Por: Daniel Brailovsky
El fenómeno mediático y comercial que explota los valiosos aportes de la neurociencia contemporánea como un hito revolucionario del campo educativo, reedita conservadurismos y asordina una mirada política y propiamente pedagógica sobre los desafíos que enfrenta el sistema educativo.
El impulso de un proyecto de ley sobre Dificultades Específicas del Aprendizaje (1) ha suscitado una oleada de reacciones por parte de educadores, profesionales de la salud y científicos sociales que reconocen en esta iniciativa otra expresión de las miradas cientificistas y reduccionistas sobre el aprendizaje escolar. Si bien la iniciativa se funda en la intención de garantizar derechos, evitar estigmatizaciones y ampliar el compromiso del Estado asumiendo mayores compromisos en materia de salud y educación, tras la apariencia científica de los argumentos, el aprendizaje escolar (y sus dificultades) aparece definido como un problema puramente biológico o neuronal. Esto supone valoraciones sobre la sociedad, la cultura y la educación que van desde el reduccionismo y la falacia, hasta la más pura eugenesia o el darwinismo social. Los portavoces de esta perspectiva asumen que hasta el 10% de los problemas escolares se debe a la falta de diagnóstico temprano de un proceso de índole neurobiológico con base genética. La puesta en segundo plano de las principales dimensiones del fracaso escolar (pedagógica, didáctica, social, cultural, económica y política), convive en el debate amplio con argumentos tan escandalosos como la formulación de una explicación neuronal de la pobreza, descripta en términos de “capital mental” (figura teórica que podría leerse como una caricatura fisiológica del capital cultural de Pierre Bourdieu) y que es presentada en forma mediática y bajo el auspicio de grandes empresas por los principales promotores de esta corriente de pensamiento.
Pero ni el proyecto ni sus promotores constituyen el centro del problema, pues éste es la expresión más reciente de un fenómeno más amplio. En perspectiva, se inscribe en el contexto de iniciativas análogas que han visto la luz en los últimos años. Probablemente una de las más pintorescas sea el proyecto de una ley de “educación emocional” que busca “desarrollar mediante la enseñanza formal las habilidades emocionales” (p.e. autorregulación emocional, motivación o aprovechamiento productivo de las emociones), convirtiendo algo tan complejo, inasible y sanamente ingobernable como la emoción en una especie de currículum afectivo normalizador. (2) Esta mirada neopositivista de las dificultades de aprendizaje se reconoce también en el llamado “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad” (ADD o ADDH), que con demasiada frecuencia es lisa y llanamente un eufemismo médico para aludir al hecho de que no todos los alumnos se quedan quietos escuchando cuando las clases son aburridas, están mal pensadas o desconocen la necesidad de construir la enseñanza desde la alteridad y el diálogo. La experiencia con el ADD/ADDH, además, ha mostrado contundentemente lo que sucede cuando los problemas de aprendizaje son sacados de contexto y adjudicados a una patología del alumno: severas situaciones de abuso de los medicamentos, adicciones y situaciones recurrentes de estigmatización.
Hasta aquí, nada nuevo. Neurólogos (o psicólogos, o gurúes del credo que fuere) desbordan de entusiasmo y creen que sus postulados están llamados a revolucionar la educación. Ya ha sucedido muchas veces. Y no es curioso que, como en todas las versiones anteriores, muchos de los textos que hablan de neurociencias y educación se digan portadores de visiones críticas acerca de la escuela tradicional, y hasta se autoproclamen revolucionarios. “La revolución del cerebro”, “la nueva educación basada en el cerebro” o “la revolución de la neuropedagogía”, son algunos de los estandartes que sostienen. Para cualquier pedagogo, sin embargo, es evidente que los hallazgos en materia de neurobiología no aportan a la pedagogía lo bastante como para considerarse revolucionarios. La asombrosa posibilidad de observar mediante complejas tecnologías el funcionamiento de un cerebro vivo, es fascinante. Sólo la buena ciencia ficción ha anticipado este increíble avance. Pero creer que este logro se traduce en revoluciones educativas es un exabrupto que desconoce por completo el sentido del hecho educativo.
