Comprender la guerra, sus causas de horror y de odio, sus consecuencias de muerte y dolor, es una tarea que simplemente escapa a los límites de la razón. A la guerra no se la comprende, se la sufre, se la encarna, se la desprecia, se la odia. Más aún cuando se trata de la peor de todas las guerras, de una guerra entre hermanos, que ha costado más de 7 millones de víctimas durante 52 larguísimos años.
¿Qué podrá escribirse o interpretarse sobre el trágico desenlace del plebiscito del pasado 2 de octubre que no sea una obviedad y, al mismo tiempo, un indescifrable acertijo? ¿Quién podrá explicar por qué un puñado de colombianos le ha dicho que no a la paz? ¿Por qué han elegido seguir el camino de la muerte en un país que ha vivido casi siempre rodeado de violencia, de injusticia e ignominia, tratando de hurgar en los pliegues de la memoria las razones de esa incansable pulsión de muerte y destrucción que la ha constituido como nación?
Tratar de comprender una guerra entre hermanos es insoportable, inimaginable, infinitamente doloroso y cruel. Nada de lo que digamos será relevante. Pero todo lo que digamos será necesario para tratar, al menos, de conjeturar cómo seguir a partir de aquí. No se trata sólo de saber dónde llegará Colombia, sino desde donde partirá ahora, después de esta nueva derrota. Colombia, ese país que obstinadamente pretende ejercer su derecho soberano a vivir en paz, como si renacer fuera su destino, como si saber regresar del infierno fuera su más heroica virtud.
Mucho se ha destacado, con razón, que el plebiscito sobre los acuerdos de paz era una gran apuesta democrática. Lo que parece incomprensible es que, si lo era, no se hayan generado las condiciones institucionales para que gran parte de los ciudadanos y ciudadanas colombianas acudieran a votar el 2 de octubre, evitando así que la esperanza fuera derrotada por el miedo, por la indiferencia y la apatía. Es que el domingo no ganó el rechazo a los acuerdos de paz. Ganó el “no me meto”: casi 63% de los colombianos y colombianas en condiciones de votar, no lo hicieron. Algunos sostuvieron que en los días de lluvia, la gente vota menos. ¿De esto dependía la paz?
Un poco más de 13 millones de colombianos votaron a favor del sí o a favor del no. Pero más de 21 millones no lo hicieron ni por uno ni por otro. Entender esto quizás sea una de las claves para entender por qué la paz se resiste a nacer en esa tierra cruel y generosa, despiadada y amable, desalmada y utópica. Una paz que no han querido parir los poderosos y que nunca consiguieron engendrar los que decían luchar por la justicia y la igualdad. Todo parecía que iba a cambiar a partir de ahora, pero más de 21 millones de colombianos y colombianas decidieron no votar y así ejercer su derecho a perpetuar un presente de incertidumbre y desconsuelo. Simplemente, decidieron ejercer su derecho a gritar un ensordecedor silencio, transformando a la democracia en el imperio de los abstinentes; de los que se pronuncian no estando; de los que expresan su existencia, invisibilizándose; de los que se esconden en un muro transparente contra el cual todo se choca y desintegra, especialmente la esperanza.
La Registraduría Nacional del Estado Civil, el organismo colombiano que cuenta oficialmente los votos del plebiscito, posee un “ranking de abstención”, una especie de cementerio de la democracia; o sea, de la paz. En La Guadalupe, una ciudad de nombre bello y de futuro espectral, en el Departamento de Guainia, donde Colombia se encuentra al mismo tiempo con Brasil y con Venezuela, nadie votó: nadie.
En Uribia, conocida como “la capital indígena colombiana”, en La Guajira, frente al Mar del Caribe, casi 97% de los votantes se abstuvieron. Uribia recibió su nombre en homenaje al político liberal, Rafael Uribe Uribe, asesinado en 1914 y de quién el ex presidente y mercader de la guerra, Álvaro Uribe Vélez, es su sobrino tataranieto.
En Aracataca, departamento de Magdalena, casi el 95% de los que podían votar a favor de la paz, decidieron no hacerlo. El dato no debería ser más o menos significativo que en otras de las tantas ciudades colombianas donde más del 80% de los posibles votantes decidieron silenciar su participación. No lo sería si no fuera allí donde nació Gabriel García Márquez, ese inventor de historias y de realidades mágicas, que tanto nos enseñó a soñar con una Colombia más justa y humana. ¿Qué había en Aracataca aquel 6 de marzo de 1927 en que Gabo nació? ¿Qué había que hoy se perdió? ¿Qué había hoy que la guerra lo envenenó?
En Medellín, una ciudad que se ha transformado en ícono de la reforma urbana democrática, votó menos de la mitad de la población y el 62,97% lo hizo contra los acuerdos de paz.
Como quiera que sea, aunque el mundo estaba expectante y ansioso, la gran mayoría de los colombianos no votó el 2 de octubre. ¿Por qué?
