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Escuela y teorías de la resistencia por Henry Giroux

América del norte/ EEUU/Septiembre 2016/Henry Giroux/http://www.pedagogica.edu.co

En los últimos 10 años los educadores radicales han desarrollado varias teorías acerca de las nociones de reproducción y resistencia. En este artículo, Henry Giroux analiza críticamente las principales posiciones de estas teorías, encontrándolas inadecuadas como fundamento para una ciencia crítica de la escolarización. El concluye delineando las direcciones para una nueva teoría de la resistencia y escolarización que contiene una comprensión de cómo el poder, la resistencia y la acción humana (el agenciamiento humano) pueden transformarse en elementos centrales en la lucha por la justicia social en las escuelas y en la sociedad.

Escuela y teorías de la resistencia El concepto de “resistencia” es relativamente nuevo en la teoría educacional. Las razones de este abandono teórico pueden atribuirse en parte a las fallas de ambos acercamientos, conservadores y radicales, a la escuela.

Los educadores conservadores analizaron la conducta de oposición primariamente a través de categorías psicológicas que sirvieron para definir a tal conducta no sólo como desviada, sino fundamentalmente como desorganizadora e inferior, una falla de parte de los individuos y los grupos sociales que la exhibían.

Los educadores radicales, por otra parte, ignoran en general el trabajo interno de la escuela y tendieron a considerar a las escuelas como “cajas negras”. Debajo de un discurso primariamente concerniente a las nociones de dominación, conflicto de clase, y hegemonía, ha habido un silencio estructurado en cuanto a cómo los maestros, estudiantes y otros viven sus vi-das cotidianas en la escuela. En consecuencia, ha habido un sobreénfasis en cómo los determinantes estructurales promueven la desigualdad económica y cultural, y un subénfasis en cómo el agenciamiento humano se acomoda, mediatiza y resiste a la lógica del capital y sus prácticas sociales dominantes.

Más recientemente, han surgido un número de estudios educacionales que tratan de llevar más allá los importantes pero de alguna manera, limitados a ciertos teóricos de la teoría de la reproducción. Tomando los conceptos de conflicto y resistencia como puntos de partida para sus análisis, estas posiciones han buscado redefinir la importancia de la mediación, el poder y la cultura en la comprensión de las complejas relaciones entre las escuelas y la sociedad dominante. En consecuencia, el trabajo de un número de teóricos ha sido instrumental al proveer un rico cuerpo de literatura detallada que integra la teoría social neomarxista con estudios etnográficos para iluminar la dinámica de la acomodación y la resistencia en cuanto ellas actúan en los grupos contraculturales dentro y fuera de las escuelas70.

La resistencia, en estas posiciones, representa una significativa crítica de la escuela como institución y apunta a las actividades y prácticas sociales cuyos significados últimos son políticos y culturales. En contraste con una vasta cantidad de literatura etnográfica sobre la escuela en los Estados Unidos e Inglaterra71 , las teorías de la resistencia neomarxistas no han sacrificado la profundidad teórica ante el refinamiento metodológico.

Esto es, los recientes estudios neomarxistas no han seguido el método de ofrecer meramente unos análisis descriptivos superexhaustivos de los funcionamientos internos de la escuela. En cambio, ellos han tratado de analizar cómo actúan las estructuras socioeconómicas determinantes incluidas en la sociedad dominante, a través de las mediaciones de la clase y la cultura, para dar forma a las experiencias antagónicas de la vida cotidiana de los estudiantes.

Rechazando el funcionalismo inherente a las versiones conservadoras y radical de la teoría educacional, las posiciones neomarxistas han considerado el curriculum como un complejo discurso que no sólo sirve a los intereses de la dominación sino que también contiene aspectos que proveen posibilidades emancipatorias. El intento de unir las estructuras sociales y de agenciamiento humano para explorar la manera en que interactúan dialécticamente representa un avance significativo en la teoría educacional.

Por supuesto, las teorías neo-marxistas de la resistencia también están rodeadas de problemas y yo sólo mencíonaré algunas de las más sobresalientes aquí. Su logro singular es la importancia primaria que asignan a la teoría crítica y el agenciamiento humano como las categorías básicas a usar en el análisis de las experiencias cotidianas que constituyen los funcionamientos internos de la escuela.

Es central a las teorías de la resistencia un énfasis sobre las tensiones y conflictos que median en las relaciones entre el hogar, la escuela y el lugar de trabajo. Por ejemplo, Willís72 demuestra en su estudio de los “lads” —un grupo de varones de clase trabajadora que constituye la “contracultura” en una escuela secundaria inglesa— que mucha de su oposición a las etiquetas, significados y valores del curriculum oficial y oculto está informado por una ideología de la resistencia cuyas raíces están en las culturas “shopfloor” ocupadas por los miembros de sus familias y otros miembros de su clase. El ejemplo más poderoso de este modo de resistencia de los “lads” está en su rechazo de la primacía del trabajo mental por sobre el manual. No sólo los lads rechazan la pretendida superioridad del trabajo mental, también rechazan su lógica subyacente de que respeto y obediencia se deben dar, a cambio de conocimiento y éxito.

Los “lads” se oponen a esta ideología porque la contra-lógica incluida en las familias, los lugares de trabajo, y la vida de las calles que conforman su cultura señala una realidad diferente y más convincente. Entonces, una contribución importante que ha surgido de los estudios de resistencia es la comprensión de que los mecanismos de la reproducción nunca son completos y siempre se enfrentan con elementos de oposición parcialmente comprendidos.

Además, este trabajo apunta a un modelo dialéctico de la dominación, uno que ofrece alternativas valiosas a muchos de los modelos radicales de reproducción analizados previamente. En lugar de ver a la dominación simplemente como el reproductor de fuerzas externas, por ejemplo, el capital o el Estado, los teóricos de la resistencia han desarrollado una noción de reproducción en la cual la subordinación de la clase trabajadora se ve no sólo como el resultado de las limitaciones estructurales e ideológicas incluidas en las relaciones sociales capitalistas, sino también como parte del proceso de auto-formación dentro de la clase trabajadora misma.

Un tema clave planteado por esta noción de dominación es la cuestión de cómo la lógica que promueve variadas formas de resistencia se vuelve implicada en la lógica de lareproducción. Por ejemplo, las teorías de la resistencia han tratado de demostrar cómo los estudiantes que rechazan activamente la cultura escolar frecuentemente muestran una lógica y visión del mundo que confirma más que critica las relaciones sociales capitalistas existentes.

Dos ejemplos demuestran este punto. Los “lads” de Willis rechazaban la primacía del trabajo mental y su ethos de apropiación individual, pero haciendo así cerraban cualquier posibilidad de conseguir una reacción emancipatoria entre el conocimiento y el disentimiento. Rechazando el trabajo intelectual, los “lads” desestiman el poder del pensamiento crítico como una herramienta de transformación social73.

La misma lógica es mostrada por los estudiantes del estudio de Michelle Fine sobre las deserciones de high schools alternativas en el Souter Bronx de Nueva York74. Fine había supuesto que los estudiantes que desertaban de estas escuelas eran víctimas de “desamparo (debilidad, impotencia) aprendido”, pero ella descubrió en cambio que eran estudiantes más críticos y astutos políticamente de las escuelas alternativas.

“Para nuestra sorpresa colectiva (y consternación) los desertores eran esos estudiantes más propensos a identificar la injusticia en sus vidas sociales y en las escuelas, y los más preparados para corregir una injusticia criticando o desafiando a un maestro. Los desertores eran menos deprimidos, y habían alcanzado niveles económicos equivalentes a los de los estudiantes que permanecieron en la escuela”75.

Hay una cierta ironía aquí; mientras tales estudiantes eran capaces de desafiar a la ideología dominante de la escuela, ellos fracasaban en reconocer los límites de su propia resistencia. Abandonando la escuela, estos estudiantes se ubicaban en una posición que los excluía de los caminos políticos y sociales conducentes a la tarea de reconstrucción radical.

Otro rasgo importante y distintivo de las teorías de resistencia es su énfasis en la importancia de la cultura y, más específicamente, la producción cultural. En los conceptos de producción cultural encontramos la base para una teoría del agenciamiento humano, construida a través del medio activo, progresista, colectivo, de las experiencias de los grupos oprimidos.

En un trabajo más reciente, Willis elabora esta idea, sosteniendo que la noción de producción cultural “insiste en la naturaleza activa, transformadora de las culturas y en la habilidad colectiva de los agentes sociales, no sólo para pensar como teóricos, sino para actuar como activistas. Las experiencias vitales, los proyectos individuales y grupales, el conocimiento secreto ilícito e informal, los miedos y fantasías privadas, el poder anárquico amenazante que surge de la asociación irreverente.., no son agregados meramente interesantes…

Estas cosas son centrales determinadas, pero también determinantes. Ellos deben ocupar, “fully fledged in their own right”, un lugar transformador teórico y político vital en nuestros análisis. Esto es, en parte el proyecto de mostrar las capacidades de la clase trabajadora para generar formas de conocimiento colectivas y culturales, aunque ambiguas, complejas y frecuentemente irónicas, no reducibles a las formas burguesas, y la importancia de esto como una de las bases del cambio político76.

Como Willis sugiere, las teorías de la resistencia señalan nuevas maneras de construir una pedagogía radical desarrollando análisis de las maneras en que clase y cultura se combinan para ofrecer los lineamientos de “política cultural”. En el núcleo de tal política está una lectura semiótica del estilo, rituales, lenguaje y sistemas de significado que conforman los terrenos culturales de los grupos subordinados. A través de este proceso se vuelve posible analizar qué elementos contra-hegemónicos contienen tales campos culturales, y cómo tienden a incorporarse a la cultura dominante y subsecuentemente a despojarse de sus posibilidades políticas.

Está implícita en tal análisis la necesidad de desarrollar estrategias en las escuelas en las que se pueda rescatar a las culturas de oposición de los procesos de incorporación con el objeto de proveer la base para una fuerza política viable. Un elemento esencial de tal tarea ha sido abandonado generalmente por los educadores radicales, es el desarrollo de una pedagogía radical que ligue una política de lo concreto no sólo con los procesos de reproducción sino también con la dinámica de la transformación social. La posibilidad de tal tarea ya existe y está presente en el invento de los teóricos de la resistencia de ver a las culturas de los grupos subordinados como más que el subproducto de la hegemonía y la derrota77.

Otro rasgo importante de la teoría de la resistencia es una comprensión mas profunda de la noción de autonomía relativa. Esta noción está desarrollada a través de un número de análisis que señalan esos momentos no reproductivos que constituyen y apoyan la noción crítica de agenciamiento humano. Como he mencionado, la teoría de la resistencia asigna un rol activo al agenciamiento humano y la experiencia como eslabones mediadores clave entre los determinantes estructurales y los efectivos vividos. En consecuencia, se reconoce que las diferentes esferas o sitios culturales —escuelas, familias, medios masivos— están gobernados por atributos ideológicos complejos que frecuentemente generan contradicciones dentro y entre ellos. Al mismo tiempo, la noción de dominación ideológica unitaria y que todo lo abarca en su forma y contenido es rechazada, y se sostiene correctamente, que las ideologías dominantes mismas son frecuentemente contradictorias, como lo son las diferentes facciones de las clases gobernantes, las instituciones que las sirven, y los grupos subordinados bajo su control

Considerando las debilidades de las teorías de la resistencia, haré varias críticas que representan puntos de partida para el ulterior desarrollo de una teoría crítica de la escuela.

