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España: Estudiantes «de segunda» con un cerebro de primera

España/ 29/04/2016/ Fuente: ABC

Los alumnos con altas capacidades reclaman una mayor atención por parte de las autoridades, a las que acusan de no atender sus necesidades según marca la ley.«Nuestros hijos están siendo tratados como ciudadanos de segunda», clama Dolors Rius, representante de la Plataforma de apoyo a las altas capacidades intelectuales, una característica que se atribuye a los alumnos que pueden asimilar más conceptos que compañeros de su misma edad, de una forma diferente y con mayor profundidad.

La queja de esta madre se debe a que, según su criterio, el sistema educativo español no cumple con la legislación cuando se trata de alumnos como sus hijos. «Hay la misma cantidad de chicos con altas capacidades que todo lo contrario, por lo que si a ellos se les atiende también nos tendrán que atender a nosotros. Nos llaman elitistas y segregacionistas, pero la ley nos ampara», insiste.

Según establece la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), «las Administraciones educativas dispondrán los medios necesarios para que todo el alumnado alcance el máximo desarrollo personal, intelectual, social y emocional» algo que, según lo que expone Rius, no se cumple casi nunca en los casos de altas capacidades: «Aunque hay excepciones realmente destacables, en el 95% de los casos ni son atendidos ni hay ningún interés por atenderlos». Erena Roldán, la presidenta del Defensor del Estudiante, especifica que la respuesta por parte del Gobierno central «con independencia del partido político» ha sido adecuada, aunque critica que algunas regiones aborden peor que otras la situación.

«Estas personas piensan, comprenden y conocen de manera diferente»

Según los datos del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, durante el curso 2013-2014 había en el sistema 15.876 alumnos -por 165.101 con necesidades educativas especiales- con altas capacidades intelectuales que, por definición, pueden destacar mucho en una u otra aptitud, pero que no necesariamente han de ser igual de buenos en las demás. «No se trata de cerebros más grandes, sino de cerebros más eficaces», explica Sylvia Sastre, catedrática de Psicología Evolutiva y de la Educación en la Universidad de La Rioja y una de las mayores expertas de España en la materia.

José de Mirándes, secretario general del Consejo Superior de Expertos en Altas Capacidades, se sirve precisamente de una frase de la propia Sastre para terminar de señalar las diferencias entre los alumnos con altas capacidades y sus compañeros: «Estas personas piensan, comprenden y conocen de manera diferente cuantitativa pero, sobre todo, cualitativamente».

Apoyo necesario

Precisamente porque pueden ser más eficaces, ver el mundo de forma diferente, exhibir mayor creatividad o ser capaces de ir un paso más allá que el resto, los alumnos con altas capacidades necesitan apoyo educativo, bien para poder desarrollar todas sus características al máximo o bien para, simplemente y por raro que pudiera parecer, no fracasar en los estudios. «Igual que la escuela se ajusta para dar respuesta a los aprendices que necesitan apoyo, debiera dar respuesta a estos alumnos que van más allá del ritmo de sus compañeros», estima Sastre.

Dicha respuesta se debería producir, de forma óptima, en la escuela, como indica la catedrática, aunque también existan alternativas extracurriculares que puedan ser complementarias. «La normativa estatal lleva diciendo durante los últimos 25 años lo mismo, que la Administración educativa tiene que identificar tempranamente y atender a los alumnos de alta capacidad», comenta José Carlos Gibaja, subdirector general de Centros de Educación Infantil, Primaria y Especial de la Comunidad de Madrid, quien es consciente de que cada autonomía, después, puede tomar las medidas que considere oportunas para cumplir con la LOMCE.

Las altas capacidades reclaman sus derechos en las aulas
Las altas capacidades reclaman sus derechos en las aulas– ISABEL B. PERMUY

En Madrid, Gibaja asegura que se apuesta «por un modelo inclusivo», que hace referencia a que los alumnos con altas capacidades reciban ese apoyo adicional en el aula sin necesidad de buscarlo fuera de ella o en centros privados, lo que supondría un coste adicional para la familia.

Autonomía y proyectos

José de Toledo es uno de los dos profesores del Instituto José Luis Sampedro (en Tres Cantos, Madrid) que se encargan de educar a los jóvenes con altas capacidades. «Hay 12 y eso te permite trabajar con ellos en grupo», resalta el docente, quien admite los dos objetivos que persiguen: «Buscamos la autonomía de los alumnos y la integración de conocimientos».

