El Manifiesto, un texto vivo

Este artículo es el resultado de un encuentro en el Centro de Estudios Marxistas. Estas reuniones buscan fomentar tanto la autoformación como la reflexión crítica. Por lo tanto, se basan en gran medida en el trabajo previo de camaradas dentro y fuera de nuestro movimiento.

El Manifiesto del Partido Comunista (habitualmente referido como El Manifiesto Comunista, NdR), escrito en vísperas de la revolución de 1848, es la obra más famosa y difundida de Marx (y de Engels, aunque su papel es menos significativo). A pesar de su fama, este breve texto no es en absoluto un tratado de teoría política de alcance universal. Sin embargo, su espíritu revolucionario lo lleva más allá de su tiempo, y es precisamente porque nació de circunstancias únicas que continúa interpelándonos.

Para esclarecer esta paradoja, es importante volver primero a las condiciones en las que se redactó El Manifiesto, antes de abordar dos de sus temas centrales: primero, la cuestión de la lucha de clases y el “partido”, y luego, la de la reapropiación comunista. Para Marx, el comunismo no designaba un proyecto integral, sino un esfuerzo a largo plazo para derrocar toda dominación de clase, reapropiarse de nuestras actividades sociales y construir otro mundo. “¡Proletarios de todos los países, uníos!”: con este llamado a la movilización, que nunca ha sido más urgente que hoy, concluye.

El preludio de la revolución de 1848

En vísperas de 1848, Alemania estaba fragmentada. Marx nació en Renania, donde los ejércitos de la Convención impusieron la ley revolucionaria durante un tiempo, antes de su anexión por Prusia, un estado feudal y policial, en el Congreso de Viena. En esta región rural, marcada por un relativo desarrollo económico y una creciente desigualdad, las protestas surgieron pronto.

Así, en 1832, en Hambach, no lejos de Tréveris, su ciudad natal, una manifestación política congregó a casi 30.000 personas durante dos días. Exigían libertad religiosa, una Constitución, la unidad alemana, y algunos participantes incluso se atrevieron a mencionar una inminente revolución armada. En 1835, el poeta Georg Büchner escribió el primer manifiesto de la revolución social en Alemania, lanzando el famoso lema: “¡ Paz a las casas, guerra a los palacios!”. El Manifiesto también se inspira en esta cultura alemana rebelde.

Si bien estas revueltas populares fueron violentamente reprimidas por las autoridades prusianas, gradualmente surgió una prensa crítica que representaba los intereses liberales, pero también las aspiraciones democráticas. Marx, quien se había acercado a los movimientos de protesta hegelianos, se involucró en este periodismo de investigación y opinión en 1842 (a los 24 años), alcanzando rápidamente un papel destacado en la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung).

En 1843, tras la prohibición del Rheinische Zeitung por parte del gobierno prusiano, Marx rompió con un bando liberal que nunca había sido suyo y que se había mostrado incapaz de oponerse a la censura. Se exilió en París, la capital de la revolución, no sin haber escrito previamente numerosas obras, entre ellas una crítica detallada de la concepción hegeliana del Estado.

En París, conoció a Engels, quien durante mucho tiempo se había declarado socialista. Horrorizado por sus inclinaciones políticas, su padre lo envió a Manchester a trabajar en una de sus hilanderías. Pero allí, su experiencia en el mundo industrial (así como su encuentro con Moses Hess) lo llevaron a proclamarse comunista, antes que Marx. El término, aunque no está claramente definido, se refiere principalmente al rechazo de la propiedad privada en un contexto de intensos debates sobre las opciones socialistas, comunistas y anarquistas que se extendían por toda Europa.

Por su parte, Engels se vio particularmente influenciado por las huelgas que, durante la crisis económica de 1842, congregaron a varios millones de trabajadores ingleses. Estas contradicciones, según él, estaban destinadas a desembocar en una revolución social. Surgido a finales de la década de 1830, el cartismo fue, de hecho, la primera organización de masas en Europa, en una época en la que no existían partidos políticos modernos. La opción de Marx fue algo diferente desde el principio: consideraba que la revolución social debía ser también una revolución política, y más aún una revolución de la política, contra su confiscación en forma de un estado separado, vuelto contra los trabajadores.

En este contexto, Marx ve el auge de las ideas revolucionarias como resultado de contradicciones históricas, de las que nunca son simplemente un reflejo: en ciertos casos, pueden contribuir a inventar y guiar el futuro, aunque estén determinadas por las circunstancias presentes. El Manifiesto se concibe como un texto de intervención, cuyo objetivo es transformar el conocimiento y la acción conjuntamente y a través de la acción. De ahí el optimismo extremo de este texto extravagante: en vísperas del levantamiento europeo de 1848, ¡todo parece posible!

