Lo rural no debe ser atraso, sino otra vía de progreso

Por: Carlos Laorden. 

Los responsables en América Latina de las tres agencias de la ONU orientadas a la alimentación y la agricultura defienden la necesidad de contar con el campo para cumplir con la Agenda 2030

Durante décadas, «desarrollo» se ha entendido como antónimo de «rural». Y eso ha contribuido, al menos en América Latina y el Caribe a un cierto olvido, a una falta de integración del campo. O eso opinan, en conversación con EL PAÍS, los responsables en la región de las tres agencias de Naciones Unidas dedicadas a la alimentación y la agricultura. Cuando los países de la zona se reúnen en un foro en Santiago de Chile para ver cómo van sus deberes en cuanto a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (la agenda para un mundo mejor a cumplir en 2030) Julio Berdegué (FAO), Miguel Barreto (PMA) y Joaquín Lozano (FIDA) insisten en que mientras se margine al campo, no se alcanzarán esas metas. Pero primero hay que redefinir qué es el campo y entender todos: Gobiernos, empresas y ciudadanos que puede haber una ruralidad «moderna», sostenible y al tiempo respetuosa con las tradiciones y culturas.

La brecha entre las grandes ciudades y las zonas rurales es grande en prácticamente todos los países. En las primeras se ha avanzado en lucha contra la pobreza y el hambre, salud… y las segundas se quedan rezagadas. «Hay muchas políticas con un sesgo urbano muy fuerte, que no entienden que las características de la pobreza urbana y la rural son muy diferentes», apunta Berdegué, de FAO. «En el campo hay una mayoría de trabajadores informales, empresas muy pequeñas… Es un mercado laboral entre comillas muy distinto del de urbes como Santiago [Chile] o Guadalajara [México]».

LAS «AGENCIAS CON SEDE EN ROMA»

En la jerga de Naciones Unidas se les conoce como las «Rome-based agencies«, o agencias con sede en Roma. La FAO (agencia de la ONU para la alimentación y la agricultura, el Programa Mundial de Alimentos y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola se ocupan principalmente de los hambrientos y los agricultores del mundo. Quienes, paradójicamente, en la mayoría de los casos son los mismos.

Las tres organizaciones trabajan en evitar duplicidades «a veces, incluso triplicidades«, en palabras de Berdegué, de FAO— y mejorar su efectividad. Eventos como este buscan visibilizar los problemas rurales y de los pequeños agricultores, ocultos muchas veces entre las cifras macroeconómicas o los análisis a nivel nacional. Ahora trabajarán estrechamente en tres países (Colombia, Haití y Guatemala) para mejorar el trabajo conjunto.

«Y aún dentro de ese ámbito, hay dos mundos rurales muy distintos», agrega Joaquín Lozano, del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola. «Por un lado hay una industria competitiva enfocada a la exportación, con acceso a tierras de calidad, y luego hay campesinos con tierras peores, a los que les falta acceso a los servicios básicos», señala. Las diferencias dentro de los países son enormes. «Si hacemos un zooming sobre Brasil, un país con éxito en lo económico y en la lucha contra la pobreza, veremos que hay municipios que se comparan con las aldeas más pobres de África», argumenta Lozano. Y muchas comunidades ni siquiera tienen acceso a los mercados para vender los productos de los que viven, añade Miguel Barreto, del Programa Mundial de Alimentos, que insiste en ello como la clave para evitar que se queden atrás.

«No se trata tanto de repensar los sistemas productivos como de adecuarlos a la modernidad», sostiene Barreto. Lozano coincide, y pide adaptar el campo a la «ambición» de los jóvenes rurales de hoy. «Hay muchas actividades de valor agregado, marketing, servicios… que se pueden llevar a cabo en el campo. Pero para eso hay que llevar internet, cultura, vías de comunicación…», apunta el responsable del FIDA, que se centra en dar créditos a proyectos de cooperativas. Porque el riesgo de que esos jóvenes vayan a las ciudades sin preparación adecuada es, según Lozano, que pasen de ser pobres a ser «aún más pobres».

“Llevamos 70 años con estrategias de desarrollo que  buscaban superar lo rural, y eso no se cambia de un día para otro”

Pero en toda esta dualidad rural – urbana, Berdegué insiste en hacer una reflexión. «Hay un concepto equivocado: en México una pequeña aldea de 2.501 habitantes se considera urbana, aunque la mitad de su población viva de la agricultura. Lo mismo en Chile», critica. Es definición hace que el ámbito rural (y sus problemas) queden minimizados por las estadísticas. «Y eso condiciona los recursos que vamos a destinar. Si creemos que el problema es pequeño, destinaremos menos esfuerzos», coincide Lozano.