Primero, aunque los estudios de la resistencia señalan esos sitios sociales y “espacios” en los que enfrentan y desafían a la cultura dominante los grupos subordinados ellos no conceptualizan adecuadamente el desarrollo histórico de las condiciones que promueven y refuerzan los modos contradictorios de resistencia y lucha.

Lo que falta en esta perspectiva son los análisis de esos factores mediados cultural e históricamente que producen una gama de conductas de oposición, algunas de las cuales constituyen resistencias y otros no. Dicho en forma simple, no toda conducta de oposición tiene una “significación radical”, ni es toda conducta de oposición una respuesta bien definida a la dominación.

La idea aquí es que ha habido demasiado pocos intentos de los teóricos educacionales de comprender cómo los grupos subordinados encarnan y expresan una combinación de conductas reaccionarias y progresistas —conductas que encarnan las ideologías que subyacen a la estructura de dominación social y contienen la lógica necesaria para superar a la misma.

La conducta de oposición no puede ser simplemente una reacción de impotencia, sino que puede ser una expresión de poder que está abastecida por y reproduce la gramática más poderosa de la dominación.

Entonces, en un nivel, la resistencia puede ser la simple apropiación y muestra de poder, y puede manifestarse a través de los intereses y discurso de los peores aspectos de la racionalidad capitalista. Por ejemplo, los estudiantes pueden violar las reglas escolares, pero la lógica que informa tal conducta puede tener sus raíces en formas de hegemonías ideológicas tales como racismo y discriminación sexual. Más aún, la fuente de tal hegemonía frecuentemente se origina afuera de la escuela. Bajo tales circunstancias, las escuelas se vuelven sitios sociales donde la conducta de oposición simplemente aparece, surgiendo menos como una crítica a la escuela que como una expresión de la ideología dominante.

Esto está más claro en la descripción de Angela McRobbie de alumnas de sexto año en Inglaterra quienes, haciendo valer agresivamente su sexualidad, parecen estar rechazando la ideología oficial de la escuela con su énfasis sexualmente represivo en la prolijidad, pasividad, sumisión y “femineidad”78. Su oposición toma la forma de tallar los nombres de los novios en los bancos escolares, lucir ropas ajustadas y maquillaje, ostentando sus preferencias por los muchachos más grandes, maduros y pasando interminables cantidades de tiempo hablando de muchachos y novios. Se podría sostener que este tipo de conducta de oposición, más que sugerir resistencia, muestra primariamente un modo opresivo de discriminación sexual.

Su principio organizador parece estar ligado a las prácticas sociales conformadas por el objetivo de lograr desarrollar un casamiento sexual y en última instancia exitoso. Entonces, parece subrayar una lógica que tiene poco que ver con la discriminación sexual que caracterizó la vida de la clase trabajadora y la cultura masiva en general.

Esto no significa decir que tal conducta puede darse por perdida y describirse simplemente como reaccionaria. Obviamente, el hecho de que esas jóvenes actúen colectivamente y traten de definir para sí mismas lo que ellas quieren de la vida contiene un momento emancipatorio.79 Pero en el análisis final, este tipo de oposición está in-formado de una lógica de dominación más que de liberación.

La escuela simplemente se transforma en el lugar donde se expresa la naturaleza opuesta de esos imperativos. En resumen, las conductas de oposición se producen entre los discursos y valores contradictorios. La lógica que informa un acto de resistencia dado puede por una parte estar ligado a intereses que son específicos de clase, sexo o raza.

Por otra parte, puede expresar los momentos represivos inscritos en tal conducta por parte de la cultura dominante más que un mensaje de protesta contra su existencia.

Para comprender la naturaleza de tal resistencia, debemos ubicarla en un contexto más amplio para ver cómo ella es mediatizada y articulada en la cultura de tales grupos de oposición. Por una falla en la comprensión de la naturaleza de la resistencia, la mayoría de las teorías de la educación trataron de alguna manera, superficialmente el concepto.

Por ejemplo, cuando se acentúa la dominación en tales estudios, los retratos de las escuelas, los estudiantes de clase trabajadora y la pedagogía de aula frecuentemente aparecen demasiado homogéneos y estáticos como para ser tomados en serio. Cuando se discute la resistencia, su naturaleza contradictoria generalmente no se analiza seriamente ni se trata dialécticamente la conciencia contradictoria de los alumnos y los maestros.

Un segundo punto débil en las teorías de la resistencia es que ellas raramente toman en cuenta aspectos concernientes a sexo y raza. Como lo ha señalado un número de feministas, los estudios de resistencia, cuando se analizan dominación, lucha y escuela, generalmente ignoran a las mujeres y los aspectos sexuales, y se centran en cambio en los hombres y aspectos de clase80.

Esto ha significado que las mujeres no son consideradas en conjunto o se las incluye sólo en términos que reflejan los sentimientos de los grupos contra-culturales masculinos que se están describiendo, Esto acarrea un número de importantes problemas que futuros análisis deben resolver.

Un problema es que tales estudios fallaron en explicar la noción de patriarcado como un modo de dominación que corta transversalmente varias esferas sociales y que media entre hombres y mujeres dentro y entre las diferentes formaciones de clases sociales. El punto aquí es, por supuesto, que la dominación no está informada singularmente ni agotada por la lógica de la opresión de clase, ni afecta a hombres y mujeres de manera similar.

Las mujeres, aunque en grados distintos experimentan dobles formas de dominación, en el hogar y en el lugar de trabajo. Cómo las dinámicas de estas formas se interconectan, reproducen y mediatizan en las escuelas representa un área importante de investigación continua.

Una tercera debilidad que caracteriza a las teorías de la resistencia, como lo señala Jim Walker, es que ellas se han centrado orimariamente en los actos abiertos de la conducta estudiantil rebelde81. Limitando así sus análisis, las teorías de la resistencia ignoran las formas menos obvias de resistencia entre los estudiantes y malentendieron frecuentemente el valor político de la resistencia abierta. Por ejemplo, algunos estudiantes minimizan su participación en las prácticas rutinarias de la escuela mientras que al mismo tiempo muestran conformidad externa con la ideología de la escuela, optando por modos de resistencia que son silenciosamente (poco) subversivos en el sentido más inmediato, pero que tienen el potencial de ser progresivos políticamente a la larga.

Estos estudiantes pueden usar el humor para desorganizar una clase, usar la presión colectiva para desviar a los maestros de las lecciones, y voluntariamente ignorar las direcciones del maestro mientras tratan de desarrollar espacios que les permitan escapar del ethos del individualismo que penetren en la vida escolar.

Cada tipo de conducta puede indicar una forma de resistencia si surge de una condena ideológica latente o abierta de las ideologías represivas subyacentes que caracterizan a las escuelas en general. Esto es, sí vemos estos actos como prácticas que involucran una reacción política consciente o semiconsciente contra las relaciones de dominación construidas por la escuela, entonces estos estudiantes están resistiendo a la ideología de la escuela en una manera que les da el poder de rechazar al sistema en un nivel que no los hará impotentes para rechazarla en el futuro.

No renunciaron a su acceso al conocimiento y las capacidades que pueden permitirles moverse más allá de las posiciones específicas del callejón sin salida, del trabajo alienante que la mayoría de los rebeldes llamativos ocuparán eventualmente82

Lo que los teóricos de la resistencia fallaron en reconocer es que algunos estudiantes son capaces de ver a través de las mentiras y promesas de la ideología escolar dominante pero deciden no traducir este descubrimiento en formas extremas de rebelión. En algunos casos la causa de esta decisión puede ser una comprensión de que la rebelión abierta puede ser impotente ahora y en el futuro. No es necesario decirlo, ellos pueden también pasar la escolaridad en sus propios términos y aun enfrentar oportunidades limitadas en el futuro. Pero, lo que es de importancia fundamental aquí es que cualquier otra alternativa parece ideológicamente inocente y limita cualquier esperanza trascendental para el futuro que estos estudiantes puedan tener83.

Una cuarta debilidad de las teorías de la resistencia es que no han prestado suficiente atención al aspecto de cómo la dominación alcanza la estructura de la personalidad misma. Hay poco concerniente a la relación frecuentemente contradictoria entre comprensión y acción. Parte de la solución de este problema puede estar en descubrir la génesis y operación de esas necesidades socialmente construidas que atan a las personas a las estructuras de dominación más amplias.

Los educadores radicales mostraron una lamentable tendencia a ignorar la cuestión de las necesidades y los deseos en favor de expresiones centradas en la ideología y conciencia. Una Psicología crítica se necesita que señale la manera en que la “no-libertad” se reproduce en la psique de los seres humanos.

Necesitamos comprender cómo las ideologías dominantes impiden el desarrollo de necesidades multifacéticas en los oprimidos, o en otras palabras, cómo las ideologías hegemónicas actúan para impedir en los grupos oprimidos la creación de necesidades que van más allá de la lógica instrumental del mercado Yo estoy involucrado aquí con tales necesidades radicales como esas que representan el empuje vital hacia nuevas relaciones entre hombres y mujeres, las generaciones, las diferentes razas y la humanidad y la naturaleza.

Más específicamente necesitamos comprender cómo remplazar por las necesidades radicales organizadas alrededor del deseo de un trabajo significativo, solidaridad, sensibilidad estética, eros y libertades emancipatorias, la codicia egoísta, agresiva, calculadora de los intereses capitalistas. Las estructuras de necesidades alienantes —esas dimensiones de nuestra psique y personalidad que nos atan a relaciones y prácticas sociales que perpetúan los sistemas de explotación y servidumbre de la humanidad— representan un de las áreas más cruciales desde las cuales dirigir una pedagogía radical.

La cuestión de la génesis histórica y la transformación de las necesidades constituye, en mi mente, la base más importante para una teoría de la práxis educacional radical. Hasta que los educadores puedan señalar las posibilidades de desarrollo de “necesidades radicales que desafíen el sistema de intereses y reproducción existentes y apunten a una sociedad emancipada”84, será excepcionalmente difícil comprender cómo las escuelas funcionan para incorporar a la gente, o lo que eso puede significar para el establecimiento de una base para el pensamiento crítico y la acción responsable.

Dicho de otra manera, sin una teoría de las necesidades radicales y una psicología crítica, los educadores no tienen manera de comprender a la gama y la fuerza de las estructuras sociales alienantes tal como se manifiestan en los aspectos vividos y no discursivos de la vida cotidiana85.