«Intentamos que lleguen a la misma información por medio de la investiación»

Para ello y durante una hora a la semana, De Toledo y su compañero reúnen a estos 12 jóvenes para que aprendan de un modo más acorde a sus capacidades que con el rígido modelo educativo convencional de pizarra, cuadernillo de actividades y repetición. «Trabajamos temas de ampliación de Biología que están fuera del temario, en colaboración con el departamento de Orientación, con un taller de debate», suscribe el profesor, quien argumenta que otra buena forma para trabajar con estos alumnos es mediante «proyectos».

«Con el aprendizaje por proyectos se les ofrecen los mismos conocimientos que tienen que trabajar en la materia normal, pero intentando que ellos lleguen a la información que quieres transmitirles por medio de la investigación», expresa el docente.

Más flexibilidad

De Toledo sólo es un ejemplo de estos profesores que tanto agradecen dichos alumnos y sus padres, que ven cómo en realidad, y a veces, sus hijos gozan de los mismos derechos que los demás.

Aún así, Rius critica que el sistema sigue siendo demasiado rígido. «Nuestra propuesta es, en primer lugar, que se cambie el chip y se atienda a cada cual como necesita», propone esta madre, que se ha topado con algunos profesores incapaces de atender a sus hijos. Para evitar casos similares, Sastre dirige un máster en la Universidad de La Rioja para formar a este tipo de docentes que, según su criterio, «necesitan una formación específica, flexibilidad de actuación —para adecuar las competencias educativas a cada alumnos—, pero ningún otro requisito especial más».

«El avance social se ha producido gracias a mentes privilegiadas que han ido más allá»

Si con el paso de los años la tendencia se invierte y la atención a los alumnos con altas capacidades pasa a ser de una loable excepción a una norma —como por otro lado exige la ley—, la sociedad caminará hacia adelante y no dejará escapar a sus mejores cerebros. «Mi hijo tenía claro desde los 6 años que se quería ir y ahora, con 17, estamos haciendo lostrámites de admisión para Harvard», confiesa Rius. Por su parte, Sastre recuerda que tradicionalmente «el avance social se ha producido gracias a mentes privilegiadas que han ido más allá». Así que a tenor de todo esto, y a que en España haya despertado tarde el interés por las altas capacidades intelectuales, quizá ahora pueda ser el momento de evitar que los cerebros de primera, o los que ven las cosas de forma diferente al resto, tengan que emigrar, fracasar o simplemente acomodarse y dar menos de lo que pueden aportar.

Fuente: http://www.abc.es/sociedad/abci-educacion-estudiantes-segunda-cerebro-primera-201604291322_noticia.html

Imagen: http://www.abc.es/media/sociedad/2016/05/02/alumnos-altas-capacidades-desmotivacion–620×349.jpg

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Reino Unido: Dolores de Cabeza

Violeta Serrano/ 17/04/2016/página 12

A punto de jubilarse, Henry Marsh, uno de los neurocirujanos más importantes de Gran Bretaña y de toda Europa, decidió retomar su vieja práctica de escribir –había llevado un diario desde los doce años– para recordar las numerosas operaciones de cerebro en las que debió intervenir. El resultado, lejos de la autocelebración, es el descarnado retrato de una especialidad científica en la que todo se juega entre el rigor, el cálculo y lo inesperado. Ante todo no hagas daño se convirtió en un éxito mundial que conmueve por la humildad de su testimonio, casi al borde de una confesión acerca de la complejidad y las dificultades de ejercer la medicina.

Va a correr cada mañana. Se levanta y sale ataviado con ropa deportiva de su casa de dos plantas del barrio de Wimbledon en la que vive desde hace años, cuando se separó de su primera esposa tras un matrimonio que no superó la intensidad de los inicios de su profesión. En el lugar hay, entre otras cosas, paredes forradas de libros y dos colmenas, así como un hermoso jardín en la parte de atrás que se conjuga con un taller de bricolage. Cuando regresa del trabajo, por lo general, se toma un gin-tonic desde un rincón cuya ventana da directamente al suroeste de Londres que suele contemplar bajo la lluvia infinita que caracteriza a la ciudad y que, sin embargo, no le ha impedido moverse en bicicleta casi todos los días de su vida. Lo del running y la bici es, más que nada, porque parece ser que la actividad física reduce las probabilidades de padecer enfermedades como, por ejemplo, el Alzheimer. Lo hace aún sabiendo perfectamente que practicar deporte no le asegura librarse de esa posible situación futura. Ni de tantas otras. Al fin y al cabo es la esperanza lo que hace que la vida se desarrolle aunque, a la vez, es la culpable de que, en muchas ocasiones, nos convirtamos en personas necias, según afirma. Lo ideal es que alguien como él viva en un permanente punto medio virtuoso aunque eso, quizás, sea demasiado pedir para un simple ser humano. En su trabajo, la tensión constante entre distintas variables que, en la mayoría de los casos dependen del más puro azar, es una realidad que va lacerando su camino diario y haciendo más profundas las arrugas de su rostro. Debe tomar decisiones de las que dependen la vida o la muerte de terceros, o, peor, valorar siempre la posibilidad de que sus manos serán las responsables de que esos pacientes salgan del quirófano mejorando su calidad de vida o, por el contrario, convertidos en auténticos vegetales que no tendrán siquiera la posibilidad de matarse sin ayuda externa. Ese dato es más importante de lo que pudiera parecer: en Inglaterra la eutanasia está, aún hoy, prohibida por ley. Así que él, apenas un hombre cualquiera, no se debe dejar dominar por la esperanza en la misma medida que no debe hacerlo por la fatalidad. Lo más difícil de su tarea no es operar con gran pericia técnica (que también debe suceder) sino conocer el momento exacto en el que debe actuar o, por el contrario, dejar a la naturaleza seguir su curso. “Se tardan al menos tres años en saber cuándo hay que operar y treinta en saber cuándo no hay que hacerlo”, apunta.