Pero ya se ha dicho tanto, y tan bien dicho, sobre estas iniciativas como emergentes de un nuevo conservadurismo educativo, que optaré aquí por entrarle al asunto desde otro ángulo. Me gustaría analizar la cuestión a partir de la pregunta por el autoproclamado carácter “revolucionario” de los enfoques neurocientíficos aplicados a la vida escolar, y esbozar algunos argumentos que podrían ayudar a pensar la cuestión desde una perspectiva más que legítima: la propiamente pedagógica.
La enseñanza se enfrenta a enormes dilemas. Los profesores se aferran a modelos “tradicionales” aun cuando desde hace siglos existen voces críticas que intentan desterrarlos de las aulas. Los manifiestos escolanovistas de principios del siglo XX ya expresaban (mucho antes de las resonancias y las tomografías, y de un modo mucho más ordenado y elocuente) todos los principios que hoy proclama la neuropedagogía. Una excelente recopilación de estas ideas clásicas puede hallarse en el libro más reciente de Philippe Meirieu, el punto de partida es su cólera hacia los panfletos que difunden las tesis clásicas de la educación nueva presentándolas como paquetes fáciles de vender. (3) Y traigo a Meirieu simplemente para mostrar que son muchos en todo el mundo los que observan con preocupación cómo los gurúes mediáticos del momento presentan, simplificadas y vulgarizadas, ideas que ameritan pensarse mejor.
La mayor parte de las prácticas “tradicionales” criticadas tienen que ver con el excesivo centramiento de la enseñanza en la figura del docente, que explica y despliega sus saberes, y con el olvido de los intereses auténticos y las necesidades de los alumnos, que quedan relegados a una posición de espectadores pasivos. Algunos partidarios de los enfoques neuropedagógicos suponen que conocer mejor el cerebro equivale a conocer mejor al alumno y sus potencialidades, y creen que este conocimiento devendrá en una revitalización del olvidado lugar del estudiante en el aula. Sin embargo, en este razonamiento hay una falacia evidente: las razones del olvido del lugar del alumno no pueden buscarse sólo ni principalmente en los misterios del cerebro. No sólo porque el organismo no es el cuerpo, sino porque este dilema educativo tiene explicaciones mucho menos lineales, que es preciso mirar pedagógicamente.
Ensayemos entonces una explicación desde la pedagogía, presentando tres argumentos.
Primer argumento: mirar el cerebro, no es mirar al alumno. La enseñanza es dos cosas a la vez. Por un lado, es una relación que involucra el encuentro (emotivo, intenso, comprometido) de personas que ahondan en algo tan íntimo y profundo como el saber, las creencias, las convicciones y la ideología. Y al mismo tiempo, la enseñanza es un sistema político y social, de proporciones industriales, que distribuye credenciales, habilitaciones y títulos profesionales. A la enseñanza le cuesta mucho ser ambas cosas a la vez, pero necesita imperiosamente ser las dos cosas. Necesita ser una relación, porque sin alteridad, no podría haber aprendizaje profundo y significativo. Y necesita ser un sistema público, porque de otro modo no podría estar al servicio de un proyecto social, y sería un abanico atomizado de experiencias individuales. Cuando discutimos sobre las tareas que la maestra manda para hacer en el hogar, por ejemplo, pensamos la enseñanza como una relación. Cuando opinamos sobre la inclusión en el currículum oficial de la educación sexual, en cambio, la pensamos como un sistema. Ambas cosas son necesarias. Pero –y aquí viene el problema– algunas demandas del sistema influyen fuertemente en las relaciones de enseñanza. El ejemplo más obvio: la existencia de contenidos obligatorios, como la mitocondria, los ángulos consecutivos, el Peloponeso, las dicotiledonias, los anticiclones, los afluentes del Paraná, etc. El programa oficial es necesario, pero hace más difícil para los profesores partir del puro interés de los alumnos, y vuelve a la enseñanza más proclive a centrarse en la explicación del docente. Este antiquísimo dilema, como es evidente, no se resuelve conociendo mejor las bases fisiológicas o neuronales del aprendizaje, sino pensando mejor las relaciones entre las dimensiones didácticas y políticas de la educación.
