Byung-Chul Han es un filósofo nacido en Corea en 1959 pero que hizo toda su carrera académica en Alemania. Autor de casi 20 libros que vendieron muchísimos ejemplares en los últimos años, sale a escena con una nueva obra: La crisis de la narración.
Cada página de La crisis de la narración es una catarata de párrafos y párrafos que te dejan boquiabierto, asintiendo y agradeciendo la simpleza con la que Han consigue expresar ideas complejas. Cualquier lector o lectora sin formación filosófica puede leer a Han, solo hace falta curiosidad.
El autor contrapone la idea de narración a la idea de información. Toda narración se basa en el misterio y la magia; la información, en cambio, se sostiene en datos. La narración se cuenta junto al fuego de campamento, alguien habla, recuerda un recuerdo, lo mantiene vivo, juega modos antiguos de resolver contingencias nuevas, abre la posibilidad de futuro. Quien narra se reserva explicaciones, lo que hace que aumente la tensión narrativa. Alguien escucha, arma un nuevo recuerdo, se sostiene una comunidad, una familia.
La información, en cambio, son datos que se vuelven viejos muy rápido, datos que se amontonan y generan perfiles que el neoliberalismo utiliza para predecirnos y guiarnos al mejor postor, para controlarnos. Las redes sociales se llenan de esos datos, de selfies y de ‘me gusta’. Aquello que parece acercarnos, en realidad, solo nos aísla. Hoy estamos más informados que nunca pero andamos desorientados, buscando cómo reforzar identidades que tambalean.
Un tsunami de información que fragmenta la atención e impide la demora contemplativa que es constitutiva del narrar y de la escucha atenta. Las stories de las redes no son narraciones en sentido propio. No tienen extensión narrativa, son una mera sucesión de instantes que nada narran. La compulsión por las selfies se podría explicar según Han, más que por el narcisismo, por un aterrador vacío vital.
Otra diferenciación que plantea Han es entre estas narraciones que fundan y sostienen comunidades frente al uso que el Neoliberalismo hace de aquello que Han llama el storytelling, o la forma en que el marketing o la publicidad intentan adueñarse de narraciones, generando individuos aislados al convertir la historia en mercancía.
Es evidente (nos guste o no) que todos, que todas, en mayor o en menor medida andamos buscando en qué creer, en qué sostenernos, de qué agarrarnos cuando todo se vuelve inestable. En esa búsqueda podemos sumergirnos en las redes, que contrariamente a lo que pensamos nos aíslan más de los que nos acercan, o podemos buscar juntos esa historia que nos haga parte de una comunidad, una comunidad que nos cuide y nos dé cierta idea de futuro. El libro de Han es una herramienta valiosísima para orientarnos, para darnos cierta mirada distinta y sensible de una realidad que es tan evidente que parece, nos cuesta verla.
Einstein, con su clásica objetividad, dijo que se ha vuelto terriblemente obvio que nuestra tecnología ha superado nuestra humanidad, y el famoso general estadounidense Omar Bradley afirmará: Si continuamos desarrollando nuestra tecnología sin sabiduría ni prudencia, nuestro servidor se convertirá en nuestro verdugo.
El fin temporal de la belleza humana
Hasta hoy, son pocos los desastres que lamentar por efectos de las grandes armas nucleares, pero no me cabe duda de que vendrán, y las nuevas tecnologías preparan el acta de defunción de las partes más bellas del ser humano:
La que nos distingue a unos de otros; la que se siente cuando temerario se aproxima el peligro o cuando sigiloso llega el amor; la que sonríe de pura alegría o deja caer las lágrimas del dolor cuando hay algo que nos duele; la de la iniciativa desprendida que nos distingue de la máquina; la del poder de la imaginación poética que nos lleva al borde de la locura y nadie puede usar de pretexto para internarnos; y especialmente, la de la agraciada magia de los dioses que por más de mil y una razones, desde los inicios, nos concedieron el sutil magnetismo de eros y la exclusiva y grandiosa facultad de poder decir con toda el alma ¡No!
La soberanía de las tecnologías digitales hoy es absoluta sobre todas las actividades del ser humano, hasta hacerlo objeto total de su dominio, como una cosa más, y convertir hasta sus emociones en objeto de intercambio y sus sentidos sujetos a la robotización.
El gran giro de Copérnico
Desde la revolución iniciada por Copérnico, que inició a la modernidad en el siglo XVI, el ser humano ha venido acumulando un exceso de confianza casi total en la ciencia y la tecnología para crecer y progresar en libertad, abandonando los estudios y las interrogantes acerca de los misterios del alma y el espíritu, los que nos hacen únicos y humanos.
A pesar de la evidente supremacía de lo tecnológico sobre el desarrollo humano, y las claras advertencias que han hecho pensadores y académicos de distintos orígenes e ideologías sobre los peligros que conlleva tal dominio, estas no habían pasado de ser reflexiones en voz alta que no habían logrado mayor trascendencia más allá de los recintos universitarios y de algunos círculos políticos.
La rebelión de los sesenta marcó un punto de inflexión en la lucha contra la tecnocracia cuando una parte minoritaria, pero adelantada, de la juventud norteamericana y latinoamericana la identificó y dio argumentos sólidos para la acción y el combate social contra ella, como la principal amenaza contra el futuro democrático.
El imperio de la tecnocracia
Nuestro enemigo no era solo la guerra de Vietnam, en auge en esos momentos, ni la discriminación racial, ni siquiera la pobreza, ni la condición de la mujer cuyo tratamiento podía ser atendido por la política tradicional, según los artífices del movimiento; se decía entonces:
La lucha suprema de nuestro tiempo se libra contra un oponente mucho más poderoso, precisamente porque es menos obvio y patente, al que denominaremos tecnocracia, forma social desarrollada en Estados Unidos más que en cualquier otra sociedad en el mundo.
En un magnífico libro el historiador estadounidense Theodore Roszak, titulado El nacimiento de una contracultura. Reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil, editado en 1970, afirmaba:
La tecnocracia no es simplemente una estructura de poder que controla una vasta influencia de naturaleza material; es la expresión de un gran imperativo cultural –óigase bien–, una verdadera mística profundamente refrendada por la plebe.
Jacques Ellul, en su The Technological Society, había escrito:
La técnica requiere capacidad de predicción y, en igual medida, exactitud en la predicción. Por consiguiente, es necesario que la técnica prevalezca sobre el ser humano. Para la técnica, es una cuestión de vida o muerte. La técnica debe reducir al hombre a un animal técnico, el rey de los esclavos de la técnica. La voluntad humana desaparece ante esta necesidad. Frente a la autonomía de la técnica no puede haber ningún tipo de resistencia humana.
Ellul fue un filósofo y escritor anarquista francés que consideró –y no se equivocó– que vivimos en una sociedad tecnológica, a la que denomina sistema técnico, cuyo modelo de racionalidad es la pura eficiencia. Para Ellul, el ser humano está constituido por varias dimensiones, a saber: poética, simbólica, religiosa, política, económica; pero “la tecnología ha desplazado a todas las demás para centrarse en la eficacia”.
Su propuesta consiste en una ética de ‘‘no poder’’, que se caracteriza por no colaborar con el sistema técnico. Para mí, la ética de Bartleby, el escribiente –el cuento de Herman Melville– contenida en la frase repetida reiteradamente en respuesta a las órdenes de su jefe: Preferiría no hacerlo.
