Mantenme vivo

Por: Rodrigo Ayarza

La venganza profetiza más muertes. La humillación y el sufrimiento imploran dejarnos reducidos a polvo.”

Palabras que sobrevivieron.

Un puñado de minutos son suficientes para que conozcas mi historia.

El hombre que viaja a mi lado no deja de emitir sonidos desagradables; mueve su lengua con angustia y el frio intenso hace que su voz tiemble con aspereza ruda. Algunos dirán que está de-lirando, pero no creo que así sea (ustedes podrán juzgarlo). Por un instante olvido que lleva los tobillos y brazos atados, y olvido que aún no conozco su rostro. Sin embargo, no puedo evitar imaginar, con crueldad, cómo se retuercen sus míseros músculos por su cara, mientras su co-rrompida mirada irradia terror.
Intento apartar todo esto y concentrarme únicamente en lo que dice. Su sentencia me ate-rra: “Le disparé a un niño.” Llora y clama arrepentido a su dios por perdón. Traga saliva y re-tuerce con dolor su garganta; me lastima tener que oírlo: “Maté a un niño.” Además, cuenta ho-rrorizado que en sus pesadillas ve el rostro desesperado de esa abuela sosteniendo entre sus bra-zos a ese niño que imploraba que lo mantuviera con vida.
—Si hubieras estado en mi lugar, ¿habrías disparado? —me pregunta el hombre.
Sigo en silencio y no respondo. Pero no se rinde: “No podés esconderte en el silencio. Sa-bés bien que cumplía órdenes… Obedecí esas órdenes”. La presión aumenta e insiste:
— ¿Habrías matado a ese niño? …
No tuve necesidad de responder, el hombre cerró sus despreciables párpados y en ese instante dejó de respirar.
Quiero huir lo más lejos posible de este infierno pero va a ser imposible.
Son las seis de la mañana, y algo anda mal. Me prometieron que me sacarían de este territo-rio, pero parece que han cambiado de opinión. El camión en el que viajo apenas puede moverse entre la densa vegetación. Oigo voces, alguien da una orden y, para aliviar la carga, deciden tirar parte del cargamento, y por supuesto abandonarme. Intento torcer su decisión, pero estos tipos no se andan con vueltas: me advierten que no llegaré con vida a la frontera. Mi única oportuni-dad de sobrevivir es buscar medicinas en el poblado que acabamos de pasar. Forcejeamos, y fi-nalmente me arrojan del camión.
Apenas me puedo mover, unos vendajes cubren mis piernas heridas. En el horizonte surgen diminutos puntos estridentes de luces chocando entre sí y apenas percibo el sucio sonido de lo que está pasando a lo lejos.
A las 6:20 de la gélida mañana, me adentro en ese poblado cuando escucho el indescifrable sonido de una radio, un fffshhiiggg que se escapa entre las ondas. Observo cómo la mano de una mujer agita el dial, buscando sintonizar alguna transmisión, pero le es imposible hacerlo. Avanzo y me cruzo con ella y con otra más joven en la puerta de un hospitalillo improvisado, ambas se sorprenden al ver mi aspecto.
La tensión en el aire se puede respirar. Las voces de las mujeres se entrecruzan: “acá no hay medicinas, tampoco hay agua”.
En ese preciso momento, el cielo se quiebra. Un duro estruendo retumba, un sonido ensorde-cedor golpea en forma punzante mis oídos. Lo sé: el latigazo de un nuevo misil.
—¿Vienen por nosotros? ¿O van hacia las otras aldeas? —me pregunta la mujer con ansie-dad. Busca en mi mirada una respuesta que no puedo dar. —Vamos, ¿qué sabés? —insiste en forma desesperada. Algo aprisiona mi garganta, no sé cómo describirlo, pero sé que no puedo hablar.
—Si venís huyendo de las otras aldeas, al menos podrás decirnos si algunos sobrevivieron al ataque, seguro que lo sabés —insiste, su voz se quiebra. Las palabras se clavan en mi pe-cho. Pero no puedo responder. El agudo dolor que sube por mis piernas hiela mi lengua, y sigo en silencio.
La otra mujer, la más veterana, señala la radio con desprecio. “Este trasto viejo ya no sirve para enterarnos de nada. ¿Qué esperás para decirnos algo? Toda esta gente podrá salir de la al-dea o quedarse, según lo que nos digas”. Su mirada me perfora, exigiendo respuestas. Pero adopto un aspecto glacial, extremadamente rudo. No respondo. No puedo.
El mundo se desmorona a nuestro alrededor. Un misil impacta en el otro extremo del po-blado, y el suelo tiembla bajo nuestros pies.
La ansiedad, la desesperación, la búsqueda frenética de respuestas: todo se mezcla. Las pala-bras se quedan atrapadas en mi garganta, como los gritos de los que ya no están. Y mientras el mundo agoniza a nuestro alrededor, yo permanezco cargando con este silencio inservible, sin poder responder.
Comenzamos a movernos y vemos como la zona que dejamos atrás agoniza bajo las llamas.
—Si hubieras conocido a quienes lucharon por detener la guerra, quizás cambiarías tu silen-cio por una respuesta que nos devuelva la esperanza —dice la mujer, con voz pausada pero car-gada de urgencia.
—Estaban convencidos de que existía alguna oportunidad de cambio. Desarmaron a los pue-blos rivales. Lograron que sus jefes dialogaran. Negociaron con astucia e inteligencia. Y, a pesar de todo, quieren hacernos creer que fracasaron, que se vendieron —dice con rabia.
Hace lo que puede por respirar, está exhausta, pero igual así finaliza su idea: “Porque para muchos, obedecer, disparar y matar, es más fácil que lograr que los enemigos se entiendan. ¿No lo crees?”
Tengo la oportunidad de responder, pero elijo no hacerlo.
—Queremos saber qué les ocurrió, si siguen con vida o no —insiste. Su mirada es inque-brantable, como si pudiera leer mis pensamientos. ¿Viven o no? La pregunta resuena por todas partes, mi corazón late con fuerza, pero sigo eligiendo el silencio.
—Dejalo de una vez mujer, perdés el tiempo. No querrá estar envuelto en estos asuntos —comenta la otra.
—No han regresado, al menos no aún —agrega dolorida, con profunda nostalgia, justo cuando un nuevo estruendo asfixia el cielo. Nos tapamos los oídos, como si el sonido pudiera arrancarnos la cordura. Las llamas devoran lo poco que queda del poblado y nosotros, atrapados entre el pasado y el futuro, buscamos respuestas en un silencio que amenaza con consumirnos.
La condensación de vapores flota por todas partes invadiendo el territorio. Miramos el cielo con desconfianza. Al adentrarnos en un camino que promete liberarnos de este infierno, nos chocamos con un hombre semimuerto que yace inerte en el suelo. Las pupilas de la mujer se di-latan y contraen con energía al descubrir su uniforme. Es uno de los que atacaron nuestras al-deas. Con una vara larga, la mujer intenta moverlo. Cuando percibe que aún respira, comienza a interrogarlo.
—¿Qué aldea van a volar, cuál es la que sigue? —pregunta con urgencia.
El hombre intenta mover su mandíbula: “No tienen hacia donde huir.” Balbucea.
—No te creo nada. Hablá. ¿Qué sabés? —insiste la mujer, mientras aprieta desesperada con la vara las heridas que yacen en el brazo descubierto del hombre.
—Ya te lo dije, ninguna se salvará —el hombre escupe sangre al hablar.
—Vas a morir pedazo de mierda —escucho que le dice la mujer, cuando vemos que algu-nos sobrevivientes de lo que fue mi aldea se acercan por este camino. Me abrazo a este puñado de niños.
El tipo agonizante ignora a la mujer, esquiva su mirada y señala a los niños. “Estos vendrán por nosotros, son los que van a venir a matarnos en el futuro”, dice el hombre sin ocultar su odio.
La mujer se desploma. Sabe que sus líderes les han inculcado esta idea. Yo también lo sé, to-dos lo sabemos.
—¿Es esta la forma que eligen para vengarse? —pregunta aterrada la mujer, mientras con-templa el enorme charco de sangre que surge debajo del hombre—. Vienen por nuestros niños, Vienen por nuestro sufrimiento. Esta es la forma que eligen para humillarnos: ¡quieren dejarnos reducidos a polvo!
—¿Crees que estamos hechos para soportar esta violencia? —me pregunta la mujer.
Nunca vi un mundo sin violencia, solo este, tal como es. Pero, como ya saben, me trago estas palabras y no le respondo. Cuando escuchamos una detonación extrema, un golpe seco en la tie-rra, sabemos que viene al fin, de una vez por todas por nosotros. Viene a cazarnos, y sin pregun-tar si tenemos algo que ver en todo esto: nos da caza.

