—¿Ya tenés pensado qué hacer?
—Rodri me dijo que quiere ser papá. Pero yo no sé si quiero ser mamá. Y menos con él.
Hace frío en el buffet de la escuela, afuera hay ruido de recreo, y con Natacha, la profe de Francés, nos miramos. Javier trajo un café con leche.
—Tomalo, hace frío estos días.
Sin agradecer ni mirarnos, Gina toma sorbos lentos. Se hizo un test de embarazo y le dio positivo, después fue llena de vergüenza a una guardia –se puso una campera del Milan de su hermano, anteojos negros, se escondió bajo la capucha– a mentir que le dolía la panza para forzar un análisis: sí, estaba embarazada. Y no estaba muy segura de tenerlo.
Pedagogía del tabú
En las escuelas públicas populares –para diferenciarlas de las de élite– las alumnas embarazadas y madres son parte de la cotidianeidad. En general, aunque no únicamente, son chicas que viven en barrios donde es común la maternidad adolescente. La escuela secundaria, formateada en el siglo XIX con un patrón elitista que la terminó convirtiendo hoy en el agujero negro del sistema educativo, las sigue tratando como excepciones: nos apuramos a armar trabajos prácticos fáciles de resolver, no les contamos las inasistencias, bajamos al mínimo las siniestras exigencias burocráticas para que su bebé no venga con una deserción escolar bajo el brazo. La frase “ese chico no tiene que estar acá”, que parece esculpida en piedra en las salas de profesores, también aplica implícitamente –o no tanto– a las alumnas embarazadas o las que vienen con su hijo o hija a la escuela. Las chicas gestantes y mamás transitan el tabú, lo encarnan, soportan sobre sus pieles todo el peso plomizo del yunque rosa que las manda a ser mamás, porque “tener un bebé es una bendición”. Aunque hayan sido violadas.
Las tradiciones del sistema educativo son, también, las tradiciones de la sociedad donde está inserto. Porque la escuela es una caja de resonancia de lo social, no una cámara de vacío a salvo de él.
El aborto, en ese contexto, está teñido de ilegalidad y clandestinidad: está camuflado tras una burocracia de médicos copados, hospitales amigables, farmacias con contraseña, asesores, consultorías. Para una adolescente, abortar via la escuela sin violar la ley es una pesadilla kafkiana.
Por otro lado, en las escuelas públicas de élite y privadas la invisibilización es mucho mayor. Atravesadas por el mandato de una maternidad supeditada a logros personales –facilitados por la pertenencia de clase–, las chicas de clase media intelectual y de clase media alta no se permiten maternar en su adolescencia. Ellas sí tienen muchísimo que perder. Y tienen los medios para esquivar la clandestina burocracia del aborto.
Lo concreto es que con el aborto ilegal no sólo las mujeres pobres quedan expuestas a clandestinidades precarias, antihigiénicas y que ponen en riesgo su vida. También quedan al borde de la deserción escolar: las chicas pobres no tienen una red social de contención que las acompañen a transitar esa carrera de obstáculos y contra reloj, pero tampoco cuentan con soportes –mujeres– que le cuiden al bebé una vez que nació. Porque, muchas veces, el papá se borró. Porque quedaron solas. Porque tuvieron que decidir entre maternar o estudiar.
Las alumnas que llevan sus panzas y sus hijos a la escuela son ese fantasma que recorre las secundarias públicas populares. Los docentes oscilamos entre el paternalismo y la condena excluyente, y sin lograr acertarle a la inclusión educativa. Bajo ese signo se arman los trabajos prácticos y las intervenciones pedagógicas hacia ellas.
Bajo su “condición” silenciada, disimulada, puesta entre paréntesis hacemos una pedagogía del tabú, del asterisco, de la excepción. ¿Cómo impactaría la legalización del aborto en esa problemática?
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—¿Son bebés abortados?
—Profe dígale, son angelitos.