Fuente:

http://www.pedagogica.edu.co/storage/rce/articulos/17_07pole.pdf

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Teorías de la reproduccion y la resistencia en la nueva sociologia de la educacion

América del Norte/EEUU/Agosto 2016/ Henry Girox/www.pedagogica.edu.co

por: Henry Giroux

En la última década, el concepto de Marx de “reproducción” ha sido una de las principales ideas organizadoras que informan las teorías socialistas de la escolarización. Marx establece que “cada proceso social de producción es, al mismo tiempo, un proceso de reproducción… La producción capitalista además.., produce no sólo comodidades, no sólo plusvalía, sino también produce y reproduce la relación capitalista, en un lado el capitalista, en el otro el trabajador asalariado1 . Los educadores radicales dieron a este concepto un lugar central al desarrollar una crítica de los puntos de vista liberales sobre la escolarización. Más aun, lo usaron como el fundamento teórico para el desarrollo de una ciencia crítica de la educación2 . Pero la tarea ha sido sólo parcialmente exitosa. Contra los clamores de los teóricos e historiadores liberales de que la educación pública ofrece posibilidades para el desarrollo individual, movilidad social, y poder político y económico para los desposeídos y en desventaja, los educadores radicales argumentaron que las principales funciones de la escuela son la reproducción de la ideología dominante, sus formas de conocimiento y la distribución de la capacitación necesaria para reproducir la división social del trabajo.

En la perspectiva radical, las escuelas como instituciones sólo podrían ser comprendidas a través de un análisis de su relación con el Estado y con la economía. En esta visión, la estructura profunda, esignificado subyacente de la escolarización podrían revelarse a través del análisis de cómo las escuelas funcionan como agencias de la reproducción social y cultural esto es, cómo legitiman la racionalidad capitalista y sostienen las prácticas sociales dominantes.

En lugar de culpar a los estudiantes por el fracaso educacional, los educadores radicales culparon a la sociedad dominante. En lugar de abstraer las escuelas de la dinámica de la desigualdad y los modos de discriminación racial, sexual o de clase, las escuelas fueron consideradas como las agencias centrales en las políticas y procesos de discriminación. En contraste con la visión liberal de la educación como el gran igualador, los educadores radicales vieron los objetivos de la escuela de manera bastante distinta; como lo establece Paul Willis, “La educación no estaba por la igualdad, sino por la desigualdad… El propósito principal de la educación de la integración social de una clase social puede obtenerse solamente preparando a la mayoría de los niños para un futuro desigual y asegurando su subdesarrollo personal. Lejos de los roles productivos en la economía simplemente esperando para ser “justamente” ocupados por los productos de la educación, la perspectiva de la “Reproducción” dio vuelta esto, hasta sugerir que la producción capitalista y sus roles requieren ciertos productos educacionales.

En mi punto de vista, los educadores radicales presentaron una seria crítica a la lógica y el discurso de las visiones liberales de la escolarización. Pero hicieron más que eso. Trataron también de elaborar un nuevo discurso y conjunto de comprensiones (conclusiones) alrededor de la tesis de la reproducción. Se despojó a las escuelas de su inocencia política y se las conectó a la matriz social y cultural de la racionalidad capitalista.

En efecto, se retrató a las escuelas como reproductivas en tres sentidos: Primero, las escuelas proveen a las diferentes clases y grupos sociales el conocimiento y la capacitación que necesitan para ocupar sus lugares respectivos en una fuerza de trabajo estratificada por clase, raza y sexo.

Segundo, se ve a las escuelas como reproductivas en el sentido cultural, funcionando en parte para distribuir y legitimar las formas de conocimiento, valores, lenguaje, y (modos de estilos que constituyen la cultura dominante y sus intereses).

Tercero, se ve a las escuelas como parte de un aparato estatal que produce y legitima los imperativos económicos e ideológicos que subyacen al poder político del Estado. Los teóricos radicales de la reproducción han usado estas formas de reproducción para elaborar un conjunto de ideas específicas que dieron forma a la naturaleza de su investigación educacional. Estas ideas han enfocado análisis de las relaciones entre la escuela y el lugar de trabajo4 , experiencias educacionales específicas de clase y las oportunidades laborales que emergen de los diferentes grupos sociales5 , la cultura de la escuela y las culturas de clase definidas de los estudiantes que van a ella6 , y la relación entre las funciones económicas, ideológicas y represivas, del Estado y cómo éstas afectan las políticas y prácticas escolares

La teoría de la reproducción y sus diversas explicaciones del rol y función de la educación han sido valiosas como contribución a una comprensión más amplia de la naturaleza de la escolarización y su relación con la sociedad dominante. Pero se debe acentuar que la teoría no cumplió su promesa de proveer una ciencia crítica comprehensiva de la escuela. Los teóricos de la reproducción han sobreenfatizado en sus análisis la idea de la dominación y fallaron en proveer mayores explicaciones de cómo maestros, estudiantes y otros agentes humanos actúan dentro de contextos históricos y sociales específicos para hacer y reproducir las condiciones de su existencia. Más específicamente, las teorías de reproducción se ubicaron continuamente en la línea de las versiones marxistas estructural-funcionalistas que acentúan que la historia se hace “detrás de las espaldas” de los miembros de la sociedad. La idea de que la gente sí hace la historia, incluyendo sus condicionamientos, ha sido descuidada (ignorada).

Por cierto, los sujetos humanos generalmente desaparecen dentro de una teoría que no deja lugar para momentos de creación propia, mediación y resistencia. Estas explicaciones frecuentemente nos dejan con una visión de la escuela y la dominación que parece surgida de una fantasía Orwelliana, las escuelas son vistas como fábricas o prisiones, los maestros y alumnos actúan por igual meramente como piezas y actores de roles limitados por la lógica y las prácticas sociales del sistema capitalista.

Subvalorando la importancia de la acción humana (agenciamiento humano), y la noción de resistencia, las teorías de la reproducción ofrecen poca esperanza para criticar y cambiar los rasgos represivos de la escolarización.

Ignorando las contradicciones y luchas que existen en las escuelas, estas teorías no sólo disuelven la acción humana sino que sin saberlo proveen una razón para no examinar a los maestros y alumnos en las escuelas concretas. Así, ellos pierden la oportunidad de determinar si hay una diferencia sustancial entre la existencia de varios modos estructurales e ideológicos de dominación y sus despliegues y efectos reales.

Recientes investigaciones sobre la escolarización en los Estados Unidos, Europa y Australia han criticado y tratado de ir más allá de las teorías de la reproducción. Esta investigación enfatiza la importancia del agencia-miento humano y la experiencia como las piedras angulares teóricas para analizar las complejas relaciones entre las escuelas y la sociedad dominante. Organizadas alrededor de lo que en sentido amplio rotulo como teoría de la resistencia, estos análisis dan importancia central a las nociones del conflicto, lucha y resistencia

Combinando estudios etnográficos con estudios culturales europeos mas recientes, los teóricos de la resistencia han tratado de demostrar que los mecanismos de reproducción social y cultural nunca son completos y siempre se encuentran con elementos de oposición parcialmente realizados. En efecto, los teóricos de la resistencia han desarrollado una armazón teórica y un método de pesquisa que restablece la noción crítica de “agenciamiento”.

En las explicaciones de la resistencia, las escuelas son instituciones relativamente autónomas que no sólo proveen espacios para conductas y enseñanzas de oposición, sino también representan una fuente de contradicciones que a veces las hacen disfuncionales a los intereses materiales e ideológicos de la sociedad dominante.

Las escuelas no están solamente determinadas por la lógica del mercado de trabajo o de la sociedad dominante; no son sólo instituciones económicas sino también sitios políticos, culturales e ideológicos que existen de alguna manera independientemente de la economía de mercado capitalista.

Por supuesto las escuelas operan dentro de límites establecidos por la sociedad pero funcionan en parte en influir y formar esos límites, ya sea económicos, ideológicos y políticos. Más aún, en lugar de ser instituciones homogéneas que operan bajo el control directo de grupos de negocios, las escuelas se caracterizan por tener diversas formas de conocimiento escolar, ideologías, estilos organizacionales y relaciones sociales en el aula.

Entonces, las escuelas frecuentemente existen en una relación contradictoria con la sociedad dominante, alternativamente apoyando o criticando sus supuestos básicos. Por ejemplo, las escuelas a veces apoyan una noción de educación liberal que está en aguda contradicción con la demanda de la sociedad dominante de formas de educación especializadas instrumentales y ligadas a la lógica del mercado laboral.

Además, las escuelas todavía definen con fuerza su rol, como agencias para la movilidad social aún cuando frecuentemente producen graduados más rápidamente que lo que la capacidad de la economía puede emplear.

En esta discusión más bien breve y abstracta, he yuxtapuesto dos modelos de análisis educacional para sugerir que las teorías de la resistencia representan un avance significativo sobre los importantes pero teóricos aciertos de los modelos reproductivos de la escolarización. Pero es importante enfatizar que, a vez de modos más complejos de análisis las teorías de la resistencia también tienen aspectos teóricos que se le escapan en parte, estas falencias provienen de la falta de reconocimiento del grado en que las teorías de la resistencia misma están en deuda con algunos de los rasgos (más débiles) de la teoría de la reproducción.

Las bases para superar esta separación del agenciamiento humano de los determinantes estructurales, están en el desarrollo de una teoría de la resistencia que cuestione sus propios supuestos y se apropie críticamente de aquellos aspectos de la escuela que son presentados con precisión y analizados en el modelo de reproducción. En otras palabras, la tarea que deben enfrentar los teóricos de la resistencia es doble: primero, deben estructurar sus propios supuestos para desarrollar un -nodo más dialéctico de análisis de escolarización y sociedad; y segundo, deben reconstruir las principales teorías de la reproducción para abstraer de ellas los hallazgos más radicales y emancipadores.

El resto de este ensayo discutirá primero tres importantes teorías que constituyen varias dimensiones del modelo reproductivo de la escolarización: el modelo reproductivo económico, el modelo reproductivo cultural y el modelo reproductivo del Estado hegemónico. Ya que los teóricos de la reproducción han sido objeto de una crítica considerable en otras partes, yo enfocaré primeramente los puntos fuertes de cada modelo, y sólo resumiré algunas de las críticas generales. Segundo, sólo miraré lo que generosamente llamo teorías de la resistencia neo-marxistas que han emergido recientemente en la literatura sobre la educación y la escuela, examinando los puntos teóricos fuertes y débiles, mientras al mismo tiempo analizo cómo están informados positiva o negativamente por las teorías de la reproducción. Trataré finalmente dedesarrollar una nueva teoría de la resistencia y analizaré brevemente sus implicaciones para una ciencia crítica de la escolarización.

Fuente : http://www.pedagogica.edu.co/storage/rce/articulos/17_07pole.pdf

Fuente imagen: https://lh3.googleusercontent.com/icS1RClPhOpzyYOR2XzaDH2c6mETebyRyHz6WEOpvcKdUDHvtkFBW_fJvW14SEPtj19Q5g=s128

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The Racist Killing Machine in the Age of Anti-Politics

In the Castile case, the police fired into the car with a child in the back seat–a point rarely mentioned in the mainstream press. At the same time, the power of violence as a tool for expending rage and addressing deeply felt injustices has resulted in a young black man mimicking the tools of state violence by deliberately killing five police officers and wounding seven others in Dallas, Texas. This is a horrendous and despicable act of violence but it must be understood in a system in which violence is disproportionately waged against poor blacks, immigrants, Muslims, and others who are now defined as excess and pathologized as disposable. The killings in Dallas speak to a brutal mindset and culture of mistrust and fear in which violence has become the only legitimate form of mediation

In the increasingly violent landscape of anti-politics, mediation disappears, dissent is squelched, repression operates with impunity, the ethical imagination withers, and the power of representation is on the side of spectacularized state violence. Violence both at the level of the state and in the hands of everyday citizens has become a substitute for genuine forms of agency, citizenship, and mutually informed dialogue and community interaction.