Fuente de la información e imagen:  https://lnkd.in/dKr4NmhF

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España: Una línea en el horizonte

Una línea en el horizonte

Rodrigo Ayarza

Narrativas noviolentas

 

—Yuna, ¿por qué dibujas esos animales en el espejo? —le pregunta su hermano Endetas.

Yuna no lo escucha, sigue absorta en su mundo cantando una canción en tonos agudos y la voz de su hermano se pierde. Ella borra con un dedo la oreja de uno de los conejos que al parecer quedó deforme. Luego termina de peinarse las puntas rebeldes de su cabello y busca un hueco por donde ver reflejado su rostro en el espejo, pero le es imposible hacerlo. Decenas de animales dibujados con jabón y pasta de dientes ocupan ese mundo. Retrocede medio metro y observa como unos lobos hambrientos persiguen a un bisonte que fue alcanzado por unas flechas y a unos monos que huyen buscando algún tipo de salvación… Mientras intentan escapar, Yuna los sigue con la mirada.

—Por supuesto que no te puedes ver —le dice su hermano Endetas cuando pasa otra vez por la puerta del baño.

—¿Será verdad? No creo que sea así como dicen… sea como sea, yo también lo quiero ver — dice ella.

—¿Qué quieres ver?, ¿de qué hablas? —le pregunta su hermano.

Yuna lo mira a los ojos y le cuenta: «dicen que obligan a unos niños a cazar y golpear con unos palos a unos animales».

—¿Quiénes los obligan? —pregunta Endetas asombrado, revisando que no falte nada en sus mochilas.

—No lo sé, dicen que unos pandilleros. ¿No lo has visto?, está en internet —Yuna comienza a hacerse una larga trenza y vuelve a tararear parte de la canción que estaba cantando.

