Por: Mariano Fernández Enguita
Este es el primero de una serie de siete artículos del sociólogo Mariano Fernández Enguita sobre los principales puntos que debería abordar un posible pacto educativo
La escolarización es un servicio público. Si dejamos de lado minucias como su imposición (obligatoriedad), la objeción o la escolarización en casa, su carácter de derecho subjetivo irrenunciable y su función de integración social han hecho de la escuela una institución en sentido estricto (el mismo en que lo son un juzgado, un psiquiátrico o una prisión). ¿Quiere eso decir que deba ser de titularidad y gestión públicas? En mi opinión es la opción más deseable, pero no la única posible, ni la única aceptable, ni siempre y en todo caso la mejor. Gas, agua, electricidad, telefonía y transporte de personas son ejemplos de servicios públicos, el acceso a muchos de los cuales consideramos o podríamos o deberíamos considerar un derecho, que lo mismo están en manos públicas o privadas, en este caso en régimen de concesión y con una regulación especial. Es verdad que estos suministros y servicios no atañen a nuestras conciencias, como sí lo hace la educación, pero tampoco es esta la única.
La prensa y otros medios de comunicación de masas, esenciales para la libertad y la democracia, son mucho más privados que públicos y, sin negar valor estos últimos, no creo que nadie añore épocas en que fueron los únicos o los principales. La Internet también es abrumadoramente de gestión privada, lo cual –a pesar de las voces apocalípticas de comienzos de los noventa, cuando dejó de ser la exclusiva de ejércitos y universidades y se abrió a las empresas– ha sido, sin duda ninguna, una bendición para todos.
Por su lugar histórico en la formación del estado del bienestar y presente en la arena política, y por su relevancia a largo plazo para la vida de las personas, lo más parecido al sistema educativo es el sistema de salud: pues bien, en España del total de ocupados en la enseñanza o la sanidad, trabajan en el sector estatal en sentido estricto (público en el lenguaje de la calle), respectivamente, el 53,5 y el 38,4% (datos de la EPA 2016T2); lógicamente, en el sector estrictamente privado (no concertado) se concentran ofertas para demandas que el público no satisface, como la medicina estética o la enseñanza de idiomas.
Con esto no quiero decir, ni de lejos, que deba privatizarse la educación, pero si es usted maniqueo, si no distingue grises entre blanco y negro, y no ha dejado todavía de leer este artículo, hágalo ya. No emplearé otro largo párrafo ahora en criticar la idea de que toda educación deba ser privada, no porque no sea igualmente cuestionable o más sino, sencillamente, porque es marginal y no hace falta. A diferencia de lo que sucede en el sector público, donde abundan sindicatos, plataformas, asociaciones pedagógicas y otras instancias de vocación representativa que defienden la supresión, inmediata o gradual, de la escuela privada o de su financiación pública, en el privado y concertado nadie tiene una pretensión simétrica ni parecida. Hace tiempo, en medio de un debate con algunos fundamentalistas de la educación pública (funcionarios, por supuesto), obtuve de MUFACE una información poco conocida: en el año 2000, 88% de los maestros y 76% de los profesores de Secundaria del sector público (estatal) eligieron como proveedores de asistencia sanitaria a las llamadas entidades colaboradoras (la concertada, o privada financiada con fondos públicos, del sector). Quien quiera y sepa, que juzgue con este dato el alcance de algunas defensas de lo público. Pero volvamos a la cuestión.
En un mundo perfecto correspondería al Estado, como representante del interés general, ofrecer, a través de la escuela pública, una educación de calidad, en libertad y con equidad. Esa es, al menos, mi idea, pero tiene dos problemas: que el mundo no es perfecto y que hay otras ideas de la perfección. El primer sistema escolar público y universal en Europa fue el prusiano, a mediados del siglo XIX, y su producto más destacado fue un ejército del que todo el continente tendría noticias durante un siglo. El segundo fue el francés, también decimonónico, creado, tras la derrota de 1870, para combatir a ese enemigo exterior y a otros dos interiores: el legitimismo monárquico, en gran medida aliado con la iglesia católica, y la movimiento revolucionario, que prefería autoeducarse. El tercero, ya en pleno siglo XX, fue la common school norteamericana, que Mann plagió de Prusia para asimilar la inmigración y a la que un contexto de fuerte autonomía local impidió ser instrumento del gobierno, pero también empujó un parroquialismo asfixiante y a fuertes desigualdades económicas y étnicas.
España plasmó varias veces, desde 1812, la idea sobre el papel, pero siempre sin medios, creando un sistema que combinaría algunas instituciones bien equipadas (los institutos de enseñanzas medias y parte de las escuelas primarias) con otras misérrimas (las escuelas rurales, de barrios de aluvión o de continuación de estudios) o inexistentes. De hecho, la escolarización no llegó a ser realmente universal hasta la década de 1980.
Como resultado del desarrollo raquítico de la administración estatal, la desigualdad social y el gran peso de la iglesia católica, para entonces la escuela privada comprendía ya aproximadamente un tercio del alumnado, proporción en la que se ha mantenido hasta hoy con pequeñas oscilaciones. Esto la convierte en uno de los países desarrollados con mayor peso de la enseñanza privada: triple que la media de la OCDE, doble que en países como Dinamarca, Francia, Hungría, Reino Unido o Estados Unidos, aunque menos que Australia, Holanda y Bélgica. La gestión privada de escuelas financiadas con fondos públicos, siempre controvertida, está no obstante al alza en países como Suecia, Estados Unidos, Reino Unido y Nueva Zelanda.