Etienne Balibar has pointed out that “as citizenship is emptied of its content,”[i] the right to be represented is ceded to the financial elite and the institutions of repression or what Althusser once called the “repressive state apparatuses.” Under such circumstances, politics is replaced by a form of “antipolitics” in which the representative and repressive machineries of the state combine to objectify, dehumanize, and humiliate through racial profiling, eliminate crucial social provisions, transform poor black neighborhoods into war zones, militarize the police, undermine the system of justice, and all too willingly use violence to both to punish blacks and to signal to them that any form of dissent can cost them their lives. But such apparatuses do more, they willfully exclude and repress the historical memories of racial violence waged by both the police and other racist institutions.[ii] They have no choice since such histories point to the deeply embedded structural nature of such violence as a reproach to the bad cops theory of racist violence.

What we are observing is not simply the overt face of a militarized police culture, the lack of community policing, deeply entrenched anti-democratic tendencies, or the toxic consequences of a culture of violence that saturates every day life. We are in a new historical era, one that is marked a culture of lawlessness, extreme violence, and disposability, fueled, in part, by a culture of fear, a war on terror, and a deeply overt racist culture that is unapologetic in its disciplinary and exclusionary practices. This deep seated racism is reinforced by a culture of cruelty that is the modus operandi of neoliberal capitalism–a cage culture, a culture of combat, a hyper masculine culture that views killing those most vulnerable as sport, entertainment, and policy.

The United States is in the midst of a crisis of of governance, author­ity, and representation and as historical narratives of injustice and resistance fade there emerges a further crisis of individual and collective agency, along with a crisis of the identity and purpose regarding the very meaning of governance. As democratic public spheres disappear and the state increasing turns to violence to address social problems, lawlessness becomes normalized and violence becomes the only form of mediation. This is fueled by a discourse of objectification, and a race-based culture of pathology, which often finds expression not only in police violence but also in scattered mass shootings and a tsunami of everyday violence in America’s major cities, such as Chicago. Politics has been emptied out, lacking any representative substance, and opens the social landscape to the dangerous forces of right-wing populism and ultra-nationalism, both of which are deeply racist in their ideological discourse and their relationship to those excluded others.

Americans are witnessing not simply the breakdown of democracy but the legitimization of a society in the grips of what might be called a politics of domestic terrorism, a kind of anti-politics that rejects the underlying values of a democracy and is unwilling to reclaim its democratic tendencies while deepening its civic principles. The U.S. is deep into the entrails of an updated authoritarianism and until that is recognized under such circumstances violence will escalate, people of color will be killed, whites will claim they are the real victims, and the discourse of racial objectification will become, as it has, a visible if not embraced signpost of an anti-politics that defines the varied landscapes of power and institutions of everyday life.

The ultimate mark of terrorism both domestic and foreign is a hatred of the other, a certainty that defines dialogue, an ignorance that embraces the power of the mob and the redemptive force of the savior. As America moves dangerously close to embracing such an authoritarian social order and the politicians who endorse it, indiscriminate and intolerable violence will assume a kind of legitimacy that allows people to look away, refuse to recognize their own powerlessness, and align them with a barbarism in the making. All of this bears the weight of a history in which such indifference is easily transformed into the worst forms of state violence. The face of white supremacy and state terrorism, with its long legacy of slavery, lynching, and brutality has become normalized, if not supported by one major political party, a large percentage of the public endorsing Donald Trump, and a corporate and financial elite wedded only to increasing their power and profits. We are in a new historical era that is widening the scope and range of violence-an expansive age of disposability that widens the net of those considered expendable if not dangerous.

Some conservatives such as David Brooks have argued that the collapse of character and the rise of a form of political narcissism are producing deeply troubling forms of authoritarianism.[iii] That analysis is too facile, and ignores the underlying social, economic, and political conditions that concentrate power in very few hands, distribute wealth largely to the upper 1 percent, eliminate social services, and destroy those institutions capable of producing a culture of critique, empathy, and engaged citizenship. The old age of the social contract and social democracy is dead; the economic foundations that once supported large segments of the working class have been destroyed by the forces of globalization; and the promise of a collective ethical imagination has given way to the tawdry self-indulgence and self-interest that drives a consumer and celebrity culture. Not only have too many Americans become prisoners of their own experience, they also  have become passive in the face of state violence, a culture of extreme violence, and a web of mainstream cultural apparatuses that trade in violence as sport and entertainment.

Racism is one register of such violence, but in the age of cell phones and video cameras it has become more visible, and its brutalizing imagery contains the possibility for mobilizing social formations such as the Black Lives Matter Movement to both expose and eliminate its underlying ideologies and structures. At the same time, such blatant acts of racism offer a false sense of community to those being organized around hate and anger, resulting in a blind devotion to false prophets, such as Donald Trump, who trade in fear and despair.

Let’s hope that the current crisis we are witnessing as it appears to unfold daily will transform cries of collective outrage into a social movement that is organized around a call for economic and social justice, one less intent on calling for reforms than for eliminating a neoliberal economic order steeped in corruption, racism, and violence.

Notes.

[i] Etienne Balibar, “Uprisings in Banlieues,” Equaliberty, [Durham: Duke University, 2014] pp. 252

[ii] See, for instance, Jerome H. Skolnick, The Politics of Protest: Task Force on Violent Aspects of Protest and Confrontation of the National Commission on the Causes and Prevention of Violence 2nd Revised edition (New York: NYU Press, 2010). Also see Jonathan Simon,Governing Through Crime: How the War on Crime Transformed American Democracy and Created a Culture of Fear (New York: Oxford University Press, 2009).

[iii] David Brooks, “The Governing Cancer of Our Times,” The New York Times, [February 26, 2016] Online: http://www.nytimes.com/2016/02/26/opinion/the-governing-cancer-of-our-time.html?_r=0

  • Articulo tomado de: http://www.counterpunch.org/2016/07/08/the-racist-killing-machine-in-the-age-of-anti-politics/

 

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Hacia una pedagogía de la imaginación crítica.

Muchos educadores han sido privados de los espacios, el apoyo, la autonomía y el estímulo para asumir la pedagogía como una práctica moral y política, como una expresión de la imaginación crítica, como una actuación que encarna una idea del futuro que ya no es simplemente un repetir el presente.

Por: Henry.A Giroux.

En tales circunstancias, el poder de la pedagogía da paso al venenoso control de las escuelas por las corporaciones financieras y las élites de los ultraricos. En tales circunstancias, la represión se intensifica y sustituye a la compasión.

Verdaderos problemas tales como la pobreza, el desempleo juvenil, la guerra contra los inmigrantes, la disparidad en la riqueza y el ingreso y la falta de vivienda desaparecen de los programas escolares y dan paso a la pedagogía represiva, las prácticas asociadas con las formas punitivas de disciplina como los test de enseñanza, las políticas de tolerancia cero, la policía en las escuelas y acaban con las escuelas entendidas como esferas públicas democráticas. A la vista, muchos educadores se alejan con demasiada facilidad de sociedades cuyo único valor educativo es el valor del cambio.

Las escuelas imitan el orden social mayor, lo que corresponde a erradicar la disidencia y a aumentar el estado de vigilancia y de criminalización de los problemas cotidianos. 

Por ejemplo, en Estados Unidos los estudiantes son retenidos en las escuelas por hacer garabatos en el escritorio, violar los códigos de vestimenta y quedarse dormidos en clase. Las escuelas se están convirtiendo en extensiones de la prisión y la pedagogía en una herramienta de represión.

La evidencia de una cultura cada vez más controlada crece dramáticamente en Estados Unidos, donde se invierte más dinero en la ampliación de prisiones y en la industria militar que en la educación superior. Lo social se invoca al amparo del neoliberalismo, que intenta unir a las personas sobre la base de los temores compartidos antes que en relación a cualquier sentido de responsabilidad compartida.

Como Zygmunt Bauman observa, en lugar de abordar las «causas más profundas de la ansiedad” – es decir: la experiencia de la seguridad individual y la incertidumbre basada en los problemas sociales concretos -, “las élites gobernantes de todo el mundo aprovechan los nuevos temores”. Como tal, la comunidad se invoca a través de la apelación a la defensa militar, la seguridad nacional y el orden público y con mayor legitimidad después de los terribles ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

El neoliberalismo ha corrompido la política, las artes, y la mayoría de otras esferas públicas que no se definen en los valores puramente de mercado. En tales circunstancias, la política ha sido vaciada de cualquier significado sustantivo. 

Pedagogía crítica, evolutiva y democrática:

En primer lugar necesitamos una noción de pedagogía crítica que abarque una visión de la escuela como una esfera pública democrática, los estudiantes como ciudadanos informados y comprometidos, y los profesores como intelectuales públicos. En segundo lugar, necesitamos una nueva comprensión de la educación y un nuevo vocabulario que se ocupe de la naturaleza educativa, cultural y global de los problemas sociales a los que las generaciones futuras deberán hacer frente. En tercer lugar, cualquier estrategia seria y viable sobre la educación, la pedagogía o la cultura  debe animar a los educadores y a otros agentes a trabajar con un pie dentro y otro fuera de las instituciones tradicionales. No podemos entregar todo el poder a las escuelas de los fundamentalistas ideológicos, a la élite financiera o a los reaccionarios religiosos. Las escuelas deben ser vistas como espacios de transición en la dignidad de las resistencias.

Al mismo tiempo, hay que reinventar la pedagogía como una práctica política diseñada para permitir a los jóvenes narrar por sí mismos, aprender a gobernar en lugar de ser gobernados y a leer la palabra como parte de lo que significa leer el mundo.

Esto sugiere que las escuelas progresistas y las prácticas pedagógicas, donde funcionan los ideales emancipatorios, los valores, las relaciones sociales, los conocimientos y modos de intercambio, pueden proporcionar un espacio que augura una comprensión diferente y más democrática del futuro. Se trata de una pedagogía que es tan insurreccional que resulta esperanzadora.

Fuente: http://www.bez.es/768114305/Hacia-una-pedagogia-imaginativa.html

Imagen: http://www.bez.es/images/carpeta_relacionados/15173_fotonoticia_2011122116_6.jpg

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Los profesores como intelectuales transformativos

América del Norte/EEUU/ Julio del 2016/Henry Giroux/www.revistadocencia.

