La educación científica en la era de la anticiencia

Por: Paulette Delgado

En un mundo pospandemia, comprender la importancia de la educación científica para transformar la sociedad y promover la alfabetización científica es más importante que nunca.

Recientemente, publiqué en el Observatorio un artículo que hablaba sobre cómo estamos en “la era de la anticiencia”, en la que muchas personas deciden no creer en los datos o información proporcionada por expertos. Una de muchas de las problemáticas que esto conlleva es una dificultad al enseñar ciertos temas científicos.

En su publicación Scientific Literacy and Social Transformation, la Dra. Liliana Valladares explica que “para cambiar la sociedad a través de la educación científica, es importante comprender qué aspectos de la sociedad se desean modificar y por qué. Esto implica conocer cómo está estructurada la sociedad, cómo funciona y qué lugar ocupan la educación, la cultura y la educación científica en dicha estructura social”. A propósito de esta educación científica, en su artículo Can we teach people what science is really like?”el profesor Harry Collins escribe al final de su publicación “gracias a Dios, mi trabajo no es enseñar”, un sentimiento compartido por  muchos expertos, ya que es difícil decidir qué conceptos o parte de la ciencia enseñar.

La realidad es que muchos ciudadanos no se sienten capacitados para comprender o tomar decisiones sobre problemas sociales o ambientales y, al mismo tiempo, no confían en sus representantes políticos o en los llamados “expertos”. Es por eso por lo que el contenido de lo que se enseña en el aula es tan importante, es el medio para combatir esta problemática.

 El desconocimiento de una parte significativa de la población sobre lo que es la ciencia, asociado a la desinformación difundida por ciertos grupos o redes sociales, crea un entorno propicio para la aparición y proliferación de visiones distorsionadas y erróneas, además de movimientos anticientíficos. ¿Cómo se puede contrarrestar esta situación desde la perspectiva de la educación científica?

Las olas de la educación científica

Collins, en otro artículo del 2002, ofrece un marco para la ciencia y la educación científica donde explica que existen tres olas epistemológicas sobre el conocimiento científico y su práctica a lo largo de los años. Esto con el propósito de abordar los desafíos identificados del área y ofrecer un marco del panorama y cómo ha ido cambiando.

La primera ola se centró desde principios del siglo XX, aunque ciertos elementos permanecen hasta hoy en día. Esta se basó en el positivismo, donde los científicos eran vistos como expertos o buscadores de la verdad en el mundo. Este paradigma alcanzó su apogeo alrededor de las décadas de 1950 y 1960, donde se desarrollaron las computadoras comerciales, las naves espaciales, la bomba de hidrógeno y el armamento nuclear. A veces, la experimentación en la búsqueda de información y de la verdad eclipsaba la ética, dando paso a la experimentación humana. Se prestaba poca atención a las implicaciones de las elecciones científicas o a las posibilidades de error y sesgo en las interpretaciones.

En cuanto a la educación, el plan de estudios era dirigido por científicos y profesores, centrándose en métodos y conocimientos más que en contextos o conocimientos locales. La enseñanza de este tema en el aula fue diseñada como un microcosmos de la ciencia real, destinada a capacitar a los estudiantes para que sean científicos en el futuro.

La segunda ola comenzó en 1980 hasta finales de 1990. Aquí se enfatizan los enfoques constructivistas de la educación científica. En esta época la experiencia y la veracidad de los descubrimientos y los expertos se vuelven cada vez más cuestionados, algunos incluso los consideran como agentes de partidos políticos o industrias. El aspecto de la educación se ve impulsada por pruebas estandarizadas y requisitos políticos. A la vez, también permite y prioriza la crítica a los investigadores, mientras que los laboratorios y experimentos en las aulas se centraban menos en la formación de científicos y más en el desarrollo de conocimientos científicos prácticos.

En estos años la evidencia empírica no es suficiente para la toma de decisiones, se necesita conocer el contexto, las implicaciones sociales, los prejuicios humanos. Esto porque existe una desconfianza en los científicos, el público necesita saber que los informes no están sesgados por intereses políticos o económicos.