Quizás por miedo, quizás por indiferencia. Quizás por no entender, quizás por haber entendido. Quizás por desconfianza, quizás por tener demasiadas certezas. Habrá que saberlo y habrá que saberlo pronto, ya que esto podría condenar al fracaso más de cinco años de complejas negociaciones y de importantísimos avances en el diálogo entre el gobierno colombiano y las FARC.
Por eso, resulta sorprendente que la primera reacción del presidente Juan Manuel Santos haya sido sostener que convocaría “a las fuerzas políticas, en particular a las del NO, para escucharlas, abrir el diálogo y determinar el camino a seguir”. Santos ha dado muestras cabales de su voluntad por la paz y de su vocación al diálogo. Entre tanto, después de semejante derrota, debería mostrarse más preocupado en dialogar y encontrar el camino hacia la paz con los millones de colombianos y colombianas que el 2 de octubre no acudieron a las urnas, por el motivo que sea. No será convenciendo a las fuerzas políticas de los que militaron contra el acuerdo con las FARC que se conquistará la paz, sino con el apoyo de los 6.377.482 personas que votaron por el sí y de los 21.833.898 que podrían haberlo hecho y decidieron quedarse en su casa. Esa es la inmensa mayoría que está o debería estar hoy a favor de la paz. Quizás lo hubieran estado, si el gobierno se hubiera dedicado a convencerlos de que este es el mejor camino para construir el futuro de una Colombia más democrática y más libre.
También resulta sorprendente que, habiendo realizado la arriesgada apuesta de una consulta popular, el presidente Santos no haya dispuesto de los mecanismos que contribuyeran a desarticular la peligrosa trama de desmovilización que alejó de las urnas a millones de potenciales votantes. Tampoco es concebible que el tema se le pasara por alto al gobierno colombiano y a las propias FARC. ¿Puede el presidente Santos haberse sorprendido como cualquiera de nosotros ante un índice de abstención de más del 62%? Y si lo sabía, ¿por qué no blindó o protegió la consulta popular ante una eventual derrota como la que sufrió? Después de todo, nada lo obligaba a consultar a la mayoría de los colombianos sobre un asunto acerca del cual no se interesarían, no se animarían o no querrían opinar. Santos le ofrece así al mercader de la guerra, el ex presidente Álvaro Uribe, la oportunidad que necesitaba para ganar un protagonismo que amenaza con dilapidar buena parte de los importantísimos avances logrados.
52 años de guerra no pasan en vano.
Las huellas de una violencia que aún no ha terminado, siguen horadando la sociedad colombiana. El gobierno nacional debería haber construido los anticuerpos de una abstención que seguramente tiene orígenes complejos, pero una de cuyas motivaciones es la despolitización y la apatía. Si se sabía que esto podría ser así, no haber hecho nada es un síntoma de profunda torpeza que podrá tener para Santos un inmenso costo político. Y para Colombia, el costo de centenas de vidas desperdiciadas, de miles de jóvenes abandonando nuevamente el país, de millones de esperanzas rotas.
La abstención electoral nunca ha fortalecido las instituciones democráticas y ha sido siempre un bálsamo para las aspiraciones regresivas de los sectores más reaccionarios de la sociedad. Pasa esto en Colombia, como está pasando también en España. La democracia, mientras se vacía de electores que ejerzan libremente su derecho a la pereza, al hartazgo y a la indiferencia política, se vacía también de contenido, fragilizándose y trivializando sus resultados. Una democracia vacía, postergada, inocua, impotente.
El domingo ganó el “no me meto” y se afirmó una democracia de abstinentes que podrá desestabilizar los inmensos avances logrados por el gobierno del presidente Santos y las FARC. El gran desafío de la paz habrá que ganarlo en la calle, puerta a puerta, cara a cara, mirándose a los ojos, movilizando a la sociedad y a sus organizaciones, a las escuelas, a las universidades y a los sindicatos; a las organizaciones populares y a los organismos de derechos humanos; a los colectivos juveniles, a los estudiantes, a los campesinos, a los pueblos indígenas y a los afrocolombianos; a las mujeres feministas y a las no feministas; a los militantes de todos los partidos que han apoyado y contribuido a construir la paz; a los trabajadores y a las trabajadoras de toda Colombia; a los empresarios honestos y comprometidos con la construcción de un país más justo y democrático; en definitiva, a esos millones de colombianos y colombianas que siempre sufrieron las consecuencias de la guerra, el horror de la violencia, de la muerte, de las desapariciones, del desplazamiento forzado, de la destrucción y del abandono. En Colombia, la paz será con ellos y gracias a ellos. O no será nada.
Fuente: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/10/una-democracia-de-abstinentes.html
Imagen: blogs.elpais.com/.a/6a00d8341bfb1653ef01b8d224f7ac970c-550wi