El dominio absoluto de los técnicos
La tecnocracia es el régimen de los expertos y su rasgo distintivo es que, aun poseyendo un enorme poder coercitivo, prefiere ganar nuestra conformidad explotando nuestra profunda e íntima veneración por la visión científica del mundo y manipulando la seguridad y el confort de la abundancia que nos da la ciencia.
Por desgracia, nos hemos familiarizado con políticas totalitarias materiales en regímenes brutales que logran la integración con porra y bayoneta. Pero, en el caso de la tecnocracia, se llega a un totalitarismo muy perfeccionado porque sus técnicas son cada vez más subliminales. Técnicas que Byung-Chul Han se ha encargado de desmantelar en la época de la revolución digital.
La tecnocracia se desarrolla sin resistencia, a pesar de sus fracasos reiterados y escandalosos, especialmente porque la crítica que pretendidamente puede moderarla se empecina en analizar sus resultados bajo ópticas totalmente pusilánimes. Las raíces de la tecnocracia están sembradas sólidamente en nuestra cultura y se entrelazan en definitiva con la visión científica del mundo propio de la tradición de la cultura occidental.
Una de las ventajas que mejor califica a la tecnocracia y a las nuevas tecnologías como agentes supremos de control totalitario es que no tienen ideología, no son ni capitalistas ni colectivistas; participan por igual del libre intercambio o de las sociedades centralmente planificadas; no son partidarias ni de la derecha ni de la izquierda, ni nacionalistas ni imperialistas, funcionan como un instrumento de dominación, a la medida para todo tipo de sociedad donde el hombre pueda mantenerse en cautiverio mediante la acción directa de la fuerza o a través de la coacción subliminal del intercambio entre los seres humanos de todos sus potenciales rendimientos y de la explotación de todas sus facultades.
Afianzada la tecnocracia como régimen que ejerce, controla e instrumentaliza el poder en las sociedades libres y en las que no libres también, sin resistencia alguna después de las escaramuzas cuestionadoras contra ella que protagonizaron los jóvenes en el mundo entre los sesenta y los setenta, con la llegada de la revolución digital, a principios de los noventa del siglo pasado, estaban dadas las condiciones óptimas para la psicopolítica.
La psicopolítica de Byung-Chul Han
Chul Han dice que la psicopolítica no es otra cosa que un novedoso sistema de dominación que, en lugar de la fuerza del poder, utiliza la seducción inteligente que hace a los seres humanos piezas sometidas por sí mismas al entramado de su dominio. En este sistema el sujeto no es consciente de su sometimiento. La eficacia del psicopoder radica en que el individuo se cree libre, cuando en realidad es el sistema quien dirige sus pasos y explota su libertad.
Foucault afirmaba que desde el siglo XVII el poder no se manifiesta matando sino disciplinando. El poder del soberano es la espada: amenazar con la muerte. El disciplinario, por el contrario, no tiene la función de matar sino la imposición completa de la vida. El viejo poder cede ante la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida.
El poder disciplinario descubre a la población como una masa de producción y reproducción que administra meticulosamente. De ella se ocupa la biopolítica. La reproducción, las tasas de natalidad y mortalidad, el nivel de salud y la esperanza de vida se convierten en objetos de control reguladores. La biopolítica es la forma de gobierno, para Foucault, de la sociedad disciplinaria.
El problema, dice Han, es que creemos que no somos sujetos sometidos, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa. Este tránsito del sujeto al proyecto va acompañado de la sensación de libertad. Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma eficiente de subjetivación y de sometimiento.
Las coacciones a la libertad
Vivimos, de acuerdo con Han, una fase histórica especial en la que la libertad misma coacciona. La libertad del poder hacer genera incluso más coacciones que el disciplinario deber ser. Nos encontramos en una situación paradójica. La libertad es la contrafigura de la coacción. La libertad, que ha de ser lo contrario, genera coacciones.
El sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un esclavo. Absoluto, en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria. El sujeto del rendimiento absolutiza la mera vida y trabaja.
El neoliberalismo, según Han, es un sistema eficiente incluso para explotar la libertad. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. No resulta eficiente explotar a alguien contra su voluntad sin que disminuya el rendimiento. En la explotación ajena el rendimiento es pobre. Solo la explotación de la libertad genera el mayor rendimiento.
La libertad individual es una esclavitud en la medida en que el capital la acapara para su propia proliferación. Así, para reproducirse, según Marx, el capital explota la libertad del individuo: En la libre competencia no se pone como libres a los individuos, sino que se pone como libre el capital.
La mutación del capitalismo
El neoliberalismo, para Han, como una forma de mutación del capitalismo, convierte al trabajador en empresario y elimina la clase trabajadora sometida a la explotación ajena. No es la revolución comunista, como lo deseaban sus partidarios, es el mismo capitalismo en una de sus variantes que ha aliviado la vida enajenada del trabajador sometido a explotación. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa.
No es la multitud cooperante que Antonio Negri eleva a sucesora postmarxista del proletariado, sino la soledad del empresario aislado, enfrentado consigo mismo, explotador voluntario de sí mismo, lo que constituye el modo de producción presente. Es un error, de acuerdo con Han, pensar que la multitud cooperante derriba al imperio parasitario y construye un orden social comunista. Este esquema marxista no es más que otra ilusión.
El régimen neoliberal transforma la explotación ajena en auto explotación que afecta a todas las clases sociales. Esto hace imposible la revolución social que descansa en la distinción entre explotados y explotadores. El aislamiento del sujeto de rendimiento explotador de sí mismo impide que se forme ningún nosotros político con capacidad para una acción común.
Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la distinguida inteligencia del régimen neoliberal. No deja que se forme resistencia alguna contra el sistema. Según Han, ya no trabajamos para nuestras necesidades, sino para el capital. El capital genera sus propias necesidades, que nosotros, de forma errónea, percibimos como propias.
La dictadura de la transparencia
Cuando apareció, la red fue acogida como un medio de libertad ilimitada. El primer eslogan publicitario de Microsoft, Where do you want to go today, sugería una movilidad y libertad ilimitada de la web. Pues bien, esta euforia inicial se muestra hoy como una ilusión. La libertad y la movilidad ilimitada se ha convertido en control y vigilancia.
En el caso de la transparencia, para Han es un dispositivo neoliberal. De forma violenta vuelve todo hacia el exterior para convertirlo en información. En el modo actual de producción inmaterial, más información y comunicación significan más productividad, aceleración y crecimiento. La información es una positividad que puede circular sin contexto por carecer de interioridad.
El secreto, la extrañeza o la otredad representan obstáculos para una comunicación ilimitada. De ahí que sean desarticulados en nombre de la transparencia. La comunicación se acelera cuando se allana, esto es, cuando se eliminan todas las barreras, muros y abismos. El dispositivo de la transparencia obliga a una exterioridad total a fin de acelerar la circulación de la información y la comunicación.
Para Han, nos dirigimos hacia la época de la psicopolítica digital. Que avanza desde una vigilancia pasiva hacia un control activo. Nos precipita a una crisis de la libertad con mayor alcance, pues ahora afecta a la misma voluntad libre. El Big Data es un instrumento psicopolítico muy eficiente que permite adquirir un conocimiento integral de la dinámica inherente a la sociedad de la comunicación.
Un poder inteligente
La siguiente advertencia, dice Han, es inherente al me gusta del capitalismo: Protégeme de lo que quiero. El poder inteligente lee y evalúa nuestros pensamientos conscientes e inconscientes. Apuesta por la organización y optimización propias realizadas de forma voluntaria.