—Si, sí, esa es la canción, la recuerdo bien. Eso que cantas es una canción de presentación de un videojuego en internet —dice Endetas convencido.

—Unas amigas la cantan y se me pegó —comenta Yuna.

—Es muy violento lo que pasa en ese videojuego, ¿lo sabías?

—No lo sabía, soy la única de mi clase que no ha jugado.

—No es para tu edad —afirma su hermano, mientras dobla una hoja con unas direcciones en su bolsillo: muelle 7, pesca del día, galpón 6, molida de granos y yerba mate.

—Allí a donde vamos me prometiste que tendríamos internet, ¿verdad?

—Para que querés internet si no tenemos donde ver nada de eso —le responde él.

—Ya te lo dije, me da curiosidad, tengo derecho y quiero ver qué pasa en ese juego.

Endetas guarda silencio. Conoce el videojuego en el que unos jóvenes luchan ferozmente con palos y pinchos en las calles de una ciudad en ruinas con el fin de cazar animales del bando contrario.

Después de cazarlos, cada pandilla elige los animales más aptos y los hace competir con el objetivo de ganar territorios rivales.

Endetas comprende bien la situación, el fiel reflejo de la cultura en una atractiva caja de videojuego: la lucha por la supervivencia, subir de nivel, dominar al enemigo…

Y para el final, el plato fuerte, la versión explícita de la cultura verticalista: unos trepan e intentan alcanzar la cima para impedir que otros también lo hagan. Quienes lo logran tienen el privilegio de quedarse con todo, mientras que el resto, animales y jóvenes descartables, caen olvidados al fondo del foso: game over.

Lo cierto es que Endetas había comenzado a ver el videojuego “Lucha feroz”, pero tuvo que dejarlo. Él también hubiese querido formar parte de ese antídoto contra el aburrimiento, pero no fue posible.

Recuerda el griterío ensordecedor que hacían decenas de chicos pegados a las pantallas jugando en esa sala en horario libre, alentando a esos animales, cantando esa canción que ahora también canta Yuna, mientras él limpiaba el lugar.

—Si conseguimos un teléfono podremos ver cosas que ven otros, escuchar música —insiste Yuna—. Sé que te gusta mucho la música.

Endetas no le responde, tan solo cierra las mochilas y le dice que se tienen que ir.

—Dicen que en internet, durante el videojuego, permiten apostar por quiénes cazan más animales, ¿será verdad? —le pregunta ella mientras busca su sombrero.

—Sí, lo sé —le responde su hermano mientras la espera en la puerta de la casa.

—Sé que vos nunca apostarías por algo así —dice Yuna en el momento en que encuentra su sombrero.

Yuna, sabía que su hermano trabajaba en el centro educativo en la sala de computadoras, pero nunca le había dicho que limpiaba las máquinas y los baños de esa sala. Hace unas semanas lo habían acusado junto a otros de robar unas máquinas durante la noche, pero se habían equivocado.

Endetas no había tenido nada que ver en el asunto.

Yuna guarda una botella de agua en su mochila, se pone su sombrero y los dos hermanos salen de la casa.

Los centros educativos continúan cerrados. Y ellos ahí, en una apartada región fuertemente azotada por sequías extremas a las que se sumó el drama de la pandemia.

Hace meses que Yuna nove a sus compañeros de clase ni los volvería a ver por un buen tiempo.

Es así como decidieron ir al otro lado del cerro alto donde se encontraban los ríos de agua dulce y los cultivos. Lo cierto es que al igual que muchos iban en busca de una oportunidad única y sabían que no la podían desperdiciar.

Durante el trayecto pasan al lado de un grupo de mujeres que plantan semillas. Yuna ve cómo  unas enormes gotas de sudor ruedan por la frente y pómulos de una de ellas y le deja su botella.

La joven mujer apenas puede abrir su boca para agradecerle. Yuna creyó que bebería un poco de agua, pero no fue así y ve cómo la mujer vierte el agua sobre un puñado de semillas. La mujer deja ver un halo de esperanza en su mirada bajo la atenta mirada de las otras que aprueban su decisión.

Luego, Yuna ve cómo otras niñas de su edad hacen unas tortas con semillas secas en unas enormes tablas de madera escondidas bajo la sombra y las saluda. Ellas le devuelven el saludo.

A unos metros de ahí, un niño le regala a Yuna un pájaro hecho con las hojas de plantas de los cultivos. Pero sin viento es imposible que vuele, piensa Yuna.

—No vuela —le dice el niño—. Es para que te acompañe. Hazlo volar cuando encuentres al viento.

Su hermano le toca el hombro, le dice que tienen que seguir.

Caminan varias horas y llegan al lugar arrinconado contra la línea del horizonte, donde les habían prometido que los estarían esperando. Sin embargo, allí donde debería agitarse el río de agua dulce hay un hostil vacío transformado en el mismísimo desierto, desnudo.

Endetas le dice a su hermana que lo siga, ambos se lanzan como bólidos persiguiendo el intento de un sendero imposible. Avanzan por ese mundo durante una hora. Yuna se imagina lo peor.

Impacientes, descubren que lo que debería surgir de una vez por todas no surge, no aparece por ningún lado. Tan solo emergen entre la nada unas manchas deformes y espesas. Deciden enfrentar esa dura realidad y descubrir el rostro de quien se está olvidando de ellos. Sin importar nada más, se abalanzan hacia donde se hace más y más denso ese territorio.