En esta ola, los educadores deben enseñar a los estudiantes a valorar la experiencia científica y al mismo tiempo responsabilizarla. La ciencia puede ser vista como una vocación que debe entenderse como un proceso colaborativo de indagación y exploración, con estándares profesionales y prácticas transparentes. Toda aquella que sea poco ética o esté sesgada se presenta como ciencia “mala”, el enfoque en la educación es comprender qué es la ciencia “buena” y cómo el campo de la ciencia en general trabaja en conjunto para buscar descubrimientos y lograr consenso.

Por último, la tercera ola empezó a principios del 2000 y busca un punto de equilibrio entre los científicos como expertos y la necesidad de responsabilidad y transparencia en el trabajo profesional de la ciencia. Esta se centra en la confusión entre los expertos y el público. A medida que la ciencia se vuelve más compleja, no está claro quién tiene derecho a tomar decisiones basadas en evidencia científica. El autor describe que las dos primeras olas no abordaron adecuadamente la cuestión de quién puede ser considerado experto y cómo los diferentes tipos de experiencia contribuyen al conocimiento científico.

A menudo, la segunda ola borra la línea entre la experiencia científica y la participación pública en el área, la tercera explica que no todos tienen la misma experiencia, así que no todos comprenden o contribuyen por igual. Esto se vuelve problemático a la hora de tomar decisiones y dejarlas en las manos de personas que no tienen evidencia científica para respaldarse. Para contrarrestar esto, la última ola tiene como objetivo categorizar experiencia entre interactiva, que es la de científicos capacitados formalmente que pueden debatir y perfeccionar las afirmaciones de conocimiento dentro de su campo y la contributiva, que se refiere a la del público general, que tienen experiencia con una tecnología o fenómeno en particular.

Dentro de estas olas epistemológicas, el discurso sobre la percepción pública de la ciencia se posiciona como una dicotomía entre la confianza en la evidencia y los científicos como expertos, versus la desconfianza en los expertos como profesionales y agentes políticos sesgados. Esta división se ha ido agravando en los últimos años, ya que los cambios en la comunicación debido a la tecnología y la medicina, al igual que el acceso al internet y más información tanto verdadera como falsa, han impactado en cómo se percibe la ciencia y cómo las personas confían o no en los “expertos”.

La educación sobre la ciencia ha ido cambiando también según el contexto para alinearse con la percepción pública del tema a lo largo del tiempo. Esto da como resultado lecciones que se ven limitadas por la capacidad de hacer y enseñar ciencia real y significativa sin ser afectados por los prejuicios e impactos sociales.

Urge cambiar el enfoque de la educación científica de la transmisión de conocimientos a la promoción de capacidades que asegure no solo la formación de científicos y especialistas, sino también que llegue a todos los ciudadanos, ya que muchos tienen una visión obsoleta de la ciencia. Lo ven como un cuerpo de conocimiento definitivo e incuestionable construido por científicos a través de un proceso neutral y objetivo.

Una buena educación científica debe fomentar una concepción de la misma como un proceso de construcción de conocimiento, condicionado por contextos sociales, históricos y culturales y en constante interacción con la tecnología, la sociedad y el medio ambiente. Además, incentiva una actitud de autonomía crítica, que cuestiona y es intelectual frente a las noticias publicadas por los medios de comunicación, a las propuestas de grupos particulares y a los acontecimientos de la vida cotidiana.

¿Qué pueden hacer las y los maestros de ciencias para apoyar a sus estudiantes? Enseñarles alfabetización científica.

La alfabetización científica

La ciencia es un proceso que genera conocimiento provisional que puede ser refutado o que va evolucionando. La metodología científica es la fase donde investigadores rectifican hallazgos anteriores o los rechazan por medio de pruebas e investigación. Este tipo de procesos es familiar para los investigadores pero desconocido para el público general.

El problema es que, como no se puede aportar una verdad definitiva, ya que siempre hay nuevas tecnologías, científicos, investigadores u otros elementos que afectan los resultados, lo que genera desconfianza en el público general al ver tanta incertidumbre y cambio. Parte de esa sospecha proviene de no tener control, pero los ciudadanos necesitan comprender y confiar en el proceso que es la metodología científica y tener la apertura de revisar continuamente los hallazgos científicos es lo que hace que la ciencia sea tan poderosa. Además, los científicos no solo saben cómo analizar datos, sino también saben cómo sintetizarlos en aplicaciones prácticas. Estas son habilidades que a menudo faltan en la sociedad, pero que la alfabetización científica puede ayudar a desarrollar.

