Por: Gerardo Echeita
Las políticas de equidad deben mirar a la escuela, sí, pero también han de atender factores sociales, urbanísticos y laborales, más allá de las puertas de la escuela.
El contexto político actual, sin mayorías absolutas en el Parlamento, parece estar creando la disposición para construir iniciativas legislativas entre las distintas fuerzas políticas con mayor grado de participación y consenso. Si así fuera, es posible que la reforma de nuestro sistema educativo tenga por delante una nueva oportunidad. Es el momento, por tanto, de debatir sobre aspectos críticos que no conviene olvidar o minimizar.
Muchos pensamos que la prioridad de nuestro sistema educativo (y, por lo tanto, también del proyecto social que queremos para este país), es el reto de mejorar la equidad. En el último año, informes y análisis procedentes de diversas fuentes -por ejemplo, el elaborado por Save the Children– destacan la enorme desigualdad de nuestro sistema educativo, asociada a factores como la pobreza o el territorio donde se vive. Sin lugar a dudas, nuestra educación tendrá que repensarse desde muchos parámetros y aspiraciones, ya que la nueva “ecología del aprendizaje” no solo está alargando para todos el tiempo de aprender, sino que lo está ensanchando y enriqueciendo con oportunidades de aprendizaje y desarrollo fuera de la escuela pero conectadas (o conectables) con aquella y, sobre todo, expandidas (o expandibles) casi ad infinitum, por medio de las TIC. Sea como fuere, lo cierto es que sería inaceptable que se dejara fuera de ese futuro deseable a muchas y muchos alumnas y alumnos por razón de nacimiento, salud, género, capacidad, pertenencia o identidad afectivo-sexual, entre otros factores.
Quiero compartir algunas reflexiones sobre las relaciones que establezco entre equidad y otros dos conceptos afines (inclusión y atención a la diversidad), muy importantes para este debate y que en ocasiones aparecen casi como sinónimos o como asuntos y preocupaciones distintas y poco conexas. Con otros colegas de la Universidad Autónoma de Madrid (1) pensamos que se trata de tres procesos interrelacionados e interdependientes, que cabe describir como si fueran puntos de vista o perspectivas desde los que analizar una realidad compleja. Equidad, inclusión y atención a la diversidad son miradas complementarias sobre una aspiración común: avanzar hacia un sistema educativo de calidad que aúne excelencia y justicia social.
Sin duda el principio más incluyente y global es el de equidad. Guiados por él, los sistemas educativos buscan minimizar o eliminar las relaciones negativas entre factores personales o sociales del alumnado (género, procedencia, lugar de residencia, etc.), y sus posibilidades de acceder a los estudios que necesita o quiere elegir (lo que se traduce en políticas de igualdad de acceso al sistema y de oferta educativa para todos), y de alcanzar los mejores resultados posibles (igualdad de resultados), con vistas a tener oportunidades equiparables de conseguir una inserción social y una calidad de vida acorde con las aspiraciones de cada uno.
Pero a los tres parámetros clásicos de referencia para la equidad (acceso, oferta y resultados) es preciso añadir uno más, que cabe llamar igualdad de reconocimiento. Con ella se resalta la necesidad de que los sistemas educativos contribuyan al respeto y reconocimiento de la diversidad humana, toda vez que hemos vivido (¡y seguimos viviendo!) en contextos sociales y educativos que, con frecuencia, discriminan, menosprecian y violentan la dignidad de muchas y muchos estudiantes por razones de capacidad, salud u orientación afectivo sexual, por señalar las más lacerantes.
Es bien sabido que nuestros sistemas educativos han respondido a dicha diversidad con políticas de exclusión abierta del sistema educativo común [como en el caso de los estudiantes considerados con (dis)capacidad] o de exclusión encubierta (lo que ocurre cuando en un contexto, sea común o específico, uno no se siente partícipe ni respetado por lo que es). Conviene no olvidar que los distintos factores personales y sociales interactúan entre sí, dando lugar a situaciones de doble o triple discriminación a resultas de las cuales determinados grupos tienen mayor riesgo de desigualdad.
En este sentido, no es de extrañar que estos colectivos hayan reclamado para sí políticas y prácticas que cabe definir como de inclusión, para poder estar escolarizados donde se escolariza la mayoría de sus iguales y, sobre todo, para ser aceptados tal y como son y no como supuestos seres devaluados, inferiores o “menos válidos” que el resto. Obviamente, también para poder aprender lo que necesitarán para una vida de calidad. Todo el movimiento relativamente reciente a favor de una educación inclusiva debe interpretarse como un enriquecimiento del principio de equidad, al que dota de un sentido y una amplitud de miras que no siempre ha tenido.
Las políticas de equidad que tratan de garantizar el acceso, la oferta educativa igualitaria y el reconocimiento de la diversidad del alumnado no son condiciones suficientes para que se generen los resultados de aprendizaje esperados. Los resultados dependen, en último término, de que el profesorado sea capaz de articular modos de enseñar y evaluar que propicien un adecuado ajuste a la diversidad de estilos, motivaciones, capacidades de aprendizaje e intereses de sus estudiantes. Cabría decir, entonces, que las políticas y prácticas de enseñanza y evaluación que aseguren una adecuada atención a la diversidad del alumnado o una mejor personalización del aprendizaje, son el criterio final mediante el cual debe juzgarse el grado de equidad e inclusión de un sistema educativo, pues de poco serviría estar y participar si no hay un aprendizaje adecuado. Por lo general, este principio de atención a la diversidad no se ha entendido y concretado así en nuestro sistema educativo, más bien se ha configurado como el aglutinante de las viejas políticas de integración y de compensación de las desigualdades, herederas de un modo de pensar y actuar que hoy no se corresponden con nuestra comprensión avanzada del papel de la escuela ante la diversidad humana.
Concluyo advirtiendo que las políticas de equidad no pueden quedar constreñidas al espacio que corresponde a la educación escolar. Todos los estudios disponibles señalan, una y otra vez, la importancia determinante de los factores sociales, urbanísticos, económicos y laborales que se encuentran “más allá de las puertas de la escuela”. Ello nos debe hacer muy conscientes de la necesidad de afrontar políticas de equidad que sean sistémicas e intersectoriales, articuladas y sostenidas en el tiempo, otorgando en este marco a la educación escolar el papel que le corresponde pero sin olvidarnos de que es solo un factor frente al desafío global de una sociedad que quiera aspirar a mayor igualdad y justicia social.
(1) [ Curso MOOC de UAMx. Echeita, G., Martín, E., Sandoval, M. y Simón, C. «Educación de calidad para todos. Equidad, inclusión y atención a la diversidad”. Accesible en: https://www.edx.org/course/educacion-de-calidad-para-todos-equidad-uamx-equidad801x-0 ]
Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/02/03/un-pacto-educativo-sin-equidad/