Una escuela que segrega priva a los ricos del conocimiento de las cosas
“La verdadera cultura se compone de dos cosas: pertenecer a la masa y poseer la palabra. Una escuela que selecciona destruye la cultura. A los pobres les quita el medio de expresión. A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”. (Alumnos de la escuela de Barbiana, 1967).
Una escuela que segrega daña no solo al alumnado más vulnerable, condenado a no salir de allá donde lo puso el azar de su nacimiento. Daña también, y no poco, a quienes encierra en entornos de pretendido privilegio pues los priva, como denuncian los alumnos de Barbiana, del conocimiento de las cosas.
Hace ahora dos años, la Casa Real emitió un comunicado para informar de que la Princesa de Asturias cursaría el Bachillerato Internacional en una institución educativa privada del Reino Unido, previo pago de 67.000 libras esterlinas. En ese mismo comunicado se subrayaba que se trataba de un colegio en el que “puede haber unas 80 nacionalidades, con alumnos procedentes de diversos estratos económicos”, como prueba de un ideario que propugna el entendimiento intercultural y la valoración de la diversidad. Quienes conocemos el mapa escolar madrileño no pudimos dejar de sentir estupefacción. El instituto público que en razón del domicilio corresponde a las hijas de los Reyes de España cuenta con un número análogo de nacionalidades entre su alumnado, (aunque es verdad que sin gran diversidad de estratos socioeconómicos, visto que quienes pueden elegir, porque tienen dinero para ello, huyen de esa diversidad hacia entornos mucho más homogéneos). Para ese viaje, nunca mejor dicho, no necesitábamos alforjas.
El mensaje real del comunicado estaba sin embargo en lo no dicho: en la desafección hacia la escuela pública española por parte de quien, como en el caso de otras monarquías europeas, debiera ser su principal valedor. Lo mismo ocurre con gran parte de las élites políticas de nuestro país, cuyo currículum, por más que acumule posteriormente grados y másteres, adolecerá de una ceguera en muchos casos incurable: la que impide ver al otro como a un igual, sea cual sea su origen geográfico y cultural y su entorno socioeconómico, su lengua y sus creencias religiosas; la que impide luego comprender las razones azarosas, y por tanto esencialmente injustas, del desigual futuro que espera a unos y otros.
“¿Dónde estarán los pobres, que no los veo?”, se preguntaba nada menos que el consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, tras la publicación de un informe de Cáritas que alertaba de que un 22% de la población madrileña se encuentra en situación de exclusión social. Y lo hacía con gesto burlón, calificando de “error” la existencia de ese tipo de informes.
Pero es que no los ve. No los ven. “Una escuela que segrega destruye la cultura”: destruye, es verdad, los valores civilizatorios básicos, que debieran ser compartidos. “A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”: privados de la capacidad de alzar la vista y mirar en derredor, aquejados de una miopía incapacitante, refugiados en la confortabilidad del privilegio, siguen alimentando –por activa o por pasiva– una segregación escolar que causa ya escándalo en Europa.
Para la educación democrática no hay atajos. El primer presupuesto de una sociedad democrática es la consideración del otro, de los otros, como personas iguales en dignidad y derechos. Y eso se aprende (o no) desde la infancia. Se vive o no se vive. “Solo se mira como a iguales a aquellos con los que se ha compartido pupitre en la escuela” afirmaba José Pedro Varela, maestro uruguayo, hace ya siglo y medio. Haber crecido, codo con codo, con niños y niñas diferentes en todo es lo único que puede despertar la conciencia del propio privilegio y no atribuir este a un mérito personal. Es lo único que puede despertar reflejos de empatía no atravesados por la asimetría de la desigualdad y conformar una suerte de “velo de ignorancia” que, llegado el momento de proponer medidas para el conjunto de la sociedad, haga abstracción de la propia posición en la rueda de la fortuna.
Educarse en una escuela diversa debería entenderse como un derecho de todo menor, tanto de los que están a un lado o al otro del privilegio. Y eso es algo que ningún dinero puede comprar.
Pero aún hay más. “Una escuela que selecciona destruye la cultura. […] A los ricos les quita el conocimiento de las cosas”. Nuestra cultura compartida –un posesivo hoy felizmente ampliado– incluye un suelo ideológico irrenunciable: no solo los derechos humanos, sino también el derecho a vivir en un planeta con futuro (y el deber de legarlo a las próximas generaciones).
¿Está en riesgo la provisión de ese conocimiento a no pocos niños y niñas de nuestro país, en favor de unas creencias religiosas concretas (no compartidas, por tanto, por el conjunto de la sociedad) y de unos filtros ideológicos que dan la espalda a la fundamentación científica en la selección del saber? Mucho nos tememos que sí.
“Porque vivimos en una época de avalancha de información, desinformación y manipulación, es fundamental el papel de la escuela como agente de validación de la información y de transmisión de conocimientos validados científicamente. No se trata de convertir la escuela en un instrumento de adoctrinamiento ideológico, sino de garantizar que no se construyan opiniones que no están apoyadas en hechos”, afirman João Costa y João Couvaneiro en un libro de título bien elocuente: Conhecimentos vs competências. Uma dicotomia disparatada na educação. (2019).
El aprendizaje de la convivencia en condiciones de igualdad con quien es diferente, la educación en derechos humanos, la formación en un conocimiento científicamente contrastado o la libertad de conciencia son derechos de todo menor. Y su mejor garantía es la escuela pública.
Fuente de la Información: https://rebelion.org/una-escuela-que-segrega-priva-a-los-ricos-del-conocimiento-de-las-cosas/