A unos cien metros de donde están, alzan la vista y creen ver la línea del horizonte que están buscando; corren desesperados hacia ese lugar donde les habían hecho creer que se chocarían con esa oportunidad única. Endetas cree que va a estar ahí, le dijeron que confiara, que creyera y siguiera adelante, que tendría ante sus ojos el futuro prometido; pero avanza y tan solo ve flotar unas cenizas moribundas que despedazan en forma perversa la línea del horizonte que alguna vez se atrevió a erguirse o tuvo la imaginación de haber existido. Endetas contempla cómo las cenizas con tintes de vacío tupido profanan esa línea del horizonte y lo peor de todo: la mirada de Yuna  languidece, descubre que no existe otra cosa que un mundo sin posibilidades, inservible. La presencia de ese mundo mutilado, reflejado en el rostro de su hermana, le causa horror a Endetas.

Una especie de arena liviana se posa en las manos de Yuna; se mueve entre sus dedos, empiezan a vibrar miles de partículas, giran y colisionan unas con otras en ese aire inverosímil; sus átomos entran en sinergia, responden a billones de impulsos invisibles que no llegan a solidificarse. No lo pueden creer. Descubren lo insoportable: el futuro transformado en cenizas yace ahí, agonizando, ignorándolos. La línea en el horizonte comienza a ocultarse, comienza a escurrirse debajo de la nada y bajo sus pies hay algo más, descubren el rostro desabrido, las manos laceradas, comprueban que aún se mueve y sienten la piel herida de una línea de horizonte, rendida, vencida por las cenizas, el único monstruo capaz de profanar su presencia.

El sol pega en el cenit. Yuna cae fulminada, Endetas escucha en forma de susurro las palabras que se posan en los labios de su hermana: «no hay nadie esperándonos ¿verdad?» Endetas sabe que se repite lo mismo de siempre, tan solo se tienen el uno al otro. Se da cuenta de que no están hechos para esa línea y hay algo más, esta vez descubre que ni siquiera tiene la chance de luchar y decir hice todo lo que pude y no fue. Y es duro reconocerlo. A estas alturas, no sabe si estas heridas algún día las verá cicatrizar.

Yuna, agotada, enseña su frustración bajo su sombrero castigado y deforme; le insiste a su hermano que tienen que regresar, que ya han visto demasiado. «¿Sabes por dónde, verdad?», le pregunta. Pero él no tiene la respuesta. No existen puntos de referencia por donde escapar ni avanzar. «Yo me voy», insiste Yuna. Endetas, un tanto mareado, intenta levantarla pero le es imposible, la niña no está en donde creía él que podría estar. Definitivamente, se convence: la perdió, perdió de vista el rostro de Yuna. El sol languidece, también se rinde, combatido y vencido por el peso de las insoportables cenizas, cede, y esta vez, Endetas cree escuchar a su hermana que grita, pero se gira hacia una dirección equivocada, desesperado estira su mano para tocarla y nada, ya no está ahí.

Endetas vaga solo por el desierto gris, siente que el silencio ensordecedor le dispara a quemarropa, la angustia de no encontrar a Yuna le hace perder el equilibrio y se desploma en el

suelo. Mueve sus labios sin emitir sonido alguno y revive la dura pregunta que se hizo antes: ¿Alguna vez creíste que no estabas en el lugar correcto? Endetas sabe que ese no es el lugar, ¿pero cuál es el lugar correcto?

Una hora después tropieza con el calzado abandonado de Yuna pero no hay rastros de ella y nota que los cordones están deshechos. Piensa que las malditas cenizas los mordisquearon. Continúa con el calzado de su hermana en su mano; frustrado y angustiado, avanza por ese laberinto infernal hasta que los dedos heridos de sus pies chocan con una superficie irreconocible y descubre un puente para escapar de ese territorio.

Al otro día despierto rodeado por unos extraños pobladores, quienes me ofrecen algo de beber. Un niño me pregunta cómo me llamo: «Endetas», le respondo. Bebo y él me enseña el mismo pájaro hecho con hojas de los cultivos que le habían regalado a Yuna. Una anciana se acerca a mí y me dice que Yuna está bien. No se imaginan la alegría que siento cuando veo que mi hermana corre hacia mí y me abraza con fuerza. Luego me enseña cómo el pájaro vuela y me dice que en esta aldea el viento sí existe.

Nos quedamos en la aldea, el trato es bueno, gente solidaria, muy hospitalaria.

Cuando intento incorporarme no puedo hacerlo, quienes me rodean me preguntan sorprendidos observando mis heridas: «¿qué hacíamos allí?, ¿cómo logramos escapar?» No lo sé. Intento elaborar una respuesta: buscábamos un futuro, al menos uno de verdad, uno que no teníamos. Nos habían dicho que lo hallaríamos en la línea del horizonte. Para darme a entender dibujo en el suelo la cicatriz del río mutilado, también la línea del horizonte convertida en cenizas. Ya no está, pero ese era el lugar, ahí se encontraba lo que estábamos buscando.

La anciana interpreta mis respuestas con una sutileza de adivina, se acuclilla, toca con sus dedos el dibujo en el suelo y me dice que lo que estábamos buscando se debe estar moviendo.

