Por: Ignacio Mantilla
Al llegar la época navideña revive la fuerza de las tradiciones, con todo lo que ello implica, y al mismo tiempo disminuye la fuerza de voluntad para evitar ciertos alimentos —que dizque nos hacen daño o engordan— y renace el deseo de probar todos los manjares hogareños propios de la celebración de la época.
Y cuando estamos en el exterior, obligados a pasar fuera de casa las fiestas de fin de año, estos deseos y añoranzas son aún mayores. Conscientes de esta debilidad, ingeniosos colombianos han logrado, desde hace algunos años, enlatar el tamal, uno de los platos de mayor consumo en esta época.
Un amigo, desde Alemania, me dijo el año pasado que me agradecía el envío del tamal en lata, pero que aun cuando encontró un pedazo de hoja de plátano en el interior, para darle el sabor, ese tamal enlatado, servido empeloto al lado del tradicional stollen alemán, le había arrancado más lágrimas que sonrisas al evocar los verdaderos tamales santandereanos que se comían en su casa.
El tamal se consume en Colombia y en países de América Latina como México, Chile, Cuba, Venezuela, Ecuador y Puerto Rico, entre otros, con variaciones tanto en la forma y el tamaño como en el relleno, pero con dos elementos comunes: la envoltura en hojas de plantas y la masa de maíz. En Colombia hay una gran variedad de tamales desde la región Caribe hasta Nariño, pero también de otros deliciosos manjares que guardan algún parecido, como los indios y los envueltos, los primeros dentro de hojas de repollo y los segundos en los ameros o cáscaras de la mazorca. Y seguramente pocos de los lectores han comido los envueltos de mazorca “de sal”, rellenos de un guiso de carne de cerdo, arroz y huevo, que se preparan únicamente en Santander.
Otro curioso y práctico envuelto lo conocí hace unos años, cuando fui con un grupo de estudiantes de la sede Medellín de la Universidad Nacional a una salida de campo al centro agropecuario Cotové, en Santa Fe de Antioquia. Antes de salir de Medellín, el decano de Ciencias Agrarias nos entregó a cada uno lo que en la región llaman el fiambre: se trata de una hoja de plátano que envuelve el almuerzo del día: arroz, fríjoles, plátano y carne. ¡Qué fantástica y genial idea! Este “atadito” adquiere un sabor muy particular que le da la envoltura en la hoja de plátano (sabor a salida de campo paisa).
Pero, volviendo a los tamales, quiero compartir la información que hace algunos años recibí del profesor Santiago Díaz Piedrahíta, un botánico muy culto que fue decano de Ciencias en la Universidad Nacional y presidente de la Academia Colombiana de Historia. El profesor Díaz era un gran conversador y creo que su enorme modestia nos privó de un mayor legado. Un buen día, en su oficina, tomándonos un tinto, el profesor Díaz despertó mi interés por conocer el origen de algunos alimentos al oír una a una la descripción de las propiedades de las hojas que se usaban para envolver el tamal. Al terminar su intervención, le pregunté dónde podía conocer más de ese tema, y me obsequió un ejemplar del libro de su autoría Las hojas de las plantas como envoltura de los alimentos. Se trata de un trabajo excepcional que este gran investigador colombiano emprendió como una interesante travesía para mostrar, científica, antropológica y literariamente, cómo algunas hojas de las plantas han acompañado la cotidianidad de los colombianos y sus elaboraciones gastronómicas a lo largo y ancho del país. Con gran acierto, el Ministerio de Cultura publicó una reimpresión de este trabajo en 2012.
A propósito del tamal, el profesor Díaz Piedrahíta nos recuerda en ese mismo texto que es “uno de los alimentos indígenas que han perdurado y está llamado a conservarse como joya de la cocina criolla”, y describe cómo cambia su contenido según la región. Y como bien lo señala, existen redondos, cuadrados, esféricos y cónicos. Además, hasta su forma de amarrarse cambia con el lugar en el cual los preparen.
Entre las hojas que más acompañan al tamal se encuentran las de musa, más conocidas como hojas de plátano. También algunas bijao y conga. Además de las pertenecientes a la especie Canna: chisgua, risgua, rede, achira y capacho.
Algo valioso del trabajo de Díaz es que no sólo trae a cuentas los aportes científicos sino la cultura popular, entre ella un jocoso fragmento de la Oda al tamal, de Juan José Botero: “¡Esponjado tamal!, yo te saludo. ¡Salve mil veces, oloroso envuelto! Bienvenido si traes en tu vientre dos grandes presas y un carnudo hueso”.
Antropólogos y chefs parecen coincidir en que el tamal, que era preparado por las comunidades indígenas, se fue transformando con las variedades alimenticias que se tenían en cada región. Sobre este punto particular, el profesor Díaz Piedrahíta tenía varias tesis. Una de ellas era que el tamal sólo había aparecido después de la Conquista como recurso empleado por los indígenas para usar los alimentos que los españoles dejaban sobre la mesa y que ellos recogían en hojas de plátano. Así puede explicarse, por ejemplo, la presencia del garbanzo en el tamal santandereano.
El papel de los alimentos ha ido de la mano de la construcción del ideario de la nación. La investigación de los orígenes de nuestra gastronomía fue, en parte, uno de los propósitos de la Comisión Corográfica liderada por Manuel Ancízar, el primer rector de la Universidad Nacional. En la diversidad de los platos que hoy circulan en la mesa de los hogares y restaurantes del país podemos comprender la riqueza que traen nuestras diferencias regionales.
No puedo dejar de confesar que lo más peculiar y novedoso que recientemente he conocido es la extravagante combinación que compone lo que en el Tolima llaman “remontado”: un plato de lechona con un enorme tamal tolimense encima.
Fuente: https://www.elespectador.com/opinion/historias-y-relatos-sobre-el-tamal-columna-728689
Imagen: http://www.onic.org.co/pueblos