En el 2020, la UNESCO presentó nueve grandes ideas para construir las bases de la educación pospandemia y una de ellas era la necesidad de “garantizar la alfabetización científica dentro del plan de estudios». La organización además señaló que la pospandemia «este es el momento adecuado para una reflexión profunda sobre el currículo, particularmente mientras luchamos contra la negación del conocimiento científico y la desinformación”.

Pero, ¿por qué es importante? Actualmente, es más relevante que nunca comprender la ciencia y utilizar esos conocimientos en la vida diaria. Es como una guía que ayuda a las personas a tomar una decisión informada sobre cualquier tema. La organización Hudson Alpha describe la alfabetización científica como si la ciencia fuera un rompecabezas gigante, donde cada descubrimiento representa una pieza y este término ayuda a los expertos a ver cómo las nuevas piezas encajan con las que ya tienen, “creando una imagen más clara y completa del mundo”. Comprender estas piezas ayuda a entender el vínculo desde como los combustibles fósiles y la contaminación hasta leer la etiqueta de un medicamento.

La alfabetización científica ayudará al estudiantado a ser más racionales en dos aspectos: de manera epistémica, ya que podrán fomentar sus propias creencias basadas en evidencia, y la racionalidad instrumental, que implica comportarse de la manera más favorable para alcanzar sus objetivos, especialmente en una sociedad que es impulsada por esta área y la tecnología.

La Dra. Liliana Valladares, explica que este término tiene dos sentidos: el fundamental, que incluye la capacidad de leer y escribir textos, y el derivado, que se refiere a la comprensión de la ciencia y sus aplicaciones en la vida diaria. A lo que también asegura que aunque la lectura y escritura son importantes, el énfasis suele estar en el sentido derivado, que incluye hábitos mentales, carácter, valores, ciencia como actividad, metacognición y autodirección.

La alfabetización científica se enfoca en el aprendizaje de contenidos y procesos del tema para su aplicación futura, en comprender la utilidad del conocimiento de la misma en la vida y la sociedad. Actualmente, debido al avance de la ciencia, tecnología y de la misma sociedad, se necesita en las aulas una alfabetización científica que incorpore una comprensión amplia de la interacción entre ciencia y sociedad.

Además, la Dra. Valladares describe que, después de la pandemia, ha habido un consenso en diferentes países sobre la importancia de la alfabetización científica para entender desafíos globales, especialmente porque la participación de las infancias y jóvenes en materias de ciencia está disminuyendo. El mundo actual es volátil, incierto, complejo y ambiguo, por lo que se requiere una educación científica que amplíe la capacidad de los estudiantes para responder de manera adaptativa, resiliente y sostenible a los cambios impredecibles de hoy.

La educación científica debe garantizar que todas las personas tengan la oportunidad de adquirir conocimientos en esta área, sin importar su punto de vista sobre temas como las vacunas, el COVID-19, cambio climático u otros temas controvertidos. Sin embargo, ya sea por sus propias creencias, la de sus familias, o el acceso desigual a una educación de calidad, muchos estudiantes carecen de la oportunidad de desarrollar una sólida alfabetización científica. Se debe dar prioridad a una educación inclusiva y accesible para todos, independientemente de sus antecedentes o circunstancias, que garantice que una gama más amplia y diversa de personas pueda desarrollar bases sólidas en conocimiento científico y habilidades de pensamiento crítico.

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Ofensiva contra la ciencia

Por: Javier Sampedro

El rechazo a las vacunas, el ataque a los transgénicos o la negación del cambio climático son la nueva versión del viejo ataque a la ciencia.

Desde el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo para hacerle desistir de sus conclusiones experimentales, la ciencia lleva más de cuatro siglos dándose de bofetadas con los señores del lado oscuro. Visto desde hoy, cuesta imaginar por qué las teorías de Copérnico, Kepler y el propio Galileo no fueron aceptadas de inmediato por su inmenso poder explicativo. Como decía el astrofísico Carl Sagan: “Me pregunto cómo es que apenas ninguna religión ha mirado a la cienciay ha concluido: ‘¡Esto es mejor que lo nuestro! ¡El universo es mucho mayor de lo que dijeron nuestros profetas, más sutil y elegante!”.