El poder tiene múltiples formas de manifestarse. El que descansa en la violencia no representa el poder supremo. El solo hecho de que una voluntad se le oponga da testimonio de su debilidad. El poder está precisamente donde no esté tematizado. Cuanto más fuerte, más silenciosamente actúa. Sucede sin que se remita a sí mismo de forma ruidosa.
El poder sin duda puede exteriorizarse como violencia o represión, pero no descansa en ella. No es necesariamente excluyente, prohibitorio, torturador. No se opone a la libertad; incluso, puede hacer uso de ella. Solo en su forma negativa, se manifiesta como violencia negadora que quiebra la voluntad y niega la libertad. Hoy el poder adquiere cada vez más una forma permisiva.
La técnica del poder propia del neoliberalismo, a decir de Han, toma una forma sutil, flexible, inteligente, y escapa a toda visibilidad. El sujeto sometido no es siquiera consciente de su sometimiento. El entramado de dominación le queda completamente oculto. El poder inteligente, amable, nunca opera contra la voluntad de los sujetos sometidos, sino que dirige esa voluntad a su favor. Es más afirmativo que negador, más seductor que represor.
La presente crisis de libertad consiste en que estamos ante una técnica de poder que no niega o somete la libertad, sino que la explota. Se elimina la decisión libre en favor de la libre elección entre distintas ofertas. El poder inteligente, de apariencia libre y amable, que estimula y seduce, es más efectivo que el poder que clasifica, amenaza y prescribe. El botón de me gusta es su signo.
Tan destructiva como la violencia de la negatividad –dice Han– es la violencia de la positividad. La psicopolítica neoliberal, con su industria de la conciencia, destruye el alma humana, que es todo menos una maquina positiva. El sujeto del régimen neoliberal perece con el imperativo de la optimización personal, vale decir, con la coacción de generar continuamente más rendimiento. La curación se muestra como asesinato.
Epílogo de un idiota
Byung-Chul Han, en un último capítulo luminoso e inolvidable de su libro Psicopolítica,escribe:
Desde un comienzo, la filosofía está muy unida al idiotismo. Todo filósofo que genera un nuevo idioma, un nuevo lenguaje, un nuevo pensamiento, ha sido necesariamente un idiota. Solo el idiota tiene acceso a lo totalmente otro.
La historia de la filosofía es una historia de los idiotismos. Sócrates, que solo sabe que no sabe nada, es un idiota. Cogito ergo sum es un idiotismo. Una contracción interna del pensamiento hace posible otro comienzo. Descartes piensa al pensar el pensamiento. El pensamiento recupera el estado virginal al relacionarse consigo mismo.
Hoy parece que el tipo del marginado, del loco, del idiota ha desaparecido prácticamente de la sociedad. La total conexión en red y la comunicación digital aumentan la coacción a la conformidad considerablemente.
La violencia del consenso reprime los idiotismos. A la vista de la coacción a la comunicación y a la conformidad, el idiotismo representa una praxis de la libertad. El idiota es por esencia el desligado, el desconectado, el desinformado. Habita un afuera impensable que escapa a la conexión y a la comunicación…
El idiota es un hereje moderno. Herejía significa elección. El herético es el que dispone de una elección libre. Tiene el valor de desviarse de la ortodoxia. Con valentía se libera de la coacción a la conformidad. El idiota como Hereje es una figura de la resistencia contra la violencia del consenso.
El idiotismo se opone al poder de dominación neoliberal –yo diría que a toda forma de dominación–, a la comunicación y vigilancia totales. El idiota no comunica. Pues se comunica con lo incomunicable. Así se recoge en el silencio. El idiotismo construye espacios libres de silencio, de quietud y de soledad en los que es posible decir algo que merece ser dicho.
Ya en 1995 el gran filósofo francés Gilles Deleuze anuncia su política del silencio:
La dificultad hoy en día no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres de soledad y silencio en los que encontremos algo que decir. Las fuerzas represivas ya no nos impiden expresar nuestra opinión. Por el contrario, nos coaccionan a hacerlo. Qué liberación es por una vez no tener que decir nada y poder callar, pues solo entonces tenemos la posibilidad de crear algo singular: algo que realmente vale la pena ser dicho.
Post Scriptum
Del silencio, la quietud y la soledad nacerá una nueva cultura, tan radicalmente desafiliada y desafecta a los valores fundamentales de nuestra sociedad, que a nadie le parecerá siquiera un signo de una nueva cultura, sino que irá adquiriendo progresivamente los rasgos alarmantes de una invasión bárbara.
Aparecerán otros centauros, ebrios y furiosos de nuevo, los jóvenes futuros, herederos de las enseñanzas de los viejos sabios idiotas, que esta vez no serán echados de la fiesta del templo de Zeus –por Apolo el guardián de la cultura ortodoxa–, sino que serán ellos, como los cristianos primitivos, quienes escriban la historia.
La imagen de los centauros reproduce una patética experiencia en la historia de toda civilización: el enfrentamiento de dos culturas radicalmente distintas. Ese choque entre concepciones irreconciliables de la vida, en esta ocasión no será resuelta, como en el pasado, a favor de la ortodoxia.
Recordemos a los cristianos primitivos, que a pesar de la asfixia y sin esperanza por el Ethos y la clase social de la cultura oficial, supieron modelar a partir del judaísmo y los cultos mistéricos, una cultura minoritaria, pero muy sólida, que a la ortodoxia grecorromana tenía por fuerza que parecerle absurda y que sin embargo, perdura hasta nuestros días.
Porque lo absurdo, lejos de ser sentido como desgracia e idiotez, se convirtió en bandera triunfante de aquella comunidad.
Pues está escrito [clamó san Pablo] que yo destruiré la sabiduría del sabio y reduciré a cenizas el entendimiento del prudente… Pues los judíos piden un signo, y los griegos buscan la sabiduría… Pero Dios ha escogido a los ignorantes del mundo para que confundan al sabio; y Dios ha escogido a los débiles del mundo para que confundan a los poderosos. (I Cor 1:19, 22, 27).
En un nivel más profundo, el pensamiento es un proceso resueltamente analógico. Antes de captar el mundo en conceptos, se ve apresado, incluso afectado por él. Lo afectivo es esencial para el pensamiento humano. La primera afectación del pensamiento es la carne de gallina. La inteligencia artificial no puede pensar porque no se le pone la carne de gallina. Le falta la dimensión afectivo-analógica, la emoción que los datos y la información no pueden comportar.
El pensamiento parte de una totalidad que precede a los conceptos, las ideas y la información. Se mueve ya en un «campo de experiencia» antes de dirigirse específicamente a los objetos y los hechos que encuentra en él. La totalidad de lo existente a la que se enfrenta el pensamiento, se le abre inicialmente en un medio afectivo, en una disposición anímica: «La disposición anímica (Stimmung) ha abierto ya el ser-en-el-mundo como un todo, y esto es lo primero que hace posible un dirigirse hacia…». Antes de que el pensamiento se dirija hacia algo, se encuentra ya en una disposición anímica básica. Este encontrarse en una disposición anímica caracteriza al pensamiento humano. La disposición anímica no es un estado subjetivo que tiña el mundo objetivo. Es el mundo. Posteriormente, el pensamiento articula en conceptos el mundo abierto en una disposición anímica fundamental. Este precede a la conceptuación, al trabajo con los conceptos: «Definimos el filosofar como un preguntar conceptual a partir de un estremecimiento esencial del Dasein. Pero este estremecimiento solo es posible desde, y en, una disposición anímica fundamental del Dasein» . Solo esta disposición anímica nos hace pensar: «Todo pensamiento esencial requiere que sus pensamientos y enunciados sean en toda ocasión obtenidos, como el metal de la mena, desde la disposición anímica fundamental»
El hombre como Dasein está siempre arrojado a un mundo determinado. El mundo se le abre prerreflexivamente como una totalidad. El Dasein como disposición anímica precede al Dasein como ser consciente. En su estremecimiento inicial, el pensamiento está como fuera de sí. La disposición anímica fundamental lo pone en un fuera. La inteligencia artificial no piensa porque nunca está fuera de sí misma. El espíritu originariamente está fuera de sí mismo o estremecido. La inteligencia artificial puede calcular con rapidez, pero le falta el espíritu. Para el cálculo, el estremecimiento solo sería una perturbación.