En el Museo Nacional de Bellas Artes una alumna y un alumno de primer año se detienen a mirar fascinados un óleo de Lucas Cranach el Viejo. Allí aparece Dios, rodeado de diecinueve cabecitas de querubines, y amenaza con lanzar tres flechas fatídicas a la Humanidad.
Pedagogía de la pregunta
Los propósitos de toda planificación didáctica podrían resumirse en un objetivo central: lograr que las y los alumnos se involucren en la clase, en el objeto que se estudia, que le hagan preguntas, lo manipulen, lo adapten a sus conocimientos previos. La aproximación es espiralada, rara vez directa: una chica levanta la mano en un aula y lanza una hipótesis, intuitiva, tratando de enganchar eso que plantea su docente con algo que le viene rebotando en la cabeza. La función del docente es tomar esas intervenciones e ir corriendo la línea de lo conocido para acercarla a las metas de la clase. Para enseñar. Para que la alumna aprenda.
Cuando los docentes planificamos lo hacemos esencialmente tratando de forzar esa pregunta, implícita o explícita, a través de distintas estrategias. Sin embargo, a veces, cada vez más en un contexto global de sobreinformación y consumo, la agenda pública destruye las paredes del aula y obliga a docentes y estudiantes a hablar de determinados temas. Fuerza “naturalmente” el tan celebrado, prescripto y poco aplicado pensamiento crítico: “¿Y usted, profe, qué opina del aborto?”.
Lo que pasa afuera de la escuela entra por la puerta: si la sociedad es violenta, encontramos un cuchillo en una mochila; si es desigual, desaparece un celular en el aula; si hay hambre, los pibes buscarán un plato de comida en la escuela. No podemos aislarnos del aborto que, además, forma parte central de la agenda particular de las y los adolescentes, incluso desde la pubertad. Sexo, drogas y represión policial: los grandes tópicos que los pibes le reclaman a la escuela.
La sesión de la Cámara de Diputados del 13/14 de junio fue el corolario de debates maratónicos, de una lucha de décadas que hace algunos años tomó un volumen insospechado. Ya se ha dicho: las mujeres son en este momento, tal vez, el motor de la historia de una forma que nunca antes fue tan explícita, escondidas como estaban tras las cortinas del patriarcado. La marea verde afiló las preguntas de los pibes y las pibas por la Educación Sexual Integral. Abandonada por el Estado nacional, y supeditada a los pocos gobiernos provinciales que decidieron darle impulso, la ley 26.150 cobró una vida y una fuerza inéditas, no ya como bajada, sino como demanda.
Las y los adolescentes han decidido que es tiempo de hablar. Es tiempo de hacer un tratamiento riguroso de temas complejos vinculados a la sexualidad. Es tiempo de que la escuela, especialmente la secundaria, se haga cargo de las preguntas de sus alumnos, de que asuma de una buena vez la pedagogía de la pregunta.
No es la tecnología la que pone en jaque a la escuela tradicional: lo que la obliga a repensarse y reinventarse es el avance de los derechos, es la masificación del sistema educativo; son los lentos, imperceptibles y contundentes cambios de hábitos culturales. Internet no incendiará a la escuela hasta sus cimientos. Al contrario: son los pibes y las pibas, cada vez más conscientes de sus derechos, los que la reforzarán.
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—Ya conté cuatro pañuelos celestes acá –una compañera me pasa, por WhatsApp, una foto mal sacada de dos mochilas en la escalera de la escuela.
—Ojo, hay que tener ovarios para anudarse pañuelos celestes en este contexto.
Pedagogía del derecho
Los docentes “progres” miramos fascinados la marea verde, a las adolescentes empoderadas, a la demolición de los tabúes que forman parte de la ritualidad escolar. Adherimos categóricamente a lo que Luciana Peker llamó “La revolución de las hijas”, que celebra el protagonismo juvenil dentro de la lucha feminista. Nos maravillamos ante la toma de autonomía política y sexual de nuestras alumnas, pero lo hacemos fundamentalmente por compartir muchas de esas miradas. Hasta que aparece un pañuelo celeste, una militancia que desentona con lo general, que nos interpela también a nosotros.