“Si creemos que el papel de la enseñanza no puede reducirse al simple adiestramiento en las habilidades prácticas sino que, por el contrario, implica la educación de una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad libre, entonces la categoría de intelectual sirve para relacionar el objetivo de la educación de los profesores, de la Los profesores como intelectuales transformativos y del perfeccionamiento de los docentes con los principios mismos necesarios para desarrollar una ordenación y una sociedad democráticas”. Es posible que esta cita extraída del mismo artículo que presentamos a continuación, sea la mejor manera de presentar a su autor, profesor e investigador en la Escuela de Educación de la Universidad de Miami de Ohio, exponente de la pedagogía crítica, corriente surgida con fuerza en la década de los setenta en Gran Bretaña y Estados Unidos y a la que, en su obra, compromete “con los imperativos de potenciar el papel de los estudiantes y de transformar el orden social en general en beneficio de una democracia más justa y equitativa. Para Giroux, el tema central es el desarrollo de un lenguaje que a los educadores y a otros les permita develar y comprender el nexo existente entre instrucción escolar, relaciones sociales en sentido amplio que informan dicha instrucción escolar, y las necesidades y competencias producto de la historia que los estudiantes llevan a la escuela”2 . El artículo, extraído de la obra que se indica a pie de página, plantea un rol docente asumido como un profesional reflexivo, un intelectual capaz de hacerse cargo de una pedagogía contextuada social y políticamente que se plantea como un objetivo explícito de su práctica la transformación social. Ello reafirma la idea en la que insistimos en este número de Docencia: el docente no es neutral frente a la realidad, está llamado a reflexionar y a dar sentido a la reflexión que se realiza en escuelas y liceos, en una perspectiva de cambio educativo y social.

Contrariamente a muchos movimientos de reforma educativa del pasado, el llamamiento actual al cambio educativo representa al mismo tiempo una amenaza y un desafío para los profesores de la escuela pública, en una medida realmente desconocida hasta ahora en la historia de nuestra nación. La amenaza está representada por una serie de reformas educativas que muestran escasa confianza en la habilidad de los profesores de la escuela pú- blica para ejercer el liderazgo intelectual y moral a favor de la juventud de nuestra nación. Por ejemplo, muchas de las recomendaciones surgidas en el debate actual, o bien ignoran el papel que desempeñan los profesores en la formación de los estudiantes como ciudadanos críticos y activos, o bien sugieren reformas que no tienen en cuenta la inteligencia, el punto de vista y la experiencia que puedan aportar los profesores al debate en cuestión. Allí donde los profesores entran de hecho en el debate, son objeto de reformas educativas que los reducen a la categoría de técnicos superiores encargados de llevar a cabo dictámenes y objetivos decididos por expertos totalmente ajenos a las realidades cotidianas de la vida del aula3 .

El mensaje implícito en esta práctica parece ser el de que los profesores no cuentan cuando se trata de examinar críticamente la naturaleza y el proceso de la reforma educativa. El clima político no parece favorable para los profesores en este momento. En todo caso, éstos tienen ante sí el reto de entablar un debate público con sus críticos, así como la oportunidad de comprometerse haciendo la autocrítica necesaria con respecto a la naturaleza y la finalidad de la preparación del profesorado, los programas de perfeccionamiento del profesorado y las formas dominantes de la enseñanza en el aula.

Por otra parte, el debate ofrece a los profesores la oportunidad de organizarse colectivamente para mejorar las condiciones de su trabajo y para demostrar a la opinión pública el papel central que debe reservarse a los profesores en cualquier intento viable de reforma de la escuela pública.

Para que los profesores y otras personas relacionadas con la escuela se comprometan en este debate es necesario desarrollar una perspectiva teórica que redefina la naturaleza de la crisis educativa y que al mismo tiempo proporcione la base para un punto de vista alternativo sobre la formación y el trabajo de los profesores. En pocas palabras, el reconocimiento de que la actual crisis educativa tiene mucho que ver con la tendencia progresiva a la reducción del papel de los profesores en todos los niveles educativos es un prerrequisito teórico necesario para que los docentes se organicen con eficacia y dejen oír colectivamente su voz en el actual debate. Además, este reconocimiento deberá luchar a brazo partido no sólo con la pérdida creciente de poder entre los profesores en lo que se refiere a las condiciones básicas de su trabajo, sino también con una percepción pública cambiante de su papel como profesionales de la reflexión a este debate y al desafío que el mismo origina examinando dos problemas importantes que necesitan de un cierto análisis para mejorar la calidad del «trabajo de profesor», que incluye tanto las tareas administrativas y algunos compromisos opcionales como la instrucción en el aula.

En primer lugar, opino que es necesario examinar las fuerzas ideoló- gicas y materiales que han contribuido a lo que podríamos llamar la proletarización del trabajo del profesor, es decir, la tendencia a reducir a los profesores a la categoría de técnicos especializados dentro de la burocracia escolar, con la consiguiente función de gestionar y cumplimentar programas curriculares en lugar de desarrollar o asimilar críticamente los currículos para ajustarse a preocupaciones pedagógicas específicas.

En segundo lugar, está la necesidad de defender las escuelas como instituciones esenciales para el mantenimiento y el desarrollo de una democracia crítica y también para defender a los profesores como intelectuales transformativos que combinan la reflexión y la práctica académica con el fin de educar a los estudiantes para que sean ciudadanos reflexivos y activos. En lo que resta del ensayo trataré de desarrollar estos puntos, examinando finalmente sus implicaciones para ofrecer una visión alternativa del trabajo de los profesores.

Los profesores como intelectuales transformativos A continuación trataré de defender la idea de que una manera de repensar y reestructurar la naturaleza del trabajo docente es la de contemplar a los profesores como intelectuales transformativos. La categoría de intelectual resulta útil desde diversos puntos de vista.

En primer lugar, ofrece una base teórica para examinar el trabajo de los docentes como una forma de tarea intelectual, por oposición a una definición del mismo en términos puramente instrumentales o técnicos. En segundo lugar, aclara los tipos de condiciones ideológicas y prácticas necesarias para que los profesores actúen como intelectuales. En tercer lugar, contribuye a aclarar el papel que desempeñan los profesores en la producción y legitimación de diversos intereses políticos, econó- micos y sociales a través de las pedagogías que ellos mismos aprueban y utilizan. Al contemplar a los profesores como intelectuales, podemos aclarar la importante idea de que toda actividad humana implica alguna forma de pensamiento. Ninguna actividad, por rutinaria que haya llegado a ser, puede prescindir del funcionamiento de la mente hasta una cierta medida.

Este es un problema crucial, porque al sostener que el uso de la mente es un componente general de toda actividad humana, exaltamos la capacidad humana de integrar pensamiento y práctica, y al hacer esto ponemos de relieve el núcleo de lo que significa contemplar a los profesores como profesionales reflexivos de la enseñanza. Dentro de este discurso, puede verse a los profesores como algo más que «ejecutores profesionalmente equipados para hacer realidad efectiva cualquiera de las metas que se les señale.

Más bien (deberían) contemplarse como hombres y mujeres libres con una especial dedicación a los valores de la inteligencia y al encarecimiento de la capacidad crítica de los jóvenes11».

La visión de los profesores como intelectuales proporciona, además, una fuerte crítica teórica de las ideologías tecnocráticas e instrumentales subyacentes a una teoría educativa que separa la conceptualización, la planificación y el diseño de los currículos de los procesos de aplicación y ejecu-ción.

Hay que insistir en la idea de que los profesores deben ejercer activamente la responsabilidad de plantear cuestiones serias acerca de lo que ellos mismos enseñan, sobre la forma en que deben enseñarlo y sobre los objetivos generales que persiguen. Esto significa que los profesores tienen que desempeñar un papel responsable en la configuración de los objetivos y las condiciones de la ense- ñanza escolar. Semejante tarea resulta imposible dentro de una división del trabajo en la que los profesores tienen escasa influencia sobre las condiciones ideológicas y económicas de su trabajo.

Este punto tiene una dimensión normativa y política que parece especialmente relevante para los profesores. Si creemos que el papel de la enseñanza no puede reducirse al simple adiestramiento en las habilidades prácticas sino que, por el contrario, implica la educación de una clase de intelectuales vital para el desarrollo de una sociedad libre, entonces la categoría de intelectual sirve para relacionar el objetivo de la educación de los profesores, de la instrucción pública y del perfeccionamiento de los docentes con los principios mismos necesarios para desarrollar una ordenación y una sociedad democráticas.

Personalmente he sostenido que el hecho de ver a los profesores como intelectuales nos capacita para empezar a repensar y reformar las tradiciones y condiciones que hasta ahora han impedido que los profesores asuman todo su potencial como académicos y profesionales activos y reflexivos. Creo que es importante no sólo ver a los profesores como intelectuales, sino también contextualizar en términos políticos y normativos las funciones sociales concretas que realizan los docentes.

De esta manera, podemos ser más específicos acerca de las diferentes relaciones que entablan los profesores tanto con su trabajo como con la sociedad dominante. Un punto de partida para plantear la cuestión de la función social de los profesores como intelectuales es ver las escuelas como lugares económicos, culturales y sociales inseparablemente ligados a los temas del poder y el control. Esto quiere decir que las escuelas no se limitan simplemente a transmitir de manera objetiva un conjunto común de valores y conocimientos.

Por el contrario, las escuelas son lugares que representan formas de conocimiento, usos lingüísticos, relaciones sociales y valores que implican selecciones y exclusiones particulares a partir de la cultura general. Como tales, las escuelas sirven para introducir y legitimar formas particulares de vida social. Más que instituciones objetivas alejadas de la dinámica de la política y el poder, las escuelas son de hecho esferas debatidas que encarnan y expresan una cierta lucha sobre qué formas de autoridad, tipos de conocimientos, regulación moral e interpretaciones del pasado y del futuro deberían ser legitimadas y transmitidas a los estudiantes.

Esta lucha es del todo evidente, por ejemaula y las mismas modalidades de evaluación. La idea de que los estudiantes presentan diferentes historias y encarnan diferentes experiencias, prácticas lingüísticas, culturas y talentos no alcanza ninguna importancia estratégica dentro de la lógica y del alcance explicativo de la teoría pedagógica gestionaria. Los profesores como intelectuales transformativos A continuación trataré de defender la idea de que una manera de repensar y reestructurar la naturaleza del trabajo docente es la de contemplar a los profesores como intelectuales transformativos. La categoría de intelectual resulta útil desde diversos puntos de vista.

En primer lugar, ofrece una base teórica para examinar el trabajo de los docentes como una forma de tarea intelectual, por oposición a una definición del mismo en términos puramente instrumentales o técnicos. En segundo lugar, aclara los tipos de condiciones ideológicas y prácticas necesarias para que los profesores actúen como intelectuales. En tercer lugar, contribuye a aclarar el papel que desempeñan los profesores en la producción y legitimación de diversos intereses políticos, econó- micos y sociales a través de las pedagogías que ellos mismos aprueban y utilizan. Al contemplar a los profesores como intelectuales, podemos aclarar la importante idea de que toda actividad humana implica alguna forma de pensamiento.

Ninguna actividad, por rutinaria que haya llegado a ser, puede prescindir del funcionamiento de la mente hasta una cierta medida. Este es un problema crucial, porque al sostener que el uso de la mente es un componente general de toda actividad humana, exaltamos la capacidad humana de integrar pensamiento y práctica, y al hacer esto ponemos de relieve el núcleo de lo que significa contemplar a los profesores como profesionales reflexivos de la enseñanza.