«Analógico» es lo que guarda correspondencia. Heidegger se vale aquí del parentesco entre vocablos de su idioma. El pensamiento como proceso analógico se corresponde (entspricht) con una voz (Stimme) que lo determina (be-stimmt) y sintoniza (durch-stimmt) con él. El pensamiento no es interpelado por tal o cual ente, sino por la totalidad de lo ente, por el ser de lo ente. La fenomenología de la disposición anímica de Heidegger ilustra la diferencia fundamental entre el pensamiento humano y la inteligencia artificial. En ¿Qué es la filosofía? escribe Heidegger: «El corresponder (Das Ent-sprechen) escucha la voz de una llamada. Lo que se nos dice como voz del ser, determina (be-stimmt) nuestra correspondencia. “Corresponder” significa entonces: estar determinado, être disposé, por el ser del ente. […] La correspondencia es necesariamente, y siempre, no solo estar determinado accidental y ocasionalmente. Es un estado de determinación. Y es solo a partir de la disposición anímica que el decir de la correspondencia recibe su precisión, su ser determinado». El pensamiento oye, mejor, escucha y pone atención. La inteligencia artificial es sorda. No oye esa «voz».
El «comienzo de un filosofar verdaderamente vivo» es, según Heidegger, el «despertar de una disposición anímica fundamental» que «nos determina de modo fundamental». La disposición anímica fundamental es la fuerza de gravedad que reúne palabras y conceptos a su alrededor. Sin tal disposición anímica, el pensamiento carece de un marco organizador: «Si la disposición anímica fundamental está ausente, todo es un estrépito forzado de conceptos y palabras vacías». La totalidad afectiva que se da en esa disposición anímica es la dimensión analógica del pensamiento, que la inteligencia artificial no puede reproducir.
Según Heidegger, la historia de la filosofía es una historia de esa disposición anímica fundamental. El pensamiento de Descartes, por ejemplo, está determinado por la duda, mientras que el de Platón lo está por el asombro. El cogito de Descartes se basa en la disposición anímica fundamental de la duda. Heidegger caracteriza la disposición anímica de la filosofía moderna de la siguiente manera: «Para él [Descartes], la duda constituye esa disposición anímica que se centra en el ens certum, lo que existe con certeza. La certitudo es entonces esa firmeza del ens qua ens que resulta de la indubitabilidad del cogito (ergo) sum para el ego del hombre. […] La disposición anímica de la confianza en la siempre alcanzable certeza absoluta del conocimiento será el pathos y, por ende, el arjé de la filosofía moderna». El pathos es el comienzo del pensamiento. La inteligencia artificial es apática, es decir, sin pathos, sin pasión. Solo calcula.
La inteligencia artificial no tiene acceso a horizontes que se vislumbran en lugar de estar claramente definidos. Pero esta «vislumbre» no es un «primer peldaño en la escala del saber». En ella más bien se abre la «antesala» «que encierra, es decir, oculta todo lo que puede saberse». Heidegger localiza esta vislumbre en el corazón. La inteligencia artificial no tiene corazón. El pensamiento del corazón percibe y tantea espacios antes de trabajar con los conceptos. En esto se diferencia del cálculo, que no necesita espacios: «Si este saber “del corazón” es un vislumbrar, nunca debemos tomar este vislumbrar por un pensar que se difumina en la oscuridad. Tiene su propia claridad y resolución, y, sin embargo, sigue siendo fundamentalmente distinto de la seguridad de la mente calculadora»
Siguiendo a Heidegger, la inteligencia artificial sería incapaz de pensar en la medida en que se le cierra esa totalidad en la que el pensamiento tiene su origen. No tiene mundo. La totalidad como horizonte semántico abarca más que los objetivos previstos en la inteligencia artificial. El pensamiento procede de forma muy diferente a la inteligencia artificial. La totalidad constituye el marco inicial a partir del cual se conforman los hechos. El cambio de disposición anímica como cambio de marco es como un cambio de paradigma que da lugar a nuevos hechos. La inteligencia artificial, en cambio, procesa hechos predeterminados que siguen siendo los mismos. No puede darse a sí misma nuevos hechos.
El big data sugiere un conocimiento absoluto. Las cosas revelan sus correlaciones secretas. Todo se vuelve calculable, predecible y controlable. Se anuncia toda una nueva era del saber. En realidad, se trata de una forma de saber bastante primitiva. La data mining o minería de datos descubre las correlaciones. Según la lógica de Hegel, la correlación representa la forma más baja de saber. La correlación entre A y B dice: A ocurre a menudo junto con B. Con la correlación no se sabe por qué sucede esto. Simplemente sucede. La correlación indica probabilidad, no necesidad. Se diferencia de la causalidad, que establece una necesidad: A causa B. La acción recíproca representa el siguiente nivel del saber. Dice: A y B se condicionan mutuamente. Se establece una conexión necesaria entre A y B. Sin embargo, en este nivel de conocimiento aún no se comprende: «Si nos detenemos en la consideración de un determinado contenido meramente desde el punto de vista de la acción recíproca, es en verdad un comportamiento totalmente incomprensible»
Solo el «concepto» capta la conexión entre A y B. Es la C que conecta A y B. Por medio de C, se comprende la relación entre A y B. El concepto vuelve a formar el marco, la totalidad, que reúne a A y B y aclara su relación. A y B solo son los «momentos de un tercero superior». El saber en sentido propio solo es posible en el nivel del concepto: «El concepto es lo inherente a las cosas mismas, lo que nos dice que son lo que son, y, por tanto, comprender un objeto significa ser consciente de su concepto». Solo a partir del concepto omnicomprensivo C puede comprenderse plenamente la relación entre A y B. La realidad misma se transmite al saber cuando es captada por el concepto.
El big data proporciona un conocimiento rudimentario. Se queda en las correlaciones y el reconocimiento de patrones, en los que, sin embargo, nada se comprende. El concepto forma una totalidad que incluye y comprende sus momentos en sí mismo. La totalidad es una forma final. El concepto es una conclusión. «Todo es conclusión» significa «todo es concepto» [60] . La razón también es una conclusión: «Todo lo racional es una conclusión». El big data es aditivo. Lo aditivo no forma una totalidad, un final. Le falta el concepto, es decir, lo que une las partes en un todo. La inteligencia artificial nunca alcanza el nivel conceptual del saber. No comprende los resultados de sus cálculos. El cálculo se diferencia del pensamiento en que no forma conceptos y no avanza de una conclusión a otra.