¿Qué hacemos con esto?
Las hijas de Silvia Lospennato, Agustín Rossi y Daniel Filmus entraron al recinto de la Cámara de Diputados como protagonistas en las decisiones que tomaron sus madres/padres a la hora de legislar. Las hijas que tienen medios para abortar de forma segura y más desburocratizada –aunque aún ilegal–, cuyos progenitores tienen además la llave de los amplificadores mediáticos. Hasta allí, todo verde. Y en las escuelas públicas de élite, el color casi uniforme. Y también en algunas privadas, provocando tensiones con los esquemas del colegio, y hasta con sus familias. Hijas blancas, con más o menos formación política, ofreciéndole a la democracia argentina argumentos demoledores en oposición a las barbaridades –no caben otros calificativos para mucho de lo proferido dentro del Congreso en la madrugada del 14 de junio– en contra de la ley. No tienen más de 20 años. Vemos a todas las adolescentes con pañuelos verdes. Pero no: es más bien una forma de metonimia, de tomar las partes por el todo, una especie de ilusión óptica.
En las escuelas públicas populares se ve un escenario matizado: pocos pañuelos verdes, menos celestes, y una gran mayoría despañuelada. Son pibas y pibes de los barrios, para quienes este debate está abriendo un escenario de información compleja, que saben importante y que les atrae, pero no todavía como para militar una posición. Quienes han recorrido los barrios en las crisis lo saben: son las mujeres las que ponen de pie a las familias, a sus maridos, a sus hijos. Son las mujeres solas las que muchas veces, contra la violencia de género y la exclusión total, sostienen hogares haciendo lo imposible. Sus hijas hoy están aprendiendo la enorme complejidad de la soberanía de sus cuerpos. Nunca antes se había tratado detalladamente el tema en sus casas, sus aristas legales en tensión con las morales, las preguntas contundentes sobre el placer sexual y la maternidad, sobre el rol del Estado.
En las escuelas populares las chicas, sin decidirse si se calzan un pañuelo, están reformulando preconceptos instalados. Allí está la demanda más delicada: que la escuela esté a la altura del debate con información rigurosa pero, fundamentalmente, respetuosa de los tiempos y las preguntas de las y los alumnos.
Tal vez las escuelas populares, donde no hay posturas dominantes, se parezcan más a la sociedad en su conjunto y a la no linealidad de sus mecanismos democráticos: minorías militantes con posiciones tomadas, y mayorías silenciosas que están aprendiendo algo nuevo. En este caso, pibas y pibes que están aprendiendo también a opinar, a argumentar, a expresar su voz sobre algo tan íntimo como sus deseos.
La escuela, como agencia del Estado, debe garantizar el derecho de la libertad de opinión, del debate ordenado y sincero, debe orientar el disenso jerarquizando los argumentos. Debe garantizar la aplicación de la ley de Educación Sexual Integral. Debe enseñar que se está discutiendo, también, un derecho que opera sobre la materialidad más personal: el propio cuerpo. Es la hora, también de hacer una pedagogía del derecho.
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La legalización de la interrupción voluntaria del embarazo permitirá a las alumnas embarazadas salir de la clandestinidad y decidir en mayor libertad. Les permitirá sopesar sus propias condiciones, sus propios deseos, y definir su futuro sin condenas legales ni morales. Así, el aborto legal será también una buena herramienta de inclusión educativa. Habremos derribado el tabú echando preguntas sobre él, haciendo florecer preguntas.
Que florezcan mil, cien mil, millones de preguntas. Que cada piba y cada pibe viva en un país donde tenga derecho a decidir sobre su cuerpo, donde entienda que no tiene derecho a decidir sobre un cuerpo ajeno. Va a suceder, si no es este año será pronto. Y en ese futuro, tan cercano, esta discusión, este mismo artículo, parecerán antigüedades.