¿Para qué podemos querer una renta básica? Decía el sociólogo norteamericano Erik Olin Wright que la propuesta de la renta básica puede ser objeto de justificaciones “estáticas” y de justificaciones “dinámicas”. Las “estáticas” son las que hacen énfasis en la cantidad de personas que una asignación incondicional de recursos podría sacar de la pobreza y de la exclusión, así como del riesgo permanente de caer en ellas. En el Reino de España, estamos hablando de más de una docena de millones de personas. No es poca cosa.
Pero si hay argumentos que nos llevan a afirmar con vehemencia la necesidad de una renta básica, añadía Wright, es por la capacidad de esta medida de poner en circulación vidas escogidas y vividas en condiciones de libertad efectiva. Por ello, concluía, conviene ofrecer “justificaciones dinámicas” de la renta básica lo más robustas posible, es decir, defensas que pongan de manifiesto que vivir incondicionalmente liberados de la pobreza y de la exclusión no equivale solo a poder sortear la privación, sino también a acceder a los espacios donde se toman las decisiones que verdaderamente condicionan la naturaleza de nuestras relaciones sociales. Y poder vivir y organizarnos con libertad tampoco es un tema menor.
Detengámonos un momento en la cuestión de esta posibilidad de una organización autónoma de los procesos de trabajo, de los tiempos que se emplean en ellos, de las formas de convivencia y de asentamiento en los territorios, de nuestras relaciones con el medio natural. Porque “organización” puede significar muchas cosas, del mismo modo que el componente “organizativo” que acompaña nuestras vidas puede ser nombrado de muchas maneras distintas. Prestemos algo de atención a una de ellas.
Una de las consignas (y uno de los procedimientos) más habituales en la gestión del trabajo y la producción durante las últimas décadas ha sido la de la “flexibilidad”. Como se nos dice a menudo, la respuesta a los retos de la organización económica, especialmente en estos tiempos inciertos de pandemia, debería comportar dosis importantes de “trabajo flexible”. Ya se sabe: conviene que nos adaptamos constantemente a circunstancias constantemente cambiantes, etcétera. A primera vista, la argumentación suena, como mínimo, peligrosa o, por lo menos, peligrosamente inquietante. A nadie le escapa que, muy a menudo, el valor de la “flexibilidad” ha sido abrazado por patronales y entornos empresariales decididos a reducir costes a través de la erosión de los mecanismos legales e institucionales de protección de la clase trabajadora, lo cual ha convertido el discurso de la flexibilidad en una estrategia abiertamente sospechosa.
¿Pero sería posible dar la vuelta a los términos del debate, de modo que llegáramos a preguntarnos, de manera profunda y genuina, cuál es el problema de fondo de la flexibilidad, si es que este problema de fondo realmente existe? Porque el hecho es que nosotros, los humanos, necesitamos vidas flexibles, trayectorias dúctiles dentro de las que podamos acoger y llevar a cabo de forma autónoma tareas bien distintas, tan distintas como lo son nuestras necesidades, que cambian a lo largo de nuestro ciclo vital -André Gorz siempre insistía en ello cuando defendía la idea de unas vidas “multiactivas”-. ¿Cuándo y cómo hemos de realizar trabajo remunerado y cuándo nos hemos de sumergir en el mundo de los cuidados? ¿Cuándo y cómo hemos de abrir las puertas a las muchas formas que puede tomar el emprendimiento? ¿Y al trabajo artístico? ¿Y a la participación comunitaria? ¿Y qué cantidad de estos tipos de trabajos queremos para cada periodo de nuestras vidas? ¿Cuáles son las proporciones adecuadas? Estas preguntas, y muchas otras, han de poder ser respondidas por parte de individuos y grupos sociales, lo que implica que el viejo imaginario de un único puesto de trabajo para toda la vida ha de ser cuestionado, tal y como, de hecho, es cuestionado por movimientos sociales contemporáneos que ven el (no demasiado probable) retorno a las vidas monolíticas de una sola actividad para siempre -así funcionaban los imaginarios sobre el trabajo y la seguridad personal bajo el capitalismo fordista- como una posibilidad que escondería la señal de una importante falta de soberanía económica.
Guy Standing denomina “libertad ocupacional” a esta capacidad de escoger y combinar los diversos ingredientes de una trayectoria vital y profesional con sentido, y sugiere que, muy probablemente, esta sea la única vacuna contra la pandemia de la extrema derecha que se extiende por doquier. Contra la “flexibilidad forzosa” que a menudo se nos impone porque vivimos a merced de otras personas, ha llegado el momento de ponernos a pensar herramientas que favorezcan la extensión social de lo que podríamos dar en llamar “flexibilidad escogida” -o, si lo preferimos así, simplemente “autogestión”-, es decir, aquella capacidad individual y colectiva de autodeterminarnos en relación con nuestros procesos de trabajo. Es aquí donde la propuesta de la renta básica adquiere su sentido, pues un flujo incondicional de ingresos -y de otros recursos en especie- nos permitiría gobernar la flexibilidad de un modo efectivamente seguro y soberano, lo que incrementaría nuestra libertad a la hora de escoger qué tipos de trabajo -en plural- queremos hacer, y cómo, y cuándo y en qué proporciones.
