Todos somos parte de «la manada»

Por: Octavio Salazar

Todos nosotros, varones que desde que nacemos somos educados para el privilegio, formamos parte de ese orden que nos ofrece tantos dividendos.
Es por tanto responsabilidad nuestra desvincularnos de la manada, iniciar un proceso de reconstrucción personal y convertirnos en agentes para la igualdad.

Desde el pasado jueves ya se ha dicho prácticamente todo con relación al injustificable y vergonzante fallo del caso de ‘la manada’. Hemos compartido en las calles y en las redes sociales el estupor y la indignación. Se hicieron análisis de urgencia, pero también, posteriormente, lecturas mucho más reposadas sobre lo que inicialmente nos pareció una barbaridad y, después, leídos los más de trescientos folios, se confirmó como una auténtica provocación que ha suscitado malestar incluso entre quienes en otras ocasiones no se han posicionado precisamente a favor de las vindicaciones feministas.

Se han hecho muchos y certeros diagnósticos, y también propuestas como las que, no sé si en un alarde de oportunismo, se hacía desde el Gobierno para revisar la tipificación de los delitos contra la libertad sexual. No seré yo quien ponga en duda dicha necesidad, pero no creo que la redacción de la norma sea el meollo de un asunto en el que, en definitiva, se nos ha vuelto a demostrar con toda su crudeza que la cultura machista está bien presente y recorre transversalmente todos los ámbitos de nuestra convivencia, incluidos aquellos que supone que existen para garantizar nuestros derechos fundamentales.

A lo que habría que sumar, por supuesto, que no creo que el recurso al Derecho Penal sea la mejor herramienta en una sociedad democrática avanzada. Más bien las políticas sancionadoras son la expresión más rotunda del fracaso de unas reglas del juego que deberían basarse en la exquisita garantía de la dignidad de todas y de todos, además de que suelen ser el recurso más obvio para quienes no tienen más programa político que jugar de manera populista con las emociones de la ciudadanía.

Pienso que seguiremos equivocando el diagnóstico y, por lo tanto, errando las propuestas transformadoras si no ponemos el foco justamente en un modelo de construcción de lo masculino que se proyecta en todo nuestro orden de convivencia y que, por supuesto, tiene una de sus más terribles expresiones en cómo desde la virilidad hegemónica se conciben a las mujeres, a sus cuerpos y, por supuesto, a su sexualidad. Estos mandatos de género, que por ejemplo ha estudiado tan bien la antropóloga Rita Segato, se traducen en una serie de poderes que los hombres entendemos como derechos naturales que traducimos en prácticas, con frecuencia violentas, que van desde lo más privado hasta los niveles más institucionales de la vida pública.

Ser un hombre de verdad ha significado durante siglos, y me temo que todavía hoy lo continúa siendo para muchos de mis iguales, ejercer dominio, devaluar a las mujeres y a lo femenino e interpretar nuestros deseos como derechos que alimentan nuestro lugar privilegiado.

La suma de estos factores confluye con frecuencia en una sexualidad entendida como una pulsión irrefrenable, en la que el dominio de la más débil y vulnerable nos erotiza al máximo, de forma que en muchos casos se proyecta en el cuerpo de “la otra” toda el ansia de poder que parece dar sentido a nuestra existencia. Todo ello, además, vivido con frecuencia en ceremonias colectivas mediante las cuales se refuerza nuestra identidad precaria.

De esta manera, las fratrías viriles acaban otorgándonos el certificado supremo de virilidad. Es justamente ese concepto de lo masculino, que tiene una de sus más extremas expresiones en lo que la teoría feminista viene denominando desde hace años “cultura de la violación”, el que en la actualidad se prorroga en la pornografía que habitualmente consumen nuestros jóvenes, en las redes sociales que generan espacios de inseguridad para ellas y de complicidad dominante para nosotros y, en general, en una cultura que continúa insistiendo en que ellas están permanentemente a nuestra disposición.

Y en todos los sentidos: para cuidarnos, para amarnos, para darnos placer, para hacernos padres, para sostener nuestra vida privada. Así se culmina la definición social de las mujeres como seres para otros y cuya credibilidad queda siempre en entredicho frente la omnipotente del varón que dicta las reglas. Obediencia, sumisión y silencio frente a poder, autoridad y palabra. El círculo perfecto del patriarcado.

Es justamente ese corazón de las violencias que ejercemos los hombres y que sufren las mujeres el que deberíamos dinamitar, como sugiere Virginie Despentes, si efectivamente queremos poner las bases para que la convivencia democrática garantice que mujeres y hombres actuemos como seres autónomos y equivalentes.

Ello pasa urgentemente por la revisión de una virilidad que se traduce en poder, también desde el punto de vista sexual, y que es alimentada por una cultura del ocio y del placer en la que de nuevo ellas son las perdedoras, así como por la superación de un orden cultural que continúa alimentando energúmenos como los de la Manada y jueces que a estas alturas no se han enterado de que administrar justicia sin perspectiva de género es equivalente a adoptar un fallo injusto. Y no nos engañemos: todos nosotros, varones que desde que nacemos somos educados para el privilegio, formamos parte de ese orden que nos ofrece tantos dividendos.