Dentro de este discurso, puede verse a los profesores como algo más que «ejecutores profesionalmente equipados para hacer realidad efectiva cualquiera de las metas que se les señale. Más bien (deberían) contemplarse como hombres y mujeres libres con una especial dedicación a los valores de la inteligencia y al encarecimiento de la capacidad crítica de los jóvenes11».

La visión de los profesores como intelectuales proporciona, además, una fuerte crítica teórica de las ideologías tecnocráticas e instrumentales subyacentes a una teoría educativa que separa la conceptualización, la planificación y el diseño de los currículos de los procesos de aplicación y ejecu- 10 Patrick Shanon, «Mastery Learning in Reading and the Control of Teachers», Language Arts 61 (septiembre de 1984), 488. 11 Scheffler, “University Scholarship”, pág. 11. Al contemplar a los profesores como intelectuales, podemos aclarar la importante idea de que toda actividad humana implica alguna forma de pensamiento. plo, en las exigencias de los grupos religiosos de derechas, que tratan de imponer la oración en la escuela, de retirar determinados libros de las bibliotecas escolares y de incluir algunas enseñanzas religiosas en los currículos científicos.

Naturalmente, también presentan sus propias demandas las feministas, los ecologistas, las minorías y otros grupos de interés que creen que las escuelas deberían ense- ñar estudios femeninos, cursos sobre el entorno o historia de los negros. En pocas palabras, las escuelas no son lugares neutrales, y consiguientemente tampoco los profesores pueden adoptar una postura neutral.

En el sentido más amplio, los profesores como intelectuales han de contemplarse en función de los intereses ideológicos y políticos que estructuran la naturaleza del discurso, las relaciones sociales de aula y los valores que ellos mismos legitiman en su enseñanza. Con esta perspectiva en la mente, quiero extraer la conclusión de que, si los profesores han de educar a los estudiantes para ser ciudadanos activos y críticos, deberían convertirse ellos mismos en intelectuales transformativos.

En la esfera política, al demostrarse que dicha instrucción representa una lucha para determinar el significado y al mismo tiempo una lucha en torno a las relaciones de poder. Dentro de esta perspectiva, la reflexión y la acción críticas se convierten en parte de un proyecto social fundamental para ayudar a los estudiantes a desarrollar una fe profunda y duradera en la lucha para superar las injusticias económicas, políticas y sociales y para humanizarse más a fondo ellos mismos como parte de esa lucha.

En este sentido, el conocimiento y el poder están inextricablemente ligados a la presuposición de que escoger la vida, reconocer la necesidad de mejorar su carácter democrático y cualitativo para todas las personas, equivale a comprender las condiciones previas necesarias para luchar por ello. Hacer lo político más pedagógico significa servirse de formas de pedagogía que encarnen intereses políticos de naturaleza liberadora; es decir, servirse de formas de pedagogía que traten los estudiantes como sujetos críticos, hacer problemático el conocimiento, recurrir al diálogo crítico y afirmativo, y apoyar la lucha por un mundo cualitativamente mejor para todas las personas.

En parte, esto sugiere que los intelectuales transformativos toman en serio la necesidad de conceder a los estudiantes voz y voto en sus experiencias de aprendizaje. Ello implica, además, que hay que desarrollar un lenguaje propio atento a los problemas experimentados en el nivel de la vida diaria, particularmente en la medida en que están relacionados con las experiencias conectadas con la práctica del aula. Como tal, el punto de partida pedagógico para este tipo de intelectuales no es el estudiante aislado, sino los individuos y grupos en sus múltiples contextos culturales, de clase social, raciales, históricos y sexuales, juntamente con la particularidad de sus diversos problemas, esperanzas y sueños.

Los intelectuales transformativos necesitan desarrollar un discurso que conjugue el lenguaje de la crítica con el de la posibilidad, de forma que los educadores sociales reconozcan que tienen la posibilidad de introducir algunos cambios. En este sentido los intelectuales en cuestión tienen que pronunciarse contra algunas injusticias económicas, políticas y sociales, tanto dentro como fuera de las escuelas.

Paralelamente, han de esforzarse por crear las condiciones que proporcionen a los estudiantes la oportunidad de convertirse en ciudadanos con el conocimiento y el valor adecuados para luchar con el fin de que la desesperanza resulte poco convincente y la esperanza algo práctico.

Por difícil que pueda parecer esta tarea a los educadores sociales, es una lucha en la que merece la pena comprometerse. Comportarse de otro modo equivaldría a negar a los educadores sociales la oportunidad de asumir el papel de intelectuales transformativos.

Fuente: http://2.bp.blogspot.com/_scHeD2Pty3c/ShhBKGxngFI/AAAAAAAAAB4/94mnd69kOc0/s320/girouxlecturestill.jpg

Fuente: http://www.revistadocencia.cl/new/wp-content/pdf/20101021065849.pdf

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The Racist Killing Machine in the Age of Anti-Politics

Por: Henry A. Giroux

The killing machine has become spectacularized, endlessly looped through the mainstream cultural apparatuses both as a way to increase ratings and as an unconscious testimony to the ruthlessness of the violence waged by a racist state. Once again, Americans and the rest of the world are witness to a brutal killing machine, a form of domestic terrorism, responsible for the deaths of Philando Castile and Alton Sterling who were shot point blank by white policemen who follow the script of a racist policy of disposability that suggests that black lives not only do not matter, but that black people can be killed with impunity since the police in the United States are rarely held accountable for such crimes.

In the Castile case, the police fired into the car with a child in the back seat–a point rarely mentioned in the mainstream press. At the same time, the power of violence as a tool for expending rage and addressing deeply felt injustices has resulted in a young black man mimicking the tools of state violence by deliberately killing five police officers and wounding seven others in Dallas, Texas. This is a horrendous and despicable act of violence but it must be understood in a system in which violence is disproportionately waged against poor blacks, immigrants, Muslims, and others who are now defined as excess and pathologized as disposable. The killings in Dallas speak to a brutal mindset and culture of mistrust and fear in which violence has become the only legitimate form of mediation

In the increasingly violent landscape of anti-politics, mediation disappears, dissent is squelched, repression operates with impunity, the ethical imagination withers, and the power of representation is on the side of spectacularized state violence. Violence both at the level of the state and in the hands of everyday citizens has become a substitute for genuine forms of agency, citizenship, and mutually informed dialogue and community interaction.

Etienne Balibar has pointed out that “as citizenship is emptied of its content,”[i] the right to be represented is ceded to the financial elite and the institutions of repression or what Althusser once called the “repressive state apparatuses.” Under such circumstances, politics is replaced by a form of “antipolitics” in which the representative and repressive machineries of the state combine to objectify, dehumanize, and humiliate through racial profiling, eliminate crucial social provisions, transform poor black neighborhoods into war zones, militarize the police, undermine the system of justice, and all too willingly use violence to both to punish blacks and to signal to them that any form of dissent can cost them their lives. But such apparatuses do more, they willfully exclude and repress the historical memories of racial violence waged by both the police and other racist institutions.[ii] They have no choice since such histories point to the deeply embedded structural nature of such violence as a reproach to the bad cops theory of racist violence.

What we are observing is not simply the overt face of a militarized police culture, the lack of community policing, deeply entrenched anti-democratic tendencies, or the toxic consequences of a culture of violence that saturates every day life. We are in a new historical era, one that is marked a culture of lawlessness, extreme violence, and disposability, fueled, in part, by a culture of fear, a war on terror, and a deeply overt racist culture that is unapologetic in its disciplinary and exclusionary practices. This deep seated racism is reinforced by a culture of cruelty that is the modus operandi of neoliberal capitalism–a cage culture, a culture of combat, a hyper masculine culture that views killing those most vulnerable as sport, entertainment, and policy.

The United States is in the midst of a crisis of of governance, author­ity, and representation and as historical narratives of injustice and resistance fade there emerges a further crisis of individual and collective agency, along with a crisis of the identity and purpose regarding the very meaning of governance. As democratic public spheres disappear and the state increasing turns to violence to address social problems, lawlessness becomes normalized and violence becomes the only form of mediation. This is fueled by a discourse of objectification, and a race-based culture of pathology, which often finds expression not only in police violence but also in scattered mass shootings and a tsunami of everyday violence in America’s major cities, such as Chicago. Politics has been emptied out, lacking any representative substance, and opens the social landscape to the dangerous forces of right-wing populism and ultra-nationalism, both of which are deeply racist in their ideological discourse and their relationship to those excluded others.

Americans are witnessing not simply the breakdown of democracy but the legitimization of a society in the grips of what might be called a politics of domestic terrorism, a kind of anti-politics that rejects the underlying values of a democracy and is unwilling to reclaim its democratic tendencies while deepening its civic principles. The U.S. is deep into the entrails of an updated authoritarianism and until that is recognized under such circumstances violence will escalate, people of color will be killed, whites will claim they are the real victims, and the discourse of racial objectification will become, as it has, a visible if not embraced signpost of an anti-politics that defines the varied landscapes of power and institutions of everyday life.

The ultimate mark of terrorism both domestic and foreign is a hatred of the other, a certainty that defines dialogue, an ignorance that embraces the power of the mob and the redemptive force of the savior. As America moves dangerously close to embracing such an authoritarian social order and the politicians who endorse it, indiscriminate and intolerable violence will assume a kind of legitimacy that allows people to look away, refuse to recognize their own powerlessness, and align them with a barbarism in the making. All of this bears the weight of a history in which such indifference is easily transformed into the worst forms of state violence. The face of white supremacy and state terrorism, with its long legacy of slavery, lynching, and brutality has become normalized, if not supported by one major political party, a large percentage of the public endorsing Donald Trump, and a corporate and financial elite wedded only to increasing their power and profits. We are in a new historical era that is widening the scope and range of violence-an expansive age of disposability that widens the net of those considered expendable if not dangerous.

Some conservatives such as David Brooks have argued that the collapse of character and the rise of a form of political narcissism are producing deeply troubling forms of authoritarianism.[iii] That analysis is too facile, and ignores the underlying social, economic, and political conditions that concentrate power in very few hands, distribute wealth largely to the upper 1 percent, eliminate social services, and destroy those institutions capable of producing a culture of critique, empathy, and engaged citizenship. The old age of the social contract and social democracy is dead; the economic foundations that once supported large segments of the working class have been destroyed by the forces of globalization; and the promise of a collective ethical imagination has given way to the tawdry self-indulgence and self-interest that drives a consumer and celebrity culture. Not only have too many Americans become prisoners of their own experience, they also  have become passive in the face of state violence, a culture of extreme violence, and a web of mainstream cultural apparatuses that trade in violence as sport and entertainment.

Racism is one register of such violence, but in the age of cell phones and video cameras it has become more visible, and its brutalizing imagery contains the possibility for mobilizing social formations such as the Black Lives Matter Movement to both expose and eliminate its underlying ideologies and structures. At the same time, such blatant acts of racism offer a false sense of community to those being organized around hate and anger, resulting in a blind devotion to false prophets, such as Donald Trump, who trade in fear and despair.

