Mantenme vivo

Por: Rodrigo Ayarza

La venganza profetiza más muertes. La humillación y el sufrimiento imploran dejarnos reducidos a polvo.”

Palabras que sobrevivieron.

Un puñado de minutos son suficientes para que conozcas mi historia.

El hombre que viaja a mi lado no deja de emitir sonidos desagradables; mueve su lengua con angustia y el frio intenso hace que su voz tiemble con aspereza ruda. Algunos dirán que está de-lirando, pero no creo que así sea (ustedes podrán juzgarlo). Por un instante olvido que lleva los tobillos y brazos atados, y olvido que aún no conozco su rostro. Sin embargo, no puedo evitar imaginar, con crueldad, cómo se retuercen sus míseros músculos por su cara, mientras su co-rrompida mirada irradia terror.
Intento apartar todo esto y concentrarme únicamente en lo que dice. Su sentencia me ate-rra: “Le disparé a un niño.” Llora y clama arrepentido a su dios por perdón. Traga saliva y re-tuerce con dolor su garganta; me lastima tener que oírlo: “Maté a un niño.” Además, cuenta ho-rrorizado que en sus pesadillas ve el rostro desesperado de esa abuela sosteniendo entre sus bra-zos a ese niño que imploraba que lo mantuviera con vida.
—Si hubieras estado en mi lugar, ¿habrías disparado? —me pregunta el hombre.
Sigo en silencio y no respondo. Pero no se rinde: “No podés esconderte en el silencio. Sa-bés bien que cumplía órdenes… Obedecí esas órdenes”. La presión aumenta e insiste:
— ¿Habrías matado a ese niño? …
No tuve necesidad de responder, el hombre cerró sus despreciables párpados y en ese instante dejó de respirar.
Quiero huir lo más lejos posible de este infierno pero va a ser imposible.
Son las seis de la mañana, y algo anda mal. Me prometieron que me sacarían de este territo-rio, pero parece que han cambiado de opinión. El camión en el que viajo apenas puede moverse entre la densa vegetación. Oigo voces, alguien da una orden y, para aliviar la carga, deciden tirar parte del cargamento, y por supuesto abandonarme. Intento torcer su decisión, pero estos tipos no se andan con vueltas: me advierten que no llegaré con vida a la frontera. Mi única oportuni-dad de sobrevivir es buscar medicinas en el poblado que acabamos de pasar. Forcejeamos, y fi-nalmente me arrojan del camión.
Apenas me puedo mover, unos vendajes cubren mis piernas heridas. En el horizonte surgen diminutos puntos estridentes de luces chocando entre sí y apenas percibo el sucio sonido de lo que está pasando a lo lejos.
A las 6:20 de la gélida mañana, me adentro en ese poblado cuando escucho el indescifrable sonido de una radio, un fffshhiiggg que se escapa entre las ondas. Observo cómo la mano de una mujer agita el dial, buscando sintonizar alguna transmisión, pero le es imposible hacerlo. Avanzo y me cruzo con ella y con otra más joven en la puerta de un hospitalillo improvisado, ambas se sorprenden al ver mi aspecto.
La tensión en el aire se puede respirar. Las voces de las mujeres se entrecruzan: “acá no hay medicinas, tampoco hay agua”.
En ese preciso momento, el cielo se quiebra. Un duro estruendo retumba, un sonido ensorde-cedor golpea en forma punzante mis oídos. Lo sé: el latigazo de un nuevo misil.
—¿Vienen por nosotros? ¿O van hacia las otras aldeas? —me pregunta la mujer con ansie-dad. Busca en mi mirada una respuesta que no puedo dar. —Vamos, ¿qué sabés? —insiste en forma desesperada. Algo aprisiona mi garganta, no sé cómo describirlo, pero sé que no puedo hablar.
—Si venís huyendo de las otras aldeas, al menos podrás decirnos si algunos sobrevivieron al ataque, seguro que lo sabés —insiste, su voz se quiebra. Las palabras se clavan en mi pe-cho. Pero no puedo responder. El agudo dolor que sube por mis piernas hiela mi lengua, y sigo en silencio.
La otra mujer, la más veterana, señala la radio con desprecio. “Este trasto viejo ya no sirve para enterarnos de nada. ¿Qué esperás para decirnos algo? Toda esta gente podrá salir de la al-dea o quedarse, según lo que nos digas”. Su mirada me perfora, exigiendo respuestas. Pero adopto un aspecto glacial, extremadamente rudo. No respondo. No puedo.
El mundo se desmorona a nuestro alrededor. Un misil impacta en el otro extremo del po-blado, y el suelo tiembla bajo nuestros pies.