—No entiendo a qué te refieres, ¿moviendo?, ¿hacia dónde? —le pregunto en forma impulsiva.

—Debes tener paciencia Endetas. Para conocer el porqué de estas verdades, tenemos que aprender a masticar lentamente cada una de las ideas —responde la anciana y continúa su relato.

La línea en el horizonte no está ahí para ustedes, no en ese lugar, ni tampoco el futuro que buscan. Ambas o la misma cosa se siguen moviendo…

Nosotros también buscábamos algo que nos estimulara a seguir viviendo, pero ni en un lugar ni en otro lo podíamos hallar. «La mujer dice esto mientras mastica unas hierbas que se le meten entre los dientes como espinas».

Al igual que a ustedes, a nosotros también se nos acabó el camino. Justo ahí por donde llegaron había un enorme agujero en la tierra que se tragaba toda esperanza, «me dice ella». Pasaban los días y nos preguntábamos qué hacer. Aunque los vientos del otro lado no hacían otra cosa que golpearnos en la cara y nos dejaban en la piel olor a desesperación y muerte, igual así, propusimos hacer un puente para abrirnos camino y avanzar. Algunos rechazaron la idea y se amotinaron.

Lo cierto es que los puentes que intentábamos hacer eran frágiles y uno a uno se iban cayendo. Hasta que uno logró sostenerse, pero hubo revueltas y quienes se habían sublevado lograron derribarlo. Fue muy duro todo aquello, sentía que nos despedazábamos, que no valíamos nada…

¿Me entiendes hijo? «Me pregunta la anciana y yo sigo escuchando, atentamente, su relato».

Habíamos retrocedido en todo, hasta habíamos olvidado cómo leer lo que tanto nos había costadoaprender a escribir. Aquello era insoportable. Nos habíamos quedado sin alimentos y luego de intensos debates alcanzamos pequeños acuerdos: logramos construir este brazo de cuerdas, por donde llegaste, como prototipo incipiente de puente.

—¿Y fueron hacia el territorio de las cenizas? —le pregunto a la mujer.

—¡No! —responde ella en forma tajante.

Llegaron primero unos pobladores del otro lado. Se adelantaron y nos acusaron de ser los causantes de todos sus males. Nos definieron con desprecio, dijeron que llevábamos en nuestros huesos el germen de la desesperación y la muerte. En sí, reprodujeron las mismas palabras con las que nosotros también los habíamos prejuzgado e imaginado que así serían ellos y su mundo. Nos señalaron como lobos que habían saqueado sus granjas, nos culparon de haber profanado los escritos originales de sus libros e introducido en ellos símbolos que presagiaban tiempos de sufrimiento y castigo. En fin, de perseguir y corromper su cultura con nuestra amenaza de puente.

Pero estaban equivocados, como te dije, no habíamos pisado su territorio. Por supuesto que no nos creyeron. Creían ver en nuestros rostros las mismísimas miradas de los perpetradores que los habían azotado durante las noches anteriores.

«Luego de una breve pausa, la anciana reflexiona y me dice: ‘préstame atención Endetas’».

Ese suelo de cenizas que conocieron con tu hermana está cargado de extrañas palabras y por lo que veo se les meten en la lengua a cada uno que intenta atravesarlo. Ustedes eligieron hablar de futuro, pero estos otros optaron por escupirnos palabras de venganza a nuestros pies. Respondieron con violencia para amedrentarnos y provocaron ira y hambruna. Pasamos un largo invierno resistiendo ese cruel asedio, hasta que se enfocaron en derribar nuestro puente como forma de perpetuar nuestra sumisión. Por supuesto que no lo consiguieron. Lo defendimos como pudimos, era lo último que nos quedaba, lo único que habíamos aprendido a construir con la esperanza de seguir buscando, creo que al igual que vos y Yuna, nuestro futuro. En sí, lo que trajo angustia y desesperación, terminó uniéndonos y encontramos algo en común por lo que luchar. Hasta que alguien alertó a estos usurpadores que habían vuelto a su suelo de cenizas los mismos forajidos de noches pasadas y fueron tras ellos.

El terror se había apoderado de nuestro espíritu. Mirábamos el puente con recelo y nos preguntábamos con temor cada noche quiénes más podrían llegar a venir desde ese otro lado.

Hasta que ocurrió algo que lo cambió todo: algo inesperado. Llegó alguien muy especial, recuerdo bien la mirada de esa chica. Llegó exhausta, liquidada. La pobre no daba más. Deliraba y también hablaba de líneas vencidas y fugadas en el horizonte, y que estas habían sido enterradas vivas. Hasta que sucedió lo inesperado: ahí estaba ante sus ojos. Lo señaló y su señal fue placentera.

Al parecer, había encontrado algo que nosotros teníamos y que por años había estado buscando.

Encontró en nuestra aldea lo que no había hallado en ese otro lado, una alternativa a esa cultura que la había expulsado y que nosotros al parecer sí teníamos. Aunque no sabíamos qué era, ella con su paciencia nos fue enseñando a descubrirlo. Y sucedió. Hizo lo que habíamos olvidado, lo que otros nos habían enseñado a rechazar. En fin, hizo lo que hacía años nadie se atrevía a hacer.

¡Y nos abrazó!