Let’s hope that the current crisis we are witnessing as it appears to unfold daily will transform cries of collective outrage into a social movement that is organized around a call for economic and social justice, one less intent on calling for reforms than for eliminating a neoliberal economic order steeped in corruption, racism, and violence.

Notes.

[i] Etienne Balibar, “Uprisings in Banlieues,” Equaliberty, [Durham: Duke University, 2014] pp. 252

[ii] See, for instance, Jerome H. Skolnick, The Politics of Protest: Task Force on Violent Aspects of Protest and Confrontation of the National Commission on the Causes and Prevention of Violence 2nd Revised edition (New York: NYU Press, 2010). Also see Jonathan Simon,Governing Through Crime: How the War on Crime Transformed American Democracy and Created a Culture of Fear (New York: Oxford University Press, 2009).

[iii] David Brooks, “The Governing Cancer of Our Times,” The New York Times, [February 26, 2016] Online: http://www.nytimes.com/2016/02/26/opinion/the-governing-cancer-of-our-time.html?_r=0

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Anti-Politics and the Plague of Disorientation: Welcome to the Age of Trump

«Ignorance, allied with power, is the most ferocious enemy justice can have.»
— James Baldwin

The Greek chorus has finally been heard in that both the left and right are now calling Donald Trump a fascist or neo-fascist. Pundits and journals across the ideological spectrum now compare Trump to Hitler and Mussolini or state he is an unbridled tyrant. For example, the liberal magazine Slate finds common ground with the conservative journal National Review in denouncing Trump as a tyrant, while liberals such as former US Secretary of Labor Robert Reich and the actor George Clooney join hands with conservatives such as Andrew Sullivan and Robert Kagan in arguing that Trump represents a loud echo if not a strong register of a fascist past, updated to correlate with the age of reality TV and a fatuous celebrity culture. While such condemnations contain a shred of truth, they only scratch the surface of the conditions that have produced the existing political landscape. Such arguments too often ignore the latent authoritarian and anti-democratic forces that have a long legacy in US politics and society.

For more original Truthout election coverage, check out our election section, «Beyond the Sound Bites: Election 2016.»

Unfortunately, recognizing that the United States is about to tip over the edge into the abyss of authoritarianism is not enough. There is a need to understand the context — historical, cultural, political and economic — that has created this moment in US society in which fascism becomes an endpoint. Trump is only symptomatic of the problem, and condemning him exclusively does nothing to contain it. Moreover, such arguments often ignore the fact that Hillary Clinton is the underside of the new neoliberal oligarchy, which indulges some progressive issues but is indebted ideologically and politically to a criminogenic culture of finance, racism and war. Put differently, she represents a less obscene, less in-your-face form of authoritarianism — hardly a viable alternative to Trump.

Capitalism, racism, consumerism and patriarchy feed off each other and are mobilized largely through a notion of common sense.

Maybe this is all understandable in a corporate-controlled neoliberal society that uses new communication technologies that erase history by producing a notion of time wedded to a culture of immediacy, speed, simultaneity and endless flows of fragmented knowledge. As Manuel Castells writes in Communication Power, this is a form of «digital-time» in which everything that happens only takes place in the present, a time that «has no past and no future.» Time is accelerated in this new information-saturated culture, and it also flattens out «experience, competence, and knowledge,» and the capacity for informed judgment. Time has thus been transformed to provide the ideological support that neoliberal values and a fast-food, temp-worker economy require to survive.

A Culture of Forgetting and Lies

Language has also been transformed to produce and legitimate a culture of forgetting that relishes in a flight from responsibility. Capitalism, racism, consumerism and patriarchy feed off each other and are mobilized largely through a notion of common sense, which while being contested as a site of ideological struggle shows little sign of losing its power as a pedagogical force. As a result, we are living through an ongoing crisis of democracy in which both the agents and institutions necessary for such social order are being dismantled at an accelerating rate in the face of a massive assault by predatory capitalism, even while there is growing resistance to the impending authoritarianism. It gets worse.

We live in a moment of political change in which democratic public spheres are disappearing before our eyes.

We live in a moment of political change in which democratic public spheres are disappearing before our eyes, language is turned into a weapon and ideology is transformed into an act of hate, fear, racism and destruction — all of which is informed by a dark history of political intolerance and ethnic cleansing. The war on democracy has produced both widespread misery and suffering and finds its ideological counterpart in a culture of cruelty that has become normalized.

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The bankers, hedge fund managers, financial elite and CEOs who rule the United States’ commanding institutions have become the modern version of Mr. Kurtz in Joseph Conrad’s Heart of Darkness. As Hannah Arendt describes them in The Origins of Totalitarianism, citing Conrad: «‘these men were hollow to the core, reckless without hardihood, greedy without audacity and cruel without courage …’ the only talent that could possibly burgeon in their hollow souls was the gift of fascination which makes a splendid leader of an extreme party.»

In the age of Trump, anticipation no longer imagines a better world but seems mired in a dystopian dread, mimicking the restlessness, chaos and uncertainty that precedes a historical moment no longer able to deal with its horrors and on the verge of a terrible catastrophe. We now live in a time in which mainstream politics sheds its ideals and falls prey to choices that resemble a stacked deck of cards and mimic the values of an authoritarian society. All the while politics is being hollowed out as lawlessness and misdirected rage, while a loss of faith in electoral politics has given rise to a right-wing populism that is more than willing to dispense with democracy itself.

Demands to support Hillary Clinton as a lesser evil compared to Trump refuse to acknowledge that such mandates keep existing relations of power intact. Such actions represent more than a hollowing out of politics — they represent a refusal of the affirmative nature of political struggle. They also represent the surrender of any hope of moving beyond the enveloping fog of authoritarianism and a broken political system. Put bluntly, such choices sabotage any real hope for developing a new politics and a radical democracy. These limited choices also undermine the need to develop a broader vision of struggle, a comprehensive politics and the need to engage multiple publics in the quest to rethink the political terrain outside of a neoliberal notion of the future. At issue here is the moral blight that permeates the United States: a politics of the lowest expectations, one saturated in lies, deceptions and acts of bad faith.

Historical memory is saturated with the lies of mainstream politicians. The list is too lengthy to develop but extends from the Gulf of Tonkin falsehoods that led to the Vietnam War to the lies that produced the wars in Iraq, Afghanistan and Pakistan, which have left 1.3 million dead. As documented by Elizabeth Hinton in From the War on Poverty to the War on Crime: The Making of Mass Incarceration in America, the politics of lying by politicians and their intellectual collaborators fueled a regressive neoliberal war on poverty and crime that morphed into a racist war on the poor and helped produce the carceral state under Nixon, Reagan, Bush and Clinton.

We now are approaching a moment in US history in which truth is either viewed as a liability or ignored.

In addition, during the Obama administration, the politics of hope quickly became a politics without hope, functioning to legitimate and accelerate a flight from social responsibility that provided a blank check for Obama’s refusal to prosecute government officials who engaged in egregious acts of torture, to conduct immoral drone attacks, to expand the nuclear arsenal and to display a cold indifference to the criminal environment of Wall Street. All of this adds up to a notion of politics partly driven by a culture of ignorance and lying that has surpassed previous historical eras, marking an entry into what Toronto Star reporter Olivia Ward calls a «post-truth universe.» In this instance, the politics of performance denigrates language and shamelessly indulges a culture in which the truth is sacrificed to shouting, dirty tricks and spin doctors.

We now are approaching a moment in US history in which truth is either viewed as a liability or ignored; at the same time, lies become more plausible, because as Hannah Arendt argued in Crises of the Republic, «the liar has the great advantage of knowing beforehand what the audience wishes or expects to hear.» Lying is now the currency of mainstream politicians and finds its counterpart in the Wild West of talk radio, cable television and the mainstream media. Under such conditions, referentiality and truth disappear along with contexts, causes, evidence and informed judgment. A manufactured ignorance and the terrifying power and infusion of money in politics and society have corrupted democratic principles and civic life. A combination of arrogance, power and deceit among the financial elite is exemplified by Donald Trump, who has repeatedly lied about his business transactions, his former misdeeds with the media, the number of Latinos who support him and the claim he personally hired instructors for Trump University.

Desperation among many segments of the American public has become personal, furthering a generalized anger ripe for right-wing populism or worse. One consequence is that xenophobia and economic insecurity couple with ignorance and a collective rage to breed the conditions for symbolic and real violence, as we have seen at many Trump rallies. When language is emptied of any substance and politics loses its ability to hold power accountable, the stage is set for a social order that allows poor Black and Brown youth to continue to be objects of domestic terrorism, and provides a cover for corporate and political criminals to ravage the earth and loot the public treasury. In the age of Trump, truth becomes the enemy of governance and politics tips over into a deadly malignancy.

One thing about the political impasse facing the American public is that it finds itself in a historical moment in which language is losing its potential for imagining the unimaginable, confronting words, images and power relations that are in the service of violence, hatred and racism — this is the moment in which meaning slips into slogans, thought is emptied of substance and ideas descend into platitudes and sound bites. This is an instant in which the only choices are between political narratives that represent the hard and soft versions of authoritarianism — narratives that embrace neo-fascism on the one side and a warmongering neoliberal worldview on the other.

This is the age of a savage capitalism, one that the director Ken Loach insists produces a «conscious cruelty.» The evidence is everywhere, not only in the vulgar blustering of Donald Trump and Fox News, but also in the language of the corporate-controlled media apparatuses that demonize and prey on the vulnerable and proclaim the primacy of self-interest over the common good, reinforce a pathological individualism, enrich themselves in ratings rooted in a never-ending spectacle of violence and legitimate a notion of freedom that collapses into the scourge of privatization and atomization.

A New Language of Liberation

The left and other progressives need a new language to enable us to rethink politics, develop a militant sense of hope, embrace an empowering sense of solidarity and engage a willingness to think outside of established political orthodoxies that serve the global financial elite. We need a new vocabulary that refuses to be commodified, and declines to look away — a language that as the brilliant writer Maaza Mengiste argues «will take us from shock and stunned silence toward a coherent, visceral speech, one as strong as the force that is charging at us.»

In the age of Trump, truth becomes the enemy of governance and politics tips over into a deadly malignancy.

Progressives need a vocabulary that moves people, allows them to feel compassion for the other and gives them the courage to talk back. We need a vocabulary that enables us to confront a sense of responsibility in the face of the unspeakable, and do so with a sense of dignity, self-reflection and the courage to act in the service of a radical democracy. We need a vocabulary that allows us to recognize ourselves as agents, not victims, in the discourse of radical democratic politics. Of course, there is more at stake here than a struggle over meaning; there is also the struggle over power, over the need to create a formative culture that will produce new modes of critical agency and contribute to a broad social movement that will translate meaning into a fierce struggle for economic, political and social justice.