¿Pero por qué podría una renta básica potenciar esta “flexibilidad” que ha de ser entendida como “autogestión”, como “autodeterminación” individual y colectiva en la esfera socioeconómica? El núcleo del asunto es el poder de negociación: la garantía incondicional del derecho a la existencia material permitiría a individuos y grupos el acceso a tres recursos esenciales a la hora de definir y conducir una vida libre. En primer lugar, el poder de negociación se encuentra estrechamente ligado al goce de tiempo para concebir y poner en movimiento una vida propia: la posibilidad de tirar adelante proyectos de vida escogidos depende de manera crucial de la presencia de tiempo para pensar, persuadir, negociar y, finalmente, obtener aquello que necesitamos para desplegarlos. En segundo lugar, el poder de negociación tiene mucho que ver con la capacidad de explorar opciones alternativas y de correr ciertos riesgos que nos puedan situar, quizás, en escenarios más deseables. Finalmente, el poder de negociación requiere el “derecho al crédito”, en el doble sentido de “derecho a recursos económicos” y de “derecho a la confianza social”, al “crédito social”: el flujo constante de ingresos que supone una renta básica también ha de ser entendido como el derecho, otorgado de forma universal y colectiva, a segundas, terceras y subsiguientes oportunidades de lanzar y sostener proyectos productivos y de vida verdaderamente propios, lo cual ha de permitir la articulación de un entorno socioeconómico verdaderamente inclusivo y democrático.
Ni que decir tiene, este poder de negociación que se encuentra ligado a la incondicionalidad en el acceso a recursos resulta especialmente importante en tiempos de bloqueo económico y colapso societario. Porque es preciso que emerja actividad nueva, pero no cualquier tipo de actividad ni, tampoco, de cualquier manera. Garantizando grados relevantes de poder de negociación, una renta básica -y otros recursos en especie- nos ayudaría a rechazar proyectos de vida que no deseamos y que, hoy, se nos imponen, y permitiría que diéramos forma a nuestros espacios y prácticas productivas de manera que emprendiéramos y desarrollásemos actividades, destrezas y facultades que demasiado a menudo quedan bloqueadas, quedan amputadas por la necesidad de aceptar aquello que se halla disponible en los mercados de trabajo. Así, recursos incondicionales como una renta básica ayudarían a garantizar la “libertad ocupacional” -o, si se prefiere, la “democracia económica-” de la que se hablaba anteriormente, pues favorecería la emergencia efectiva de actividad escogida con autonomía en el marco de una recuperación económica de signo abiertamente emancipatorio.
Y aquí la cuestión de la transición eco-social adquiere una centralidad incuestionable, pues una “recuperación económica de signo emancipatorio” en ningún caso puede equivaler al retorno a una normalidad que ni nos podemos permitir desde el punto de vista del padecimiento sociolaboral -precariedad, alienación, crisis de los cuidados, etc.- ni es viable desde el punto de vista del colapso energético y mineral en el que nos hallamos inmersos. Pero la transición hacia formas de vida más austeras, asentadas en conjuntos de actividades y en entornos compatibles con el cuidado de nuestros cuerpos y del planeta que tenemos, exige la posibilidad efectiva de definirlas y tirarlas hacia adelante.
En una entrevista reciente, Yayo Herrero lamentaba, con toda la razón, el suicida cálculo electoral a cortísimo plazo que exhiben fuerzas políticas dichas de izquierdas que, pese a ser profundamente conocedoras de la urgencia de una transición eco-social hacia nuevos modelos socioeconómicos, siguen optando por silenciar la cuestión a un electorado supuestamente poco preparado para oír que es preciso reducir el tren de vida -o que conviene dejar de aspirar a estilos de vida que someten el metabolismo socio-natural a tensiones insoportables-. La pregunta que podemos hacernos en este punto es si estas mismas fuerzas políticas de izquierdas están optando también por dejar de luchar por los mecanismos institucionales -recursos incondicionalmente garantizados como la renta básica, sin ir más lejos- que, precisamente, permitirían que todo el mundo, sin exclusiones, se sintiera invitado a replantear las maneras que tenemos de producir, de reproducir la vida, de distribuir bienes materiales e inmateriales, etc. Volvamos a las “justificaciones dinámicas” de la renta básica que proponía Erik Olin Wright: el acceso incondicional a recursos ha de ser entendido como la oportunidad real para que todo el mundo, sin exclusiones, participe en una gestión democrática del decrecimiento inevitable y viva esta transformación como la gran ocasión para ir moldeando estilos de vida no solo más austeros, sino también -y, quizás, gracias a esta austeridad que nos ha de permitir soltar lastre- más ligados a nuestra creatividad, a nuestro deseo, a nuestra posibilidad de autorrealizarnos en el marco de actividades que podamos llevar a cabo más allá de lógicas estrictamente instrumentales.
Quizás así, situadas en este punto, enraizadas en la lucha por recursos incondicionales capaces de movilizar y hacer crecer relaciones e instituciones sociales más libres, estas fuerzas políticas de izquierdas podrían asociar la transición eco-social a un imaginario no tanto “de la renuncia”, sino “de la conquista” colectiva de vidas verdaderamente dignas de ser vividas. Y eso sí que puede ser fácilmente contado, comprendido y compartido.