Disparen contra el lenguaje

Por: Sandra Russo

En 1954, George Orwell escribió el artículo al que no paro de volver, porque más allá de su descripción de lo que él veía como la decadencia del idioma inglés, contenía un concepto madre, una idea fuerza para comprender un poco más tanto su época como ésta (ya entonces él como varios otros previeron la tendencia a la vigilancia permanente a través de dispositivos que serían consumidos como puentes a “la libertad”: así imaginó su Gran Hermano). Esa idea fuerza es simple, y es la siguiente: toda decadencia cultural tiene una base económica, y lo primero sobre lo que se lanza el poder cuando está en plan de conquista es sobre el lenguaje.

Cierta actualización de la mirada de Orwell nos mostraría hoy cómo no una lengua, sino un conjunto de lenguas al mismo tiempo, son permanentemente fumigadas por el veneno degenerador del poder neoliberal en su caída, ya carcomido por la ideología del sinsentido, que enmascara el fetichismo del dinero. Para lograr una verdadera colonización masiva, el poder del dinero y sus operadores han descubierto que, ya con los medios concentrados como sus adelantados, el objetivo hoy no es la desinformación, porque ése es objetivo cumplido, sino la incomunicación.

¿Pero cómo lograr semejante operación simbólica, para lograr sus verdaderos fines, que son materiales? Enloqueciendo el lenguaje a nivel global, e intentando en ese mismo movimiento varias cosas: el borramiento entre lo real y lo ficcional, el potenciamiento de la negación al dolor y la fobia al otro, la exacerbación narcisista, porque una comunicación rota deja a cada uno solo. Y con todo esto: esfumando la razón de ser de la política.

Muchos nos reímos cuando vimos el video de la conductora de un canal de cable creer que William Shakespeare acababa de morir, o leyendo los tuits de una diputada que confundía la avenida Córdoba con su provincia del mismo nombre. Pero muchos no se habrán reído porque nunca en su vida escucharon hablar de un tal Shakespeare, como la conductora, o porque aunque lean desmentidas explicaciones no comprenden lo que leen. Nuestras sociedades han involucionado culturalmente en una medida difícil de precisar. Cuando el presidente de un país no podía distinguir que el Día de la Independencia no era el Día de la Bandera, o cuando uno de sus funcionarios se jactaba de que “algo chiquito pero lindo” que habían hecho era borrar a los héroes nacionales de los billetes, no estaban solamente siendo cínicos o ignorantes: estaban llevando a cabo una operación cultural regresiva de grandes proporciones. No lo planificaron: es una inercia. El exhibicionismo de la ignorancia es un subproducto de la destrucción del lenguaje.

En los procesos decadentes, hay algo de efecto dominó que no requiere conciencia sino inercia. No es que Macri finja ser una persona con grandes baches culturales: lo que está diciendo un hombre con mucho dinero y poder cuando exhibe su ignorancia es que la cultura no es necesaria ni un bien valorado en el reino del dinero.

En los panfletos que dejaron quienes pusieron la bomba en el local de La Cámpora de Bahía Blanca se leía línea tras línea la descomposición de la lengua, en tanto soporte del pensamiento. No era un texto regido por ninguna lógica, como exigiría un panfleto del viejo fascismo: “por los jueces puestos a dedo y la falta de justicia” o “por los políticos cínicos y corruptos” precedían a la queja por la ley del aborto y por la educación sexual. El mismo sinsentido del cartel de un manifestante del Obelisco: a “Terminemos con la tiranía” le seguía “Basta de anarquía”.

¿Qué discusión se podría dar con gente que se expresa de esa forma? Hablan un nuevo lenguaje, el que han forjado las noticias falsas, el lawfare, los que desde las pantallas hacen acción psicológica o terrorismo sanitario: no es castellano. Es un lenguaje sin sentido que replica palabras pero son a su vez significantes de significados impuestos por el cocoliche del sinsentido.

Hace poco leía que las plantas se comunican entre ellas en tres niveles de lenguaje y dos maneras: a través de moléculas que liberan a la atmósfera y a través de impulsos eléctricos que envían sus raíces. Stefano Mancuso, neurobiólogo vegetal de la Universidad de Florencia, concluía que las plantas nunca dejan en enviar mensajes sobre posibles obstáculos a otras plantas, aunque no sean de su misma especie. Por eso están aquí hace 5 millones de años, y por eso los “sapiens”, que aparecimos hace menos de medio millón de años, estamos preocupados por nuestra propia y posible extinción. Nuestro cerebro, decía Mancuso, no es, desde el punto de vista evolutivo, una ventaja sino un inconveniente.

Nuestros lenguajes están rotos. Hay que repararlos o inventar otros nuevos.