Este texto militante es, sin embargo, un gran texto teórico y prospectivo: el término comunismo designa sobre todo una invención colectiva permanente, que aspira a devolver a los seres humanos el control de su vida social e individual, y no una utopía. Marx identificó al proletariado como el principal actor de la revolución venidera, que, al aliarse con otros pueblos explotados, derrocará los restos del feudalismo al mismo tiempo que el capitalismo en formación, la forma suprema de dominación de clase, centrada en la desposesión radical de los trabajadores.

El Manifiesto refleja todas las contradicciones de su época. En el Congreso de Viena de 1815, las grandes potencias rediseñaron el mapa de Europa y del mundo. Pero esta Europa rediseñada dispersó y oprimió a los pueblos, alimentando las demandas de liberación nacional y justicia social. A nivel global, Occidente impuso su dominio sobre el resto del mundo a medida que el capitalismo iniciaba su expansión global: El Manifiesto anticipó este proceso de globalización. La colonización y la esclavitud, ligadas al comercio triangular, fueron consecuencia de su lento surgimiento, pero a su vez aceleraron su ascenso. Y la crisis actual también es económica, habiéndose vuelto periódica a pesar del aumento de la producción.

La inestabilidad de este edificio no tiene precedentes: desde 1830, se sucedieron oleadas revolucionarias en todo el mundo, y El Manifiesto, que pretende acelerar y acompañar el proceso revolucionario, se propone ofrecer un análisis histórico coherente de esta realidad y sus contradicciones. Pues son estas contradicciones las que abren brechas en la historia y perfilan posibilidades sin precedentes para la emancipación colectiva. Pero a condición de que las comprendamos y actuemos en consecuencia, de manera resuelta, consciente y organizada. A pesar de la distancia que nos separa de aquella época, esta tarea es más relevante que nunca: se llama lucha de clases.

Lucha de clases y partido de clase

En El Manifiesto, la lucha de clases es central, la fuerza impulsora, y sus primeras líneas son famosas: “La historia de toda la sociedad hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Las clases no son entidades inmutables, sino el resultado de esta lucha constante y contradictoria. Pero también son función del lugar que ocupan los grupos sociales en la producción de riqueza. Finalmente, se caracterizan por formas de conciencia más o menos elaboradas, que les permiten construir sus propios intereses como fuerzas políticas. ¿Con quién unirse, cómo, en qué medida y con qué propósito? Estas preguntas políticas y estratégicas recorren todo el texto.

En este mundo cambiante anterior a 1848, la ira de las poblaciones ante la injusticia y la pobreza había ido en aumento durante mucho tiempo. Esta prolongada efervescencia de revuelta dio origen a movimientos políticos de protesta, en pleno proceso de modernización. Sus objetivos eran distintos, pero no necesariamente incompatibles: el movimiento liberal exigía una Constitución asociada a un sistema parlamentario basado en la propiedad, mientras que la tendencia democrática abogaba por una república que otorgara derechos políticos más amplios. Por su parte, un movimiento igualitario radical, derivado del babouvismo, reclamaba la revolución social.

La Liga de los Justos pertenece a este último movimiento. Cuando Marx y Engels se acercaron a ella, ya llevaba más de diez años existiendo y reunía a artesanos y obreros alemanes emigrados, organizados en Suiza, París y Londres. En París, la Liga participó en la insurrección blanquista de mayo de 1839 y sufrió la violenta represión que siguió a su fracaso. Por su parte, el grupo suizo estaba liderado por Wilhelm Weitling, seguidor del comunismo cristiano y de inspiración babuvista, poco respetuoso con el rigor teórico, pero carismático partidario de la vía insurreccional. Los dirigentes londinenses de la Liga, por su parte, defendían una línea menos ofensiva y deseaban, sobre todo, transformar la organización secreta inicial en una entidad legal. Para Marx y Engels, este objetivo era perfectamente compatible con una opción abiertamente revolucionaria.

Engels recordaría más tarde que la condición que Marx y él mismo habían establecido para su participación era la supresión del “culto supersticioso a las autoridades”. Por lo tanto, su victoria fue sobre todo estratégica, democratizando el funcionamiento interno de la Liga al imponer el órgano decisorio del congreso. Cerrando el paso a cualquier “espíritu de conspiración”, esta forma de organización era ahora “absolutamente democrática”, diría Engels, al imponer la condición de líderes electos y revocables. “Transformó a la Liga, al menos en tiempos de paz, en una simple sociedad de propaganda”.

En virtud de este objetivo, dicha estructura se mantiene muy alejada de los partidos modernos, y en particular de las poderosas organizaciones de la socialdemocracia alemana y austriaca de finales del siglo XIX. La Liga de los Justos, rebautizada como Liga de los Comunistas, sigue siendo una pequeña formación que reúne principalmente a intelectuales y artesanos, alejada del proletariado industrial. Sin embargo, constituye el embrión de una nueva organización abierta e internacional, al servicio de la lucha específicamente política de la clase obrera.