Por la gloria

Este simple mortal llamado Henry Marsh es uno de los neurocirujanos más prestigiosos de Gran Bretaña y, ahora, también, va camino de ser uno de los más importantes escritores de no ficción en lengua inglesa. Y lo es, por cierto, por una razón más bien ligera: tras cursar estudios en Ciencias Políticas, Filosofía y Economía en la Universidad de Oxford, su ciudad natal, sufrió un fuerte desengaño amoroso. Para salir del calvario sentimental en el que se encontraba quiso autoflagelarse, ya que no tenía necesidad alguna de hacerlo pues era hijo de un prestigioso abogado de derecho internacional, y se fue a trabajar como camillero en un lúgubre hospital de la cuenca minera de Northumberland, cerca de Escocia. Su labor consistía en llevar enfermos desde la ambulancia a las salas del hospital, o desde las salas al quirófano o, en el peor de los casos, directamente de ahí a la morgue, si la cosa no iba bien. Fue entonces cuando tomó la decisión de volver a las aulas, pero con un rumbo muy diferente del que había elegido en su adolescencia. Para su propia sorpresa, se inscribió como estudiante de Medicina en el Royal Free Hospital de Londres, institución en la que no era requisito indispensable tener una procedencia de estudios científicos. Henry Marsh tenía entonces 30 años y aún no sabía que iba a decantarse por la especialidad de neurocirugía cuando, en medio de una operación de aneurisma de la que fue testigo, tuvo una epifanía que se lo aclaró. “Era vanidoso, ambicioso y buscaba la gloria”. Eso responde con sorna hoy, a sus 66 años, cuando se le pregunta por qué esa elección. Ciertamente, hay que poseer altas dosis de esas características para tener como objetivo ser algo parecido a Dios. Y humildad. Toneladas de humildad. Ambos rasgos están sembrados en las páginas de Ante todo no hagas daño, un libro que ya es un éxito de ventas en todo el mundo y que nace de una costumbre que nunca dejó de lado. Henry Marsh escribió ininterrumpidamente sus diarios desde los doce años. Ahora, casado con la antropóloga social y también escritora Kate Fox, esa historia de vida que permanecía camuflada ha salido a la luz. Fue ella la que le advirtió que debía convertir aquellos materiales en una obra de arte. Y así lo hizo. Su texto, articulado en la descripción de 25 casos clínicos y flanqueado por un corto y contundente prólogo así como una breve carta de agradecimientos final, constituye una guía para comprender cómo funcionan las tensiones paradójicas que conviven en las personas a las que nos encomendamos cuando la muerte acecha y no nos queda más remedio que ponernos en sus manos.

Memorias de un bisturí

Con una atención milimétrica, Henry Marsh manipula el cerebro de sus pacientes. Físicamente. Sus finos dedos tocan la zona en la que sucede el misterio del habla, de la risa, de la emoción, del pensamiento. Un neurocirujano no teoriza: actúa. Fue el primero en Inglaterra que utilizó la anestesia local para operar un glioma, es decir, un tipo de tumor cerebral. Fue en 1989 cuando, mientras penetraba en ese misterioso espacio lleno de ramificaciones nerviosas, podía, al mismo tiempo, charlar con su paciente para corroborar, en tiempo real, que no le estaba tocando algo que hiciese que, por ejemplo, no pudiese volver a emitir palabra. Esta práctica puede llevarse a cabo por la peculiar razón de que el cerebro no posee receptores que interpreten su propio dolor. Así todo, Henry Marsh se mete en el barro cada vez que abre un cráneo para someterlo a cirugía. Y eso, entre otras cosas, es lo que relata con una lenguaje libre de descripciones superfluas o demasiado encriptadas para un profano en la materia. Sin caer en el golpe bajo ni en el morbo, las cuestiones físicas se alternan con las puramente humanas dejando claro que lo difícil no es detener una hemorragia descontrolada en la que el cirujano debe navegar desesperado y ciego como un barco en medio de una tormenta sin faro a la vista. Lo realmente complejo es tomar la decisión de si operar o no o de, si ya se está en ello, saber cuándo es el momento de parar antes de producir lesiones. No hay guía para tener éxito: la práctica y los errores cometidos son el salvavidas más cercano, aunque ni siquiera otorgan una seguridad absoluta porque ésta, lamentablemente, no existe.