Muchos rechazaron ese abrazo. Recuerdo que se alzaron las voces a la defensiva: “está loca, ¡echémosla!, vendrán más, ¡nos matarán a todos!”, pero no fue así. Se quedó con nosotros. Se adaptó, debo reconocer que era perseverante, enseñó a los más chicos a escribir y llevó la cosecha como nadie. Aprendimos mucho de ella. Recuerdo bien su nombre: Kranzu, sí, así se dio a conocer y poco a poco nos fuimos metiendo en su piel y dejamos que ella se metiera en la nuestra. Con el tiempo ya fue parte viva de nuestra forma de ser, su latido fue una parte profunda de nuestra aldea y nosotros formábamos también parte de su ritmo y energía. Junto a Kranzu vinieron otros supervivientes, arrastrándose por el puente con sus sueños destrozados, con sus preguntas sin respuesta, que nadie jamás había escuchado. Todos anhelaban algo, diferentes cosas y las fueron hallando poco a poco en nuestra aldea.

La mujer hace una pausa, bebe un líquido extraño que nunca antes había visto: «¿quieres un mete?», me pregunta. Yo acepto ese mate amargo. Y continúa con su relato.

Aquí viene lo importante. Comprendimos para qué estábamos en este lugar: descubrimos que este puente no era para que lo cruzáramos nosotros, sino para recibir a otros. ¿Comprendes, hijo?, «me dice la anciana». Nos dio sentido del por qué teníamos que fortalecer el tejido del puente. Como ves, teníamos ante nuestros ojos la alternativa que habíamos buscado durante años. Y lo mejor de todo es que aprendimos que nosotros formábamos parte de esa alternativa. Y fue así como aprendimos a valorar lo que habíamos creado como alternativa a ese territorio mutilado por las cenizas.

Reconocimos en la historia de Kranzu una especie de inspiración. Recuerdo que ella nos contó que en una noche extremadamente inhóspita y pese a que las fuerzas ya no les daban más, entre varios tuvieron que cargar hasta un refugio a una chica muy joven que estaba embarazada. Quien ante las adversidades más extremas había hecho lo imposible por resistir. Kranzu dio a conocer como esta chica, semi desmayada, se acercó al fuego. Luego de tomar algo caliente y recobrar fuerzas, comenzó a cantarle a su bebé en su vientre. Sintió cómo éste comenzaba a moverse y recuperaba la poca energía que aún le quedaba. Luego sintió unas tímidas palpitaciones, continuó cantándole y sintió como aceleraba sus latidos. Notó que su futuro hijo escuchaba esas canciones.

El ritmo de sus pulsaciones crecía y crecía, hasta que la criatura comenzó a bailar en su vientre. «Sí, así como escuchas Endetas, repite la anciana un tanto conmovida»: comenzó a bailar en su vientre.

Kranzu contó que, durante esa noche, había aprendido a abrazar a la chica embarazada para reanimarla. Nunca antes había abrazado a nadie, o no lo recordaba. Lo cierto es que ni siquiera sabía cómo abrazar y tuvo que aprender a hacerlo. Sí, sí, recuerdo que la joven madre dio a luz en nuestra aldea. Y yo he visto con mis propios ojos el hermoso niño que no solo había bailado, sino que también había aprendido a abrazar en el vientre de su madre. Yo le he visto. Nació con las ansias de querer abrazar, al menos su gesto reflejaba esa expresión.

«Veo que la mujer se lleva su mano al corazón y continúa diciendo». Fue un tiempo muy especial, lo recuerdo bien. Kranzu no solo nos contó que había aprendido a abrazar. A medida que avanzaba el relato de Kranzu, yo también sentía, «dice la anciana» como mis palpitaciones, que habían estado adormecidas, renacían. Y después de esa inspiración de saber que, ante las adversidades más arduas, una criatura respondía bailando en el vientre a las canciones que su madre les cantaba, también mis latidos se aceleraban y buscaban un lugar profundo en mi pecho donde refugiarse.

Kranzu nos enseñó a abrazar. En los abrazos hallamos una forma de esperanza. Y a pesar de las divisiones internas que nos habían desgarrado, en el abrazo encontramos esa alternativa al aislamiento. Y al igual que la joven madre con su hijo, reconstruimos los latidos y los abrazos que la aspereza de la vida había borrado.

La anciana hace una pausa, cierra los ojos y en un eterno susurro casi imperceptible, formado por alientos de otros alientos, agradece a la noche y a quienes la rodeábamos. Luego materializa con su mano el contorno de un objeto inexistente e imagina mover con las delicadas puntas de sus dedos las páginas de esa idea fabulosa. Y en ese sitio escogido suspende su mirada y, como si estuviera leyendo en las hojas más íntimas de un libro sagrado, recita en forma emotiva:  Y en los abrazos permitidos, elegimos cómo querer abrazar, elegimos cómo querer ser abrazados…

Al finalizar el poema, vuelve a mirarme y me dice: ‘creo que tejer puentes que abracen es un arte agotador. Un arte que muchos temen, como buscar un futuro en una línea en un horizonte que han enterrado viva. Lo fue para ustedes y lo fue para Kranzu. Pero aun así descubro que existe la energía necesaria para levantarse cada día y seguir buscando.’

—Y ¿qué ha sido de Kranzu? ¿En dónde está? —le pregunto a la anciana.