Por ejemplo, Dawkins desarrolló en los años ochenta un argumento chispeante contra el “diseñador inteligente” de los nuevos creacionistas, que deducen la existencia de Dios a partir de la complejidad de sus criaturas. Pero un diseñador inteligente, aduce Dawkins, debe ser aún más complejo que las criaturas a las que pretende dar explicación, luego no les da ninguna. Es un razonamiento brillante, a la altura de su autor.

El problema con todo esto, naturalmente, es que un individuo irracional no atiende a razones. Las personas religiosas se basan en la fe, no en el argumento. Y este mismo es el problema con las otras religiones, las creencias modernas que han sustituido la catequesis por una serie de credos laicos, como la fe en la madre naturaleza, el repudio a la tecnología opresora y los hechos alternativos que emanan de la Casa Blanca como versículos del Evangelio. Los meros argumentos racionales no van a parar esto. No lo han hecho nunca, y no lo van a hacer ahora.

“Os metéis con la homeopatía cuando no le ha hecho nada a nadie”, decía un whatsapp que circulaba el otro día. No sé quién es su autor, pero tiene una exquisita mala uva. La homeopatía, en efecto, no le ha hecho nada a nadie, ni podría hacérselo. Un producto homeopático, según los textos fundacionales de esta sandez, no es más que agua pura y cristalina, con algo de cloro si sale del grifo. Esta religión moderna consiste en diluir una sustancia dañina en tantos órdenes de magnitud que al final no puede quedar una sola molécula de ella. Es increíble que una idea tan estúpida se haya generalizado de tal forma. Pero así es (véase artícu­lo adjunto).

La homeopatía no es más que una estafa. Una cuestión más grave, por supuesto, es que el chamán convenza al paciente de que tiene que dejar su tratamiento médico para abrazar el elixir fraudulento. Ahí muere gente, y los tribunales pueden actuar. Pero, cuando no se llega a esos extremos, o no muy frecuentemente, los productos homeopáticos seguirán gozando de una estantería vistosa en la farmacia. Es avalar una estafa, pero los políticos parecen estar acostumbrados a esa práctica, a juzgar por sus (nulas) iniciativas para erradicarla. Fácil: la mayoría de los españoles creen en la homeopatía, y no están los tiempos para perder votos.

Vacuna experimental contra la gripe aviar desarrollada en la Universidad de Maryland en 2005. ampliar foto
Vacuna experimental contra la gripe aviar desarrollada en la Universidad de Maryland en 2005.  GETTY
 El rechazo a las vacunas es a la vez más complicado y más grave. Hace décadas que los abogados de colmillo más aguzado aguardan apostados a la salida de los hospitales norteamericanos a que salgan los familiares de los pacientes que han muerto. Una vacuna puede proteger al 80% o al 90% de quienes la reciben, y eso deja un margen jugoso del 10% o el 20% al que los letrados pueden agarrarse para plantear una demanda. Contra el médico, contra el hospital o contra la empresa farmacéutica que ha descubierto la vacuna.

Si nada de eso funciona, el abogado siempre puede aducir cualquier falacia que circule por la Red o sus alcantarillas, como por ejemplo que la vacuna que le han puesto a tu hijo causa autismo. Es mentira, y de la peor clase —ignorante e interesada—, pero ha causado unos daños profundos al sistema global de salud. En los años 2000, estas prácticas de leguleyos llegaron a vaciar a Estados Unidos de las firmas farmacéuticas que, como Pasteur o Glaxo, habían apostado por las vacunas. Esto fue un desastre que todavía no hemos superado del todo.

La esperanza media de vida de los países occidentales se duplicó en el siglo XX (de los 45 a los 90, redondeando un poco) debido a las tres patas esenciales de la lucha contra la infección: el alcantarillado, los antibióticos y las vacunas (hoy habría que añadir los condones, seguramente). Las zonas deprimidas de África y Asia siguen necesitando esos avances, contra las enfermedades antiguas y contra las que puedan surgir, y sin la investigación privada no parece posible.