 

Fuente e imagen: https://www.pagina12.com.ar/346162-disparen-contra-el-lenguaje

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Amor y desamor

Por: Sandra Russo

Falta todavía para dejar descansar en paz a Diego Maradona. Los caminos hacia ese deseo se bifurcaron esta semana, o mejor: al deseo sincero y profundo se le sumó el mercado de la información.

El deseo profundo y multitudinario es que recupere lo que quizá nunca tuvo, porque a la extrema pobreza muy pronto se le sumó la fama y luego el dinero y luego la droga y luego el dolor y luego la gloria y luego la violencia y luego el desamor.

“Quién sabe qué jugador hubiese sido si no hubiera tomado cocaína”, dijo él en 2017. Eso lo recordó el teólogo brasileño Leonardo Boff, en un texto intenso en el que afirmó que a veces las respuestas sobre la naturaleza humana no provienen ni de las ciencias ni de las religiones, sino de la literatura. El propio Boff comprendió mejor algo de la condición humana, leyendo La Ciudadela, de Saint Exupery, donde el novelista afirma que un ser humano “es un nudo de relaciones en todas las direcciones”. Es decir, escribió Boff, fue más allá de Marx: no sólo cuentan las relaciones sociales sino también las afectivas. Somos como derviches girando sobre nuestras fortalezas y nuestras debilidades, acompasándonos todo el tiempo con lo fuerte y lo débil de los demás.

Esta semana, la muerte de Diego tomó la ruta del desamor. El peor, el que se disfraza de lo contrario, el que enuncia amor pero escarba en la mercancía, el que vuelve al muerto un objeto para hacer la autopsia de su final y convertirlo en ese “liderazgo de audiencia” que parece algo decente, cuando tantas veces, en su mayoría, encubre la vileza de la cosificación del que ya no puede responder. Ese camino se abrirá pronto en otros varios, que incluirán la recreación de imágenes de Diego ya vencido y ya carente del deseo de vivir, y también los “testimonios”, cuando las y los testimoniantes estén listos para los llantos en cámara y las confesiones. Todo parecerá amor, pero será desamor, porque el amor es discreto y es guardián de la dignidad del amado.

Quien lo haya amado cuidará su memoria. Es lo que se hace con quien se ama, lo que esperamos que hagan los que nos amen. Que cuiden nuestra memoria, que nos preserven de las miradas morbosas, sepan callar lo que sólo saben porque les brindamos nuestra intimidad. Los medios trabajan sobre la pulsión de decirlo todo. Ese es su negocio y quienes trabajan en ellos viven muchas veces acríticamente esa inercia de la indiscreción y la falta de recato, porque si no se entra en ella, sostienen, uno o no es profesional o no entiende el valor de decirlo todo, de dar toda la información que se tiene. Aunque esa información consista en el relato de cómo se esforzaba Diego en llegar a un baño químico.

El otro camino del amor es el único genuino, es el que no produce la pantalla, es el que late en millones de personas en el mundo que han experimentado con la muerte de Maradona algo que además de todo lo que Diego les dio en vida, también terminarán agradeciéndole. Por eso el caso de Maradona es tan extraordinario. Porque en un momento en el que todo está descompuesto por una pandemia, asfixiado por una crisis económica brutal, confundido por la distorsión de la realidad que los neofascismos eligen como estrategia política, un día se murió Maradona y los condenados del mundo, las sirvientas de los rugbiers, los discapacitados bengalíes, los deportistas de países de nombres que no retenemos, los ancianos que recordaron sus goles y los jóvenes que vieron los videos, los sin techo y los con chalet, los machistas y las feministas, los curas que están cerca del pueblo, un abanico de etnias y edades y dialectos estalló de dolor pero no se ése que hace sufrir: es un dolor que se tramita pronto y se reconvierte en una comunión. Algo hizo Diego con su vida que provocó que su muerte diera paso a ese pan de dolor compartido por tantas personas diferentes pero enlazadas por creencias que son las de él, las que él pechó, lo lloren pero con gratitud.

Una vieja nota de la brillante psicoanalista Silvia Bleichmar, fallecida en 2007, describía en su momento la adoración argentina por Maradona. Y entre muchas otras observaciones inteligentes que sirven para entender la conmoción de su muerte, decía que si bien Maradona, como Gatica o Gardel, han sido ídolos amados por haber vencido la adversidad del origen, también amamos, en el ídolo Maradona, que nunca quiso ser lo que no fue. Se aproximó al poder, pero sólo le puso su firma al tipo de poder que le gustaba: el que defiende a los humildes. Nunca coqueteó con ser nombrado Lord, que es lo que hacen los ejércitos de desconocidos que la pegan y un día se encuentran siendo ricos y famosos y después en eso y en nada más consisten sus vidas.