Aunque todos están de acuerdo en que hay otro problema de definición el que encuadra a la mayoría de los Estados de la zona como economías de renta media— que afecta a los fondos que reciben para desarrollo, Berdegué no cree que el problema principal sea la falta de recursos. «Si medimos la voluntad política en función del presupuesto, creo que hay bastante voluntad política», mantiene. «En muchos países el problema no es tanto de fondos como de la calidad de las políticas públicas. En muchos casos se hacen políticas asistenciales hacia la agricultura familiar, en lugar de en apoyarles para que ellos puedan superar la pobreza». El representante de la FAO denuncia también los «importantes» problemas de «corrupción y clientelismo» en el gasto público rural.

Una mujer junto a sus cultivos en Ecuador.
Una mujer junto a sus cultivos en Ecuador. ALEJANDRA LEÓN ©PMA/WFP

Como ejemplo de esa falta de eficiencia en el uso de recursos, Barreto aprovecha para resaltar el cambio climático como un fenómeno que no se puede obviar. «En un estudio en Perú vimos que el Estado llegaba con transferencias de dinero a ocho millones de personas en áreas rurales, sin ningún componente contra el cambio climático, y esas poblaciones, por más que recibían millones cada año, no conseguían cambiar su situación».

El PMA, centrado tradicionalmente en llevar asistencia alimentaria, quiere seguir haciéndolo mediante los programas de alimentación escolar, pero con otro enfoque: «Si lo que se da a 96 millones de niños en la región se comprara a pequeños productores, habría un mercado cautivo grandísimo para estos: Brasil ya lo hizo de forma muy eficiente», señala Barreto. Pero también ir más allá y buscar, insiste su responsable, «integrar a las poblaciones rurales en los mercados» a través de redes de protección social contra la pobreza.

“Si hacemos un zooming sobre Brasil, un país con éxito en lo económico y en la lucha contra la pobreza, veremos que hay municipios que se comparan con las aldeas más pobres de África”

Porque la pobreza (y el hambre, y la malnutrición, y los problemas de salud…) afectan mucho más a quienes viven en el campo. Y más todavía a las poblaciones indígenas. «Sigue habiendo una idea en ciertos sectores de que si el territorio es de una comunidad indígena se puede más o menos disponer de él como si no lo habitara nadie», lamenta Berdegué. «Por suerte hoy día estos pueblos y los actores ambientales han aprendido a usar las herramientas de una democracia: recursos legales, acción política prensa… Pero la brecha era tan grande que a pesar de los avances las desigualdades son enormes», asume.

En definitiva, eventos como el que estas tres agencias y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura celebran hoy en el foro organizado por la CEPAL (la comisión económica de la ONU que reúne a los países de la región), tienen que ayudar a superar una visión del desarrollo dirigida a erradicar la ruralidad. «La población tiene que entender que si no trabajamos en ello, si lo vemos solo como una carga, tendremos problemas a largo plazo, incluso de seguridad pública», advierte Barreto.

«Guste o no, la mitad de las exportaciones en esta región son agroalimentarias», apunta Berdegué para destacar el peso de la agricultura en la economía regional. «Debemos fomentar una ruralidad dinámica, innovadora, pero llevamos 70 años con estrategias de desarrollo que buscaban superar lo rural, y eso no se cambia de un día para otro», reflexiona el subdirector general de la FAO. «Esto implica vencer muchas resistencias, porque hay quienes se benefician políticamente de que las cosas sigan siendo como son. Y tenemos que vencerlas por medios democráticos, que son más lentos, pero son los únicos posibles», defiende.

Fuente del artículo: https://elpais.com/elpais/2018/04/16/planeta_futuro/1523887469_688493.html?ssm=FB_CC

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Los últimos de la fila

Por Carlos Laorden

La necesidad ahoga a campos como el de Dzaleka (Malawi), lejos del centro de atención y los fondos

“Aquí también hay una crisis, aunque sea prolongada. Lo estamos gritando: estamos en un grave estado de necesidad”. Enid Ochieng habla muy suave. La responsable de protección de Acnur (el alto comisionado de la ONU para los refugiados) en Malawi no chilla, pero sus palabras y las cifras que expone sí que lo hacen. La situación en un campo de refugiados siempre es desesperada. Pero el último de la fila es siempre el que peor lo pasa. Y ese último lugar es para los campos que ni están a las puertas de Europa, ni tienen una emergencia declarada, ni muestran unos números especialmente escandalosos. Todos esos van antes. Y después, solo después, van lugares como Dzaleka.

