Quiero empezar este ensayo expresando una vez más mi admiración a todos los miembros de la comunidad escolar pues gracias en buena parte a ellos, y a que han perseverado en mantener la escuela a toda costa durante la pandemia de COVID-19, se ha podido conservar la cohesión social durante el último año, a lo largo del planeta.
En cada época, la sociedad pide a la educación escolar que enseñe a sus miembros las habilidades técnicas necesarias del momento. Más allá de éstas, la escuela transmite también un espíritu de pertenencia y una fuerza de cohesión que es ancestral y que se realiza a través de lo que he llamado (en varios ensayos, en este mismo espacio) el ritual escolar.
Este ritual va más allá de toda intención consciente y empieza a cumplirse por el simple hecho de que un centro escolar convoque a la comunidad a sus aulas. No importa que esa comunidad sea un pequeño poblado o el mundo entero (la educación en línea ha favorecido esto último como nunca); ni importa si los miembros se reúnen de manera presencial y cotidiana o de vez en cuando y a distancia (El ritual educativo durante la pandemia). Sólo importa, en principio, esa convocatoria, es decir, la apertura de un espacio en donde la gente puede reunirse a…
¿A qué se reúne la gente en este lugar, a qué convoca exactamente la escuela? Esa es la pregunta crucial, y en la que estoy tratando de indagar en esta serie de breves ensayos.
Verdad
Encuentro que el ritual escolar tiene varios componentes: para empezar ― y esto surge de la etimología de la palabra escuela, que significa ocio―, nos presenta a la escuela como lugar de descanso y juego (El ritual escolar: el aprendizaje como juego). También nos permite desplegar intenciones conscientes e inconscientes ―de atracción, rechazo, cooperación y competencia, entre otras― hacia todas y todos los miembros que participan en él; es decir, nos permite ejercer y moldear esa mitología que según el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein está contenida en el lenguaje (El ritual escolar: mitología).
Sin embargo, el principal componente, el que todos de inmediato identificamos, es la necesidad de aprender, a la que simplificando un poco llamamos curiosidad o dramatizando denominamos ansia de conocimiento.
Todo empieza, como he dicho, con la convocatoria, y se activa aún más el primer día de clases cuando atravesamos el portón escolar y súbitamente ya estamos en completa relación unos con otros, aplicando la variada y oculta mitología que contiene nuestro lenguaje/pensamiento. Por todas partes brincan, corren, vuelan esa infinidad de niños y adultos, haciendo todo tipo de cosas, agitados, dispersos, dejando más claro que nunca que cada cabeza es un mundo. Oigamos el Génesis bíblico: “En el principio era el patio de escuela”. ¿No dice así? ¿No es ésta la mejor imagen del caos primigenio? Nada ahí tiene inicio, medio o fin, ni existe indicio de objetivo o función.
Y sin embargo Dios dijo: “¡Que suene el timbre escolar!”
Pocas veces tenemos la oportunidad de testificar el paso del desorden al orden como en ese patio. Cuando el timbre suena, al instante la comunidad se deja ver. Creo ―bromas aparte― que de alguna forma la esencia del ritual escolar está representada en ese timbre: la escuela es ante todo un llamado, un llamado a conocer la verdad.
No hay escuela sin verdad, sin llamado a la verdad. Más que en ninguna otra parte, en la escuela se dan esos momentos en que la certidumbre nos envuelve, tranquilizadora y deslumbrante. Aprendemos a hacer con un lápiz un garabato al que damos significado, y constatamos que los demás lo entienden. Lo mismo pasa si sumamos dos más dos o si aprendemos una nueva palabra: el resultado es algo que los demás comparten. Ya no sólo existen las suposiciones y la imaginación: ahí está la verdad, lo comprobamos. Como dice la española María Zambrano acerca de lo que ocurrió en la conciencia humana cuando llegó la filosofía de Platón: “Por primera vez se pensó claramente sobre lo que tan oscuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas”.
Ansia
Pero ¿de dónde procede la necesidad de aprender? ¿Por qué valoramos tanto esa verdad?
La realidad en que vivimos es misteriosa. Su misterio, sin embargo, no es comparable con un espacio oscuro al que sentimos que podemos ir despejando. Hay algo más, una contradicción profunda, una suerte de duda acerca de si lo que vemos a nuestro alrededor existe realmente, e incluso de si nosotros mismos estamos aquí. Me explico.
Una de las primeras preguntas que recuerdo haberme hecho al inicio de la pubertad ―apenas puse un pie fuera del mundo infantil― fue: “Si el universo físico en el que vivo tiene un final, ¿qué hay más allá de él?” La respuesta me llevaba a imaginar la Nada, lo cual era imposible, y sin embargo al intentar entonces imaginar un universo que no acabara nunca, mi fantasía se detenía bruscamente sin poder alejarse más allá de cierto punto. También un universo infinito era inimaginable.