“Diego era un hombre inacabado”, escribía Bleichmar. Y eso, decía, también nos hacía amarlo. Porque “no era Pelé, no era un winner”. Era un pibe genial que estaba un día en la gloria y al otro en el infierno. “Se caía y se levantaba, se caía y se levantaba”, decía Bleichmar, que veía a un pueblo que se caía y se levantaba amar a un hombre cuya inestabilidad le hablaba de sí mismo, y le daba esperanza porque era tan vital, su cuerpo era tan resistente al maltrato que le daba su mente, que su recuperación era vivida como la posibilidad de la recuperación colectiva.

Pero se murió. La ética siempre incluye ser capaz de abstenerse de algo. Siempre veo, en cualquier escena que ponga en juego una actitud ética, algo que se deja de hacer, se deja de decir, algo que se mantiene en reserva por delicadeza, para no causar daño. Todos, cuando somos leales a alguien o a algo, sabemos que hay cosas que no contaremos en público. En la dimensión del amor colectivo también existe esa discreción.

Las pantallas seguirán como siempre dando curso a un a larga autopsia intentando liderar el horario. Los pueblos lo guardarán a Diego en sus corazones, y demostrarán, una vez más, que los humildes entienden de la gratitud, que es una forma de la ética, mucho más que los profesionales de la información.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/309785-amor-y-desamor

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Argentina: El espectáculo de la intemperie

Por: Sandra Russo

El cóctel molotov de este invierno estalla dentro de los cinco mil cuerpos que yacen en la noche, en la intemperie porteña. No son cuerpos anónimos, sino cuerpos con historia y con recuerdos de otros tiempos con techo. Por ese techo se pagaba con el trabajo que el macrismo ya deshizo o destruyó. Lo novedoso del macrismo es una disposición a la impiedad frontal. Una pulsión visceral a la despersonalización del otro, que ya no es la patria, porque el macrismo florece en un mundo trasnacional que vomita fronteras y rinde culto al off shore. No necesita de nada que se denomine patria. El dinero no tiene a sus padres enterrados en ninguna parte. El alma buitre del macrismo tampoco se detiene a pensar cómo habrá sido la eterna última noche bajo cero que un padre o una madre vieron convulsionar de frío a sus hijos. El alma buitre no es conmovible. Está diseñada con un dólar siempre atrasado como molde. Se alimenta de dolor y de entrañas ruidosas por el vacío que guardan. El alma buitre no es alma: es espina, es garrote, es balazo o es gas, es patada y señalador de desechos humanos.

Ese es el toque que caracteriza a este “fascismo democrático”–según describe Alain Badiou en la figura revulsiva de Donald Trump– que corona la irrupción al poder de gente que a muchísima otra gente le parece inconcebible y que sin embargo no sólo gobierna en ciudades y países de varios continentes, recalculando hasta dónde debe entrar la cuchilla de la crueldad en la carne de los otros, y que se hace más fuerte, se autoafirma, cuanto más hondo se muestra capaz de herir y malograr. De pronto, el mundo volvió a ser el Coliseo romano, pero en lugar de cristianos o de esclavos hay pobres, viejos y nuevos, y en lugar de leones hay multimillonarios a los que centenares de falsos periodistas untan minuto a minuto con la fascinación electrónica, lavándoles los pies de toda culpa, cubriéndoles los crímenes con tapaojeras, como si fueran vedettes del mal.

El estupor general suele ganarle a la indignación. Porque funciona. Ellos buscan votos enarbolando no banderas, sino motosierras humanitarias. Y los encuentran. Haber los hay. Les sigue garpando el asunto de la herencia pesada, la yegua, Bonadio, esas letanías de corrupción que de paso toman otros mediocres aspirantes a ser un poco menos crueles que éstos. Si algo de hallazgo político tiene Macri, es haberle sacado el velo al viejo sentido común que nos devolvía la imagen de un pueblo solidario y sensible, que donaba colchones o alimentos no perecederos en las catástrofes. La Argentina entera hoy es una catástrofe, pero no sólo porque gobierna Macri, sino sobre todo porque se lo tolera, porque se deja corromper, igual que otros pueblos, por ricos rústicos que sólo usaron alguna vez sus manos para contar lo propio. Macri no tiene idea de qué es un guante de trabajo. Se los pone al revés. Rodríguez Larreta nunca anduvo en el barro: él también se pone las botas de lluvia al revés. No disimulan porque no haber trabajado con las manos ni haber recorrido el territorio que gobiernan es parte de su lógica: no hay equivocación. Han logrado que la manada de repetidores con sobre por debajo de la mesa los muestre “auténticos”, y la masa peinada con spray mastica esa “autenticidad” mientras le llega el turno de ser su vez masticada por ellos.