Más de 25.000 refugiados y solicitantes de asilo se apiñan como pueden en este recinto de poco más de 200 hectáreas de tierra rojiza cedido por el Gobierno de Malawi en 1994. Se trata de una antigua cárcel a 40 kilómetros al norte de Lilongüe, la capital de este país del sudeste de África, pequeño para los estándares del continente, con graves problemas de seguridad alimentaria y a la cola en casi todos los indicadores de desarrollo.

Cada mes, una media de 400 personas que llegan al país en busca de refugio o asilo son dirigidas a Dzaleka. Vienen o vinieron huyendo del horror o la persecución desde lugares como República Democrática del Congo, Burundi, Somalia o Ruanda. Pero en ninguno de esos países hay emergencias novedosas o de actualidad que atraigan atención (y fondos). Desde hace más de 20 años, el campo recibe un goteo constante y olvidado que desborda por todas partes, aunque también hay un cierto número de salidas que evita que la cifra total se dispare del todo. Pero hay demasiada gente en un emplazamiento ideado para acoger a menos de la mitad de habitantes. “Antes nos centrábamos en cubrir las necesidades más básicas”, explica Ochieng. “Ahora, ni siquiera llegamos a eso”.

Dany, un chico de 16 años de República Democrática del Congo que lleva dos años y medio en Dzaleka, no sabe qué fue de su familia. CARLOS MARTÍNEZ

Francine, 23 años, mirada dura y madre soltera de dos niños, lo confirma. “La comida no llega, el centro médico no es adecuado, no tengo ni jabón para lavar la ropa y, con el frío que hace [en la presente época invernal las temperaturas bajan hasta los 8º] no tenemos mantas”. Esta burundesa tiene referencias para comparar. No guarda recuerdos de su país de origen era un bebé cuando sus padres huyeron a Tanzania pero sí muchos de otros lugares como este, el tercer campo de refugiados que sirve de escenario a su vida. “En los otros sitios cubrían nuestras necesidades. Aquí la vida es muy difícil y nadie viene a ver cómo estamos”, afirma. Dany, un chico de 16 años de la República Democrática del Congo que destila tristeza, no sabe qué fue de su familia. Calza unas chancletas polvorientas y aprovecha la charla para preguntar cómo podría conseguir unos zapatos. «Para los huérfanos es complicado conseguir cosas», lamenta.

Aunque el esmerado acabado en ladrillo de algunos refugios y el movimiento en los mercados organizados en el campo pudieran sugerir cierta normalidad, realmente solo dicen que hay gente que lleva aquí mucho tiempo. Demasiado. Son casos como el de Raheem, que llegó de Somalia con 16 años y hoy tiene 35. Pero con un simple vistazo a las cifras, la necesidad canta. Hay un pozo de agua para cada 1.000 habitantes, un profesor para cada 80 alumnos de Primaria y un centro médico pensado para 10.000 personas que atiende a más de 60.000, entre los habitantes del campo y los de las poblaciones cercanas. Por ejemplo. Los recién llegados prácticamente no tienen con qué levantarse un techo y Acnur tiene problemas para darles lonas de plástico.

Porque de donde no hay, no se puede sacar, vienen a coincidir las agencias presentes en el lugar. “Esta es una historia casi olvidada, y no conseguimos más apoyo de los donantes”, insiste Mietek Maj, subdirector del Programa Mundial de Alimentos —el encargado de distribuir comida en Dzaleka en Malawi. De junio a diciembre del año pasado, las raciones ya limitadas solo a los básicos: maíz, legumbres y aceite vegetal tuvieron que reducirse a la mitad. Y ahora mismo las reservas solo cubren hasta agosto. Esa falta de fondos se siente en todos los ámbitos. “Los donantes llevan muchos años prestando ayuda aquí. Y hay otras crisis [incluso en el propio Malawi, por cuya frontera sur entran miles de mozambiqueños huyendo de la violencia] lo que hace que ahora mismo no sea tan fácil volver a vender Dzaleka al mundo”, apunta Kelvin S. Sentala, asistente de campo de Acnur, que gestiona el campo junto con el Ejecutivo y coordina la actuación de todas las agencias y organizaciones participantes.