Cuando estalló la revolución, el papel de la Liga y, en general, el de quienes se declaraban comunistas era insignificante. Tras el fracaso de la revolución, la represión recaería violenta y duradera sobre activistas y organizaciones obreras. Por otro lado, las preguntas planteadas por Marx y Engels persistieron y explican por qué el Manifiesto, inicialmente poco difundido, luego tuvo una difusión masiva: ¿qué es una organización revolucionaria? ¿Cuál es su función? ¿Cuáles son sus estructuras?

En El Manifiesto, los comunistas son “la fracción más consciente de los partidos obreros”. En 1850, tras la traición de los partidos democráticos, Marx optó por la formación de organizaciones autónomas de la clase obrera. Pero ni él ni Engels consideraron nunca las cuestiones tácticas y estratégicas como doctrinarias. Nunca cultivaron el fetichismo de la organización. El objetivo final prevalece sobre las herramientas de lucha, aunque tales medios -las organizaciones estructuradas- sean indispensables para ellos. No existe una ciencia, sino un “arte estratégico”, como lo expresó con tanta fuerza Daniel Bensaïd.

El comunismo, para recuperar nuestras vidas

La gran modernidad de El Manifiesto, a pesar de su carácter anticuado en algunos puntos, reside en la perspectiva de la reapropiación, que va mucho más allá de la mera desaparición de la gran propiedad. Esta tesis, propia de Marx, recorre toda su obra.

Por un lado, no se limita a anunciar la revolución ni a convocarla, sino que subraya la necesidad de la acción política, en el nuevo sentido del término, así como la importancia decisiva de la concienciación, como condición para la victoria de las clases dominadas. Ahora bien, esta concienciación exige la reapropiación del conocimiento, monopolizado por las clases dominantes y producido para su uso, condicionado por sus preocupaciones económicas, sociales y políticas.

Por otra parte, Marx llevaba mucho tiempo comprometido con una crítica del Estado como un organismo separado, separado de la vida económica y social: fue la gestión colectiva la que confiscó. Marx pasaría de la idea de su conquista a la de su “ruptura”, en favor de un “poder público”, un autogobierno democrático del que la Comuna de París le proporcionaría un esbozo. Pues conquistar el Estado implica, a menudo, ser conquistado por su lógica: la terrible historia posterior del “comunismo” lo atestigua…

En este mismo sentido, el comunismo se refiere a la profunda transformación de todas las actividades sociales y no a la simple distribución igualitaria de la riqueza producida: se trata de iniciar un proceso de reapropiación de las funciones que el capitalismo desvía en beneficio de las clases dominantes. Esta reapropiación es un objetivo, pero también una condición fundamental de la revolución si la concebimos no como una “gran noche”, sino como un proceso lento y complejo, como la reorganización colectiva y racional de toda la vida económica y social. En otras palabras, se trata inmediatamente de recuperar la propia vida, y este es el reto inmediato de las luchas y movilizaciones para iniciar esta difícil construcción.

En esta ocasión, Marx enuncia otra tesis fundamental, inseparable de la anterior, que sitúa al comunismo en las antípodas de cualquier colectivismo de cuartel: se trata de construir “una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición del libre desarrollo de todos”. Recuperar nuestras actividades sociales frente a la privatización capitalista del mundo significa también recuperar nuestras vidas, nuestro tiempo libre, la condición de nuestra emancipación personal, confiscada y saqueada por un capitalismo más feroz que nunca. El Manifiesto especifica la definición dada en 1845 en La Ideología Alemana: “Para nosotros, el comunismo no es un estado que deba crearse, ni un ideal al que la realidad deba ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real que suprime el estado actual. Las condiciones de este movimiento resultan de las premisas existentes”.

Este comunismo de reapropiación va mucho más allá de la simple redistribución. Consiste en la reformulación de las relaciones sociales de producción y reproducción; concierne a la vida misma, incluida la naturaleza. La gran relevancia de El Manifiesto reside aquí: estas cuestiones son a la vez objetivos y palancas de la lucha y la movilización anticapitalistas. Luchar contra la explotación, el sexismo, el racismo y todas las formas de dominación de clase en sus mil variantes significa luchar por nosotros mismos, por cada uno de nosotros, juntos, esbozando la figura de un mundo mejor a partir de ahora. Y nuestras organizaciones deben ahora estar a la altura de estos objetivos. Sin duda, El Manifiesto, un texto vivo, inclasificable y devastador, merece ser leído y releído.

Isabelle Garo

L´Anticapitaliste (NPA)

Fuente de la información:  https://vientosur.info

Fotografía: Viento sur. France, Paris, 2023-05-01. Un manifestant avec pancarte avec le slogan “Marx attack”. Manifestation du 1er mai contre la reforme des retraites. Photographie de Martin Noda / Hans Lucas

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