Por: Claudia Espinoza.
Si en la memoria histórica de la pandemia iremos de incluir la muerte de una niña de 12 años por hambre, es señal de que Bolivia anda muy mal. Somos el país líder en tristeza. ¿Qué nos muestra esta aciaga realidad? Que en ausencia de políticas sociales más certeras, queda agudizar la sensibilidad e intensificar los lazos solidarios en las redes familiares, vecinales y comunitarias que nos rodean para soslayar la muerte.
Las redes solidarias son prácticas precoloniales que permitieron soportar la vida en momentos de dureza y crisis de diferente índole. La ciencia y la tecnología a esta altura del siglo XXI han demostrado no ser suficientes para prevenir y enfrentar crisis sanitarias como la actual, por lo que tendremos que echar mano de un bien cultural valioso, como la solidaridad.
Las tendencias en el mundo vislumbran que la pandemia del coronavirus no presenta una temporalidad exacta. Esa variabilidad en los periodos de su desarrollo irá a desencadenar, inevitablemente, escasez, desempleo, hambruna, angustia y miedo ante la incertidumbre del hoy y el mañana, tanto de lo material como primera necesidad como lo utilitario, generado por la sociedad de consumo capitalista.
En ese devenir, la autoorganización de la sociedad desde su experiencia comunal, urbana y rural, alumbra un camino alternativo que puede reducir las carencias y quién sabe, ojalá, salvar vidas. Varias acciones ya han montado el andamiaje de esa estructura societal hace algunas semanas y esperemos perduren.
Carteles con “Toma lo que necesita” acompañan alimentos puestos en mesas callejeras y bolsas colgadas en las rejas de los garajes. Camiones de frutas distribuyen en casas de zonas populares. Ollas comunes se preparan en colegios e iglesias. Empieza a moverse la máquina de la solidaridad en los difíciles y complejos días que irrumpen en la vida cotidiana.
Los mercados y ferias están ahí puntuales, pero la oferta sube cada vez más los precios para bolsillos que se achican como uno de los efectos de la Covid19. Esa es la suerte de la población más carente de condiciones para enfrentar las restricciones que provoca la enfermedad, pero que también provoca la política social del gobierno transitorio, insuficiente e insostenible. Amplios sectores no recibirán los bonos o no aguantarán el peso del calendario.
La respuesta provisoria de la solidaridad a través de las redes vecinales, populares, familiares, gremiales y de organizaciones sociales y religiosas, es y será absolutamente imprescindible. Pequeñas y medianas empresas también aportan de acuerdo a sus posibilidades. En algunas plazas se pueden ver bolsas colgadas con pan, verduras y con el desprendimiento de la gente. La persona o familia que lo necesita va y lo toma. No hace falta ningún resguardo uniformado.
También existen donaciones mayores, como los camiones desplazados desde el Trópico hacia el Altiplano y los Valles. Esas acciones malinterpretadas y castigadas, fueron el bienestar de muchas familias. En algunas iglesias y colegios, las ollas comunes, donde vecinas y vecinos entregan alimentos, por turno, puede comer la gente que vive en la calle, que fue abandonada u olvidada. Incluso en Pisiga y Colchane, donde han confinado a varios compatriotas, la olla común ha mitigado el hambre de centenares de personas.
Así cual telaraña, la red de redes solidarias se extiende por el territorio nacional. En ese sentido, el aislamiento obligatorio encierra nuestra individualidad, mas no nuestro “yo colectivo”. Que así sea.