La inteligencia artificial aprende del pasado. El futuro que calcula no es un futuro en el sentido propio de la palabra. Aquella es ciega para los acontecimientos. Pero el pensamiento tiene un carácter de acontecimiento. Pone algo distinto por completo en el mundo. La inteligencia artificial carece de la negatividad de la ruptura, que hace que lo verdaderamente nuevo irrumpa. Todo sigue igual. «Inteligencia» significa elegir entre (inter-legere). La inteligencia artificial solo elige entre opciones dadas de antemano, últimamente entre el uno y el cero. No sale de lo antes dado hacia lo intransitado.
El pensamiento en sentido enfático engendra un mundo nuevo. Está en camino hacia lo completamente otro, hacia otro lugar: «La palabra del pensamiento es pobre en imágenes y carece de estímulos. […] Sin embargo, el pensamiento cambia el mundo. Lo cambia en la profundidad, cada vez más oscura, del pozo que es un enigma, y que al ser más oscura es la promesa de una mayor claridad». La inteligencia de las máquinas no alcanza esa profundidad del oscuro pozo de un enigma. La información y los datos no tienen profundidad. El pensamiento humano es más que cálculo y resolución de problemas. Despeja e ilumina el mundo. Hace surgir un mundo completamente diferente. La inteligencia de las máquinas entraña ante todo el peligro de que el pensamiento humano se asemeje a ella y se torne él mismo maquinal.
El pensamiento se nutre del eros. En Platón, el logos y el eros entran en íntima relación. El eros es la condición de posibilidad del pensamiento. Heidegger también sigue en esto a Platón. En el camino hacia lo intransitado, el pensamiento se inspira en el eros: «Lo llamo el eros, el más antiguo de los dioses en palabras de Parménides. El batir de las alas de ese dios me conmueve cada vez que doy un paso esencial en el pensamiento y me aventuro en lo intransitado». Eros está ausente en el cálculo. Los datos y la información no seducen.
Según Deleuze, la filosofía comienza con un «faire l’idiot» . No es la inteligencia, sino un idiotismo, lo que caracteriza al pensamiento. Todo filósofo que produce un nuevo idioma, un nuevo pensamiento, un nuevo lenguaje, es un idiota. Se despide de todo lo que ha sido. Habita esa inmanencia virgen, aún no descrita, del pensamiento. Con ese «faire l’idiot», el pensamiento se atreve a saltar a lo totalmente otro, a lo no transitado. La historia de la filosofía es una historia de idiotismos, de saltos idiotas: «El idiota antiguo pretendía alcanzar unas evidencias a las que llegaría por sí mismo: entretanto dudaría de todo […]. El idiota moderno no pretende llegar a ninguna evidencia […], quiere lo absurdo, no es la misma imagen del pensamiento». La inteligencia artificial es incapaz de pensar, porque es incapaz de «faire l’idiot». Es demasiado inteligente para ser un idiota.
BAJAR UN CAMBIO ES UN IMPERATIVO, TANTO PARA RESTAURAR EL EQUILIBRIO DEL PLANETA COMO PARA DOMAR NUESTRAS MENTES HIPERESTIMULADAS. ¿CÓMO HABITAMOS ESOS ESPACIOS DE OCIO? ALGUNAS PISTAS PARA RESIGNIFICAR EL VACÍO.
“La inactividad es una forma de esplendor de la existencia humana”, dice el filósofo Byung-Chul Han en su libro Vida contemplativa, editado en la Argentina este año. “La inactividad tiene su lógica propia, su propio lenguaje, su propia temporalidad, su propia arquitectura, su propio esplendor, incluso su propia magia. No es una forma de debilidad ni una falta, sino una forma de intensidad que, sin embargo, no es percibida ni reconocida en nuestra sociedad de la actividad y el rendimiento.”
Cada vez hay más conciencia sobre la necesidad de ir más lento, tanto para reducir la presión de nuestros hábitos consumistas sobre la capacidad del planeta para regenerarse como para darles un descanso a nuestras mentes exhaustas de hiperestimulación tecnológica. El tiempo libre es el bien más preciado, pero cuando aparece se presenta como un problema a resolver, un espacio sobre el que operan dinámicas productivistas: hay que “llenarlo”, hacer uso de él con algún fin que demuestre provecho.
Byung-Chul Han no fue el único que cuestionó esta lógica en los últimos años. La artista Jenny Odell explora el tema ampliamente en su libro How to Do Nothing, de 2019 (en español se tradujo Cómo no hacer nada, que suena a contradicción pues la traducción literal sería “hacer nada”, bastante más correcto y poético). “El punto de hacer nada no es retornar al trabajo refrescada y lista para ser más productiva, sino cuestionar lo que percibimos actualmente como productivo”, dice.
Y propone algo sencillo para habitar ese lugar aparentemente incómodo, esa resistencia a la improductividad que tan instalada tenemos en la cabeza: prestar atención. Nada menos que al tiempo y al espacio: al sitio geográfico en el que estamos situados, al momento en la historia, a la comunidad de la que somos parte. Para Odell, hacer nada puede ser un lugar de activismo social y ambiental: “Si podemos usar la atención para habitar un nuevo plano de la realidad, es posible que nos encontremos ahí por medio del prestar atención a las mismas cosas y los unos a los otros”.
Hábitos nutritivos
Si la vida productivista y veloz que estamos experimentando hubiera dado como resultado espectaculares cifras de bienestar y felicidad, nadie estaría buscando cambiar el ritmo. Es el creciente descontento el que lleva a cuestionar este estilo, y en las raíces de ese malestar hay pistas para reorientar los hábitos. O para buscar qué hacer con el tiempo que aparece cuando bajamos la velocidad.
El profesor e investigador en ciencias del comportamiento y psicología Stephen S. Ilardi estudia las causas de la depresión y de los cambios de humor desde un enfoque holístico, observando el estilo de vida actual, e identificó seis hábitos a nutrir para mejorar el ánimo. Estos representan buenos destinos para el ocio: hacer ejercicio, exponerse a la luz solar, conectar con otros seres humanos, dormir lo suficiente, cocinar/consumir alimentos que nutran al cerebro (en especial aquellos con omega 3) y salir del rumeo mental para pasar a la acción.
Por otro lado, cada vez hay más evidencia de los efectos negativos que tiene la falta de contacto con la naturaleza y de los beneficios que trae esa conexión. El proyecto Ejercicio Verde de la Universidad de Essex viene estudiando el tema desde 2003, con diversos estudios que demuestran la importancia de moverse en entornos naturales. Por ejemplo, un estudio de 2010 concluyó que solo cinco minutos de ejercicio diario en entornos naturales (caminar, hacer jardinería, andar en bicicleta, etc.) lleva a mejoras en la salud mental y física. En otro estudio de 2020 queda claro que el ejercicio en espacios verdes puede jugar un rol importante en mejorar el bienestar, y es una herramienta que podría aprovecharse más en la salud pública. Allí hay otro destino positivo para el tiempo libre: salir a moverse en el verde.
Como un buen ayuda-memoria para tener presentes estas actividades está el proyecto Plano Humano: un póster sobre los aspectos inmateriales que hacen al bienestar, que busca desvincular la felicidad del consumo y de las posesiones materiales. Creado por BAI Cultura Ambiental e ilustrado por Sebastián Gaguin, sus símbolos, en orden de aparición en el sentido de las agujas del reloj, representan la biofilia (conexión con la naturaleza), el respeto por los tiempos y ciclos del cuerpo, la conexión humana, el estado de flow (perderse en una actividad creativa), el ejercicio, la alimentación saludable y el silencio mental (en la forma de descanso y meditación).