What happens to language when it is reduced to a vehicle for violence? What does it take for a society to strip language of its emancipatory power and reduce it, as Mengiste states, to «a rhetoric of desperation and devastation molded into the incomprehensible, then vomited out in images and words that we cannot ignore though we have tried»? What does it mean to define language as a tool — rather than a weapon of domination — in the service of economic and political justice? What institutions do we need to sustain and create to make sure that in the face of the unspeakable we can resist and hold power accountable? Language is part of public memory, informed, in part, by «traces» that allow oppressed people to narrate themselves as part of a broad collective struggle, as we see happening with the Black Lives Matter movement, among other emerging social movements. That is, suppressed histories of violence become visible in such stories and form part of a genealogy that puts current acts of violence in perspective. For instance, capital punishment is framed within the historical context of slavery, lynchings and the emerging violence of a police state.

Domination in the Age of Trump

The hate-filled, xenophobic and racist dialectic among language, images and the stories produced in the age of Trump constitutes one of the most pernicious forms of domination because it takes as its object subjectivity itself: This dialectic empties subjectivity of any sense of critical agency, turning people into spectators, customers and consumers. Identities have become commodities, and agency an object of struggle by the advertising and the corporate elite. After 50 years of a neoliberal culture of taking, unbridled individualism, militaristic violence and a self-righteous indifference to the common good, the demands of citizenship have not merely weakened, but they have been practically obliterated. In their book Babel, Zygmunt Bauman and Ezio Mauro speak to the denigration of politics and citizen rights in an age of generalized rage and emerging right-wing populism. They write:

The «culture of taking,» divorced from all rights-duties of giving and of contributing positively, is not merely a reduction of citizenship relations to a bare minimum: it is actually perfectly instrumental to a populist and charismatic simplification of politics and leadership, or rather a post-modern interpretation of a right-wing tradition, in which the leader is the demiurge who can work out public issues by himself, freeing citi­zens from the burden of their general civic duties, and leaving them to the solitary sovereignty of their privacy, spurring them to participate not in national political events but in single outbursts of collective emotional reaction, triggered by the oversimplification of love and hate on which populism feeds.

The fusion of culture, power and politics has produced a society marked by a flight from political and social responsibility. In an age in which five or six corporations dominate the media landscape and produce the stories that shape our lives, the democratic fabric of trust evaporates, public virtues give way to a predatory form of casino capitalism and thought is limited to a culture of the immediate. Politics is now performance, a kind of anti-politics wedded to the spectacle.

As Mark Danner points out in The New York Review of Books, much of Trump’s success and image stems from his highly successful role on The Apprentice as «the business magus, the grand vizier of capitalism, the wise man of the boardroom, a living confection whose every step and word bespoke gravitas and experience and power and authority and … money. Endless amounts of money.» Not only did The Apprentice at its height in 2004 have an audience of 20.7 million, catapulting Trump into reality TV stardom, but Trump’s fame played a large role in attracting 24 million people to tune in and watch him in his initial debate with a host of largely unheard of Republican politicians.

Corporate media love Donald Trump. He is the perfect embodiment of the spectacle that drives up their ratings. Danner observes that Trump is «a ratings extravaganza» capable of delivering «audiences as no other candidate ever has or could.» A point that is well taken given «that the networks have lavished upon him $2 billion worth of airtime.» According to Danner, Trump’s willingness to embrace ignorance over critical reasoning offers him an opportunity not to «let ‘political correctness’ prevent him [from] making sexist and bigoted remarks, … [while reveling in and reinforcing] his fans’ euphoric enjoyment of their hero’s reveling in the pleasures of free speech,» and his addiction to lying as an established part of the anti-politics of performance and showmanship.

Beyond a «Lesser of Two Evils» Political Framework

The American left and progressives have no future if they cannot imagine a new language that moves beyond the dead-end politics of the two-party system and explores how to build a broad-based social movement to challenge it. One fruitful beginning would be to confront the fact that our society is burdened not only by the violence of neoliberalism but also by the myth that capitalism and democracy are the same thing. Capitalism cannot rectify wage stagnation among large segments of the population, the growing destruction of the ecosystem, the defunding of public and higher education, the decline in life expectancy among the poor and middle classes, police violence against Black youth, the rise of the punishing state, the role of money in corrupting politics, and the widening gap in income and wealth between the very rich and everyone else.

If some elements of the left and progressives are to shift the terms of the debate that shape US politics, they will also have to challenge much of what passes for neoliberal common sense. That means challenging the anti-government rhetoric and the notion that citizens are simply consumers, that freedom is largely defined through self-interest and that the market should govern all of social life. It means challenging the celebration of the possessive individual and atomized self, and debunking the claim that inequality is intrinsic to society, among others. And this is just a beginning.

Politics is now performance, a kind of anti-politics wedded to the spectacle.

When the discourse of politics amounts to a choice between Donald Trump and Hillary Clinton, we enter a world in which the language of fundamental, radical, democratic, social and economic change disappears. What liberals and others trapped in a lesser-of-two-evils politics forget is that elections no longer capture the popular imagination, because they are rigged and driven by the wealth of the financial elite. Elections bear no relationship to real change and offer instead the mirage or swindle of real choice. Moreover, changing governments results in very little real change when it comes to the concentration of power and the decimation of the commons and public good. At the same time, politicians in the age of reality TV embody Neil Postman’s statement inAmusing Ourselves to Death that «cosmetics has replaced ideology» and has helped to usher in the age of authoritarianism. Power hides in the dictates of common sense and wields destruction and misery through the «innocent criminals» who produce austerity policies and delight in a global social order dominated by precarity, fear, anxiety and isolation.

What happens when politics turns into a form of entertainment that washes out all that matters? What happens to mainstream society when the dominant and more visible avenues of communication encourage and legitimate a mode of infantilism that becomes the modus operandi of newscasters, and trivia becomes the only acceptable mode of narration? What happens when compassion is treated as a pathology and the culture of cruelty becomes a source of humor and an object of veneration? What happens to a democracy when it loses all semblance of public memory and the welfare state and social contract are abandoned in order to fill the coffers of bankers, hedge fund managers and the corporate elite? What are the consequences of turning higher education into an «assets to debt swapping regime» that will burden students with paying back loans in many cases until they are in their 40s and 50s? What happens when disposable populations are brushed clean from our collective conscience, and are the object of unchecked humiliation and disdain by the financial elite? As Zygmunt Bauman points out in Babel: «How much capitalism can a democracy endure?»

What language and public spheres do we need to make hope realistic and a new politics possible? What will it take for progressives to move beyond a deep sense of political disorientation? What does politics mean in the face of an impending authoritarianism when the conversation among many liberals and some conservatives is dominated by a call to avoid electing an upfront demagogue by voting instead for Hillary Clinton, a warmonger and neoliberal hawk who denounces political authoritarianism while supporting a regime of financial tyranny? What does resistance mean when it is reduced to a call to participate in rigged elections that reproduce a descent into an updated form of oligarchy, and condemns millions to misery and no future, all the while emptying out politics of any substance?

Instead of tying the fortunes of democracy to rigged elections we need nonviolent, massive forms of civil disobedience. We need to read Howard Zinn, among others, once again to remind ourselves where change comes from, making clear that it does not come from the top but from organized social formations and collective struggles. It emerges out of an outrage that is organized, collective, fierce, embattled and willing to fight for a society that is never just enough. The established financial elites who control both parties have been exposed and the biggest problem Americans face is that the crisis of ideas needs to be matched by an informed politics that refuses the old orthodoxies, thinks outside of the box, and learns to act individually and collectively in ways that address the unthinkable, the improbable, the impossible — a new future.

As politics is reduced to a carnival of unbridled narcissism, deception, spectacle and overloaded sensation, an anti-politics emerges that unburdens people of any responsibility to challenge the fundamental precepts of a society drenched in corruption, inequality, racism and violence. This anti-politics also removes many individuals from the most relevant social, moral and political bonds. This is especially tragic at a historical moment marked by an endless chain of horrors and a kind of rootlessness that undermines all foundations and creates an uncertainty of unprecedented scale. Fear, insecurity and precarity now govern our lives, rendering even more widespread feelings of loneliness, powerlessness and existential dread.

Instead of tying the fortunes of democracy to rigged elections we need nonviolent, massive forms of civil disobedience.

Under such circumstances, established politics offers nothing but scorn, if not an immense disregard for the destruction of all viable bonds of solidarity, and the misery that accompanies such devastation. Zygmunt Bauman and Ezio Mauro are right in arguing, in their book Babel, that we live at a time in which feeling no responsibility means rejecting any sense of critical agency and refusing to recognize the bonds we have with others. Time is running out, and more progressives and people on the left need to wake up to the discourse of refusal, and join those who are advocating for radical social and structural transformation. This is not merely an empty abstraction, because it means thinking politics anew with young people, diverse social movements, unions, educators, environmentalists and others concerned about the fate of humanity.

It is crucial to acknowledge that we live in a historical conjuncture in which the present obliterates the past and can only think about the future in dystopian terms. It is time to unpack the ideological and structural mechanisms that keep the war machine of capitalism functioning. It is also time to recognize that there are no shortcuts to addressing the anti-democratic forces now wrecking havoc on US society. The ideologies, grammar and structures of domination can only be addressed as part of a long-term collective struggle.

The good news is that the contradictions and brutality of casino capitalism are no longer invisible, a new language about inequality is being popularized, poor Black and Brown youth are battling against state violence, and people are waking up to the danger of ecological devastation and the increased potential for a nuclear apocalypse. What is needed is a new democratic vision, a radical imaginary, short-term and long-term strategies, and a broad-based social movement to act on such a vision.

Such a vision is already being articulated in a variety of ways: Michael Lerner’s call for a new Marshall Plan; Stanley Aronowitz’s call for reviving a radical labor movement; my call for making education central to politics and the development of a broad-based social movement; Angela Davis’ call for abolishing capital punishment and the mass incarceration system; Nancy Fraser and Wendy Brown’s important work on dismantling neoliberalism; the ongoing work of Alicia Garza, Patrisse Cullors and Opal Tometi of the Black Lives Matter movement to develop a comprehensive politics that connects police violence with other forms of state violence; Gene Sharp’s strategies for civil disobedience against authoritarian states; and the progressive agendas for a radical democracy developed by Salvatore Babones are just a few of the theoretical and practical resources available to galvanize a new understanding of politics and collective resistance.

In light of the terror looming on the political horizon, let’s hope that radical thought and action will live up to their potential and not be reduced to a regressive and pale debate over electoral politics. Hope means living without illusions and being fully aware of the practical difficulties and risks involved in meaningful struggles for real change, while at the same time being radically optimistic.

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HENRY A. GIROUX

Henry A. Giroux currently is the McMaster University Professor for Scholarship in the Public Interest and The Paulo Freire Distinguished Scholar in Critical Pedagogy. He also is a Distinguished Visiting Professor at Ryerson University. His most recent books include The Violence of Organized Forgetting (City Lights, 2014), Dangerous Thinking in the Age of the New Authoritarianism (Routledge, 2015) and  coauthored with Brad Evans, Disposable Futures: The Seduction of Violence in the Age of Spectacle (City Lights, 2015). Giroux is also a member of Truthout’s Board of Directors. His website is www.henryagiroux.com.

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