Guadalupe Jover
¿Qué nos está pasando a los docentes? ¿Hasta qué punto hemos externalizado nuestras conciencias, y necesitamos que una instancia superior legitime aquellas decisiones en que deberíamos ser soberanos?
No deja de causarme estupor la frecuencia con que, al hilo de alguna propuesta de trabajo interdisciplinar en el centro, muchos docentes se descuelgan del impulso inicial aduciendo lo mal que van de tiempo. “Voy fatal” es la frase que explica y justifica la imposibilidad de “perder” un puñado de clases y ponerse a trabajar con el alumnado en, pongamos por caso, la gestión de los residuos en el instituto y en el planeta todo. Pero el agobio no es de ahora; del mes de enero, quiero decir. Ya en septiembre hay quienes se resisten a abordar una cuestión transversal -las muertes en el Mediterráneo, por ejemplo-, porque eso no está en el programa o porque va a implicar ir con prisas el resto del curso. Y lo que sobrecoge no son solo los argumentos, sino la expresión de genuina tristeza y frustración en muchas de las personas que así se expresan. Hay pesar en sus palabras; hay rabia y desazón.
Cierto que están también quienes desdeñan todo aquello que no sea estrictamente académico; quienes entienden que todas estas cuestiones -las desigualdades, las muertes, el calentamiento global- suponen hacer ideología o meterse en política. Son quienes, naturalmente, nunca se han sentido concernidos por los denominados ejes transversales del currículo y aún protestan cuando se programa alguna actividad colectiva para el 8 de marzo, pongamos por caso. Pero no es en ellos en quienes pienso ahora. Pienso en quienes sienten que sí quisieran “salirse” del programa (del libro de texto, quizá), pero no se atreven.
¿Cómo explicarles que, a pocas vueltas que le den, claro que hay manera de encontrar franjas de intersección entre el currículo de su asignatura y el proyecto en ciernes? ¿Y cómo explicarles que, en última instancia, tampoco se hunde el mundo por dejar de dar determinados temas, mientras que el mundo real -el de los migrantes y el de los bosques- sí está hundiéndose ante nuestros ojos? ¿Cómo preguntarles, sin que se sientan juzgados, de qué tienen miedo?
Pero la cosa no acaba aquí. Lo peor es intuir que si el próximo curso desembarcara en el centro una ilustre fundación, un banco, una multinacional, y ofreciera respaldo, prestigio y recursos para el desarrollo de un proyecto interdisciplinar acerca de cualquiera de estos u otros temas… esos mismos docentes que hoy se muestran temerosos de dejar de lado el programa se sumarían convencidos -y aliviados- a la propuesta.
¿Qué nos está pasando a los docentes? ¿Hasta qué punto hemos externalizado nuestras conciencias, y necesitamos que una instancia superior legitime aquellas decisiones en que deberíamos ser soberanos?
Todo esto viene a cuento también de algo que me sucedió el curso pasado en mis clases de literatura. Había leído con mi alumnado de 4º de ESO Rebelión en la granja y, tras el coloquio que sigue siempre a cualquier lectura compartida, les pedí que pusieran por escrito algunas reflexiones. Una de las cuestiones que les planteaba era con cuál de los animales que protagonizaban la novela se habían sentido más identificados y por qué.
Quiero recordar, para quien no conozca la novela o tenga su lectura muy lejana, que en ella Orwell realiza una sátira feroz del estalinismo, presentada en forma de fábula animal. La novela arranca cuando los animales de una granja se rebelan contra el dueño, el señor Jones, y pretenden organizar el poder de manera democrática. Pronto los cerdos tomarán el control de la revolución. El llamado Napoleón -trasunto directo de Stalin- acabará asumiendo un poder absoluto, y asistiremos al creciente uso de la violencia y la manipulación informativa por parte de los cerdos para someter a la obediencia al resto de los animales, justificar sus privilegios crecientes, y acallar todo tipo de disidencia. La novela, naturalmente, desborda en su crítica el horizonte de la revolución rusa e ilumina los mecanismos que operan en el seno de cualquier totalitarismo. Un aspecto particularmente interesante es la actitud del resto de animales ante lo que es un flagrante abuso de poder.
“¿Con qué animal te has sentido más identificado y por qué?”, les preguntaba a mis alumnos. No es momento de detenerme en la descripción de las distintas actitudes que perros, ovejas, cuervos, asnos, caballos o yeguas tienen en la novela. Basta decir que una abrumadora mayoría de estudiantes se inclinó por Boxer, un anciano caballo, tan bondadoso como trabajador. Boxer va teniendo paulatinamente la certidumbre de que las cosas no son como se las cuentan, de que están siendo víctimas de un embuste tras otro y una renovada esclavitud. Pero no se atreve ni a mirarse dentro -y formularlo- ni a mirar afuera -y denunciarlo-. Un tímido intento hace, eso es verdad, del que no sale bien parado.
La elección de Boxer por tantos chicos y chicas era en parte lógica, puesto que es uno de los pocos personajes que suscitan simpatía. Lo que me escalofrió fue la crudeza con que exponían las razones de su elección. “Me identifico con Boxer, porque prefiere no buscarse problemas y hacer lo que pueda” (Mario). “Con Boxer, porque se centra en lo que tiene que hacer para estar bien con Napoleón, estar a salvo y no tener problemas con nadie”(Gabriela). “Yo personalmente me identifico con Boxer ya que sinceramente a mí me da igual lo que ocurra, aunque me manifieste o me mate no me hacen caso, así que mejor no decir nada y cada uno a lo suyo” (Petya). “Dentro de un sistema totalitario me comportaría como Boxer, yo también por temor e ignorancia, pero a la vez inteligencia. Trabajaría y no provocaría problemas para guardar mis espaldas y que no me hicieran nada”. (María)
No me resisto a transcribir los argumentos de quienes optaron -prácticamente el tercio restante- por Benjamín, el burro. Es el animal más viejo de toda la granja, y el único que sabe leer. A su inteligencia une su carácter malhumorado y taciturno. Desde una distancia no exenta de cierto cinismo, evita hablar y actuar. “Me ha gustado mucho Benjamín. Creo que hubiera debido actuar, aunque hay que comprender que el miedo lo paralizaba” (Noelia). “Me identificaría con Benjamín, porque no hizo nada para oponerse y creo que yo tampoco lo haría, aunque hubiera estado bien un personaje más rebelde que se opusiera a Napoleón” (Selina). “Yo creo que sería un poco el burro. Me daría un poco igual a quién seguir o qué hacer pero sin meterme en ningún problema. Intentaría complacer al líder que hubiese” (Hugo).
Luego vemos a tantos jóvenes, a tantas jóvenes, trabajando en lugares en que se saben explotados; en empresas cuyos códigos éticos no comparten en absoluto… conscientes de estar poniendo su talento, su conocimiento, su ilusión y aun su vida al servicio de unos intereses que no son los suyos ni lo que ellos entienden por el bien común. Y tampoco ellos se atreven a hacerse preguntas.
¿Es este el ejemplo que les estamos dando? ¿Es para esto para lo que los estamos educando?
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/01/23/programados-para-obedecer/