Felices en casa
Aunque la conexión con el mundo exterior es vital, las poblaciones de zonas con climas arduos han sido expertas en crear interiores acogedores para pasar inviernos duros e hicieron de esta práctica todo un arte. En países como Dinamarca y Noruega se usa el término “hygge” para denotar un estado de ánimo acogedor, íntimo, de bienestar y satisfacción en el hogar. En los Estados Unidos se usa el término “nesting” (anidar) en forma similar, como una tendencia que se opone al uso productivo del tiempo en actividades culturales o experiencias fuera de casa: significa quedarse en el hogar haciendo lo que una disfruta en realidad, libre del FOMO que genera el flujo de imágenes en redes sociales.
En estas tendencias también hay pistas para orientar el tiempo libre: las actividades para cultivar estos estados tienen que ver con bajar un cambio. Leer, encender velas, jugar juegos de mesa en familia, cocinar y tejer son algunas de ellas.
Más allá de si es puertas adentro o afuera, la reivindicación del tiempo de ocio como un espacio libre de los mandatos de la sociedad de consumo es clave. Como dice Jenny Odell: “Recuperar nuestra atención tiene un potencial revolucionario. Para la lógica capitalista, que prospera en la miopía y en el descontento, hay algo peligroso en algo tan ordinario como hacer nada: si escapamos literalmente los unos hacia los otros, quizá encontremos que todo lo que siempre quisimos ya estaba acá”.
A través del abuso del Like/Me gusta, hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas. La escuela también ha seguido esta tendencia convirtiendo el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado.
El esplendor de comunicación que se impuso sobre el mundo entero desde mediados del siglo pasado, pronto se vio ensombrecido por un radical escepticismo. Las críticas iban en dos sentidos. La primera objetaba que, si se daba a todo mundo el derecho a hablar, es decir, si en la casa, la escuela y la comunidad se promovía un diálogo de verdad libre e igualitario, todas las autoridades perderían fuerza y como consecuencia sobrevendrían la anarquía y el libertinaje (eso se decía en los sesenta contra el movimiento hippie y las escuelas llamadas “activas”).
Por otra parte, en cuanto a los medios masivos de comunicación, se denunciaba que con ellos ocurría justo lo opuesto: no eran libres ni plurales, no eran partidarios de una expresión igualitaria ni facilitaban el intercambio democrático de las ideas: estaban supeditados a autoridades económicas y políticas, y manipulaban los contenidos conforme al interés de éstas: la comunicación de masas no era verdadera comunicación sino sólo transmisión de mensajes de forma unilateral: las únicas diferencias reales entre, por ejemplo, una televisora y otra, eran las necesarias para la competencia comercial: el espectador lo único que podía hacer era prender el aparato, cambiar de canal y apagar el aparato, pero no tenía ninguna posibilidad de participar en un verdadero diálogo.
Sin embargo, este tipo de manipulación era más profunda de lo que expresaba la mayoría de esas críticas. El problema iba más allá de sólo darle la palabra a algunos y quitársela a otros. Imponer sobre la gente la manera de pensar de los poderosos no era lo peor. Mucho más dañino (y mucho más fácil) era repetir una y otra vez sólo lo que el público quería escuchar: es decir, afirmar y reafirmar sin cesar lo que la gran mayoría de los espectadores (la masa) pensaban de sí mismos, de sus familias, de la sociedad y de la vida en general.
Las cada vez más abundantes celebridades que aparecían en la televisión, la radio o la prensa, dando consejos y emitiendo opiniones, no hablaban de sí mismas, no presentaban su verdadera forma de pensar y vivir; estaban obligadas a repetir los guiones que se les asignaban y tenían rigurosamente estipulado (en general por contrato) lo que podían decir y lo que no. Estas “personalidades” de ninguna manera se abrían al diálogo y a la confrontación con las ideas, sentimientos y valores de sus “admiradores”. Se hacían partidarias de creencias y tradiciones populares que en realidad muchas veces menospreciaban, y anunciaban con entusiasmo productos comerciales que jamás habían consumido ni consumirían.
Los medios de comunicación no mostraban un mundo distinto al que el público ya conocía: no incluían otras historias, otros dramas, otro tipo humor, otros problemas ni otras formas de entretenerse y divertirse: no les interesaba hablar de otra vida posible. En una palabra, desdeñaban todo papel educativo. Parece que es cierta la frase de un magnate de la televisión mexicana que un día exclamó: “Si la gente quiere mierda, mierda le voy a dar” (así, con esas palabras).
Al sumergirse en la red, el usuario sólo se está viendo a sí mismo.
Obviamente, al “darle por su lado” al espectador, creaban en éste la sensación de que lo estaban tomando en cuenta, y aquel devolvía el favor depositando en los medios su confianza. Así, éstos ―alumbrados por su cauda de “estrellas”― se iban convirtieron en verdaderos representantes populares (“el cuarto poder” llegó a llamárseles). El público sentía que se expresaba a través de ellos, que en ellos circulaban sus propias ideas, que en lo que los medios decían él misma aprobaba o desaprobaba las acciones de otros, y al consumir los productos que ahí publicitaban, les mostraba y reafirmaba su lealtad. En fin, cada espectador estaba convencido de que a través de los medios participaba activamente de la vida social.
Pero no era así. Esa falta de honestidad ―ingrediente sin el cual toda comunicación es una falacia― dejaba al espectador solo con sus propias ideas, creyendo que el mundo entero estaba de acuerdo con él y que su vida tenía importancia hasta para los más famosos y “ejemplares”. Pero en realidad, sólo se estaba comunicando consigo mismo; sin darse cuenta se estaba quedando solo, cada vez más.
Dicen que el peor mal es el falso bien. Para los que creemos (junto con la psicoanalista francesa Francoise Doltó) que la comunicación es la principal misión del ser humano en este planeta, pocas cosas resultan más crueles y discriminadoras que el hecho de sistemáticamente hacer creer a alguien que te importa su punto de vista cuando no es así.
Redes ¿sociales?
En el contexto de esta falsa “comunicación” mundial, la internet fue bien recibida, como si sólo ella y su red electrónica faltaran para completar la esperada unidad del mundo. El colmo del engaño (engaño a un ser que, creyendo comunicarse, sólo escucha sus propias ideas) se alcanzó con las redes sociales. En esa herramienta que supuestamente facilitaría el encuentro entre todos los habitantes del planeta, muchos vieron ―y ven aún― el mayor enemigo de lo humano en el nuevo siglo.
No exagero. En el famoso documental El dilema de las redes sociales, un verdadero ejército de excreadores de este tipo de plataformas se lanzan contra ellas para denunciarlas: se trata, revelan, de una red donde cada ser humano recibe un paquete de verdades, estímulos y satisfactores especialmente diseñados para él por un sistema poderosísimo que tiene acceso a toda su información y a información de todo el mundo (obviamente sin qué nada de esto él lo sepa). Esa red sólo le ofrece lo que le es afín, no le da nada que lo contradiga, al menos no que lo contradiga seriamente: nada que le exija cuestionarse y cambiar, nada que le comunique, nada que lo eduque en un sentido profundo.
La escuela también ha seguido esta tendencia, donde todo lo diferente es expulsado.