La ansiedad, la desesperación, la búsqueda frenética de respuestas: todo se mezcla. Las pala-bras se quedan atrapadas en mi garganta, como los gritos de los que ya no están. Y mientras el mundo agoniza a nuestro alrededor, yo permanezco cargando con este silencio inservible, sin poder responder.
Comenzamos a movernos y vemos como la zona que dejamos atrás agoniza bajo las llamas.
—Si hubieras conocido a quienes lucharon por detener la guerra, quizás cambiarías tu silen-cio por una respuesta que nos devuelva la esperanza —dice la mujer, con voz pausada pero car-gada de urgencia.
—Estaban convencidos de que existía alguna oportunidad de cambio. Desarmaron a los pue-blos rivales. Lograron que sus jefes dialogaran. Negociaron con astucia e inteligencia. Y, a pesar de todo, quieren hacernos creer que fracasaron, que se vendieron —dice con rabia.
Hace lo que puede por respirar, está exhausta, pero igual así finaliza su idea: “Porque para muchos, obedecer, disparar y matar, es más fácil que lograr que los enemigos se entiendan. ¿No lo crees?”
Tengo la oportunidad de responder, pero elijo no hacerlo.
—Queremos saber qué les ocurrió, si siguen con vida o no —insiste. Su mirada es inque-brantable, como si pudiera leer mis pensamientos. ¿Viven o no? La pregunta resuena por todas partes, mi corazón late con fuerza, pero sigo eligiendo el silencio.
—Dejalo de una vez mujer, perdés el tiempo. No querrá estar envuelto en estos asuntos —comenta la otra.
—No han regresado, al menos no aún —agrega dolorida, con profunda nostalgia, justo cuando un nuevo estruendo asfixia el cielo. Nos tapamos los oídos, como si el sonido pudiera arrancarnos la cordura. Las llamas devoran lo poco que queda del poblado y nosotros, atrapados entre el pasado y el futuro, buscamos respuestas en un silencio que amenaza con consumirnos.
La condensación de vapores flota por todas partes invadiendo el territorio. Miramos el cielo con desconfianza. Al adentrarnos en un camino que promete liberarnos de este infierno, nos chocamos con un hombre semimuerto que yace inerte en el suelo. Las pupilas de la mujer se di-latan y contraen con energía al descubrir su uniforme. Es uno de los que atacaron nuestras al-deas. Con una vara larga, la mujer intenta moverlo. Cuando percibe que aún respira, comienza a interrogarlo.
—¿Qué aldea van a volar, cuál es la que sigue? —pregunta con urgencia.
El hombre intenta mover su mandíbula: “No tienen hacia donde huir.” Balbucea.
—No te creo nada. Hablá. ¿Qué sabés? —insiste la mujer, mientras aprieta desesperada con la vara las heridas que yacen en el brazo descubierto del hombre.
—Ya te lo dije, ninguna se salvará —el hombre escupe sangre al hablar.
—Vas a morir pedazo de mierda —escucho que le dice la mujer, cuando vemos que algu-nos sobrevivientes de lo que fue mi aldea se acercan por este camino. Me abrazo a este puñado de niños.
El tipo agonizante ignora a la mujer, esquiva su mirada y señala a los niños. “Estos vendrán por nosotros, son los que van a venir a matarnos en el futuro”, dice el hombre sin ocultar su odio.
La mujer se desploma. Sabe que sus líderes les han inculcado esta idea. Yo también lo sé, to-dos lo sabemos.
—¿Es esta la forma que eligen para vengarse? —pregunta aterrada la mujer, mientras con-templa el enorme charco de sangre que surge debajo del hombre—. Vienen por nuestros niños, Vienen por nuestro sufrimiento. Esta es la forma que eligen para humillarnos: ¡quieren dejarnos reducidos a polvo!
—¿Crees que estamos hechos para soportar esta violencia? —me pregunta la mujer.
Nunca vi un mundo sin violencia, solo este, tal como es. Pero, como ya saben, me trago estas palabras y no le respondo. Cuando escuchamos una detonación extrema, un golpe seco en la tie-rra, sabemos que viene al fin, de una vez por todas por nosotros. Viene a cazarnos, y sin pregun-tar si tenemos algo que ver en todo esto: nos da caza.

Fuente de la información e imagen:  https://lnkd.in/dKr4NmhF

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Rodrigo Ayarza

Vive en Madrid, aunque es nativo de Uruguay Especialista en Transformación de conflictos Creador de las NARRATIVAS NO VIOLENTAS trabajo de Grupo y Educaciones Popular

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