Por: Tatiana Díaz Arce
Las movilizaciones estudiantiles en Chile han estado innegablemente vinculadas al devenir político y social del país. En una mirada rápida a la historia reciente es fácil reconocer hitos que van desde la Reforma Universitaria, en la que se exigía universidad para todos y se reconocía de paso la atmósfera elitista que envolvía a la universidad chilena; pasando por la lucha contra el régimen dictatorial iniciada la década de los 80, hasta llegar a las movilizaciones del presente siglo, entre las que destacan el llamado “pingüinazo” exigiendo educación de calidad, y la prolongada paralización de gran parte del sistema universitario en el año 2011, donde las demandas ya no solo se focalizaron en la corrección del modelo económico, sino que se interpeló al mundo político por el término de este, junto con la concepción de la educación como un derecho social que el Estado debe garantizar con independencia de la capacidad financiera de los estudiantes.
Esto último no solo ha desencadenado debates al interior del mundo político, sino que al interior de las mismas universidades y sus organizaciones. Así hemos presenciado declaraciones de rectores de universidades estatales, privadas del Consejo de Rectores, CRUCH, y privadas no CRUCH, en cada una de ellas se devela tanto la defensa corporativa y pragmática propia de sus instituciones como las concepciones ideológicas que finalmente definen a estas casas de estudio.
En suma, las movilizaciones estudiantiles han parecido constituirse en la bisagra que comunica, pero que también articula al mundo político y social con la academia donde se forma la futura fuerza de tarea intelectual del país. Sin embargo, lo acontecido en el año 2015 en el marco de las movilizaciones estudiantiles parece haber marcado un punto de inflexión a las demandas estudiantiles anteriores. Si bien en el comienzo de las marchas y paralizaciones se asumió como bandera de lucha el proyecto de carrera docente, una vez terminada la paralización de los profesores del sistema escolar, el foco del descontento se trasladó transversalmente a los sistemas de gobierno de las propias universidades, especialmente de aquellas que pertenecen al Estado. Probablemente esta no fue una cuestión casual, la demanda por la participación institucionalizada de estudiantes en el gobierno universitario es una cuestión que se venía gestando desde hacía ya varios años, pero, por diversas razones, esta demanda no adquirió la fuerza esperada y terminó hundiéndose en la maraña de otras exigencias que convocaron mayor adhesión social.
La participación democrática significa identificar y ejercer derechos, pero también reconocer con la misma fuerza cuáles son los deberes que la responsabilidad de gobernar demanda. La participación triestamental en las universidades significa hacerse responsable de gestionar no solo el conocimiento que en el seno de la academia surge sino también de los recursos que permitan darles calidad y continuidad a los procesos formativos, significa entre otras cosas velar por la continuidad y calidad de la fuente laboral de quienes legítimamente demandan mayor participación.
Esta vez los acontecimientos han seguido una ruta distinta, pues es probable que entre la dirigencia estudiantil hoy día poco y nada se hable de la carrera docente y su tramitación parlamentaria. Esta vez el movimiento estudiantil decidió abandonar una causa de nivel macrosocial, para dar un giro hacia una cuestión más local y de directo interés. Hoy los objetivos de la dirigencia estudiantil están concentrados en lograr la democratización de las universidades, entendiendo a esta como la participación de los distintos estamentos que la componen, esto es, académicos, estudiantes y funcionarios administrativos, en la toma de decisiones que marcan el rumbo y desarrollo de las casas de estudio.
Sería poco deseable que la democratización de las universidades sea vista simplemente como una distribución de cuotas de poder, pues ello llevaría a concentrar el debate en torno a temas de tanta pobreza como el mero consenso en torno a diversas fórmulas de cálculo de dicha distribución. Es cierto que nuestras casas de estudio requieren de un cambio sustantivo en sus estructuras y modos de ejercicio del gobierno, pero también es cierto que la democratización de la universidad puede y debe ser más que un mero acuerdo, ya sea en torno a la ponderación de votos en las elecciones de autoridades unipersonales, o bien respecto de la presencia de los distintos estamentos en los órganos colegiados.
Es probable que haya quienes miren este proceso con profundo rechazo, otros con desconfianza o con incredulidad; todas emociones que surgen desde la incertidumbre o temor a lo que viene, pero también desde la contradicción de los discursos de algunos sectores que dicen defender la universidad mientras destruyen no solo sus bienes materiales, sino que también asolan la confianza y el diálogo verdadero.
La participación democrática significa identificar y ejercer derechos, pero también reconocer con la misma fuerza cuáles son los deberes que la responsabilidad de gobernar demanda. La participación triestamental en las universidades significa hacerse responsable de gestionar no solo el conocimiento que en el seno de la academia surge, sino que también de los recursos que permitan darle calidad y continuidad a los procesos formativos, significa entre otras cosas velar por la continuidad y calidad de la fuente laboral de quienes legítimamente demandan mayor participación. En suma, la democratización demanda ser capaz de generar un clima propicio para alcanzar un adecuado nivel de desarrollo intelectual, laboral, institucional y humano, toda vez que para participar en la toma de decisiones es necesario no solo estar disponible para hacerlo, sino que hay que estar preparado anímica y técnicamente para ser capaz de optar por aquello que sea pertinente al desarrollo de la comunidad toda.
Es de esperar que, de aquí en adelante, los procesos de democratización logren incentivar la participación de todos, pero también inhiban los intereses personales o de grupos, imponiéndose el valor superior de la comunidad. No es casual que luego de una larga historia de movilizaciones estudiantiles se haya llegado hasta este punto, es importante reconocer que entre los artífices de este avance se encuentran los estudiantes, mas no por ello se deberá operar con la imposición de la democracia, pues poca justicia le haría a un proceso que, más que ser visto como una revolución universitaria, debe ser entendido como la necesaria y esperada evolución universitaria.
fuente: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2015/09/29/779592/