Es por tanto responsabilidad singularmente nuestra desvincularnos de la manada, iniciar un proceso de reconstrucción personal y convertirnos en agentes para la igualdad. Una tarea que debería empezar por tomar conciencia de que nuestro silencio nos hace cómplices y de que, si no queremos que nos confundan con acosadores, violadores o puteros, deberíamos dar un paso al frente para dejar bien claro que estamos luchando contra el macho machista que llevamos dentro.

O, lo que es lo mismo, por la efectividad de una democracia en la que ellas dejen de sentir miedo, tanto en lo privado como en lo público, y disfruten de las mismas oportunidades que durante siglos entendimos exclusivas de nosotros.

Esa es, y no tanto la reforma puntual del Código Penal, la transformación pendiente en sociedades como la nuestra. La revolución emancipadora que hace tres siglos lleva reclamando el feminismo.

*Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=241054&titular=todos-somos-parte-de-%22la-manada%22-

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Suspensos en Educación.

No dejo de preguntarme cómo han superado el bachillerato y la selectividad.

Por: Octavio Salazar.

Desde hace algunos años no necesito el informe PISA para certificar el pobre nivel formativo con que llega el alumnado a la Universidad. Cada curso compruebo cómo los chicos y las chicas que llegan a mi Facultad a duras penas saben expresarse oralmente y por escrito, cómo carecen de buena parte de los conocimientos de eso que antes se llamaba «cultura general» y, en consecuencia, no dejo de preguntarme cómo han superado el bachillerato y la selectividad. Todo ello por no hablar del escaso interés que en general muestran por todo lo público, de lo difícil que es mantener su atención más del tiempo que dura un videoclip o de lo complicado que les resulta construir argumentaciones que superen los 140 caracteres. Es decir, no hace falta convocar un comité de expertos para comprobar la carencia de habilidades y destrezas, así como de unas actitudes mínimas para ser partícipes activos de un proceso de aprendizaje tan lleno de aristas como es el de las Ciencias Jurídicas.

Creo, sin embargo, que las conclusiones que se extraen de datos como los hechos públicos hace unos días, y según los cuales Andalucía no sale bien parada, pecan con frecuencia de superficialidad, además de que son ideales para ser usados en la lucha política de adversarios. Es evidente que la brecha Norte/Sur sigue siendo real y provoca nefastas consecuencias en terrenos como el educativo. Por lo tanto, y de entrada, no estamos solo ante un problema de qué, cómo y quiénes enseñan a nuestros hijos e hijas sino en qué contexto social y económico nos desenvolvemos. Desde este punto de partida, es necesario por supuesto hacer un análisis crítico, y a ser posible constructivo, de nuestro sistema educativo. No hace falta insistir en la inseguridad generada por los continuos cambios legislativos, ni en los escasos recursos que hoy por hoy se siguen aplicando a un ámbito en el que los resultados no se ven a corto ni medio plazo, por lo que es evidente que no merecen el interés prioritario de unos representantes empeñados en vender logros rentables electoralmente. Faltan recursos y continúan faltando políticas educativas que incidan no solo en lo que se enseña, sino también en cómo se enseña y también en quiénes lo hacen. El magisterio, a diferencia de lo que ocurre en otros países, continúa siendo una profesión poco valorada social y económicamente, a la que con frecuencia acuden jóvenes sin especial vocación por la enseñanza y a quienes además no se les exige especiales cualidades. Doy clase en un máster donde buena parte del alumnado procede de Ciencias de la Educación y mis sensaciones son de auténtico horror cuando compruebo su escaso nivel y las limitadas capacidades de quienes van a encargarse de formar a la futura ciudadanía. Una labor tan clave en una democracia que debería llevar a exigir a los maestros y a las maestras una formación tan rigurosa, especializada, práctica y puesta al día como la que le exigimos por ejemplo a nuestros médicos y médicas. Tal vez aún no seamos conscientes de que nos va la salud de la democracia en ello.

Ahora bien, todo lo anterior no debería hacernos olvidar las responsabilidades que en estos procesos tienen el resto de agentes socializadores – algún día tendríamos que analizar seriamente el papel de los medios de comunicación en buena parte de los males que nos corroen como sociedad – y, muy especialmente, las que padres y madres deberíamos asumir desde el compromiso que debería suponer no solo velar por la salud física de nuestros descendientes sino también por la mental, por su inteligencia emocional y por sus habilidades éticas para convertirse en ciudadanos y ciudadanas de primera. Si esto falla no hay ley ni política educativa que lo subsane. Algo que parecen olvidar los autores de PISA y buena parte de las madres y los padres que no tienen clara la diferencia entre instruir y educar.

Fuente: http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/suspensos-educacion_1105762.html

Imagen: http://zetaestaticos.com/cordoba/img/noticias/1/105/1105762_1.jpg

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