Este es el tercer campo de refugiados por el que pasa Francine, madre soltera de 23 años. CARLOS MARTÍNEZ

El cuello de botella está claro. La gente no para de llegar, y los que no consiguen ser reasentados en otros países —los Estados que suelen aceptar recibirlos también han dirigido el foco a otros lugares en detrimento de este tienen que seguir allí. Este año se planea solicitar el reasentamiento de hasta 1.200 personas, pero el éxito de la operación está por ver. El Gobierno malauí, que abre sus puertas a refugiados y solicitantes de asilo pese a sus propias dificultades, circunscribe su hospitalidad a los límites del recinto y no les permite obtener un empleo. De hecho, tienen prohibido salir de la antigua prisión. Y si lo hacen, como los que pagan el pasaje de una furgoneta para acercarse a Lilongüe e intentar ganar algo de dinero, se arriesgan a ser arrestados.

Como, por desgracia, no hay recursos adicionales y de momento, no se los espera las agencias y ONG que trabajan en Dzaleka suspiran por una flexibilización de la ley que permita a los habitantes del campo trabajar para obtener recursos por sí mismos. En estos momentos, parece la única forma de aliviar la situación, coinciden Ochieng y Maj. Y también una vía para que los refugiados puedan realizarse y empezar a recuperar una vida que muchos, como Raheem, ya no recuerdan cómo era fuera del campo. «Intento hacer cosas por mí mismo que me den algo de comer», como cargar ladrillos o ayudar en otras tareas, cuenta el somalí, padre de una hija que nació hace dos años aquí. «No puedes estar siempre dependiendo de Acnur o de quien sea». Pero tampoco hay tantas opciones.

Aunque hubo un momento prometedor, por ahora el cambio legal está estancado. El Gobierno ha decidido fundir a reforma de esta normativa con la de las políticas de inmigración (como la recepción y tránsito de migrantes con destino a Sudáfrica) y otros temas en un solo proceso, dejándola por ahora empantanada en el Parlamento. De nuevo, Dzaleka debe esperar su turno.

Raheem, somalí de 35 años, lleva en Dzaleka desde los 16. Allí ha conocido a su mujer y ha nacido su hija. CARLOS MARTÍNEZ

Y eso que, pese a todas las dificultades, en el campo hay oportunidades para formarse. Es cierto que las escuelas están saturadas. Faltan aulas, material y personal, se quejan los profesores. En primaria hay dos turnos de clases y el absentismo, muchas veces forzado por las circunstancias, es un problema. Pero el trabajo de la organización jesuita JRS culmina con sendos proyectos de formación profesional y una universidad online en colaboración con centros estadounidenses como el de Regis. Aunque solo unas 30 personas acceden cada año a los grados de tres años en educación, negocios o trabajo social.

En esa educación es en la que pone sus esperanzas el joven Dany, que lleva en el campo desde hace casi tres años. Estaba en el colegio cuando estallaron los enfrentamientos y huyó con su tío, al que ha perdido de vista. Nunca más supo qué fue de sus padres ni de sus cinco hermanos. En Dzaleka vive con una familia que le acogió, y la mirada, apagada y triste, solo se le ilumina al hablar de los estudios, pese a que a su edad aún sigue en Primaria por los años perdidos. Le gustan el inglés, las matemáticas y la ciencia. Sonríe al contar que suele ser el primero de la clase y le ilusiona poder construirse un futuro.

«Solo pido quedarme y tratar de sobrevivir a los retos», ruega Francine. Pero para que pueda haber futuro en Dzaleka, antes hay que garantizar el presente. Y eso, de momento, no está nada claro. «Los más vulnerables entre los vulnerables», en palabras de Ochieng, esperan. Y esperan. No queda otra cuando tus gritos de auxilio tienen que ponerse a la cola.

EL MOMENTO DE ACTUAR

Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, es la principal agencia que coordina las actividades humanitarias en Dzaleka. Colabora en www.eacnur.org o en el tfno.: 902 218 218

Se han atribuido nombres ficticios a los refugiados entrevistados para proteger su identidad y garantizar su seguridad.

Este reportaje se ha realizado con la colaboración del Comité Español de Acnur (www.eacnur.org).

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/06/20/planeta_futuro/1466377890_424690.html

Imagen: http://ep02.epimg.net/elpais/imagenes/2016/06/20/planeta_futuro/1466377890_424690_1466386619_noticia_fotograma.jpg

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