ausencia endémica de oportunidades de educación generación tras generación, lo cual afecta la atención adecuada de la niñez en todos los aspectos de su desarrollo, así como sus posibilidades de progreso personal. La violencia provocada por esta condición de desigualdad y los elevados niveles de frustración en las familias suele repercutir en un ambiente hostil y amenazador para la niñez, en especial para las niñas, vulnerables al abuso y la discriminación. La Navidad, para ellos, es quizá cuando más conscientes están de sus condiciones de vida y sus enormes carencias.
Para quienes habitamos los centros urbanos, la visión superficial de la época se reduce a protestar por el exceso de tráfico, la escasez de estacionamiento en los centros comerciales y olvidamos los grandes problemas de quienes viven en la más profunda miseria. Nos preocupamos por quedar bien a través de objetos y olvidamos que la esencia de la celebración –para cristianos y no cristianos, es decir, para cualquier ser humano- debe ser la confirmación de los valores en los cuales basamos nuestros compromisos como comunidad.
Un paréntesis cargado de buenas intenciones no basta si no se transforma en realidad.
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Imagen tomada de archivo OVE