—¡Se fue! —me responde ella—. Se fue junto a los que siguen buscando…

Pero basta de tanta conversación. Vete de una buena vez a buscar esa línea en el horizonte que tanto quieres encontrar. A tu edad yo también me hubiese ido. No te preocupes por Yuna. Ella

continúa estudiando y estará bien. Cuando regreses en unas semanas, tendrás tu trabajo en la zafra.

¿Qué más podrías pedir?

—Pero ¿por dónde? ¿Por dónde comienzo a buscar? —le pregunto.

—Encontrarás por dónde. Si me preguntas, ¡arriesga! Muévete contra la corriente. Kranzu siguió moviéndose contra la corriente. Pero ten cuidado. Te perseguirán. Existen ciertos sitios en los que han definido que es peligroso hacerlo. Al menos para los que siguen buscando, está prohibido.

Allí encontrarás a Kranzu. Ah, sí, lo olvidaba. Hay otro chico. Lo llaman Pixyad. Te agradará conocerlos. Ese lugar que muchos buscan, por lo que dicen, es increíble. Si mal no recuerdo, ahí crean sus historias en las que pueden elegir ser ellos mismos… tal como quieren ser, sin que nadie les ande definiendo cómo tienen que latir.

Estas fueron las últimas palabras de la anciana. Me despido de ella y salgo a buscar a los que siguen buscando. A intentar hallar a los que quieren crear sus historias. Porque como saben, también quiero crear mi historia. La que aún no he vivido, la que aún no he comenzado a escribir. No al menos en una línea en el horizonte.

 

Fuente de la Información: https://static1.squarespace.com/static/56fc2f0c859fd08c7e52a26f/t/64777e736650d82cb348ee67/1685552756003/Una+l%C3%ADnea+en+el+horizonte.pdf

 

 

 

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América Latina y El Caribe: Narrativas noviolentas

Narrativas noviolentas

Rodrigo Ayarza

Hacer visible lo invisible: que las experiencias de resiliencia no desaparezcan

El presente artículo se propone descubrir cómo diversos grupos de población desarrollan una actitud resiliente y a través de las Narrativas Noviolentas presentan alternativas a la exclusión.

A partir de diversas experiencias recogidas en conversatorios, talleres y clases, desde mi rol de formador en cultura de paz, descubrí cómo diversos grupos de la población resisten y se niegan a aceptar la violencia como algo natural. A estos grupos de personas las identifico como población resiliente, con sus características de empuje, comprometidas y creativas, quienes resignifican “el sentido de salir adelante” aún en situaciones extremadamente adversas. Son estas personas, quienes plantan cara a la violencia y proponen alternativas, quienes nos acompañan en el ámbito educativo, social y comunitario, también conocidas como formadoras resilientes y grupos de niños, niñas, adolescentes y jóvenes resilientes.

En muchos de nuestros caminos iban surgiendo posibilidades concretas de responder a la exclusión y a la violencia, algunas se encaminaban lenta y progresivamente a consolidarse como estrategia. Es decir, varias personas proponían alternativas en distintos puntos de tensión donde se expresa el conflicto violento.

El sentido de los talleres y dinámicas en clase consistía en habilitar la posibilidad de construir alternativas e íbamos descubriendo como surgían actitudes resilientes, estas, debo reconocer fueron mucho más de las imaginadas en un principio.

Luego, comencé a profundizar en este aspecto que nos estimulaba a seguir, vinculado a sus formas de resistencia y como sobreponerse a la adversidad. También observé que todos tenían una característica en común, que estaba relacionada a la inclusión. Hablaban del reconocimiento de unos y otros y que sin este fracasarían.

Crear con otros les permitía sentirse reconocidos y valorados. Descubrí que era de vital importancia rescatar la esencia de construir un “nosotros” y profundizar esta idea.

También descubrí que de esta expresión pluri vocal se iba creando una contra narrativa a los excesos de la violencia. Consolidaban su rol proactivo al cambio y reconocían discursos más heterogéneos que hablaban de posibilidades de trascender la violencia.

Llamó mi atención la forma creativa de expresar los relatos vinculados a una actitud de resiliencia, y observé que a partir de sus diálogos y debates hacían lo imposible para que sus experiencias e historias transformadoras no desaparecieran.

En estos escenarios fueron surgiendo las Narrativas noviolentas como enfoque de escritura orientado a la búsqueda de alternativas y a reconocer el potencial de la noviolencia para transformar conflictos en ámbitos educativos, comunitarios y sociales.

El fragmento presentado de Las flores quemadas está basado en estas experiencias en nuestro continente y propone analizar como Kranzu, la chica protagonista del relato plantea alternativas desde un enfoque resiliente.

 Analizando un caso de resiliencia a través de las narrativas noviolentas

El primer paso consiste en definir la situación a la que nos enfrentamos.

En el comienzo es clave identificar si se trata de una situación injusta, de exclusión o violenta. Para nuestro fragmento a estudiar (que se presenta al final) argumentaremos que se trata de un tema de exclusión: muchas flores no reciben agua.

Como complemento del primer paso, formularemos preguntas como guía para hacer un diagnóstico de la situación. Se sugiere recurrir a un estilo de preguntas abiertas que nos permitan encontrar respuestas vinculadas a una amplia gama de posibilidades.

