Marco Fidel Gómez Londoño
Si el trapo rojo es el símbolo de la ausencia, entonces el profesorado de escuela tendría que exhibirlo, no para señalar la falta de pan, sino la ausencia de su voz en la sucesión de conversatorios y foros organizados por las facultades de educación de diferentes universidades. No nos llamemos a engaños. Hoy, como antes de la pandemia, son los expertos de diversos campos del saber -instalados mayoritariamente en las universidades- los convocados para hablar de la escuela, mientras que quienes la habitan deben comprar palomitas de maíz. ¿Acaso el profesorado tiene poco o nada por decir? ¿El saber de profesores y profesoras escolares retoza en la mediocridad? ¿La pedagogía solo existe en el discurso y práctica de los expertos?
Estos conversatorios refuerzan en gran medida -y paradójicamente- el debilitamiento de la figura del profesor y la profesora de escuela como sujeto de saber. Si “la confianza va haciendo que los sujetos dialógicos se vayan sintiendo cada vez más compañeros en su pronunciación del mundo” (Freire, 1970), entonces podría afirmarse que no hay confianza en lo que sabe y siente un docente de escuela, y ante esa supresión de la confianza pues no hay dialogicidad. El mundo escolar debe ser pronunciado por los expertos, se nos propone. Así las cosas no hay diálogo entre la universidad y la escuela, por lo menos, los foros organizados por las facultades de educación así lo evidencian.
En un reciente texto publicado en este mismo espacio se leía que los expertos hacen sus reflexiones a partir de «contextos generales» mientras que quienes viven la enseñanza lo hacen desde sus «contextos concretos” que responden al “día a día”. Los profesores de escuela “reflexionamos mientras corremos”, parafraseando a Boaventura de Sousa (2017), y en esa carrera también hay pensamientos y sentires y luchas. Es decir: en las carreras, que es la acción misma, está contenido un saber y una postura educativa/política.
La maquinaria capitalista refuerza tal distinción entre saberes. Por ejemplo, los llamados papers, con cercanía a una lógica economicista, se escriben mayoritariamente en las universidades mas no en las escuelas y, por lo tanto, se cree que quienes piensan mejor son los expertos de las universidades. Una sacralización de la razón distinguida en publicaciones. No puede desconocerse, desde esa misma lógica, la creencia de que los profesores de escuela al educar a niños y niñas no generan conocimientos valiosos, mientras los otros, que educan adultos, sí lo hacen. Y es que los niños, las niñas y sus prácticas desde esa representación hegemónica occidental no son más que juego, lo que implicaría ausencia de conocimiento. La representación del juego como pérdida, como no saber, y sus profesores, por lo tanto, como sujetos que no saben. No hay confianza en el saber del profesorado de escuela porque el paper se privilegia sobre el juego. La escuela al sur.
Si para que exista dialogicidad debe existir confianza, entonces es el momento de hacerlo. Ahora, eso requiere, como lo plantea Boaventura de Sousa, una epistemología de la visión que permita reconocer el conocimiento como forma de solidaridad que supere aquella forma de conocer que se instaura en el orden. Superar, desde los planteamientos aquí esgrimidos, implica subvertir aquella forma de conocimiento que impone un orden y que ubica el saber del experto por encima del saber del/la profesora -no en vano el significante de educación superior para la educación que se da en la universidad-, para ponerlo en una horizontalidad que invoque a la confianza y la solidaridad entre los saberes de la universidad y escuela.
La dialogicidad, entonces, como epistemología de la visión. Las facultades de educación deberían favorecer tal dialogicidad en la configuración de sus eventos académicos, pues hoy refuerzan el borramiento del saber del profesorado de escuela. Estoy seguro de que los expertos tienen algo por decir acerca de la escuela, pero no todo por decir, y que los profesores y profesoras de escuela también pueden decir, con el rigor de la experiencia, que también encarna un saber.
Hace poco decía un profesor de escuela que en este confinamiento había perdido algo, pero que no sabía qué. Esa inquietud, que es también posibilidad, la retomo para reflexionar, y en ese sentido mi reclamo es que se dejen de tantos foros acerca de la «escuela en confinamiento» en los que no aparecemos los y las profesoras de escuela. Quizás, digo yo, eso puede ser lo que aquel profesor siente que ha perdido: la posibilidad de enunciar su saber.
«La reflexión que nos surge y compartimos en este ‘post’ es… que el ‘saber’ pedagógico necesita estar unido, considerado al mismo nivel que el ‘saber hacer’ del profesorado. Sin duda ‘saber’ y ‘saber hacer’ deben ser parte inseparable de toda práctica docente y de cualquier investigación y elaboración formal sobre educación».( Francisco Imbernón, Rodrigo Juan García, Javier Esteban Marrero, Julio Rogero)
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Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/2020/07/03/no-mas-trapos-rojos-escuela-y-profesorado/



Vuelvo a la noticia: “Estamos empezando a ser cada vez más individualistas y la construcción de capital social muestra bajos porcentajes porque se están perdiendo las acciones de carácter comunitario”. Entonces reconozco a Barrio Comparsa, El Balcón de los Artistas, Tejiendo Conciencia como constructores de aquel capital corporal, lúdico, artístico que posibilitan el abastecimiento de una ciudad que a veces no sabe para dónde va ni lo que quiere.
¿No es esa una de las tareas de la escuela? El desobediente no es una manzana podrida, sino aquel que responde de manera alternativa a diferentes situaciones, y si el maestro ve en él un sujeto y no un virus, entonces habrá mucho por descubrir y la esencia de la profesión, aquella que ya indicó es luz en medio de la oscuridad, construirá esperanza. El semáforo en verde para los desobedientes que les permita su reconocimiento en el saber, que les dé un lugar, ya no en un cesto sino en la vida, que les dé contenido y horizonte.
Habría que recordarles a los caciques de las oficinas que la escuela gira (pero no alrededor de ellos) mientras llenan el último informe, y que ese mismo -cuando se entrega- ha caducado, pues en la eterna actualización nada tendrá vigencia. Esto indica que la oficina solo es un lugar de la robusta escuela, y que desde allí se pueden hacer cosas, solo y solo si, no se confunde burocracia con educación.
Sobresaltan las preguntas de los estudiantes: ¿Qué viste un cuerpo? ¿Por qué viste así? ¿Su caminar es lento y apaciguado? ¿Qué ha robado la vitalidad? ¿Qué esperanzas guarda? ¿Qué hace que un cuerpo ocupe una esquina o un andén o una calle? ¿Por qué esperan los cuerpos en la fila de los buses? ¿Cuánto esperan? ¿A qué juegan los cuerpos en los rincones raídos de la ciudad? Y mientras las respuestas tratan de construirse, entonces los conceptos van adquiriendo fuerza. La marginalidad, la pobreza, la recreación, la exclusión, la movilidad, el tiempo libre, el desarrollo humano, ya no son conceptos tan extraños, ahora también hacen parte de la experiencia de nuestras gentes. Incluso, el sentido del concepto se ha profundizado, ha adquirido otra connotación que quizás, en el encierro escolar, se hubiera quedado en mera palabrería. El cuerpo como herramienta conceptual y metodológica, y también como experiencia. Un aprendizaje ligado a la comunidad con enorme potencial formativo.




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