Al contrario, el sistema está haciendo que su estrecho mundo individual se le aparezca como la realidad entera. El usuario de redes cree que tiene acceso a una oferta universal de asuntos y que puede elegir de entre ellos, cuando en realidad le están restringiendo el menú sin decírselo. Al sumergirse en la red, sólo se está viendo a sí mismo. Y ―como ocurre siempre ante el espejo― al sentirse en esa plena confianza, se desnuda libremente, mostrándose a sí mismo tal cual (con todo lo que siente, piensa, lee, mira, desayuna o desea), cosa que el sistema agradece y utiliza para conocerlo mejor y seguir reciclando frente a él exclusivamente lo que, como decimos, le es afín. Gracias a las redes, está destinado a hablar más y más sólo consigo mismo y a convertirse en un entusiasta interlocutor de su propio eco.
¿Qué tipo de comunidad podemos crear todos esos individuos que vivimos así? Como nos explica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a través del abuso del Like/Me gusta y de las redes, los seres humanos hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas; una pluralidad de individuos aislados donde todos somos “yo” pero no “nosotros”.
¿Y en la escuela?
La escuela también se ha visto amenazada por esta tendencia de las redes sociales a crear parcelas personales de realidad y a convertir el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado. ¿No es cierto que en determinado momento los alumnos de algunas escuelas empezaron a hablar de que los maestros estaban ahí para atender a sus demandas de conocimiento? Ellos ―los estudiantes― podían elegir lo que querían aprender y los maestros debían aportárselos: “Quiero que usted me enseñe esto. Sí, yo voy a decirle lo que va a explicarme”. A partir de entonces, muchos nos seguimos preguntando si la educación escolar podría ser sustituida por una especie de autodidactismo en que cada individuo elija sólo lo que quiera aprender y que pueda hallarlo en los medios electrónicos (en un contexto así, la escuela o bien desaparecería o se convertiría en un simple proveedor de información, organizada en función de lo que cada quien requiera).
Sin embargo, a la luz de las nuevas críticas, también podemos pensar que en un tipo de “escuela” así los alumnos sólo creerían estar construyéndose a sí mismos cuando en realidad simplemente estarían adquiriendo habilidades para ser más y más parecidos a lo que el sistema espera de ellos. Para “autoexplotarse”, como dice Byung-Chul Han.
¿Podremos de verdad prescindir de un tipo ancestral de escuela donde la comunicación es entendida como un “abrirse al otro”; de una comunidad de aprendizaje donde, en el intercambio con otro, uno va más allá de su personalidad, y donde el diálogo es la forma de fortalecer la identidad individual y la unidad social? Seguiré hablando de ello en este artículo sobre la comunicación en el ritual escolar.
La pandemia de COVID-19 ha evidenciado que la escuela es, antes que un lugar de aprendizaje, una comunidad que por el hecho mismo de existir brinda contención y da peso y sentido a la vida, más aún en condiciones de catástrofe.
Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como el filósofo más importante del siglo XX, escribió: “Toda una mitología está contenida en nuestro lenguaje”. Según él, junto con el idioma materno recibimos de formas insospechadas una cultura entera. Así como los genes nos heredan su carga biológica, el lenguaje (cuya estructura es quizás más compleja que la de aquellos) nos transmite toda una forma de ver el mundo.
En este mismo espacio he hablado antes de ciertas características de la comunidad escolar que se expanden entre todos sus miembros de esa manera insospechada, inconsciente, en que lo hace el lenguaje, creando lo que el filósofo surcoreando Byung-Chul Han llama “una comunidad sin comunicación”, es decir, un grupo humano unido sin necesidad de que entre sus miembros se transmita mensaje alguno (el concepto es raro, pero Han lo menciona para contrastarlo con la sociedad actual, que a través de las redes sociales entabla lo que él describe como “una comunicación sin comunidad”).
La pandemia de COVID-19 ha evidenciado que la escuela es, antes que un lugar de aprendizaje, una comunidad que por el hecho mismo de existir brinda contención y da peso y sentido a la vida, más aún en condiciones de catástrofe. Es por eso que he llamado ritual educativo a algo que desde tiempos inmemoriales caracteriza a la escuela, ritual que hoy se lleva a cabo fuera del colegio, es decir, en aulas a distancia, disgregadas o virtuales (véase El ritual educativo en tiempos de pandemia).
Son varios los componentes de ese ritual ancestral; uno es la comprensión de que todo aprendizaje contiene algo de descanso y diversión (la palabra escuela proviene del griego schola, que significa ocio: véase El ritual escolar: el aprendizaje como juego). Otro es la aceptación inmediata de que la escuela no es un juego solitario, de que en él participan muchas otras personas además de mí. Al imaginar a un alumno en un primer día de escuela a muchos nos da por pensar en alguien intimidado que no sabe si podrá adaptarse al medio: una niña o niño retraído que ha abandonado los brazos de su madre y que tiene ganas de volver ahí. En medio de la multitud, quisiera que todo esto fuera un mal sueño.
De alguna manera también sabe que pertenece a este nuevo mundo. Una vez más el origen de las palabras puede ayudarnos a comprender lo que le pasa al pequeño. Pertenecer (del latín pertinere, que significa “ser de algo o alguien”) tiene connotaciones de propiedad, y en efecto, una de las cosas que a casi todos nos atemorizan de manera irracional en el primer día de escuela (haga memoria, si no, el lector) es que esa nueva comunidad tan atractiva como amenazante se apropie de nosotros, nos absorba.
Nos devore. De inmediato me viene a la cabeza el mito del Laberinto de Creta y el grupo de jóvenes que cada determinado tiempo debía ir ahí para servir de alimento al Minotauro, ser con cuerpo humano y cabeza de bestia. ¿No se parece eso mucho a la escuela, no nos sentimos en ella de pronto como si nuestros padres nos hubieran abandonado ahí, como ofrenda para la sociedad inhumana, o mejor dicho, semihumana?
La sociedad es una devoradora de niños (los pasillos de aquel Laberinto de Creta seguro estaban llenos de los huesos de los pobres chavos sacrificados). Nuestro pequeño, que ocupaba un lugar protegido en su hogar, es ahora sometido a este entorno que amenaza con comérselo. Es entonces que una maestra se le acerca para consolarlo, hacerle una pregunta o llevarlo de la mano hasta su grupo, y poco a poco, desde el fondo de sí, surge el gran héroe que derrotó al Minotauro: Teseo.
Teseo era hijo de un rey, y con su valentía y fuerza pudo degollar al monstruo y volver a casa. Lo ayudaron el ingenio de Dédalo (inventor al que se le ocurrió amarrar un cordel a la entrada del laberinto), y sobre todo el amor de Ariadna, preocupada por su vida.
A final de cuentas, la comunidad escolar no nos devora. Por el contrario, con aquel mismo espíritu de pertenencia (o de impertinente pertenencia), se encarga de imponer sobre el niño la mitología apropiada para que subsista. Muchas víctimas y victimarios, heroínas y héroes, se reunirán desde ese primer día de clases enfrentándose entre sí, rindiéndose de amor ante algunos, entablando amistad con otros, convirtiéndose en líderes o seguidores, y recorriendo el laberinto para matar al monstruo. Los caminos son muchos: fuerza, ingenio, seducción… seducción mediante la belleza pero también mediante el poder, el dinero, la inteligencia, el humor, la sumisión, la complicidad, la palabra… Ataque y defensa mediante la subversión, la temeridad, el cinismo, el robo, el comercio, la poesía.
¿Supremacía del más fuerte? No sólo eso. También cooperación, o más bien, casi siempre esa combinación de supremacía y cooperación a la que llega a darse el nombre de…
(Antes de decir el nombre, quiero abrir un paréntesis y explicar que concluiré este artículo particularizando en una de las muchas formas de interacción que se dan en la escuela, una que ha adquirido gran relevancia y que considero debe tratarse con cuidado)
… el nombre de bullying.