Esa relación de uno a dos de la privada o concertada con la pública se mantenido a pesar de que –o precisamente porque– unos gobiernos han empujado ligeramente en un sentido y otros en otro, tanto a escala nacional como autonómica. Esos ligeros o menos ligeros empujoncitos, no obstante, han provocado siempre airadas respuestas de la otra parte, desde las guerras escolares alentadas por la iglesia (y no solo) contra los gobiernos socialistas hasta las fuertes movilizaciones encabezadas por las organizaciones de intereses de la pública (y no solo) contra las leyes de los gobiernos conservadores (LOCE y LOMCE).
Hoy gobierna la derecha y se moviliza el funcionariado con una retórica de izquierda que vuelve a avanzar el objetivo de suprimir los conciertos, pero dudo que quienes lo reclaman comprendan el alcance y la gravedad de lo que reclaman, pues siendo un tercio del alumnado, parece idea poco sensata pretender dar tal vuelco al status quo, menos aún hacerlo con unos poquitos diputados de mayoría absoluta o relativa (sin olvidar el sesgo mayoritario de la representación parlamentaria) y mucho menos hacerlo contra este tercio demográfico que, guste o no, son en general las familias de mayor nivel económico, educativo y participativo.
Tal vez un día llegue un consenso ampliamente mayoritario en torno a la idea de que la escuela debe ser gestionada por el Estado, o tal vez lo contrario, pero, mientras tanto, parece más razonable intentar fortalecer un sistema público con los mimbres de que disponemos: público por su institucionalidad, por sus objetivos, por su financiación y por su composición. Los dos primeros elementos ya están dados, aunque sean siempre mejorables; el tercero en gran medida, salvo el sector estrictamente privado; el cuarto no lo está, y va a peor. Al decir público por su composición me refiero a que todo centro escolar debe ser un microcosmos de la sociedad, integrando a personas de distinto género, clase social e identidad étnica. Es cierto que no cabe hacer muestrariosde alumnos para satisfacer las proporciones globales en cada centro sin sacrificar otros objetivos (por ejemplo, la proximidad y cualquier grado de elección), pero sí eliminar toda discriminación y exigir un nivel adecuado de diversidad y, sobre todo, de inclusión de alumnado con necesidades especiales. La contrapartida es dotar de los medios necesarios para ello.
Queda todavía la escuela propiamente privada. Siempre me ha resultado curioso que la izquierda y las organizaciones corporativas de la enseñanza pública reclamen solo que no vaya un euro del presupuesto público a la privada, no que toda institución escolar sea de titularidad pública, lo que revela que es más una pugna por los recursos que por un modelo de sociedad. Yo creo que, como parte de la institucionalidad educativa, los actuales centros privados también deben asumir, en las enseñanzas regladas, su función social, y esto podría hacerse integrándolos como concertados en las mismas condiciones que el resto, sufragando el acceso de otros alumnos o exigiéndoles asumir por sí mismos el coste de este.
Bien podríamos llamar a esto una institucionalidad concertada: la LODE acertó al eliminar la idea de subvención, en la que no hay contrapartidas por parte del subvencionado, y no caer en la de concesión, pues tampoco se trata de admitir la mera explotación de un bien público. El concierto, por el contrario, supone que hay otros actores particulares y sociales que pueden ofrecer el servicio en términos equiparables a los de la Administración y que aceptan subordinarse a la política educativa general.
Pero no hablo aquí de conciertos singulares sino de concertación en general, con un alcance como el que se dio al término (concertación social) para los acuerdos sobre empleo de los ochenta; es decir, de la incorporación de los actores no estatales a la institucionalidad educativa, como entonces se hizo a la legislación laboral. Y estos actores pueden incluir, en todo caso, fundaciones, cooperativas, sociedades laborales, mutualidades y otras fórmulas de organización sin fines de lucro.
Finalmente, hay otra dimensión necesaria para la concertación. Dos tercios de la escolaridad reglada no universitaria siguen siendo estatales (públicos) y teóricamente están sujetos a un gobierno concertado entre los distintos actores del sistema, a través de los consejos escolares (de centro y territoriales). En la práctica, no obstante, tales consejos se configuraron de tal modo que siempre estuvieron dominados por los docentes, con mayoría numérica y más aún un predominio presupuesto (hoy la ley da mayor peso a la Administración, lo que se ha denunciado como un déficit de democracia en los centros, pero lo cierto es que nunca hubo en estos otra democracia real que la del claustro). Esto en una institución que, como apuntamos al principio, no solo representa un derecho sino también una obligación, una imposición y la institucionalización masiva de la población, o sea, el sometimiento de unas personas (alumnos) a otras (educadores). Este carácter obligatorio y potencialmente coercitivo requiere por sí mismo su concertación con las familias que representan a los primeros, es decir, empoderar a estas lo suficiente para que aspectos cruciales de la macro y micropolítica educativa no puedan decidirse sin ellas.
Fuente: http://blog.enguita.info/
Fuente de la imagen: https://eslibertad.org/2013/10/02/las-falsas-expectativas-de-la-educacion-publica/