Por: Claudia Rafael
En los mismos días se están desentrañando tres juicios por historias diferentes. La justicia podrá establecer condenas pero que no podría rescatar a la vida a seis niños y adolescentes asesinados por la mano armada del Estado o por los venenos que ese mismo Estado permite utilizar en los cultivos.
Corrientes, CABA y provincia de Buenos Aires. Territorios tan disímiles entre sí en los que casi al mismo tiempo el Poder Judicial puso en marcha tres juicios en los que pibes de distintas edades y crónicas de vida muy diferentes entre sí fueron las víctimas. Una Justicia que podrá establecer condenas pero que no podría rescatar a la vida a seis niños y adolescentes asesinados por la mano armada del Estado o por los venenos que ese mismo Estado permite utilizar en los cultivos. Y que, con sus sentencias tampoco impedirá la repetición al infinito de otras historias igual de crueles y dolorosas.
La infancia ha sido una víctima dilecta de las políticas estatales. Por acción o por omisión. Por complicidad o por desidia.
En estos días se sabrá la decisión del Tribunal Oral Penal de Goya que está juzgando a Oscar Antonio Candussi, productor agropecuario acusado de homicidio culposo por el uso de pesticidas organosfosforados en su plantación de tomates. A escasos 15 metros vivía Kily Rivero, un niño de apenas cuatro años que murió el 12 de mayo de 2012 en el Hospital Garrahan. Tuvo una falla hepática fulminante provocada por el contacto con agrotóxicos. Trece años tardó la justicia en llegar a esta instancia, en la que Jorge Antonio Carbone, Darío Alejandro Ortiz y Ricardo Diego Carbajal decidirán si Candussi es o no culpable.
Como antes demoró nueve años en condenar a Ricardo Prieto por haber “desplegado una conducta indebida e imprudente en la utilización del organoclorado alfaendosulfan” en su tomatera, que provocó la muerte de Nicolás Arévalo, de 4 años, y las lesiones graves a su prima, Celeste Abigail Estévez. Este fallo fue firmado por dos de esos mismos jueces: Carbone y Ortiz, con Sebastián Romero como la tercera pata del tribunal. Tres años de prisión condicional y la obligación de realizar estudios o prácticas “profesionalizantes de capacitación en el uso de agrotóxicos”.
La misma causa que repite sus consecuencias con una sistematicidad pasmosa que no cesa a pesar de las condenas judiciales. Sean de la magnitud que sean. Porque simplemente, si hay condena, sólo sancionan lo ya ocurrido pero no impiden la repetición sostenida en el tiempo.
A casi 900 kilómetros el crimen de otros chicos y chicas, diferentes, más urbanos aunque de pueblo chico, llegó a los estrados judiciales por estos mismos días. El de Danilo Sansone, de 13 años; Gonzalo Domínguez de 14; Camila López, de 13 y Aníbal Suárez de 22, y el homicidio en grado de tentativa a Rocío Quagliarello, la única sobreviviente, que hoy tiene 17 años y tenía 13 durante lo que quedó en la historia como la masacre de Monte.
Dos docenas de imputados de diferentes rangos dentro de la policía bonaerense acusados –con distintas variantes en las calificaciones legales- por el crimen de los cuatro y las gravísimas heridas a Rocío. O por el encubrimiento, la violación de los deberes de funcionario público. E incluso, para la próxima instancia judicial quedan pendientes sentar en el banquillo a la ex intendenta, Sandra Mayol y al bombero y parte del SAME Nelson Barrios y desentrañar el espionaje policial sobre las familias. Su hijo andaba robando y tuvo un accidente, le dijo la policía a la madre de Aníbal al informarle de la muerte. Había sido tarefero en Misiones y decidió migrar a San Miguel del Monte, más cerca de la gran capital donde la suerte –había soñado- podía ser otra. Murieron en un accidente, repetían. La bonaerense armó una estructura de encubrimiento para garantizarse a sí misma la impunidad.
Por ahora, un jurado popular declaró culpables a cuatro policías. Dos, como coautores del delito de «homicidio agravado por el abuso de la función policial y por ser cometido mediante el empleo de arma de fuego”. Otros dos, por «tentativa de homicidio agravado por el abuso de la función policial y por ser cometido mediante el empleo de arma de fuego». Esta semana se conocerá el monto de las condenas. Y queda aún por delante el segundo juicio contra 19 policías bonaerenses por encubrimiento agravado, falsedad ideológica de instrumento público, incumplimiento y violación de los deberes de funcionario público, y/o abuso de autoridad.
Las condenas, cuando llegan, son simplemente eso. Castigo por lo que ya ocurrió. Si quienes sueñan, cuando proclaman penas, que será un freno para que un hecho no vuelva a repetirse, deberán construirse otros sueños porque ya está probado al infinito que esos no serán.
Tres policías están siendo juzgados por el homicidio (“con alevosía, por placer, por odio racial”, dice entre tras acusaciones la calificación legal) de Lucas González, un pibe de 17 años que volvía con sus amigos de entrenar en el club Barracas Central. Otros once son juzgados por encubrimiento. Por privación ilegal de la libertad. Por torturas. Una entera estructura al servicio del horror, como en San Miguel del Monte. Las condenas serán elevadas. Seguramente no para todos pero sí para una porción importante de todos ellos.
Las familias de cada uno de esos chicos y chicas está deseando que, al menos la justicia, como responsable y delegada punitiva de la sociedad les diga que quienes les arrebataron para siempre a sus retoños serán sancionados. Que plantará bandera en medio de tanta angustia para asegurarles que sus hijos e hijas, que ellos mismos, podrán finalmente descansar.
Al mismo tiempo tres juicios se desentrañan en territorios lejanos entre sí con crónicas de profundo dolor: aquellas en las que las víctimas son niños y adolescentes.
Alguna vez el rompecabezas de la humanidad estará tan utópicamente completo que la historia será otra. Porque el mundo será otro. Aunque hoy parezca tan desoladoramente lejano. Aunque las ausencias sean demasiadas. Y las estructuras crueles del poder sigan tan estruendosamente intactas.
Fuente de la información e imagen: Pelota de Trapo