Sobre la imagen del bully (que en inglés significa, entre otras cosas, matón o peleonero) hemos dejado caer toda nuestra rabia. Y en buena medida estamos en lo correcto. Algunos glosarios definen al bullying como una conducta que quiere dañar al otro. Y sin embargo (y esto es lo delicado del asunto) creo que estamos obligados a marcar una línea divisoria entre un ritual destructor extraescolar, en el que una persona daña irreversiblemente a otra o parte de otra, y el ritual escolar, que opera movilizando las habilidades de los miembros, incluyendo por supuesto la agresión, la defensa, el ingenio y la autoestima (bully también significa espadachín).
El trabajo educativo sobre este segundo tipo de bullying no está en la igualación de las capacidades de los niños ni en el emparejamiento de sus recursos, sino en permitir que los contrincantes (ambos vulnerables de diferentes formas) se enfrenten y confronten sus diferencias, mientras los maestros permanecen alerta para confirmar que las habilidades sociales de los dos se estén poniendo realmente en juego. Habrá quizás un momento en que deban intervenir para poner a ambos a salvo de un mal manejo de sus recursos, pero también deberán permitir que después vuelvan a reunirse (esto último dentro de ciertos límites, para evitar que ocurra el menor daño irreversible, tanto mental como psicológico).
La escuela es el segundo hogar y la primera sociedad. En la escuela uno aprende a conquistar un terreno propio gracias a innumerables recursos que van desde la imposición de la propia presencia hasta la invisibilidad conseguida, como en los cuentos, por un extraño manto. Si desafortunadamente esa conquista no ocurre (porque el medio se excede o porque nuestras herramientas no son suficientes), nos costará mucho más trabajo participar en los rituales de la segunda sociedad que nos espera afuera. De ahí la vital trascendencia de ese laberinto de ensayo, preparatorio y más o menos teatral, llamado escuela.
Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-mitologia-parte3
Hoy han pasado a segundo plano los distintos modelos educativos para dar paso y protagonismo al único valor que siempre ha estado presente, aunque oculto: el carácter ritual de la comunidad escolar.
Recuerdo que al principio de la pandemia circulaban por el mundo mil ideas sobre las diferentes alternativas escolares que se podían tomar en el nuevo contexto. Unas proponían que los niños abandonaran los estudios y dedicaran su tiempo a aprender sobre las labores del hogar y la convivencia familiar. Los que por un momento coqueteamos con esa idea pronto fuimos rebasados por la iniciativa de las instituciones, que por fortuna reabrieron cursos y convocaron a la comunidad estudiantil a concluir el año escolar.
La sociedad entera se aprestó a continuar con la enseñanza regular. Sorteando la tentación de subvertirlo todo para mimetizarse con el caos de la pandemia, las instituciones educativas se aferraron a lo que venían haciendo, sobreponiéndose primero al imperativo de la sana distancia y después a la falta de herramientas técnicas y a las fallas continuas de aquellas con las que si contaban. Por televisión, radio, Zoom, Email y todo tipo de mensajería virtual, e incluso llevando personalmente a casa de los alumnos los materiales necesarios para continuar los cursos, millones de educadores sostuvieron sobre sus hombros la institución escolar, inspirados creo yo, en la intuición de cierto valor profundo al que podían y debían asirse en la crisis.
A mí me llevó tiempo identificar y dar nombre a ese valor profundo que flotaba en el ambiente; hoy creo poder referirme a él como “esencia ritual de la educación”, esencia que se remonta a la aparición misma de lo humano y que sigue presente hoy, debajo de la alta pila de “innovaciones” que la han venido cubriendo a lo largo de la historia. Como la princesa del cuento, que percibe el guisante debajo de decenas de colchones, los educadores del 2020 fueron capaces de distinguir ese elemento esencial para, como he dicho, asirse a él y sobreponerse al sismo mundial.
Fueron ciertos fragmentos del libro “La desaparición de los rituales”, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, lo que me permitió identificar la poderosa fuerza educativa que hay en el mero hecho de que como comunidad hayamos conseguido preservar eso que llamamos “la escuela”. Hoy han pasado a segundo plano los distintos modelos educativos de cada institución y se ha evidenciado el protagonismo del único valor que siempre ha estado presente, aunque oculto: el carácter ritual de la comunidad escolar.
Son los rituales, nos dice Han, los que configuran las transiciones de las fases de la vida, abriendo umbrales mágicos que nos llevan a lugares desconocidos (de la infancia a la juventud, de la juventud a la madurez, y así…). De igual forma, me parece, el ritual escolar permite a los estudiantes y en buena medida a sus familias, ordenar lo que ocurre en el día a día y crear una narrativa de la vida diaria, sin la cual los días se volverían iguales y el tiempo pasaría sin que lo advirtiéramos. Por fortuna para nosotros, están ahí los horarios de clases, las diferentes materias, los recreos, las ceremonias, la celebración de las fiestas, los fines de semana, las vacaciones, las temporadas de exámenes y la tensión por aprobarlos, pasar de año y transitar a la siguiente etapa. “Magia de los umbrales” por la cual los seres humanos ―mágicamente, en efecto― nos vamos haciendo distintos: acaba el ciclo escolar y de un día a otro los niños ya son mayores; algunos se vuelven adolescentes; otros se ponen serios pues saben que han empezado a prepararse para la edad adulta, y unos más ingresan en ella por la puerta académica hacia una profesión. Mientras tanto, los docentes, como un ejército de virgilios, los van acompañando y soltando a la salida de las diferentes puertas llegado el momento.
Más allá de aspectos comerciales o de simple inercia, es el carácter ritual ―a mi parecer― lo que ha permitido que la institución escolar perdure bajo la tormenta. Por sobre las estrategias específicas que ha implementado cada institución, se impone el recuerdo de aquellas legendarias escenas en que uno de los sabios de la tribu reúne a los niños y jóvenes alrededor de una hoguera para contarles la historia de las pasadas generaciones, contagiándolos (o más bien, inmunizándolos) con la narración de las vicisitudes y hazañas que han permitido a su comunidad sobrevivir a los siglos. Nuestro ritual es así: está sustentado en cosas sencillas y profundas: asistir a clases, sentarse cerca de otros compañeros, calentarse con la llama del objetivo común (aunque esté apenas tibia en horas muy mañaneras), y mantenerse alerta y “presente” para escuchar y preguntar al maestro.
Hoy, la comunidad mundial erosionada por el miedo tiene la oportunidad de reparar sus contornos con el simple acto de repetir algo que el ser humano fraguó desde sus orígenes. Alrededor de esa especie de hoguera que es “la escuela” (virtual, desarticulada, como sea) se vuelven a reunir día a día los niños y jóvenes estudiantes, para preservar, aún en condiciones tan difíciles, uno de los ejes de nuestro mundo (lo mismo que una tribu que conserva su fuego ritual en situación de absoluta pobreza, con escasas ramas, bajo el frío y el viento).
Los rituales ―nos recuerda Byung-Chul Han― nos permiten percibir lo duradero y liberarnos de la contingencia. Curiosamente, esta palabra que él utiliza en sentido filosófico (lo contingente es lo accidental, lo accesorio), nosotros la aplicamos como sinónimo de la pandemia. Y es cierto: con toda su tragedia, está no deja de ser algo pasajero frente a lo esencial y permanente que los rituales nos permiten preservar. Entre ellos ocupa un lugar preeminente el ritual escolar.
Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-pandemia
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