Segundo argumento: conocer científicamente el aprendizaje no es el único modo (ni el mejor, tal vez) de mejorar la enseñanza. Las neurociencias que miran la educación con la esperanza de revolucionarla, emplean la expresión “enseñanza basada en el cerebro”. El punto de partida, dicen, debe ser un conocimiento más detallado de los mecanismos del aprendizaje. Los argumentos que se utilizan en general son parecidos a los de la psicología evolutiva clásica: “si entendemos cómo funciona la mente, educaremos mejor”. En ambos casos el riesgo es similar: se intentan reemplazar los esfuerzos que demandan las relaciones educativas (complejas, cambiantes, políticas, insertas en instituciones) por fórmulas esenciales sobre “el alumno” o “el aprendizaje”.
Desde un lugar muy diferente, las pedagogías críticas (en plumas como las de Paulo Freire, por nombrar un destacado referente) sostienen que el punto de partida de la enseñanza es el marco cultural, ideológico, político y social de los alumnos. Esta idea se reafirma desde muchos ángulos, incluidas las nuevas visiones psicológicas sobre el aprendizaje, representadas en las lecturas actuales de la teoría sociohistórica de Lev Vigotsky, donde el aprendizaje no es escindido de las relaciones sociales en las que tiene lugar. Desde esa visión, está claro que no hay recetas ni verdades absolutas. Hay que saber mirar, y desarrollar en forma más artesanal que metódica una mirada sensible sobre las relaciones que van tejiendo la trama de lo educativo. Y aunque esta idea es más o menos incompatible con la que sostiene que el punto de partida de la educación es el conocimiento del cerebro, paradójicamente muchos autores de la corriente neurocientífica se dicen afines a las pedagogías críticas, y a la corriente de la escuela nueva. Sin embargo, si uno toma algunos de los principios generales de las pedagogías críticas o del movimiento de la escuela nueva, observará que las coincidencias son pocas, y las diferencias muchísimas.
En lo que sí coinciden es en algunas de las recomendaciones prácticas propuestas. Repasando el artículo 6 del proyecto de ley sobre Dificultades Específicas del Aprendizaje, por volver al ejemplo, pueden leerse ideas tan interesantes como “brindar mayor cantidad de tiempo para la realización de tareas”, “asegurar que se han entendido las consignas”, “facilitar el uso de ordenadores, calculadoras y tablas”, “ajustar los procesos de evaluación a las singularidades de cada sujeto” o “asumirse como promotores de los derechos de niños (…)”. Se agregan otros del orden de: “evitar copiados extensos y/o dictados” y evitarle a los niños “exposiciones innecesarias frente a sus compañeros”. Todas estas recomendaciones, eclécticas herederas de tradiciones tan diversas como la didáctica clásica, la psicopedagogía diferenciada, el escolanovismo, la educación especial y el sentido común, existen todas ellas desde hace muchísimo tiempo en la teoría y en el currículum oficial, que es donde suelen hallarse referencias a recomendaciones tan específicas. En lo que claramente no se basan, es en un crucial conocimiento acerca del cerebro. Todo parece apoyar la idea de Steven Rosede que la dirección de la utilidad es la contraria: “Esto es menos sobre lo que los educadores puedan aprender de nosotros, y más acerca de cómo su experiencia de la enseñanza puede ayudar a enmarcar las preguntas que los neurocientíficos hacen sobre el cerebro”.
Los conocimientos científicos acerca del aprendizaje siempre han sido un insumo del trabajo escolar. Sirven para acompañar hipótesis de trabajo de los docentes y para brindarles una formación amplia y general. Pero no son el único modo de fortalecer el lugar de los alumnos en las relaciones educativas. Y no lo son, porque en lugar de acercar a maestros y alumnos en una relación más libre, más sincera y más comprometida, estos saberes (psicológicos antaño, neurocientíficos más recientemente) ponen al aprendizaje y a la enseñanza en lugares rígidos y supuestamente asépticos. Puede ser útil saber qué límites impone la biología a los tiempos de un bebé, por ejemplo, o cada cuántos minutos la mente debe descansar, o cuán necesaria es la hidratación para prestar atención. Pero lo cierto es que las acciones de los maestros se significan en sus relaciones con los alumnos, y no hay un modo de estandarizar ni medir en forma absoluta sus efectos.