Intenté una y otra vez resolver el enigma, pero yo mismo caía siempre en contradicción: a la vez que sabía que no había solución para ello no perdía la esperanza de encontrar algún día la respuesta. Sólo en tiempos recientes vine a enterarme de que este y otros problemas semejantes sobre el universo (Kant les llama antinomias) son importantes cuestiones filosóficas que, estando en el meollo del entendimiento humano, no tienen solución; o más bien, tienen dos soluciones contradictorias, es decir permiten dos “verdades” opuestas y nos dejan en el huracán de la incertidumbre.
Las antinomias y la angustia que generan han estado presentes a todo lo largo de la historia humana. Por fortuna el lenguaje, la mitología y los rituales cohesionadores integran alrededor nuestro un mundo habitable, dotado de eso que llamamos verdad. Por él solemos pasearnos como por un paraíso en el que lo finito y lo infinito conviven y lo unido y lo separado son lo mismo. Sin embargo, y sin que sepamos bien por qué, eternamente vuelve a nosotros una sensación de pérdida, de incompletud. Los mitos, los rituales y todas nuestras formas de estar en ese mundo ideal no parecen ser suficiente.
Experimentación
Cada etapa histórica tiene su verdad y sus espacios “escolares” para hacerla común a todos: la edad mítica y sus narraciones alrededor del fuego; la razón platónica y la academia; la fe tomista y la universidad, todas son formas en que la escuela va cambiando, sin perder nunca el vínculo con aquella contradicción primigenia, con el consuelo que otorga la verdad y con los rituales de enseñanza originarios.
La historia de la escuela moderna empieza una mañana de 1581 en la catedral de Pisa, cuando el joven Galileo Galilei tuvo una especie de revelación, una epifanía que cambiaría la forma de pensar y de ver el mundo. No fue Dios quien le causó ese arrobo sino la presencia de otro Altísimo, uno bien material y sujeto a leyes naturales: me refiero (y perdóneseme la broma) al “altísimo candelabro” que colgaba de la cúpula y que un sacristán había hecho mecerse pendularmente.
En el vaivén, Galilei creyó observar que, aunque el objeto recorría una distancia cada vez más corta pues se iba deteniendo, tardaba exactamente el mismo tiempo en cada vuelta. ¡Era absurdo! Sin embargo, en vez de exclamar “¡milagro!” o salir corriendo, el muchacho llevó a cabo ahí mismo algo inusual para la época: se puso a hacer experimentos. Usando su propio pulso para medir el tiempo, descubrió que lo observado era cierto.
El método experimental galileano tuvo, como es obvio, muchos rivales (entre otros la Inquisición), y la escuela de todo ese periodo sufrió una crisis de incertidumbre. Finalmente, cuando la ciencia adquirió carta de legitimidad con las ideas publicadas en 1781 por el filósofo Immanuelle Kant, las cosas empezaron a estabilizarse (divierte ver que fueron exactamente doscientos años después).
Además de ser un viejito puntual, a cuyo paso la gente ponía su reloj, Kant encontró una nueva verdad que permeó pronto a todo occidente. Demostró que los seres humanos tenemos la capacidad de reunir ―con y en nuestra razón― todos los hechos del universo. El éxito que tuvo esta idea hizo fraguar, por fin, el racionalismo de la edad moderna, con lo cual el conocimiento científico ocupó cada vez más el lugar de la verdad en el ritual escolar. Ahora los estudiantes acudirían no sólo a las aulas sino también a laboratorios y explorarían la naturaleza como única realidad. Poco a poco entenderían también que el único conocimiento es el que obtenemos al relacionar entre sí los conceptos de la realidad y ―lo que nos interesa más en este momento― experimentarían cómo con esa nueva forma de pensar, las antinomias perdían toda validez y la angustia desaparecía mágicamente. Kant lo había explicado: las antinomias son conceptos sobre un Todo (todo el universo) y dado que sólo existe un Todo, no encontraremos nunca nada fuera de él con lo cual relacionarlo.
Bastaba con esto para ver en todo lo existente una unidad con sentido. Gracias a la ciencia, la sensación de incompletud ―que procedía de un pasado oscuro― giraría su flecha para dirigirse a un luminoso futuro, convirtiéndose en un progreso constante. Las verdades irían llegando gracias a un trabajo paulatino de descubrimientos demostrados y los seres humanos iríamos avanzando de generación en generación hacia ese reino de realidades evidentes. Había llegado el momento de ―como dice la ya mencionada María Zambrano― “obligar a la vida, a la vida toda, a (seguir) el destino del conocimiento”.
En la escuela, los niños sólo debían confiar en verdades que podían observarse y comprobarse, pues sólo ese método garantizaba nuestra tranquilidad. Pocos han expresado con tanta claridad la nueva fe como lo hizo David Hilbert cuando George Cantor publicó la Teoría de Conjuntos que da base a la matemática moderna: “Ahora nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha abierto”.
Una verdad más profunda