Además, los gestores de la salud pública coinciden en que sin medicina preventiva no hay futuro. La esperanza media de vida occidental sigue aumentando a un ritmo lento pero constante de un par de años por década, pero la razón principal es la mejora en el tratamiento del infarto (que sigue siendo el gran matarife en el mundo desarrollado, por encima de todos los cánceres juntos). Esos sistemas son caros e imperfectos, pues rara vez devuelven al paciente su calidad de vida anterior. El sistema sanitario actual, sea público o privado, no es sostenible. Hay que apostar a fondo por la medicina preventiva.

Y las vacunas son medicina preventiva por definición. Se las pinchas a la población de riesgo y evitas que desarrollen unas enfermedades que, de haberse producido, habrían supuesto un tormento para el paciente y una sangría para los presupuestos sanitarios. Las artimañas jurídicas de los tiburones significarán a la larga un horrible aumento del gasto público y un estorbo para el avance de la investigación biomédica. Es obvio que los políticos pueden hacer mucho para animar a la Big Pharma a investigar en vacunas. También lo es que no está en su agenda de prioridades.

Lo que hasta ahora está salvando a estos abogados, y a los padres que se niegan a vacunar a sus hijos, de un buen embrollo civil o incluso penal es un efecto estadístico bien conocido de los epidemiólogos. Frenar la propagación de un virus no requiere vacunar a toda la población. Basta con vacunar a tres de cada cuatro. Lo que haga el cuarto individuo da igual a efectos epidemiológicos. Así que los hijos de los antivacunas están protegidos contra las principales enfermedades infecciosas gracias a los demás padres, los que sí vacunan a sus hijos. Puede parecer una paradoja, pero no son más que matemáticas.

El rechazo a los alimentos transgénicos —otra de las religiones de nuestro tiempo— plantea cuestiones aún más complejas e interesantes que el creacionismo, los pseudofármacos y las vacunas. Es curioso que una humilde semilla sea más importante que Dios padre, pero así son las cosas.

La mayor parte de la gente cree que hay una polémica científica sobre la seguridad para la salud de los transgénicos. No la hay. Todos los científicos y biotecnólogos de plantas coinciden en que los transgénicos son seguros para la salud, y también para el medio ambiente. Si llevan décadas investigando en ellos es porque, además de haber descartado esos riesgos, están convencidos de que los transgénicos son el mejor modo de incrementar el contenido de vitamina A del arroz — la base de la alimentación de media Asia, pobre en ese compuesto esencial—, crear variedades de las principales plantas de cultivo tropicales que sean resistentes a la sequía, y que por tanto gasten menos agua, ralentizar la oxidación que arruina la fruta, para una gestión más eficaz y sostenible de muchas plagas, sobre todo las enfermedades virales que arruinan las cosechas de varios países africanos, en fin.

En el caso del rechazo irracional a los transgénicos, los grandes responsables han sido los grupos ecologistas, con especial mención a Greenpeace, que lleva décadas poniéndolos entre sus tres o cuatro líneas estratégicas, a la altura de los residuos nucleares o el cambio climático. “Los ecologistas se oponen a los transgénicos porque tienen la panza llena”, me dijo en una entrevista el padre de la revolución verde, Norman Borlaug.

Tenía razón. Greenpeace ha conseguido intoxicar (ideológicamente) a la población occidental, y que Europa tenga una legislación absurda y retrógrada sobre los transgénicos. En el fondo eso da igual. Los países que verdaderamente los necesitan, como China y varios de África tropical, llevan años investigando en sus propios transgénicos. El largo brazo de Greenpeace no llega allí. Malo para la contaminación, bueno para la ciencia.

El negacionismo climático no es muy distinto de las religiones anteriores. Todas consisten en cegarse a la evidencia, inventar una realidad paralela e infectar a la mayor parte posible de la población con ella. Todas acabarán fracasando —la realidad es tozuda—, pero nadie sabe cuándo. Nuestro cerebro no está hecho para el pensamiento científico: pensar así nos cuesta Dios y ayuda, y poca gente está dispuesta a esa tortura. Habrá que inventar algo.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/06/16/ciencia/1497616571_649155.html

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