Este invierno, que atravesó esta semana sus días más crudos hasta ahora, recibió con sus brazos gélidos a cinco mil expulsados irredentos del sistema que ofrece coqueterías a las mascotas y dedica una Dirección General a los ciclistas. Quienes los contaron llegaron a ese número que quintuplica el número oficial, pero desde el invierno pasado hemos visto cada uno de nosotros cómo en la esquina, en la puerta del bar ya cerrado, o en el umbral de la casa en venta, o en el cajero automático de la avenida, o bajo el alero del hipermercado, o en la recepción abierta del edificio sin terminar ellos se iban acomodando. Qué palabra insolente. Pero sí, acomodaban sus dos o tres bolsas de plástico, su colchón manchado de viejo o de sucio, su frazada tosca, su pila de diarios. Hemos visto que un día amanecieron ahí, muchos de ellos conciliando el sueño con alcohol, y otros con los ojos todavía asombrados de que ésta sea la vida que les toca. Algunos antes vendían artesanías o hacían changas que ya no hay. Casi todos conocían la miseria, pero fue entre el invierno pasado y éste en curso que comenzaron a formar parte del ejército rendido de los que sólo pueden dar la pelea de esta noche, los que deben llegar con vida hasta mañana. Han sido reducido por los jíbaros macristas a esas sobras que cuando Macri era jefe de gobierno de esta ciudad, la UCEP echaba a patadas porque deslucían el espacio público. Un sin techo no puede competir con una linda mascota que se ha hecho la manicura. En la ciudad macrista los perros o los gatos son mejor vistos que los seres humanos de piel oscura.

De los ´90, cuando los sin techo eran legión y casi plaga, recuerdo una nota que escribió Gabriel Giubellino en Clarín. Era una crónica muy buena sobre un matrimonio entre un hombre sin techo que dormía en las escalinatas de una iglesia, y una mujer a la que se había unido y con la que se había casado gracias a una colecta que les había permitido costear el trámite. Me quedó grabado a fuego el final de aquella nota, cuando el cronista, antes de irse, le preguntaba al novio: “¿Con qué soñás?”, y el novio contestaba: “Sueño con cerrar una puerta”. Y en esas cinco palabras sencillas a uno se le venía encima esa intemperie, que no sólo implicaba las noches heladas o las noches tórridas, sino que además indicaba, sin exageración ni grandilocuencia, la total desnudez en la que vivían aquellas pobres criaturas que quizá, encima, sintieran culpa de tener tan poco. No tener ni una sola puerta para abrir o cerrar. Estar en “situación de calle” es, además de lacerante, obsceno.

Cada vez habrá más. Y si no los hay, es porque inventarán alguna forma de levantarlos en un camión y mandarlos a otra parte. Lo ha hecho siempre la derecha. Desde la dictadura. Despejar, despejar. En la hondura de la noche y cuando nadie ve. Sacarlos de circulación. Llevarlos lejos. De eso se quejaba esta semana un funcionario marplatense: decía sobre una mujer que murió de frío en esa ciudad, que ya la habían llevado a un hospital varias veces pero que la mujer “volvía como un perrito a ese lugar que le gustaba”.

Son así de bestiales y se dirigen a gente que comparte su gusto por la impiedad. Como los que les gritaban a los despedidos de PepsiCo que “vayan a laburar”. Idiotas que se quejan cuando se les dice idiotas. Gente que cree que ha venido al mundo mejor dotada que otra gente que se merece sufrir o en todo caso no es su tema, y es su tema, porque ese electorado vota el castigo al débil. Hay maneras más complejas e inteligentes de decirlo, pero con esta alcanza por hoy, que hace frío. Mientras tipeo acalambrada de rabia, acá en la esquina ya sé que están las dos bocacalles ocupadas por los colchones que los sin techo de este barrio tiran después de las diez de la noche, cuando ya casi nadie camina por la calle. Tengo frío en mi cuarto pero me hiela adentro cuando pienso que ellos están ahí, y que no se lo buscaron, no lo eligieron, no pudieron hacer nada contra todas las vallas que el macrismo interpuso entre la vida digna y ellos. Buenos Aires está helada en su tuétano. Ha perdido la gracia que supo tener en otras épocas, ha perdido su aventura, su magia, su don de gentes.

Esta ciudad, que alguna vez fue progresista, envejeció. Ha adquirido el rictus de una vieja mala con anillos de oro en cada dedo, que mira displiscente a los desamparados.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/51652-el-espectaculo-de-la-intemperie

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