Se pueden formular las siguientes preguntas como sugerencia:

¿Qué sucede si Kranzu se queda en silencio? ¿Por qué a unas flores sí les llega el riego y a otras no?, ¿están en un lugar que no corresponde? ¿Tan solo lo uniforme y comercializable vale?, ¿quién define que sea así?

A partir de una actitud resiliente Kranzu se siente motivada a querer cambiar la situación.

Nos adentramos en un segundo paso: la inclusión de otras personas permite construir ese “nosotros” del que ya hablamos.

Definir quiénes son las personas que pueden apoyarla es fundamental. Es clave saber que no está sola: en quiénes puede confiar ingresa en nuestra agenda. En resumen, desde una actitud resiliente se estimulan unos a otros a no quedarse de brazos cruzados sin hacer nada.

Llegamos así al tercer paso, definir posibles alternativas.

Consiste en crear estrategias que abarquen diversas propuestas de transformación, construidas desde distintas miradas. Igual así subsiste un peligro: en infinidad de ocasiones se nos enseña que tan solo existen caminos únicos con respuestas únicas.

En el texto descubrimos el nacimiento de una estrategia, sencilla pero práctica, la chica se propone arrancar las flores antes que el sol las queme. Pero también se nos invita a descubrir algo más. Ella, está convencida, crea oportunidades. Kranzu cree que existen otras posibilidades e imagina otro futuro para esas flores.

Al finalizar nuestro recorrido podemos decir que estamos frente a una propuesta transformadora, basada en una actitud resiliente. La metáfora del relato tiene que ver con construir la posibilidad de reconocer e incluir a aquellos que tienden a quedar a un lado o a ser silenciados. La chica descubre la posibilidad de desarrollar alternativas y decide crear una contra narrativa a la exclusión.

Actitud resiliente: Kranzu descubre que la historia puede ser otra, que existen posibilidades de inclusión, de futuro para estas flores y se compromete a transformar la situación al desarrollar una actitud resiliente.

A modo de cierre:

El fragmento elegido describe la búsqueda de alternativas inspiradas en las actitudes resilientes y es tomado de Las flores quemadas: relato sobre la escritura, la excusión y la rebeldía. Es también, parte de la propuesta que he denominado Narrativas Noviolentas. Narrativas Noviolentas es un enfoque de escritura orientado a la búsqueda de alternativas a la violencia a través de la expresión escrita y a reconocer el potencial de la noviolencia para transformar conflictos en ámbitos educativos, comunitarios y sociales.

Estas narrativas nacen de una pregunta: ¿qué sucede si una historia no puede ser contada? Este enfoque se propone construir relatos que permitan descubrir la otra parte de la historia, esa que fue silenciada o rechazada.

En el trabajo con niñas, niños, adolescentes y jóvenes, Narrativas Noviolentas es una oportunidad para rescatar sus expresiones y diálogos, sus formas originales de arriesgar y definir alternativas ante situaciones complejas y, sobre todo, descubrir su potencial transformador desde una mirada que habilita a reconocerlos y valorarlos tal como ellos y ellas quieren ser.

Como adultos, Narrativas Noviolentas es una oportunidad de descubrirnos a nosotros mismos, de preguntarnos acerca de nuestras prácticas y experiencias, y ponerlo en práctica habilitando el derecho a construir con otros.

Fragmento tomado de Las flores quemadas:

“Cuando Kranzu cumplió nueve años, tuvo su primer trabajo. Mientras su abuela afilaba su cuchillo, la niña emparejaba los tallos, pero su abuela refunfuñaba y desechaba las flores que no servían, y le gritaba: «¡Apúrate, niña!», debido a que era de las últimas en llegar al carro que llevaría las flores al mercado. Kranzu se quedaba mirando las flores que aún no se habían abierto, las que crecían al borde de la línea marcada para el riego, a las que llamaban «quemadas». Su abuela le decía que las dejara: «No ves que el sol las ha quemado, ¡no sirven!». Decenas de niños olvidaban las flores que estaban fuera de la línea estipulada, en forma mecánica seguían con su trillo, ni se percataban de que existían. Un día, Kranzu llevó unas flores que luchaban por sobrevivir, pero su abuela las ignoró y le dijo: «Sé fuerte, niña, ¿no ves que crecen salvajes? Se arquean para cualquier lado, menos para el que tienen que hacerlo, ¡no sirven! Tendrás que pensar solo en las que enseñan un color uniforme, sin puntos, ¿comprendes, hija?». Señalándole las estridencias y agujeros en los pétalos, le mostraba así que esas no podían ser comercializadas, que no tenían valor. Desobedeciendo a su abuela, de madrugada, Kranzu se levantó antes que nadie y también antes de que el sol volviera a quemar otras flores cruzó el campo y fue en busca de unas cuantas”.

Las flores quemadas. Rodrigo Ayarza, Editorial Autografía, Barcelona 2022.

 Relatos de América Latina. Alternativas a una cultura que no abraza ni deja abrazar. Rodrigo Ayarza, artículo publicado en la plataforma de la RED de Prevención de la violencia.

Artículos y publicaciones en Educación para la paz y transformación de conflictos, leer en:

www.rodrigoayarza.squarespace.com

 

 Fuente de la Información: Centro Internacional de Investigación Otras Voces en Educación / CII OVE

 

 

 

 

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