En el caso puntual de la dislexia, puede ser interesante saber que las dificultades para aprender a leer y escribir (que cualquier maestro detecta y reconoce sin un certificado médico) incluyen en su origen componentes biológicos. Pero ello no cambia el hecho de que el trabajo pedagógico para acompañar el aprendizaje de esos niños y niñas no se nutre de (ni se basa exclusivamente en) el diagnóstico. Resulta difícil imaginar en este caso efectos diferentes a los de la misma estigmatización que se pretende prevenir. La experiencia con el ADD/ADDH ha mostrado claramente a qué puede conducir la medicalización de los problemas de aprendizaje. El terreno para construir esta reflexión no es el de la ciencia dura, sino el de la ética. El lugar de la ciencia no es clasificar a los alumnos según su condición sino, en todo caso, formar parte del amplio conjunto de instancias con las que cuentan los docentes y el Estado, para dar forma a los proyectos educativos.
Por último, el tercer argumento reposa en el hecho de que el fenómeno de las neurociencias en educación es uno de orden discursivo, con todo lo que ello implica: tribus que crean y habitan sus jergas, y lenguajes que, al decir de Foucault, tallan los objetos que nombran. En ese punto, el cruce entre ambas disciplinas (neurobiología y pedagogía) se funda en una serie de malentendidos, el primero de los cuales es la visión deformada que cada una de ellas tiene de la otra. Muchos educadores aceptan con demasiada ingenuidad todo lo que proviene de las investigaciones neurológicas, tal vez por la misma razón que aportaron cinco millones de “me gusta” al sitio en Facebook que promueve la ley de educación emocional. ¿Quién va a estar en contra de hablar de las emociones en la escuela, ante tanta tradición racionalista en los sistemas de enseñanza? ¿Quién se va a oponer a tomar aquello que los científicos descubren como plataforma de la enseñanza, con lo serios y asépticos que se ven en sus delantales, igual que en las propagandas de jabón para la ropa? Los expertos en neurociencias, por su parte, tienen en general una visión algo simplificada de lo que significa educar. Los relatos de sus experiencias en la escuela y algunas estadísticas generales suelen ser toda la evidencia que aportan para reconocer en la escuela un recipiente ideal de los avances en las investigaciones. Los reduccionismos a ambos lados de la relación, entonces, no ayudan.
Finalmente, lo que parece haber detrás de esta euforia por los avances neurocientíficos como panaceas capaces de revolucionar la educación es la vieja idea iluminista del progreso, siempre solidaria con los afanes de control. La misma idea que Pablo Minini expresó muy bien en su artículo del 24 de septiembre en este diario: una conducta o una emoción generan cierta actividad neuronal medible, y la expectativa de estos enfoques es lograr que la conducta se adapte a la norma. “Lo que en verdad les importa”, dice Minini, “es lo que las neuronas les hacen hacer a las personas. Y cómo un técnico puede controlarlo”. Por eso, desde una visión crítica parece improbable que los aportes de las neurociencias a la educación constituyan algún tipo de revolución copernicana para la educación, la enseñanza y las prácticas escolares. Los modos de la educación de cambiar de paradigma, de atravesar sus “revoluciones”, en general tienen que ver con cosas pequeñas, pero muy trascendentes: cómo establecemos una conversación entre maestros y alumnos, cuánto y cómo sabemos escucharnos, cómo imaginamos el futuro común, qué permisos habilitamos para ser uno mismo dentro del aula y, por supuesto, cómo conciliamos las demandas que la enseñanza presenta a nivel de las relaciones individuales y a nivel de las utopías sociales.
(1) Se trata del proyecto de ley S-1680/15, presentado por la senadora María Laura Leguizamón.
(2) Puede hallarse más información al respecto en el sitio en Facebook del proyecto:https://www.facebook.com/fundacioneducacionemocional/about/
(3) Philippe Meirieu, Recuperar la Pedagogía: de lugares comunes a conceptos claves, Buenos Aires: Paidos, 2016.
Fuente: http://insurgenciamagisterial.com/las-neurociencias-no-revolucionan-la-educacion/