La sombra de Oliver Sacks se cierne sobre cualquier médico que ose incursionar en el mundo de las letras. Pero Marsh no sigue su estela. Es inteligente y, en vez de eso, busca otras sendas que nada tengan que ver con el estilo del fallecido autor. La fuerza de Marsh es física. Con el respeto que se deben los colegas de profesión, él sostiene que los neurólogos que se ponen a escribir tienden a elegir casos que acumulan como si coleccionasen mariposas de ejemplares raros. Uno de los grandes amigos de Marsh, que aparece varias veces en este libro y que, de hecho, ya había formado parte del documental ganador de un Emmy, The English Surgeon (2007), el ucraniano Igor Kurilets, le dijo una vez: “Nosotros somos como los sangrientos cosacos”. Aquella comparación la hizo al regalarle una versión pictórica de Los cosacos zapórogos. Hoy, esa obra, corona la sala del hospital público y centro universitario St. Georges de Londres, donde Marsh operó a la inmensa mayoría de los 15.000 cerebros que han pasado por sus manos y lugar que, aún hoy, visita asiduamente para sugerir y seguir formando a cientos de médicos internos.

Retirarse no es algo que le haga demasiada gracia. Lógico, tras años de una intensidad tan brutal debe ser complejo enfrentarse a la templanza de la jubilación. Quizás por eso Henry Marsh, lejos de dedicarse únicamente a la apicultura que le fascina como hobby, continúa su labor médica en países como Ucrania, Albania o Nepal. No es casual tampoco que sea justo ahora cuando se atreva a incursionar en el mundo de la literatura con un éxito apabullante. Agotada su primera edición en España en unas semanas, Ante todo no hagas daño ya ha sido reconocido como mejor libro del año por Financial Times y The Economist, tras encabezar las listas de ventas de best sellers en EE.UU. y Reino Unido.

Ante todo no hagas daño. Henry Marsh Salamandra 346 páginas

Si uno visita el hospital donde trabajó toda su vida y que sirve de escenario principal a su libro, puede comprobar que existe un patiecito cuya creación es también culpa de Marsh. Asqueado y enfrentado durante la mayor parte de su vida con la burocracia imperante en el Sistema Nacional de Salud, fue y es un férreo defensor de la humanización de los hospitales. Las arduas críticas a la gestión pública de estos centros están presentes, sobre todo, en la segunda mitad de la obra. El trato clientelar que se está instalando en los últimos tiempos supone una situación desquiciante para los profesionales de la salud: totalmente ajenos a la cotidianeidad práctica de los centros hospitalarios, las nuevas gestiones modernas ignoran cuestiones que parecen de sentido común tal y como Marsh las presenta en este texto. El humor que mitiga las más dramáticas situaciones hace que Ante todo no hagas daño sea una joya que, a la vez, presenta una peligrosidad encubierta. La pericia de Marsh con la expresión escrita hace que lo que desea transmitir sea tan eficaz como inquietante: da miedo ser consciente a través de su demoledora honestidad de que la medicina sabe más bien poco sobre cómo solucionar nuestras dolencias. Para sorpresa de muchos de sus colegas, que no suelen airear en público estas desgracias, el autor enumera sus garrafales errores y vuelve sobre ellos tal y como en su vida real esos fracasos le persiguen toda vez que vuelve a enfrentarse a situaciones similares. Al fin y al cabo, como dijo el médico francés Leriche, todo cirujano lleva un cementerio dentro en el que cada error es una lápida.

Fuente de la noticia: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5832-2016-04-17.html

Imagen: http://ichef-1.bbci.co.uk/news/ws/304/amz/worldservice/live/assets/images/2015/05/01/150501180553_marsh_304x171_bbc.jpg

Socializado por:

Dulmar Pérez. Candidata al Doctorado Pedagogía, Magister en Docencia Universitaria, Especialista en Docencia para la Educación Inicial. Ha publicado artículos internacionales y nacionales PEII-A Investigadora adscrita al CIM. Coordinadora CNIE en Barinas.

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